De Euclides Jaramillo Arango
(El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 13 de junio de 1971)
Se dice que en todo pecho de mujer existe un niño dormido. Yo diría que en cada cerebro de hombre hay un chiquillo despierto. Tonterías que se me ocurren leyendo, en el Magazine de El Espectador del domingo último, el cuento conyugal El sapo burlón, del banquero Gustavo Páez Escobar.
Cito el oficio del autor porque me parece extraordinario que un hombre dedicado a las finanzas, seguramente contagiado de la frialdad de los números y en un despacho de gerencia a la espera de las grandes mentiras de los buscadores de crédito, escriba una narración tan simpática, tan deliciosamente ingenua y al mismo tiempo deliciosa y agradable como el cuento que trato de comentar.
El médico –esto me recuerda al lejano Chéjov y al Bonilla Naar nuestro– está más propenso a caer en la literatura narrativa porque su profesión lo inunda de temas tristes, reales, crueles y hasta risibles; quizás el abogado lo esté por sus historietas de intrigas, delitos y maldades; y así mismo, otros profesionales.
Pero un economista, un banquero intoxicado de intereses, redescuentos, encajes, etc., necesita llevar en su cerebro un chiquillo despierto para llegar a la travesura de una narración tan deliciosa como El sapo burlón, la mejor que trae el Magazine Dominical en su última edición.
El cuento hoy es cualquier cosa. Pero debe ser bien contado. Ya no es necesario, para que el cuento sea bueno, que haya mucha intriga, mucho adorno, mucho suspenso. Hoy lo importante es contar cualquier cosa, pero en forma correcta y de fácil lectura. Me explico: no tener nada que contarse, pero contarlo todo muy bien.
Personalmente no conozco al autor de El sapo burlón. Pero veo que ha escrito un buen cuento, con un final de una ingenuidad que le proporciona más encanto a lo narrado. Véase que perderse el sapito porque lo botaron al río. Me hace recordar al pescador aquel que llevó a su hogar una sabaletica, y se amañó tanto el animalito, que dormía en la cama de los niños, jugaba con estos, se subía a la mesa a comerse las moronas durante las comidas, y hasta acompañaba al señor al portón cuando se iba a la oficina. Desgraciadamente –cosas del servicio doméstico, que es tan bruto– una criada nueva, acuciosa y compadecida, echó al pescadito al tanque del lavadero que estaba lleno de agua y, naturalmente, la sabaletica se ahogó.
En El sapo burlón, los personajes son magníficos. El pobre marido, borracho; la mujer, rezandera y gruñona; el sapito, el más humano de todos; el cura pueblerino y esa estupenda Dolores que todo marido lleva en la angustia de la soledad de hogar, aun sin conocerla. Dolores, a pesar de que en el cuento no se la describa, aparece perfectamente dibujada como otra apetitosa Canchelo. Por lo demás, el cuento es de gran sentido humano, y el sapito, un personaje adorable.
De Alirio gallego Valencia
Palabras de Alirio Gallego Valencia al ser entregada a Gustavo Páez Escobar la medalla "Eduardo Arias Suárez" (Calarcá, 19 de junio de 1974)
Al calor de una sincera amistad nacida del común afecto a los libros, me huelgo en llegar a Calarcá, periódicamente, a gozar de su paisaje, de su clima, de sus gentes y de su belleza, que la mantienen en un especial sitio de la patria, como si fuera un trono andino propicio para coronar luminarias; este holgar, por la generosa misión de la Oficina de Extensión Cultural, al mando de don Humberto Jaramillo Ángel, me trajo también esta noche, para decir al Quindío y a Colombia que la Villa del Cacique mantiene su tradición hidalga en este campo de las letras cuando recuerda a un cuentista como Eduardo Arias Suárez y lo enaltece y lo sublimiza sobre el pecho de los caballeros que reciben la medalla al Mérito Literario que lleva su nombre.
