Archivo

Entradas Etiquetadas ‘Viajes’

Soatá, Labranza del Sol

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con motivo de los 438 años de vida que cumplió en diciembre mi patria chica, sus habitantes han querido mostrarle al país, por diversos medios de comunicación, más que la realización de unos festejos populares, con los que de todas maneras se enciende el afecto por la tierra, la importancia de los pueblos como vértebras que son de la patria. En la aldea se refleja el alma nacional. La nación no existiría sin la provincia.

Soatá, llamada Labranza del Sol, titulo grabado en su escudo de armas como emblema de la abundancia, la riqueza, el poderío y la libertad, y también Ciudad del Dátil, en ho­menaje al apetitoso manjar que le regaló la tierra y que no ha prendido en otro sitio del país, es hoy la villa reposada que en el norte de Boyacá custodia el pasado de actos heroicos que le dieron impulso a una raza.

*

En los tiempos de la Independencia, Soatá jugó papel importante por su posición estratégica y el coraje de sus moradores, personas templadas entre las durezas del campo y valerosas en sus luchas por la libertad. El carácter lo recibieron del cacique Soatá, a quien respetaban por su espíritu guerrero. Fue  enemigo peligroso para los españoles. La guarnición del cacicazgo, cuyos do­minios se extendían hasta el Chicamocha y Boavita, aumentaba su poder con las caballerías, vestuarios y víveres tomados al enemigo por las tropas patriotas al mando del fiero cacique.

En el Diario de Bucaramanga registra Luis Perú de Lacroix el paso por Soatá de los ejércitos bolivarianos, y el mismo Libertador, disuelta la Convención de Ocaña y de regreso a Bogotá, pernoctó en el pequeño poblado y escribió con su presencia un hito de grandeza en la crónica lugareña. En la correspondencia con sus generales, sobre todo con San­tander y Páez, menciona de continuo el nombre de Soatá.

*

El párroco actual, José Agustín Amaya, describe en su libro Soatá, Labranza del Sol un rasgo del pueblo primitivo con las siguientes palabras: «En cada bohío aglomeraban gran­des provisiones de papa, yuca, arra­cacha, ñame, maíz, y en inmensos moyones, con sus respectivos cala­bazos y totumas, la famosa y ‘empujadora’ chicha, amén de la droga milagrosa, el famoso ‘ayo’ (la mari­huana de esas épocas) traído de las orillas del Chicamocha y el cual entremezclado con caliza daba la fuerza necesaria para afrontar las situaciones más difíciles por varias semanas y meses».

Queda visto que los antecedentes de la marihuana se remontan a lejanas épocas. Lo único que ha cambiado es el nombre. De la chicha quedan pocas huellas en nuestros días, pero que se toma, se toma…

*

El general O’Leary dice en su viaje de 1827: «Soatá es una villa aseada y bonita, compuesta de varias casas de teja, que encierran una plaza amplia y buenas calles». Es un retrato de la época que se conserva en la actuali­dad, agregándole las arandelas del modernismo, aunque con robo de la estampa primitiva, y por eso mismo seductora, que se desdibuja bajo las ruedas del «pro­greso».

El canónigo Cayo Leónidas Peñuela, autor de los libros Soatá y Álbum de Boyacá, entre otros, rescata los sucesos que le dan dimensión a aquel rincón de la patria. Eduardo Caba­llero Calderón, el noble vecino de Tipacoque, se detiene muchas veces en sus obras –y en la vida real– ante la vida plácida del terruño. Laura Victoria, con su pluma lírica, inspira el paisaje. Juan José Rendón, el patriota legendario, escribe lecciones de heroísmo… Soatá ha dado muchos hombres ilustres, y en las nuevas generaciones sobresalen figuras destacadas en el ámbito nacional.

*

El pueblo está de fiesta. Ha cum­plido 438 años. Es una de las po­blaciones más antiguas del país y se mantiene tan fresca como sus dátiles, sus palmeras, sus toronjas, sus li­mones azucarados, sus golosinas au­tóctonas, sus mujeres y sus paisa­jes… que hacen las delicias de los eternos viajeros hacia Cúcuta y otros horizontes remotos. Es la aldea si­lenciosa y hospitalaria, cálida para el afecto y esquiva para la afectación, que se yergue en el camino envuelta en su manto de añoranzas y con el corazón abierto al cariño de sus hijos presentes y distantes.

Apenas la superan en edad: Tunja, con 444 años; Bogotá, con 445; Carta­gena, con 450; Santa Marta, con 458…. Soatá, mi pueblo, que se codea con los notables, es palabra mayor.

El Espectador, Bogotá, 20-II-1984.

* * *

Comentario:

El ayo es la coca sin procesar, como quien dice en bruto, y se cultiva no sólo en Colom­bia y concretamente en las vegas del Chicamocha, sino en varios territorios de América, desde el Alto Perú (Bolivia), hasta la Sierra Nevada de Santa Marta (…) En la provincia del norte de Boyacá, los trabajadores, ya no indígenas como en tiempos de la Independencia, sino blancos y mestizos, solían llevar colgados al cuello dos calabacitos, el uno cargado de coca cortada en pequeños trozos, y el otro relleno de cal; era frecuente verlos con un carrillo hinchado con la mascada de hierba, los ojos vagos, y al parecer perdidos en sueños e imaginaciones. Así los vi yo muchas veces, guiando a los bueyes del trapiche, como so­námbulos (…) Eduardo Caballero Calderón, El Espectador, 23-II-1984.    

 

 

 

 

 

 

Categories: Boyacá, Viajes Tags: ,

La otra Venezuela

miércoles, 27 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Frente a la actitud belicista que asumió en estos días el presidente Chávez en contra de Colombia, y que generó un delicado ambiente de tensión en las relaciones de los dos gobiernos, recuerdo el espíritu cordial de la otra Venezuela, que hace dos décadas disfruté con mi familia en inolvidable viaje de turismo por esa nación.

