Tiro de gracia
Por: Gustavo Páez Escobar
Un año estuvieron en poder de las Farc, sometidos a las peores condiciones de degradación humana, Guillermo Gaviria Correa, gobernador de Antioquia, y Gilberto Echeverri Mejía, ex gobernador del mismo departamento y ex ministro de Defensa. La guerrilla se apoderó de ellos cuando encabezaban por las carreteras de la región una caudalosa caminata en favor de la paz. Luego los internaron en lo más recóndito de la selva chocoana, donde el 5 de este mes fueron fusilados a sangre fría junto con ocho militares que llevaban varios años de cautiverio.
El sargento Pedro Guarnizo, retenido hace casi seis años y que de milagro sobrevivió a este genocidio monstruoso, que solo cabe en el instinto de las fieras, así relata el instante de su salvación: “Me tendí en el piso y me cubrí la cara. Me di por muerto. Estaba esperando el tiro de gracia”. En cambio, los militares y los líderes políticos fueron masacrados de manera inmisericorde y sin mediar ningún enfrentamiento con el Ejército, cuando un helicóptero comenzó a sobrevolar la zona. La simple sospecha, atizada por el miedo, de que había sido descubierta la guarida y vendría el combate con el enemigo, llevó a ‘El paisa’, el tenebroso comandante guerrillero, a ordenar que se disparara contra todo el grupo cautivo, sin dejar a nadie con vida.
En la diligencia de levantamiento de los cadáveres, el cuerpo del Gobernador presentaba cinco disparos en la región dorsal derecha, uno en el antebrazo izquierdo y otro en la pierna derecha, y el del ex Ministro, tres impactos en la región lumbar, uno en el tórax y otro en la cabeza, considerado este último el tiro de gracia, de acuerdo con la definición del diccionario: “El que se da a quien ha sido fusilado, para asegurar su muerte”. Repugna y conturba este escabroso relato de los hechos, pero es preciso, para memoria futura de esta guerra inclemente y demencial, pintar la ferocidad con que los subversivos se sacian en las víctimas y se apartan por completo de los principios humanitarios que ellos mismos reclaman a favor de sus presos.
La brutalidad de los guerrilleros ha llegado a extremos inconcebibles. Ya nada los detiene en su carrera de atrocidades y cada día dan mayores pruebas de indiferencia por la vida de los colombianos y de arrogancia ante las leyes y el poder constitucional. Atentados execrables como los que acaban de cometerse contra indefensos ciudadanos, dos de ellos altos servidores públicos, revelan la carencia de toda sensibilidad y el propósito inocultable de destruir el país bajo el imperio del terror y la muerte. Para ellos no existe el sentimiento humano, sino el imperio de las balas y las bombas. Cuando no logran asegurar la posesión de los secuestrados, los rematan con el tiro de gracia, sin importarles el reguero de sangre y el dolor irreparable que dejan en el seno de los hogares y en el corazón de la patria. La cobardía para el lance que presienten adverso la cubren con la huida precipitada y la enlodan con el ataque alevoso.
Apenas nueve días atrás había ocurrido, también en Antioquia, el asesinato estremecedor de la profesora Ana Cecilia Duque, secuestrada por el Eln, quien en un paraje solitario de Cocorná recibió el tiro de gracia porque su padre se negó a matar a un supuesto paramilitar. “Le cambiamos la vida de su ija (sic) por la de Matute”, decía el burdo mensaje enviado al modesto habitante del pueblo. Ana Cecilia, una joven maestra rural a quien se describe como persona alegre, extrovertida y colaboradora con la comunidad, nada tenía que ver con los grupos subversivos que siembran la zozobra en la comarca. Estaba dedicada al cuidado de su hija de nueve años, la adoración de su vida, y las ilusiones de ambas fueron destrozadas por las balas fratricidas. En los dos sucesos antioqueños están involucrados los tres grupos que perturban la paz de toda Colombia.
Con el asesinato de los doctores Gaviria y Echeverri, que las Farc pretendieron cobrarle al presidente Uribe por el ataque contra el campamento donde aquellos estaban cautivos, ataque que fue desmentido por los sobrevivientes -y además por el fatídico tiro de gracia, como evidencia incontrastable-, pensaban los terroristas dividir al país entre los partidarios del intercambio humanitario sin condiciones, y los que opinan que la fuerza pública no debe cesar en el deber constitucional de rescatar a los secuestrados.
Ahora, frente a la vileza de los hechos, el dolor ha unido a la nación contra los autores de crímenes tan horrendos. Coincide este sentimiento de la mayoría de los ciudadanos con la calificación que ha recibido Colombia como el país con más terrorismo del mundo, después de Israel. Nunca como ahora es más imperiosa la necesidad de respaldar al Presidente en sus acciones contra el crimen organizado, y así lo proclaman fuertes expresiones de la sociedad que piden, con angustia e indignación, la represión de tanta barbarie.
El Espectador, Bogotá, 15 de mayo de 2003.
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