Ejerzo entonces un grato encargo, en nombre de la entidad que apersono. Colocar sobre el noble corazón de otro amigo muy caro la medalla "Eduardo Arias Suárez", por mérito a sus altas ejecutorias en las letras nacionales y su aporte al conocimiento de nuestra región en el ámbito patrio: Gustavo Páez Escobar, novelista, ensayista, sociólogo y cuentista de altos quilates, a quien otros seguros triunfos le esperan.
De excelente imaginación, crea novelas de ambiente moderno, profundo sentido social, mordaz crítica, fina ironía y buen gusto literario. Forja personajes de fuerte atracción, los moldea, los hace vivir y analiza síquicamente contrastándolos con ciertos cuadros antagónicos que, o se adivinan, o resultan protuberantes en la trama de sus cuadros, todo analizado y dicho con tierna sencillez y vocabulario muy castizo, sin recurrir a cierto precario lenguaje empleado por escritores que para conseguir fácil favor entre jóvenes aficionados, utilizan el vocablo ordinario, por ser este el camino sin abrojos que los sitúa en la efímera gloria.
En el cuento, Páez Escobar tiene ciertas reminiscencias waldianas en la intención y en el gracejo delicado y sutil; es un esteta, un orfebre de la palabra, un estudioso sistemático, un auscultador del mundo viviente; busca febril el tema, lo analiza, lo encausa en sus efectos y brinda a sus lectores fábulas de contenido universal, que son, en mi sentir, una de las condiciones imprescindibles del cuento como género clásico. Esta universalidad, tan difícil de alcanzar, puede obtenerse en una sola obra, aun en un fragmento, y me consta que Gustavo la busca con deleite de esteta consagrado, pese a sus innúmeras ocupaciones habituales.
He aquí otra de las cualidades y virtudes del escritor. Quien desee serlo, ha de ejercer la paciencia, disponer del tiempo indispensable, como el artista, asceta muchas veces, hasta lograr la línea final de su perfección, que nadie sabe cuándo ha de encontrarla.
Qué dilema trabajar con la palabra: recuerdo a Ovidio, en el destierro, deambulando por las arenas del mar, cuando un pescador de ignotas tierras le preguntó su nombre para imprecarle que quien trabajaba con la palabra como él lo hacía con la red, estaba obligado a defender al pueblo.
Vale decir que en manos del escritor reposan compromisos de ineludible valor: encausar y dirigir, analizar y criticar, informar, deleitar, escribir la historia, hacer la revolución, agitar las ideas, ordenar el pensamiento, ejercer sobre los demás su tremenda influencia para que el mundo repose sus ansias y calme sus angustias, reivindique sus aspiraciones y consolide sus conquistas.
Todo esto conlleva el arte de escribir, de trabajar con la palabra. La palabra, cuyo profundo significado socava un régimen, exalta una teoría, derrumba un prestigio, o fabrica una gloria. Todo esto indica, no podría ser de otra manera, que el escritor ha de poseer calidades y cualidades de especial importancia para ejercer su misión de cultura que es, propiamente hablando, la integración reguladora y mejoradora del elemento anormal, que para nuestro campo es lo acultural. Debo insistir sobre la necesidad de volver al humanismo integral, a la adquisición del conocimiento total, casi de la sabiduría, para ostentar plena autoridad en el campo intelectual.
Recibe usted, con la condecoración que de hoy en adelante lucirá en los estrados literarios, la enseña que Calarcá y su Oficina de Extensión Cultural le entregan para que mantenga en alto la tradición y prestigio de las letras colombianas.
Que su aporte futuro en este campo enriquezca el acervo cultural de la región y acreciente su prestigio de escritor connotado.
De Héctor Ocampo Marín
(La República, Bogotá, 12 de febrero de 1978)
La capital del Quindío se ha convertido en importante mojón de la industria editorial. Mensualmente aparecen varios libros editados allí.
La editorial Quin-Gráficas de la ciudad de Armenia acaba de entregar al público colombiano en 220 páginas el bello glosario Alas de papel del banquero y columnista de El Espectador Gustavo Páez Escobar.