Por aquellos días –diciembre de 1986–, el clima de amistad entre los dos países estaba quebrantado por las discordias que habían ocurrido como consecuencia del  tema recurrente de la delimitación de áreas terrestres, marinas y submarinas. Este tema ha dado lugar, desde el siglo XIX, a fricciones por lo general de fácil curación, y en otros casos a gritos de guerra que han traído negros nubarrones para la deseable armonía entre dos pueblos hermanos. En el conflicto reciente, el motivo fue distinto al de los diferendos por razones territoriales, y tuvo por fortuna rápida solución, si bien ha quedado en el paladar un sabor agridulce.

Nuestro viaje de recreo lo habíamos programado en automóvil desde Bogotá hasta Puerto La Cruz, y por mar desde esta última ciudad hasta la Isla de Margarita. Llevar por las carreteras del vecino país un vehículo con placas colombianas en medio del ambiente enrarecido que se vivía entonces, parecía, por supuesto, un desatino. Era fácil imaginar que a nuestro paso por los retenes (allá alcabalas) surgirían, por lo menos, situaciones incómodas. No obstante, decidimos hacer ese viaje azaroso, entre otras cosas para observar el progreso de las carreteras venezolanas y el florecimiento de industrias y proyectos agrícolas que se anunciaban como producto  de la bonanza petrolera. De esta manera, disfrutaríamos mejor del país.

Documentados con los pasaportes, las visas y el permiso de la aduana para introducir el carro, dispusimos el ánimo para manejar posibles desplantes o contratiempos. Por otra parte, yo le había solicitado a don Guillermo Cano, dirfector de El Espectador, una carta de presentación, ante el evento de que ocurriera algún percance en el camino.

Conservo la carta como una reliquia, y además con nostalgia, ya que pocos días después de firmarlo, don Guillermo caía asesinado por el narcotráfico a su salida del periódico. Dice así dicha constancia: “Certifico que el señor Gustavo Páez Escobar colabora con El Espectador de manera habitual desde hace 10 años, con artículos que son publicados en páginas editoriales”.

Al día siguiente de su muerte, el l8 de diciembre de 1986, ingresamos a Venezuela por la frontera de Cúcuta. La primera parada fue en San Antonio, la despensa de los cucuteños, a donde podía llegarse sin papeles. Luego, por carretera sinuosa y fatigosa, antes de penetrar en la estupenda red vial que íbamos a admirar, arribamos a San Cristóbal, donde pasamos sin ninguna dificultad la prueba de la primera alcabala.

Ni siquiera nos hicieron abrir las maletas, y con gesto de cortesía nos desearon feliz estadía en Venezuela. Igual muestra de amabilidad la recibimos en el resto del periplo. Ni un despropósito, ni una palabra descomedida. En ninguna parte tuve necesidad de mostrar la carta de presentación del recién fallecido director de mi periódico.

Al aprovisionarnos de gasolina en alguna ciudad, escuchamos vivas a Colombia, lanzados en presencia de la placa colombiana. En otra ciudad, una buseta llena de pasajeros desvió la ruta para orientarnos sobre la vía que debíamos tomar. Quedamos desconcertados con semejantes expresiones de amistad.

Más adelante tuve ocasión de enterarme de que se trataba de una campaña nacional de atracción para el turista colombiano, la que buscaba bajar la tirantez provocada por el último incidente. En los 5.000 kilómetros de la travesía, incluidos los 15 días de permanencia en la Isla de Margarita, a donde transportamos el automóvil por ferry, no apareció ninguna otra placa colombiana.

Esto se explica en el hecho de que los compatriotas residentes en los sitios aledaños a Venezuela compraban sus vehículos en dicho país, con magníficos precios, dada la bonanza petrolera que favorecía a numerosos artículos y servicios. En tales condiciones, tuvimos el privilegio y la exclusividad de pregonar el nombre de Colombia a lo largo y ancho de la fascinante geografía venezolana por donde nos desplazamos hace 21 años.

A Puerto La Cruz, pujante emporio turístico situado a cuatro horas de Caracas, llegamos en horas de la noche. No pudimos conseguir hotel, por más que paseamos por toda la ciudad en demanda de cualquier solución de alojamiento. Toda la capacidad hotelera estaba copada debido a la época decembrina. Al fin, localizamos una habitación disponible, algo estrecha para los cinco viajeros, pero que aceptamos con agrado como fórmula providencial para descansar del extenso viaje. Pero al saber que éramos colombianos, el administrador nos dijo que lamentaba mucho no poder arrendarnos la pieza, ya que la consigna nacional era prestar magnífico servicio a los colombianos, y en esas condiciones precarias no lo haría.

En vista de lo cual, y sabedores de que al día siguiente se iniciaban las filas para el ferry desde las cuatro de la mañana, resolvimos aparcar el vehículo en un lote vecino a la estación, donde otros viajeros hacían lo mismo que nosotros. Esa noche larga y sufrida, donde por orden severo nos turnamos –unos dentro del carro y otros en el pasto– en busca del escaso reposo, nos dejó, sin embargo, la sensación de una jovial aventura, que en eso al fin y al cabo consiste el azar de los caminos recreado por Hermann Hesse en magníficas páginas viajeras.

Cuando llegamos a la estación, ya teníamos por delante una cuadra de carros más madrugadores. Empero, si habíamos pasado una noche de perros, ¿por qué no resistir una inclemencia más? De pronto, vi que desde el otro extremo de la cola me hacía señas el empleado que autorizaba el paso al ferry. Me imaginé, claro está, que íbamos a tener problema por nuestra condición de colombianos.

Todo lo contrario: el empleado, muy gentil, me indicó que podíamos pasar de primeros, y nos dio la bienvenida al ferry. Y a Venezuela, por supuesto. Muy orondo con mi placa colombiana, adelanté el carro al primer puesto, lamentando que en la fila estuvieran demorados otros compatriotas a quienes no se les concedía, por llevar placa venezolana, la prerrogativa de que nosotros éramos objeto. Y recordé las palabras bíblicas: “Los últimos serán los primeros”.

La penosa noche la compensamos con la esmerada atención a bordo del ferry, y en la Isla de Margarita, con el goce de gratísima estadía en medio de los encantos de aquel paraíso tropical.

