Baudilio y “La Bella”
Por: Gustavo Páez Escobar
Hace cien años, el 26 de mayo de 1903, nacía en Rionegro (Antioquia) el poeta Baudilio Montoya. En Calarcá vivió a partir de 1906, y allí murió el 27 de septiembre de 1965, después de cumplir un brillante itinerario poético -con seis libros publicados, cuatro inéditos y numerosos poemas sueltos que al calor de generosas copas solía elaborar en las fondas camineras o en acontecimientos diversos-, vocación inequívoca que le hizo ganar la distinción de “Rapsoda del Quindío”. Con este título el Comité de Cafeteros publicó una antología suya en 1973.
La poesía de Baudilio Montoya, de profunda inspiración romántica, estimulada por las bellas mujeres de la comarca y el soberbio esplendor de los paisajes, capta en versos rebosantes de calor humano la esperanza, la angustia y las querencias del pueblo. Otras páginas poseen un acentuado carácter social, como “Poema negro” y “Querella de Navidad”, traducidas al ruso. Vate popular en el más amplio sentido de la palabra, nadie como él ha sabido interpretar en el Quindío, con tanta sencillez, donaire y autenticidad, las cotidianas querellas de los enamorados y las sublimes emociones del corazón.
Su facilidad versificadora se refleja en la espontánea y constante producción con que pintaba, con lírico estremecimiento, cuanto acontecía a su alrededor, bien fuera la congoja del amor frustrado, el idilio candoroso de la campesina, el espectáculo cautivante de la naturaleza o los perdigones que dejaban muerte y desolación en los campos (con un romance excelente en este género, a la altura de García Lorca: “José Dolores Naranjo”). Su obra está constituida -aparte del material inédito- por los libros “Lotos”, “Canciones al viento”, “Cenizas”, “Niebla”, “Antes de la noche” y “Murales del recuerdo”. Cantor de la melancolía, la soledad, la honda tristeza, el tedio, la angustia y la muerte, esas expresiones son un eco de su propia alma bohemia y dolorida.
Baudilio Montoya fue bohemio pleno, como lo fueron Gabriel D’Annunzio, Gómez Carrillo, Rubén Darío, Barba Jacob o Julio Flórez. Pasaba por las aldeas y las campiñas quindianas como uno de esos trovadores de la antigüedad, libando licores y recitando poemas. Se fue por todos los caminos y todos los horizontes como un encantador de la vida, que lo mismo arrancaba un suspiro de ilusión que una lágrima de despecho. Vivió la comarca con intensidad, deleite y amor -y pudiera decirse que se la bebió en versos-, no sólo como el rapsoda auténtico, sino como el sembrador fecundo que entregaba la mies entre iluminadas embriagueces, a la sombra de los cafetales y bajo el cobijo de la tierra pródiga. Por allí esparció, como una semilla al viento, infinidad de poemas repentistas, que manos enamoradas se encargaron de guardar y que quizá nunca logren rescatarse.
Fue el poeta del dolor y el silencio, pero también de la esperanza y el regocijo. Cantor de la aldea y cuanto cabe en ella, tiene derecho al sitio de recordación que para siempre tiene asignado en “La Bella”, vereda calarqueña donde ofició de maestro de escuela y donde residió por largos años, protegido contra las asperezas del mundo como en un inexpugnable refugio sentimental. Saliendo de Calarcá, por la carretera que lleva al Valle, está “La Bella”, un hermoso paraje cubierto de vegetación tropical, en el cual resplandece, frente a la cordillera, el parque-monumento que guarda su tumba.
Mi dilecto amigo Fidel Botero Vallejo, quien junto con Constantino Botero, su padre, compartió con Baudilio muchos episodios memorables, me contaba hace poco los últimos días del personaje calarqueño. En esa conversación supe que cuando la cirrosis redujo al poeta a la última expresión, manifestó el deseo de ser enterrado en el mismo lugar donde había residido y escrito su obra, como una manera de permanecer para siempre en la comarca amada. Nada tan justo y tan poético.
Ese deseo pudo cumplirse, por fortuna, a pesar de la negativa del sacerdote para bendecir la tumba, por no encontrarse en campo santo. En esa forma, Baudilio dejó su alma, más que su propio cuerpo que desintegró la cirrosis, en el edén quindiano que él tanto quiso, y que sus palabras siguen evocando desde más allá de la vida: “Cuando paso por ‘La Bella’, la vereda abandonada que fue fiesta en otro tiempo, abundosa de confianza, las pupilas se me llenan de congojas y de lágrimas”.
El Espectador, Bogotá, 29 de mayo de m2003.
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