Más de medio centenar de glosas breves conforman la última obra del escritor aludido, oriundo de Boyacá. Cuadros ágiles, libres de todo barroquismo, dibujan con pinceladas rápidas los más diversos aconteceres del país. Páginas estructuradas con devota vocación de esteta, en ellas Páez Escobar nos entrega personalísimos y originales escorzos sobre singularidades de la conducta social, libros y escritores, personajes poco comunes y afectuosas rememoraciones de la vida y del diario acontecer regional.
El glosario de Páez Escobar tiene una secreta y subterránea coherencia que le da corporeidad orgánica. La gracia de una prosa agradable y limpia hace de Alas de papel un mundo literario armonioso y amable para este tipo de lectura descomplicada y amena que exige con insistencia el lector moderno.
Páez Escobar ha descubierto los esquivos secretos para capturar y encantar lectores. La capacidad para encontrar aristas nuevas en los asuntos que examina, la frase construida con la frescura que depara el buen uso del lenguaje, la forma novedosa y al mismo tiempo respetuosa de formular los conceptos, de imprimir acción y recurrir al adjetivo noble, hacen de la escritura un poco periodística y un mucho literaria de Páez Escobar, una de las más adecuadas y leídas prosas que hoy es posible encontrar en los diarios nacionales.
Saludamos, pues, una vez más al joven escritor en cuyas breves prosas es posible encontrar convergencias y aproximaciones, si no con D'ors y Larra, por lo menos con nuestro Luis Tejada, en cuya pluma donosa y profunda lo cotidiano logra aires de trascendencia y perdurabilidad.
De Hernando García Mejía
(El Impresor, Editorial Bedout, Medellín, agosto de 1980)
Gustavo Páez Escobar es boyacense, nacido, concretamente, en el lindo pueblecito de Soatá, que el canónigo Peñuela llamara líricamente "Labranza del sol" en amorosa monografía publicada hace algún tiempo. Vinculado desde su más temprana mocedad al Banco Popular, ha hecho, gracias a una limpia constancia y a una indiscutible eficiencia, sólida y brillante carrera que lo ha llevado a la gerencia de importantes sucursales en diferentes ciudades del país. Precisamente, en la actualidad ocupa la de la sucursal del Banco en la ciudad de Armenia (Quindío).
"No poseo títulos -anota en algún esbozo de autobiografía-. Me incomoda, me irrita, me desquicia el mote de 'doctor' que me acomodan algunos despistados, no sé si por ingenuidad, por adulación o por burla. Es la moda del momento y todos quieren ser doctores. Y si no lo son se lo inventan. Los falsos títulos abundan como la mala hierba, porque el mundo es apergaminado. Somos dados al lustre externo, a la ampulosidad, a los convencionalismos".
Columnista de El Espectador y La Patria, periódicos en los cuales analiza y expone ágil y amenamente muy variados temas del acontecer cotidiano y cultural de los tiempos modernos, es, igualmente, ensayista, cuentista y novelista. Conocedor de los clásicos, ha realizado estupendos ensayos sobre Flaubert -Madame Bovary y Salambó- y sobre Germinal, la famosa novela de Emilio Zola.
Hombre de férreas disciplinas, madruga todos los días a las cuatro de la mañana y se mete en su biblioteca a leer y a escribir hasta que es la hora de marcharse a ocupar su sillón gerencial. De ahí que pueda vivir muy bien informado y que, de paso, vaya realizando, lenta, firme y calladamente, de espaldas a los consabidos y poderosos sanedrines del privilegio, su obra tanto periodística como literaria.
Tres de sus libros editados hasta el presente son Destinos cruzados, Alborada en penumbra, novelas, y Alas de papel, suma de diversos artículos publicados en los dos periódicos arriba mencionados.
Próximamente, también, el Banco Popular publicará, en su sobria y selecta serie bibliográfica, su primera selección de cuentos, que incluye, obviamente, algunos difundidos en el Magazín de El Espectador.