Pensaba en todo esto mientras el presidente Chávez lanzaba contra Colombia, y sobre todo contra el presidente Uribe, toda suerte de denuestos y amenazas, entre ellas la de la guerra mediante la movilización de diez batallones a las fronteras.

Por fortuna, cuando estaba a punto de prenderse la conflagración, y mientras la gente de los dos países clamaba por la paz y el entendimiento de los hermanos, el presidente Chávez recapacitó. “Es momento de reflexiones –dijo–. Paremos esto (…) Estamos a punto de detener una vorágine de la cual pudiéramos arrepentirnos nosotros y nuestros pueblos”.

Esa es la lección: que no nos desgastemos en inútiles duelos y que busquemos los caminos de la confraternidad, como hace 21 años. Esa otra Venezuela, la del rostro amable y el ademán hospitalario, es la que quisiéramos ver luchando al lado nuestro por los ideales bolivarianos –los verdaderos, los de la unión–, dejando de lado estériles luchas ideológicas y peligrosas adhesiones a causas extremistas.

El Espectador, Bogotá, 28 Marzo 2008.

* * *

Comentarios:

Hace unos treinta años fui con mi familia desde Bogotá hasta Caracas por tierra, “por entre las tiendas”, y no tuvimos queja alguna de los venezolanos. Puede concluirse, entonces, que una cosa son los gobiernos y otras los pueblos. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Pienso que el sentir de la mayoría de los venezolanos de bien hacia los colombianos también de bien, y viceversa, en cambio de disminuir aumentó en forma considerable y sincera. El aprecio y el trato de verdaderos hermanos llegaron a niveles que no teníamos en el pasado. Capitán de navío (r) Jorge Alberto Páez Escobar, Bogotá.

Excelente artículo y con una importante dosis de vigencia. Mi experiencia en estas tierras es similar. Nos unen muchas más cosas que las que nos separan. Octavio Álvarez Piedrahíta, colombiano residente en Caracas.

Categories: Viajes Tags:

Una pasión argentina

lunes, 19 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Historia de una pasión argentina, de Eduardo Mallea, me acompañó en el  viaje que hace poco realicé a su país. Comencé a leer el libro dos días antes de abordar el avión, continué la lectura en el largo itinerario a Buenos Aires, y a la postre –de regreso otra vez en Bogotá– supe que había percibido una imagen clara de Argentina, tanto a través de la apasionante obra de Mallea y de otras guías valiosas, como de mis propias experiencias viajeras.

Todo viaje debe tener un objetivo cultural. Los turistas superficiales, incapaces de apreciar la cultura de los pueblos a través de los tesoros que cada nación exhibe, carecen de sensibilidad para el arte y de vocación para la historia. Sólo ven lo aparente, lo fastuoso o lo trivial y no tienen ojos para descubrir el verdadero sentido que se esconde en monumentos, museos e infinidad de señales o símbolos con que el pasado se asoma al presente y enlaza los distintos tiempos históricos.

Mientras en los inicios de la primavera entrábamos a Buenos Aires, apareció de repente, en medio de una madrugada apacible, la ciudad espléndida, llena de soberbias avenidas, airosos edificios y preciosas residencias. La capital tiene tres millones de habitantes, pero con la anexión del área metropolitana llega a catorce millones, cifra que equivale a más de la tercera parte del país y la convierte en uno de los centros más populosos del mundo. Buenos Aires es una ciudad cosmopolita abierta a todos los extranjeros. Tiene sangre europea: sus primeros pobladores fueron italianos y españoles. Varias calles recuerdan las de París, Madrid, Barcelona o Londres.

Argentina, a pesar de su extensa superficie, está poco poblada y en algunos parajes es tierra desierta. Alrededor del 87% de sus habitantes reside en las ciudades. La Patagonia argentina, que se une con la chilena hasta llegar al estrecho de Magallanes, y entre las dos crean una de las estampas más fascinantes del planeta, se caracteriza por sus glaciares de hielos milenarios, que se revisten de un blanco purísimo –el más blanco que sea posible concebir– y forman grietas con resplandores azul y violeta.

Para tener una idea de la pampa, los programas turísticos ofrecen la visita, durante un día entero, a una de las estancias rurales localizadas en la provincia de Buenos Aires. Así llegamos a Santa Susana, a más de una hora de la capital. En los jardines de la entrada, bellas muchachas vestidas con atuendos típicos saludan a los turistas y les ofrecen las ricas empanadas que constituyen una de las comidas favoritas del país.

Vienen luego los vinos, las cervezas y los refrescos, mientras la parrillada, el atractivo central de la fiesta, hace ojitos al fondo del amplio salón que alberga a turistas de todo el mundo. Para ponernos a tono con la situación, es preciso olvidarnos por unos días del colesterol y los triglicéridos, ya que no puede existir el auténtico asado que no lleve achuras, mollejas, chinchulines, morcillas, chorizos, riñones y demás ingredientes arrasadores de la dieta habitual.

En los potreros, los gauchos hacen destrezas con los caballos y de esta manera demuestran que como hijos de la tierra bravía nacieron para las faenas de la doma y el rodeo. Desde pequeños aprendieron el arte de amaestrar caballos y resistir temporales. El gaucho es trabajador incansable de la vida rural. Posee fuerza, arrogancia y coraje para enfrentar su severo destino. Ama la libertad y corre como el viento. Montado en el caballo y provisto de la rastra, la faja, el rebenque y el pañuelo, es el soberano de las llanuras.

Estamos en la legítima pampa. La cantada por José Hernández en Martín Fierro y por Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra. Para armonizar con el momento, voy a tomarme un mate a la salud de mis lectores. Un gaucho (voy a fingirme como tal) no puede prescindir de esta infusión legendaria, que tiene sus orígenes en tiempos remotos. Es la bebida nacional por excelencia, que ha pasado de generación en generación hasta volverse uno de los mayores íconos del pueblo argentino.

La Patagonia comienza en Bariloche, ciudad de 110.000 habitantes, ubicada a  dos horas de avión desde Buenos Aires. Sitio encantador, pulcro y amable, donde se respira paz edénica, digna de envidiar. El sitio es célebre por la confección de deliciosos y artísticos chocolates, arte aprendido de sus primeros pobladores (emigrantes alemanes, austriacos y suizos). Bariloche limita con el fantástico lago Nahuel Huapi, alrededor del cual se extiende el parque de 710.000 hectáreas que lleva el mismo nombre.

En este recorrido hallamos otros lagos menores conectados entre sí, lo mismo que varios ríos míticos que fertilizan una amplia extensión de bosques nativos. Es un valle encantado. Villa Traful parece irreal: se trata de una aldea mínima, de 500 personas (yo diría que invisibles), adormilada en aquella zona de silencio como si fuera un sueño profundo de la montaña. Entre sus bienes singulares (hablo sólo de los visibles) cabe citar la Piedra del Viento, roca gigante que posee una puerta de madera asegurada con candado. ¿Qué se ocultará en aquel misterioso laberinto? ¿Acaso un tratado de la pequeñez vivificante?

El pueblito cuenta con un médico, una escuela, un teléfono público… y carece de odontólogo, de banco, de ruidos estrafalarios y de muchas cosas más. La tierra no se vende a ningún precio. Algún extranjero logró al fin, luego de mucha insistencia y no menos paciencia, que le vendieran media hectárea de aquella tierra dormida, pero por ella le pidieron ¡400.000 dólares! Negocio imposible. Los trafuleños aprendieron desde entonces la fórmula para ahuyentar a los invasores de su paraíso terrenal.

Volvamos a Buenos Aires. Cerca del hotel Nogaró, donde nos hospedamos (hermosa joya arquitectónica remodelada hace pocos años), está el nervio palpitante de la ciudad: la Plaza de Mayo, testigo de los sucesos más trascendentales de la vida política y social del país, que debe su nombre a la revolución del 25 mayo de 1810, la que inició el proceso de la independencia. En aquel sector se hallan la Casa Rosada, sede oficial del Gobierno; la Catedral Metropolitana, donde reposan los restos del general San Martín; el Cabildo histórico, el Banco de la Nación y otros organismos tradicionales.

En el centro de la Plaza se erige, en honor de la libertad, un majestuoso obelisco, y la circundan la Avenida de Mayo y la Avenida 9 de Julio, las dos arterias más importantes de Buenos Aires. Arterias patrióticas. Son famosas las reuniones que las “madres y abuelas de Mayo” realizan aquí desde viejos tiempos, para recordar por este medio a los miles de familiares desaparecidos en la llamada Guerra Sucia de los años 70. Y aquí se congregan, de modo permanente y como si fueran parte del paisaje, grupos de manifestantes que lanzan sus protestas hacia la Casa Rosada, para que el Presidente las escuche.

Los argentinos son cordiales, alegres y hospitalarios. Hablan con orgullo de su país y sus líderes (sin eximirse de censurar a los malos gobernantes) y les encanta resaltar los valores culturales y humanos. El patriotismo lo llevan en el alma. Son muy apegados a sus costumbres y tradiciones. Pregonan su comida criolla, y no exageran la ponderación: la gastronomía del país goza de merecida fama internacional. El churrasco, por supuesto, es el campeón de los platos autóctonos y nadie regresa de la Argentina sin haber saboreado, una y otra vez, el exquisito manjar. Hay restaurantes para todas las categorías, y sectores de lujo para la cocina refinada. Eva de Perón es un mito que brota a flor de labio como símbolo social. En señal de cariño, todos la llaman Evita.

Buenos Aires es febril y seductora. Tiene alma femenina. Su actividad comercial palpita en diversos escenarios, como la Calle Florida, zona peatonal llena de  atracciones para el turista que busca novedades; o San Telmo, sector de talleres artesanales en medio de preciosas casonas; o Puerto Madero, a orillas del río de La Plata (el dios tutelar de la ciudad), pintoresca área dotada de importantes oficinas bancarias y lujosos hoteles y restaurantes; o La Recoleta, barrio aristocrático que tiene sus orígenes en el siglo XVIII –cuando los padres franciscanos construyeron el convento y la iglesia de Nuestra Señora del Pilar– y que hoy ostenta refinadas boutiques y tentadores restaurantes.

Guiados por Catalina, amable amiga colombiana que adelanta en Buenos Aires una especialización de su carrera de arquitectura, hacemos un detallado paseo por La Recoleta y llegamos al legendario cementerio del barrio, obra fundada en 1822 por los monjes recoletos. Es un recinto famoso por el arte que atesora en mausoleos, tumbas y esculturas. A este camposanto fue traído el cadáver de Evita luego de los continuos traslados de que fue objeto –de refugio en refugio– a raíz de la implacable persecución política que se desató contra ella.

Su cadáver se convirtió en un cuerpo político. Cadáver embalsamado que deambuló por muchos lugares clandestinos, incluso del exterior, huyendo de la sevicia de sus enemigos. El escritor Tomás Eloy Martínez, con los episodios estremecedores que narra en su novela Santa Evita (1995), ha agrandado la leyenda alrededor del itinerario infamante que recorrió, ya muerta, la mamá de los descamisados. Otro escritor, refiriéndose a tan bochornoso capítulo de la vida argentina, habla de la “novia hermosa, melancólica y profanada por la vida en el corazón de su larga muerte”.

Ahora los restos de Evita yacen bajo cinco metros de tierra y con fuertes sistemas de seguridad, para protegerla contra los actos demenciales, que tal vez nunca volverán a repetirse: la pasión abyecta ya se apagó. Su memoria se preserva en un museo esplendoroso y en la sede de la CGT –Confederación Nacional del Trabajo–, de donde provino su mayor fuerza política. Junto con Perón, Borges y Gardel son los personajes más visitados por las corrientes de turistas.