El de Gustavo Páez Escobar es, pues, como puede juzgarse, un caso de ejecutivo muy especial. De ejecutivo pensante, soñante y opinante. Como quien dice, un caso de doble filo. Riqueza en las cavas y en la cabeza.
Fenómeno trascendente, de veras insólito en el rígido, seco y matemático campo bancario y altamente aleccionador a nivel general.
Fenómeno de doble eficacia, en suma. Con un nombre: Gustavo Páez Escobar. Soatense. Casi, casi tipacoque...
De Gaspar (Rodrigo Ramírez Cardona)
(La Patria, Manizales, 6 de marzo de 1982)
Gustavo Páez, ya se sabe, es hombre asentado desde hace años en la ciudad de Armenia, donde Páez con otros escritores quindianos ejercen al modo de cierto magisterio intelectual. Prosista de buena ley, Páez Escobar, además de colaborar en La Patria y en El Espectador, es autor de libros y ensayos que se leen con interés y con innegable encanto.
No en vano, Gustavo Páez Escobar maneja una escritura clara, fácil, que en ocasiones la recorre un suave y fino lirismo. Ahora Páez ha publicado su último libro, El sapo burlón, una serie de cuentos que algunos de ellos huelen a musgo fresco o a tierra mojada de la más entrañable tierra provinciana.
Escribir cuentos no es tarea fácil. Con el cuento ocurre análogamente lo que con el soneto, que en sólo catorce versos, el autor debe expresar su mensaje poético en forma completa. En el cuento se exige rigor en la escritura, densidad en la historia, síntesis en la ideación de los caracteres, brevedad y concisión. Estas categorías y otras que no se mencionan, permiten decir que el cuento es una especie literaria de trabajosa realización.
Hubo y hay maestros en el género, Chéjov, Maupassant, William Faulkner, Cortázar, García Márquez, para no citar sino los que se nos vienen a la memoria, y hubo casos como el de Ernest Hemingway que en el ejercicio del cuento fue formidable, mas no en la novela, donde el escritor norteamericano, con la excepción de El viejo y el mar, no las tuvo todas consigo y su escritura novelística se resiente de notables defectos.
Pero volviendo a nuestro cuentista Gustavo Páez Escobar, el escritor nos ofrece en El sapo burlón unos relatos admirables; en una prosa pausada, que se ciñe al concepto como la piel al hueso, Páez no se entretiene en los juegos líricos meramente con los cuales podrían perderse sus criaturas, sino que las deja jugar, casi desnudas, en el contexto de su breve escritura.
Son pues, sus personajes, gentes que viven no solamente allí en el libro sino como que se salen de sí mismas para estar con el lector. Y algo finalmente me llamó la atención en Gustavo Páez Escobar y especialmente en su última obra que en forma breve se comenta. Páez parece confesar, según sus cuentos, el concepto de que el hombre asiste a una realidad trunca, en falencia; una realidad incompleta como un muñón, lo que excluye de suyo, en sus cuentos, el final feliz.
De Adel López Gómez
(La Patria, Manizales, 23 de julio de 1982)
Integrado en sus 310 páginas por 76 notas de homogeneidad y limpio estilo, este libro de Gustavo Páez Escobar –Caminos– podría ser juzgado a priori como un volumen más o menos superficial de esos que eventualmente acopiamos los periodistas-escritores para acrecer el acervo de nuestra bibliografía.
Pero en cuanto se penetra en la entraña, en el paisaje espiritual, en las bifurcaciones, en el sendero de estos caminos suyos, el lector se ve precisado a integrarse reflexivamente a esos breves textos que, con todo y serlo, rebasan la simple calidad del comentario cotidiano que se escribe a la ligera, en buen idioma y cuidada forma inclusive, para llenar la urgencia de los temas y los días. Es algo que bien conocemos quienes cumplimos arduamente la tarea cotidiana.
Páez Escobar trabaja en otro ritmo y con reposada mentalidad, en comprimido estilo, con una limpieza conceptual que se realiza en función de pensamientos concretos, sin divagaciones inútiles, a la manera como se pasa sobre las definiciones fáciles para descubrir la almendra verdadera, sin meterse en extravagancias de interpretación o excesos de fronda.