Gardel y su tango son parte esencial del ambiente y del folclor argentinos. No podíamos regresar a casa sin ir a visitarlo en el cementerio de la Chacarita. Lo hacemos en un día de lluvia intensa, excepcional dentro del buen tiempo de la temporada, y nos queda este recuerdo como una afirmación del propósito turístico que nos habíamos fijado. No somos fanáticos, válgame Dios, sino intérpretes y amigos respetuosos de las tradiciones ajenas. Una foto expresiva que traemos, enmarca nuestra visita pasada por agua.

Y allí lo encontramos en su grandiosa estatua de bronce, sonriente y varonil, en medio de flores frescas y de mensajes escritos que evidencian la idolatría de la gente. Gardel está en todas partes, con increíble poder de ubicuidad: en San Telmo, en el Caminito, en La Ventana, en Señor Tango, en las tiendas de discos, en las librerías, en los suburbios, en los clubes, en las innumerables tanguerías y academias de baile, en cada esquina, y sobre todo en el alma del pueblo. Esta es la Argentina tanguera, que siente en el aire la presencia de su ídolo inmortal.

A 33 kilómetros de Buenos Aires está localizada la ciudad de Tigre, punto ineludible de atracción. Hacia allí viajamos en bus, luego tomamos un tren hasta San Isidro, pintoresco sitio de artesanías, y al final nos embarcamos en el catamarán, embarcación que nos lleva al delta del río Paraná, donde se goza de un maravilloso recorrido en medio de islas, arroyos, ranchos y canales. Soberbio espectáculo de la naturaleza.

Y si se trata de buscar ambiente de religiosidad, tan anhelado por mi devota esposa Astrid, y aplaudido y compartido por el cronista viajero, está el parque temático de Tierra Santa, obra exclusiva en el mundo. En un predio de siete hectáreas, a poca distancia del centro de la ciudad, se representa, en más de mil figuras humanas y de animales de tamaño natural, la vida de Jesús de Nazaret desde su nacimiento hasta su resurrección. Todo en el parque es fantástico. Sobrecogedor. La emoción final se obtiene con la aparición de Cristo resucitado, en imagen de 18 metros de altura que se mueve en lo alto de la montaña bajo los efectos deslumbrantes de la luz y el sonido.

Muchas cosas más vio y admiró el cronista. Enumerarlas resultaría prolijo para esta crónica ligera. Rescato, como puntales para rememorar la gira gratísima, las impresiones más emotivas que me permiten trazar esta semblanza sobre el gran país austral. Esta es la Argentina visible, la que se ve en todas partes, la de la fiesta y el ánimo alborozado. Dejo para otro capítulo a la Argentina invisible, la recóndita, la que llega al alma del escritor viajero a través de los libros y del clima espiritual. Esa Argentina la analiza Eduardo Mallea en Historia de una pasión argentina, sin dejar de contemplar el ámbito externo. Trataré de seguir sus pasos.

 2

En el vuelo de Bariloche a Buenos Aires me tocó de vecino a un señor de aspecto distinguido que observaba con interés el libro que yo leía: Historia de una pasión argentina. Deseoso de entablar conversación conmigo, se presentó como profesor universitario y me dijo que una hija suya había hecho su tesis de grado sobre Mallea. Y agregó que sentía profunda admiración por el escritor.

Eduardo Mallea nació en Bahía Blanca en 1903 y murió en Buenos Aires en 1982. Su padre, médico de profesión y gran amigo de los libros, le infundió el entusiasmo por la lectura. En 1916 la familia se traslada a Buenos Aires, donde el futuro literato cursa cuatro años de derecho, que interrumpe al sentir atracción por las letras. En 1926 publica Cuentos para una inglesa desesperada, libro que le abre las puertas del mundo que persigue.

Ingresa como redactor del diario La Nación, cuyo suplemento literario dirigirá durante largos años. Un par de novelas escritas entre 1932 y 1936 acrecientan su nombre de narrador, campo en el que tendrá notable desempeño. En 1937, a los 34 años, edita Historia de una pasión argentina, que en poco tiempo se traduce al inglés, francés, alemán, portugués e italiano. Será su obra maestra. Si bien se trata de su libro más señalado, después de él sigue una producción constante y exitosa en los géneros de la novela, el cuento, el ensayo y el teatro. Su obra llega a 40 títulos.

Y está sostenida por un eje central: la Argentina. Pintando su país, ha dibujado el mundo entero. La realidad humana está en cualquier geografía y perdura a lo largo de todos los tiempos. Nada cambia, porque la tragedia es universal. El mundo es la aldea. Es el país propio. Por eso, el mensaje de Mallea sigue vivo 24 años después de su muerte. Es un mensaje vigoroso con el que buscó conmover la conciencia nacional, alterada por hondos conflictos sociales y políticos que al pueblo le causaron desolación y ruina espiritual.

Cuando en la década del treinta escribió su obra cumbre, la conciencia argentina estaba herida por una racha persistente de corrupción, venalidad, infamia y connivencia con las conductas rastreras. Frente a la atmósfera dañina que minaba las fuerzas morales de la sociedad, se levantó la voz crítica del escritor que clamaba por el imperio de la ética y la conquista de los valores perdidos.

Gritó su angustia a todos los vientos, para que las almas se sacudieran y buscaran sus propios caminos. Para que dirigentes y sociedad abrieran los ojos ante los despeñaderos que amenazaban devorarlos a todos. “Los pueblos –dice– son grandes o pequeños en la medida de su propia sentimiento de eternidad”. Sus denuncias se prolongarían hasta el final de su vida. Nunca cesó de señalar los yerros demenciales en que incurrían los gobernantes autoritarios.

La nación fue víctima, durante casi todo el siglo, de un colérico ánimo belicista, de retaliación y oprobio, infligido por la sucesión obsesiva del poder, en continuos golpes y contragolpes que dieron al traste con las libertades y hundieron al país en la negra noche llorada por Mallea. Hasta 1982 (el mismo año de su muerte) se presentó una pugna insaciable entre militares y civiles por el gobierno del país.

La época de mayor violencia comenzó en 1966, cuando los militares despojaron de nuevo a los civiles del mando democrático. En 1970 fue asesinado el ex presidente Aramburu. Se vivían entonces los peores días de torturas clandestinas. Quien pretendiera ofrecer fórmulas de salvación era lanzado a las tinieblas. La economía se vino al suelo con resultados desastrosos.  Oponerse al régimen significaba caminar a la cárcel, el destierro o la muerte. En el país reinaba la concupiscencia del poder y del dinero.

Los miles de desaparecidos en la Guerra Sucia de los años 70 se sienten todavía en el aire de la nación como una ráfaga de dolor y una constancia macabra contra la ignominia de los tiranos. Las voces de los muertos siguen repercutiendo en la Plaza de Mayo, donde las madres y abuelas han mantenido ante la faz del mundo una asociación silenciosa en la que invocan a sus muertos y recuerdan los días de terror. Todavía los recuerdan con terror.

El despeño moral no se presentó de la noche a la mañana. Nunca la ruina de los pueblos ocurre por generación espontánea. Es el resultado de muchos años de gestación y de una larga cadena de desaciertos. Desde el año 37, cuando Mallea publicó su Historia de una pasión argentina, ya el ambiente estaba enrarecido. El autor era amante visceral de su patria y ardiente admirador de sus paisajes y  tradiciones. El nacionalismo acendrado le calentaba la sangre.

Protestaba contra el desenfreno reinante y lanzaba su voz airada contra el desvío de las costumbres. En el paisaje contemplaba, con fascinación infinita, la Argentina visible. Y en la congoja de su alma sufría la Argentina invisible. “Este país –dice en el libro que da origen a esta crónica viajera– me desespera, me desalienta. Contra ese desaliento me alzo, toco la piel de mi tierra, su temperatura. La presencia de esta tierra yo la siento como algo corpóreo. Como una mujer de increíble hermosura secreta”.

Mallea quería una Argentina distinta y se revelaba contra la patria falseada.  Buscaba la Argentina auténtica que se le había perdido en medio de la confusión general. Reclamaba la pasión por el trabajo honrado, por la calidad de la vida, por las alturas de la ética. Depurar el aire corrupto era su mayor pasión. El mensaje de su libro interpreta la cruda realidad del país desfigurado y cada vez más ciego ante el desastre espiritual. Y señala horizontes claros para salir de los escombros.

Diseña un nuevo modelo del hombre argentino: el hombre que durante milenios ha poblado las pampas con los ojos puestos en la bondad de la tierra y en el cultivo de los hábitos hogareños; el hombre llegado a las metrópolis a forjar el progreso local y construir su propio bienestar; el hombre atado a hondas raíces culturales; en fin, el hombre interior, el legítimo argentino, que no puede encontrarse en el caos de la vida degradada.

Toda la obra de Mallea está penetrada de firmeza espiritual. Su actitud crítica ante la sociedad decadente parece vaticinar los días tenebrosos que habrían de sobrevenir por falta de disciplina social. Sus novelas y toda su obra marcan un hito de la vida argentina. Con el bisturí de su pasión, de su amor por la patria, perfora el cuerpo del país para darle vida al moribundo. Sabía que el hombre es impuro, e intentaba regenerarlo.

Sus personajes le brotan de las lecturas de Dostoievski, Kafka y Faulkner, y el pensamiento filosófico lo recibe de San Agustín, Pascal y Kierkegaard. Siguiendo a este último autor, las ideas deben contener fuego y han de expresarse con pasión para que la persona salga del letargo y halle, mediante la reconstrucción del alma, la luz del espíritu. La condición mística le permite a Mallea adentrarse en las honduras del hombre y escudriñar la verdad social de su tierra.

La Argentina esplendorosa que durante mi reciente viaje admiré en su apariencia física (y que no me cansaré de pregonar), esa Argentina encantadora y galante con el turista, no estaría completa sin la otra Argentina, la invisible, la profunda, la de adentro, la que escruta Mallea con dolor de patria. Todos los países tienen dos caras: la externa y la interior. Asimismo, el hombre está formado por dos elementos: su presencia física y su región espiritual. Es decir, por su cuerpo y por su alma.

Revista La hojarasca, Nos. 16 y 20, Bogotá, noviembre de 2005 y mayo de 2006.

 * * * * *

Comentarios:

Excelente tu crónica sobre tu reciente viaje a Argentina. De verdad que es un país maravilloso. Y Buenos Aires, una ciudad fuera de serie. Para mí lo máximo era Nueva York, ciudad que he visitado unas diez veces. Hasta que hace un año largo, con motivo de la Copa Libertadores, fui a ver la semifinal entre el Once y Boca Júnior. Y quedé descrestado con esta ciudad. Carlos Arboleda González, Manizales.

Felicitaciones por este magnífico artículo que ha sido escrito con magia. Me llamó fuertemente la atención ver cómo en unas pocas líneas se da muy completo repaso de lo mejor de Buenos Aires y Bariloche, lo que sería muy útil para alguien que no conociera Argentina y quisiera viajar. Pedro Galvis Castillo, Bogotá.

Me parece una crónica muy agradable de leer y en la cual queda uno atrapado, pues me remonté al viaje que hice a Buenos Aires. Hay información muy útil y rica tanto para la persona que está pensando en viajar a ese país, para quien ya viajó y quiere volver a recordar datos de interés, como para quien no lo conoce. Fabiola Páez Silva, Bogotá.

Leyendo tu nota sobre Mallea, escritor a quien conocí en mi juventud, recordé a Chaves, una novela corta de su autoría, cuya lectura me impactó. Se trata, sin duda, de una de las mejores novelas breves de Hispanoamérica. Presentada por Losada como “la crónica de un silencio”, es considerada, asimismo, como perteneciente a “la Argentina invisible”, pues trata de un personaje muy sencillo y oscuro. Tu nota me generó la apetencia de su relectura. Hernando García Mejía, Medellín.

Muy interesante y hermosamente escrito su artículo sobre Mallea, el gran escritor argentino que tuvo el valor de denunciar ante los poderosos de su país, y ante el mundo entero, la tragedia de un país suramericano que equivocó su rumbo en un período nefasto de su historia. Álvaro Valencia Tovar, Bogotá.