No es posible en una nota de cotidianidad –dentro de la tiranía impuesta por el diagramador editorial– hacer un análisis, siquiera sea somero, de este nutrido, conceptuoso y amable libro que es Caminos. Pero hay, por ejemplo, una página –quizá la más extensa que, a propósito de Aguja de marear, le sirve a Gustavo Páez Escobar para presentar en doce páginas de ajustada estructura la personalidad de Otto Morales Benítez en sus exactas dimensiones de gran escritor y en su alta estatura de hombre de pensamiento y acción, de equilibrio y justicia, de abierta humanidad y caudalosa dispensación de sus grandes dones en lo espiritual y en lo humano.
Lo dice con su acostumbrada virtud de síntesis en los últimos seis renglones de su escrito: "Este hombre llano, abierto al diálogo interminable, profundo en el concepto, insaciable en sus derroteros espirituales, que lo mismo entiende la enjundia de los grandes despachos, que abarca y admira la simpleza de los hechos menudos, sabe que lo realmente imperecedero, por encima de cualquier honor, es el espíritu".
Yo agregaría que este libro –Caminos– ha sido pensado y escrito dentro de la misma escuela de Otto y con parecida generosidad frente al mundo de hoy, contaminado y egoísta.
De Carlos Botero Herrera
(La Patria –Revista Dominical–, Manizales, 19 de diciembre de 1982)
"Dos especies de escritores tienen genio: los que piensan y los que hacen pensar", dice un generalizado proverbio. Para mí, y seguramente para quienes ya han degustado de su lectura, en Gustavo Páez Escobar se reúnen estas dos virtudes, porque en realidad él es un verdadero pensador, consciente a plenitud de lo que su mano asienta, y por eso sus escritos no pecan, ni podrán pecar nunca, de ligereza y precipitud, ya que ellos llevan la auténtica definición del hombre que medita y recapacita cada lance literario.
Su producción tampoco se lee como simple noticia, ni menos para salir del paso, porque quien disfruta de su lectura tiene que sacarle provecho espiritual, luego de pensarla, meditarla y saborearla a conciencia.
Es notable el avance de Páez Escobar en el difícil campo de las letras, tomando como su iniciación de escritor serio y profesional la fecha de 1971, cuando publicó su primera novela, Destinos cruzados, extendiendo, en prodigiosa marcha de inalterable voluntad, las virtudes y singularidades de su honesta capacidad. Honesta, porque esta es otra cualidad sumada a las múltiples de que puede ufanarse el artista.
Y su honestidad va más allá de toda posibilidad humana, pues esta se confunde con la abierta sinceridad y ruda franqueza de sus conceptos, por muchas razones meritorios. Este Páez Escobar duele a veces en sus apreciaciones, pero ello es producto de una inequívoca conducta y de un inalterable temperamento. Es su filosofía personal, depurada y bien calificada, sostenida, en su talento y en su lucha, por una férrea voluntad y una envidiable disciplina.
A veces se piensa si la capacidad y la facilidad literaria de Páez Escobar se confunden con sus labores de alto ejecutivo bancario, pero se debe entender que, una y otra, marchan en forma independiente, y se haría difícil aceptar que esa gran elocuencia artística, con tonos de seriedad y simpatía, cuando no humorísticos, producida con un elevado sentido de responsabilidad hacia la brillante exigencia de su inspiración, se ligara al frío sentido de las cosas materiales y se valorara en la misma proporción de los mercados bursátiles.
Sin embargo, habrá que reconocer que, de su normal y angustioso papel de ejecutivo, se debe nutrir alguna parte de sus cosechas, porque en aquel campo brotan también las consideraciones que puedan merecerle la conducta y la penuria del hombre común. Solo está en la mente del artista delimitar las diversas fronteras de su comportamiento en los distintos tramos de su actividad y reconocer la influencia de unos y de otros para el desenvolvimiento de los mismos.
La edad aparente de Gustavo Páez Escobar da para pensar que es mucho lo que se puede esperar de su ya demostrada capacidad, y que su última obra, Caminos, se podrá contar luego, cronológicamente, como una de sus primeras producciones.
En cuanto al Quindío se refiere, tenemos que aceptar, de muy buena gana por cierto, que desde hace algún tiempo para acá Gustavo Páez Escobar ha sido abanderado de la región en cuanto al aspecto literario se refiere, aspecto no limitado a los ya varios libros publicados sino al hecho importante de hacer parte de la nómina de colaboradores permanentes de El Espectador y La Patria, diarios que lo cuentan como a uno de sus más capaces articulistas.
La cultura quindiana tiene en Páez Escobar un valioso eslabón, e injusto sería no incluirlo entre los valores propios de la tierra, hacia la cual ha demostrado su buena conducta y simpatía. Y es que la región y sus gentes lo tienen como a uno de sus más preclaros hijos.
Decir que Gustavo Páez Escobar hace parte vital del meridiano cultural del Quindío es apenas sensato como concluyente reconocimiento a sus múltiples méritos, como lógico es agigantar su figura espiritual a la altura de los más claros exponentes de las letras regionales, como Julio Alfonso Cáceres, Baudilio Montoya, Humberto Jaramillo Ángel, Jesús Arango Cano, Euclides Jaramillo, Carmelina Soto y tantos otros merecedores de justos galardones.
(Sigue una entrevista con el escritor).
Concluimos esta agradable e ilustrativa charla con el hombre del día en el Quindío en cuanto a literatura se refiere, Gustavo Páez Escobar, cuyas obras, a nivel nacional, han dado y seguirán dando qué decir, porque se trata de un estilo renovado, ágil, prudente y contemporáneo, bajo la disciplinaria escuela de una personal superación. Este es el hombre, el escritor que Armenia muestra a Colombia, no como una continuidad de sistemas sino como una continuidad de voluntades y valores.
De Fernando Soto Aparicio
(Revista Integración Boyacense, No. 4, Bogotá, octubre de 1986)
Raro es hallar dentro de gentes metidas en las disciplinas de la economía y de la banca, un escritor. Gustavo Páez Escobar lleva años vinculado al mundo (para mí oscuro y misterioso, indescifrable) de las finanzas. Y dentro de ese trajín cotidiano, ha sacado tiempo para escribir varios libros, cuentos (El sapo burlón) y novelas (Destinos cruzados y otras), que se leen con interés y agrado.
¿Qué es lo que hace una novela? Es difícil contestar a esta pregunta, y más en la época actual, cuando la narrativa en general ha ido de un extremo a otro, levantándose, cayendo y volviendo a tomar el camino. Páez Escobar hace una literatura clara, sin pretensiones elitistas; una narrativa para leer y disfrutar, para entender. Comunicante y ágil, de lenguaje directo e inmediato.
Estos Destinos cruzados son una historia de amor, con altibajos, sufrimientos, intrigas, mentiras y verdades, que vienen a terminar en un final lógico, no por lo feliz y justo menos evidente.
Hay otra novela suya, Ventisca, donde se aprecia de nuevo su capacidad narrativa. La protagonista es una mujer que trasciende los límites de lo inmediato y se convierte en símbolo, dentro de una gran catástrofe causada por la furia de la naturaleza que arrasa un pueblo y deja sólo escombros. En ella, como en las otras novelas de Páez Escobar, hay una especie de soplo de Dios, una justicia más allá de la justicia del hombre, que coloca las cosas en su sitio y los seres en su lugar.
La narrativa de este novelista tiene un sello de comunicación inmediata. Además, ha comprendido que el papel esencial del escritor es contar cosas; y saberlas contar para que se las entiendan. Así son sus novelas; y sus cuentos, pintados de un ligero humor, siguen la misma pauta. Buen narrador Páez Escobar, que ha salido de los límites geográficos de su terruño, y ha establecido sus reales de narrador en todo el país.