Categories: Viajes Tags:

Hotel Nutibara

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Varias veces me he alojado en el Hotel Nutibara. De ellas, la más memorable corresponde a una temporada laboral de dos meses en el segundo semestre de 1990, cuando las calles de Medellín tocaban a duelo en la época de terror de Pablo Escobar.

Eran los días en que el capo había establecido una tarifa por policía muerto. Una masacre silenciosa eliminaba en las noches fantasmales no sólo a policías, sino también a vagos, pordioseros, sicarios y a quien se expusiera al mandato de las balas. Al otro día, madrugaba a leer en mi pieza del Nutibara la crónica de sangre de la víspera, y por supuesto vivía horrorizado ante tanta barbarie, con la misma dolorosa palpitación de toda la ciudad.

El Espectador no circulaba en Medellín ni en Antioquia desde meses atrás: los representantes del diario habían sido asesinados y los voceadores estaban amenazados por la mafia. Cualquier mañana escuché de repente, como si fuera un pregón celestial, una voz que en la calle gritaba el nombre de El Espectador. Desde la ventana de mi habitación vi que un muchacho corría por la cuadra con un paquete al hombro, seguido de numeroso público. Cuando llegué a la calle, ya no quedaba ningún ejemplar.

El periódico, fundado en Medellín por don Fidel Cano y desterrado un siglo después de su propia tierra a raíz de las denuncias del nieto del fundador, don Guillermo Cano, contra el imperio de las drogas, regresaba victorioso a sus lares nativos. Esas imágenes de la ciudad agonizante y de la ciudad liberada penetraron en mi recinto hotelero como una visión al mismo tiempo espectral y refulgente. Derrotada la horrible noche, el nombre del Hotel Nutibara se adhirió a mis recuerdos viajeros como el claroscuro de un drama dantesco, y ha seguido rutilando en mi memoria entre sombras y luces.

Hace 60 años, el 18 de julio de 1945, la entidad abrió sus puertas al público. La idea se originó en la Sociedad de Mejoras Públicas y fue abanderada por un grupo de antioqueños audaces y visionarios que se impuso la meta de dotar a la ciudad, que llegaba a 300.000 habitantes (frente a los dos millones largos de la actualidad), de un hotel moderno, dotado del mayor confort y los más avanzados atractivos estéticos, para entrar en la era del progreso. Paul C. Villiams, arquitecto estadounidense, diseñó la obra con estilo californiano. Ocho años se gastaron en su ejecución.

Situado en el corazón de Medellín, el Nutibara entró a embellecer e impulsar aquel sector que apenas comenzaba a despertar, y se convirtió no sólo en un tesoro arquitectónico, sino en el mayor emblema de la ciudad. Colinda con el Museo de Antioquia, con el parque donde campean las esculturas de Fernando Botero y con la estación del metro, tres puntales de la cultura, las tradiciones y el ingreso de los antioqueños a la tecnología contemporánea.

Su área abarca una manzana entera y dispone de una torre de 12 pisos con 144 habitaciones. Fue uno de los hoteles más lujosos de Latinoamérica, y con ese criterio ambiental se ha conservado a lo largo de los años. Por allí han desfilado grandes figuras de la sociedad, la política, las artes y el mundo de los negocios. Ha sido sinónimo de calidad y distinción. Con todo, su auge declinó en 1989 al irrumpir la guerra del narcotráfico, que trajo consigo una enorme disminución hotelera.

Medellín pasó entonces de ser la ciudad pujante de otras épocas a un centro atrofiado y temeroso, a raíz de lo cual se frenó el turismo nacional y extranjero, con grave incidencia en la economía regional. Este golpe rastrero, sumado tiempo después a la creación de una vigorosa red hotelera en otro sector de la ciudad, significó para el Nutibara el dramático deterioro de sus cifras. Situación que, gracias a inteligentes estrategias, ya ha sido superada. La entidad ha tomado nuevos bríos para desafiar los retos de la hora.

El legendario cacique Nutibara, que en 1536 gobernaba el Valle de la Guaca, donde los nativos explotaban inmensas riquezas de oro, sentó sus reales en Medellín: la Medellín actual y la Medellín de siempre, que ha vuelto a ser, tras la funesta época de terror, la ciudad de la eterna primavera.

Al aborigen se le rinde tributo en diversos símbolos: en el bronce de Pedro Nel Gómez que representa al hombre americano entre la serpiente y la guacamaya, situada en la Plazuela Nutibara; en el Cerro Nutibara, donde se asentó el Pueblito Paisa con evocación de la aldea de antaño y se levanta una escultura del cacique con su eterna compañera, la cacica Nutabe; además, se le recuerda en obras de arte, en poemas, en crónicas literarias, en sitios públicos.

Y desde hace 60 años está entronizado en el Hotel Nutibara, perenne bandera de la sonrisa, la gracia, la hospitalidad y el esfuerzo de la raza antioqueña.

El Espectador, Bogotá, 27 de julio de 2005.

Categories: Viajes Tags:

El mito de Gardel

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Todo en Carlos Gardel, desde su cuna oscura hasta su muerte trágica, es misterio. En los setenta años transcurridos desde el accidente de aviación en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, donde perdió la vida el 24 de junio de 1935 junto con otras 16 personas, poca claridad se ha obtenido acerca de los enigmas que rodearon su existencia. La leyenda comenzó aquel día, y el paso del tiempo consagró otra figura superior: el mito.

La controversia sobre el lugar y la fecha de su nacimiento sigue sin resolverse, y nunca se saldará. Según una versión, nació en Uruguay el 11 de diciembre de 1887, y según otra (que parece la verdadera), en Francia, el 11 de diciembre de 1890. Esta última hipótesis lo trae al mundo en un hospital de Toulouse, hijo de una humilde planchadora, Marie Berthe Gardes, y de padre desconocido. Su  nombre de pila es Charles Romuald Gardes, que él se cambiará dentro de la vida del canto, para hacerlo más fonético en español, por el de Carlos Gardel.