De Vicente Landínez Castro
(Duitama, 15 de agosto de 2007)
Muy apreciado y recordado Gustavo:
Te confieso: soy un pésimo lector de novelas. Pero ésta tuya, Ráfagas de silencio, ejerció en mí, desde el principio, una rara fascinación, hasta el extremo de que no volví a hallar tranquilidad sino hasta después de haberla agotado por completo.
Su principal y mejor logrado personaje, la selva, me recordó persistentemente la atmósfera embrujadora de la única novela de José Eustasio Rivera, hasta el punto de considerar hoy tu obra como la hermana menor de La vorágine. Y esto a pesar de que ambas novelas, teniendo como escenario la selva, no tienen parecido en cuanto al argumento, los personajes, los sitios, ni tampoco por el tratamiento dado a la violencia que es bien diferente en las dos obras citadas.
No obstante, tienen en común en que una y otra son novelas de clara y genuina índole de protesta social. Ambas denuncian la corrupción de las autoridades en connivencia con los terratenientes; los desmanes del poder; la inequidad de los gobernantes para con los naturales, tratados peor que si fueran esclavos, y dejados abandonados a su suerte en medio de las enfermedades y las asoladoras epidemias propias del sofocante trópico; la avidez insaciable de los latifundistas y la venalidad de los jueces; y, a la vez, el conmovedor registro del amor desmesurado, pasional, biológico, religioso del indígena por la tierra; y el lastimoso estado de desolación de sus cuerpos y sus almas aventados por las ráfagas inmisericordes y ciegas de la más cruda violencia.
Y cual una nueva aurora de "rosáceos dedos", entre tanta maldad, aparecen los idilios de las gráciles hermanas, Anabel y Zulema, hijas del cacique; la primera, con el médico revolucionario; y la segunda, con el banquero honrado; ellas se mantienen casi inmaculadas, a pesar de la lujuria vegetal de la selva y de la efervescente concupiscencia de los blancos. Es una delicada y humana historia de amor narrada lejos de la cruda sensualidad, la vulgaridad, la pornografía y canallería tan apetecidas con fines comerciales y publicitarios de la mayoría de los nuevos novelistas nacionales. Tu narración, al respecto, desarrollada en un ámbito primigenio y paradisíaco, posee el encanto de una novela bucólica, y se desarrolla con una naturalidad y delicadeza casi castas.
Tu prosa, siempre sápida y plena de propiedad, en varios capítulos se torna dúctil, clara, casi transparente; y se adapta y se ciñe a las cosas descriptas revelándolas con fidelidad fotográfica, como si el idioma se ligara fuertemente a la superficie de las mismas, para destacarlas a la vista del lector, como si fueran un altorrelieve.
Cada capítulo de Ráfagas de silencio tiene la fuerza, el sortilegio, el color y el sabor de lo vivido. Tu libro, más que una novela, tiene el carácter interior y el secreto atractivo de una reminiscencia, de un fehaciente testimonio, de un diario íntimo, de unas escondidas memorias.
Tu novela es, entre otras muchas esencias, una apasionante crónica sobre un mundo aparentemente cercano, pero muy diferente del que habitamos. Y esta magnífica obra tuya nos hermana y nos acerca a esa otra faceta de Colombia tan desconocida como olvidada. A pesar de ello es un mundo en reserva, y en cierto modo, también, nuestro antiguo paraíso terrenal. Tú mismo escribiste, con toda la autoridad que te depara la experiencia, que "Hay que estar en la selva para admirar el prodigio de la creación del mundo".
Gracias nuevamente por la generosa oportunidad que me diste de disfrutar el conocimiento de Ráfagas de silencio; obra ésta que por sus muchos méritos y calidades está llamada a ocupar muy pronto alto sitio en la Historia de la Novela Colombiana; y cosechar, en vida tuya, merecidos reconocimientos y galardones en la República de las letras.
Recibe el fuerte abrazo de tu viejo amigo de siempre, Vicente Landínez Castro.
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