De dos años lo traslada su madre a la Argentina, adonde viaja en busca de mejor suerte. Su infancia transcurre en el barrio Abastos de Buenos Aires, donde comienza a percibir los primeros aires del arrabal, que años después se reflejará en sus canciones. Abandona los estudios secundarios para responder al llamado de su destino artístico. En fondas, antros y cabarés se da a conocer como el “Zorzal Criollo”, rótulo que le asigna un músico del grupo y que se volverá un distintivo de su nombre.

A los 21 años forma con José Rozzano un dúo famoso, que marcará la mejor etapa de su carrera. Tres años más tarde, en una trifulca, recibe un balazo en un pulmón, y la bala le queda incrustada para toda la vida, como estigma de la vida borrascosa. Viene una intensa época de giras por América y Europa. Los públicos delirantes lo ovacionan en todos los escenarios. Su conjunto de guitarras resuena en el mundo. En 1933 vuelve a Buenos Aires por última vez. En noviembre de ese año emprende una nueva gira por Europa y Estados Unidos.

Al año siguiente filma para la Paramount de Nueva York tres de sus mayores éxitos: Cuesta abajo, Mi Buenos Aires querido y Tango en Broadway, seguidos poco tiempo después por El día que me quieras y Tango Bar, donde vibran sus canciones más entrañables y aplaudidas: Volver, Adiós, muchachos, A media luz, Cambalache, Caminito… Y llega el último año de su periplo existencial. En abril de 1935 comienza una gira por Puerto Rico, Venezuela, Aruba, Curazao, Colombia, Panamá, Cuba y Méjico. Pero el destino inexorable lo detiene en Medellín.

Dice un testigo que el choque de los dos aviones explotó como una bomba atómica que oscureció el aeropuerto. Han pasado setenta años desde aquel día infernal, y la penumbra sobre el accidente es la misma del primer día. Se habla de fallas topográficas y aerológicas del aeropuerto, de sobrepeso del avión, de rivalidad entre las dos empresas y sobre todo entre sus pilotos, de una disputa a bala entre Gardel y Le Pera (el productor del cantante), o entre Gardel y uno de los pilotos… Todo sigue en  especulaciones.

Uno de los tres sobrevivientes, el guitarrista José María Aguilar, dio una versión y más tarde se contradijo. Misterio absoluto.  En medio de esa ola de rumores y enigmas, ha crecido el mito. Fenómeno que abarca la faceta amorosa. Por su vida pasaron muchas mujeres, pero ninguna le encendió una pasión perdurable. Llegó, incluso, a hablarse de tendencias sospechosas, tal vez porque nunca se casó ni tuvo amante visible. El aspecto de la homosexualidad suena falso y aterriza también en el campo especulativo.

Gardel supo cubrir su privacidad con el velo de la discreción, y así protegió, amparado por su carácter introspectivo y su actitud reticente, la intimidad de su alma. Su talante lo llevaba a no pertenecer a nadie, sino al arte. Sus verdaderos amores fueron las canciones. Con todo, mantuvo una relación prolongada y de aparente estabilidad con Isabel Martínez del Valle, joven esbelta, varios años menor que él. En la mejor etapa del romance, ella fulguró ante el público como la novia ideal.

Pero al acentuarse las discordias, las frialdades y las distancias, que no todo el mundo veía, la relación se rompió. Isabel alcanzó uno de sus sueños, el canto –luego de estudiar ese arte en Milán–, y Gardel el de la liberación amorosa. Ella se casó, frustrada con el amor que se extinguía, y se fue a vivir al Uruguay. Quedó viuda, y veinte años después falleció a causa de un infarto cardiaco: una dolencia del alma, podría decirse. Nunca dejó de amar a su ídolo. Y pasó a la historia como la “novia eterna” de Gardel. Amor platónico (real en otros días) que engrandece el mito gardeliano.

El tango nació en Buenos Aires a finales del siglo XIX, hacia 1880. Era un ritmo sin mayor contenido, que tomaba otras melodías ya existentes y carecía de originalidad y clase. Modestos grupos lo ejecutaban en bares, burdeles y tugurios, con el empleo del violín, la flauta y la guitarra (faltaba el bandoleón, instrumento que muchos años después le daría la armonía que llegó a conquistar). Bailar tango era un signo de gente plebeya y escandalizaba a la alta sociedad. Por eso, en sus comienzos tuvo al lupanar como su escenario auténtico.

Faltaba que llegara Gardel a darle categoría. Con él nació el verdadero tango, el tango moderno, fenómeno cultural que refleja la idiosincrasia del pueblo argentino. Lo redimió de su ambiente prostibulario y lo trasladó a los mejores teatros y salones del mundo. Le imprimió ingredientes únicos, bajo el conjuro mágico de la música, la canción y la poesía. Los gestos vulgares y lascivos fueron cambiados por la escena artística, donde la pareja, al compás del ritmo y con los movimientos de la unión y la desunión, del ir y volver, representa la eterna danza de la vida, donde se alternan la dicha y el pesar, la ausencia y la cercanía, el amor y el desamor.

El tango es el retrato colectivo del pueblo latinoamericano, que en el ámbito de la barriada, lo mismo que en la cúspide de la ciudad, apura sus copas de fruición y hastío, de placer y soledad. Es pasión y filosofía. Refrenda el concepto del hombre macho y de la mujer seductora, porque así es la vida cotidiana. Manuel Mejía Vallejo, al dibujar en su novela Aire de tango el clima turbio del barrio Guayaquil de Medellín, lleno de amoríos, de lances turbulentos, de licor y humo, no hizo nada distinto que dibujar la condición humana que se vive en cualquier latitud. En Guayaquil se compendia el mundo, y en el tango, el sentimiento humano.

En el cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, se levanta una enorme estatua en bronce con la figura sonriente de Carlos Gardel. Allí acuden multitudes constantes que depositan ramos de flores y le prenden velas a su ídolo. Algunos le piden un milagro. El mito continúa intacto.

El Espectador, Bogotá, 14 de julio de 2005.

Categories: Viajes Tags: