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Sudando petróleo

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Acabo de regresar de breve tempo­rada en Barrancabermeja, la capital petrolera de Colombia, uno de esos sitios míticos que es preciso vivir, así sea de paso, para poder entender. Creo que en la mente de la mayoría de los colombianos existe la idea de que se trata de un lugar de vicios y libertina­jes, enmarcado en un caserío de míse­ras condiciones. Nada tan distante de la realidad. Hoy Barrancabermeja, la segunda ciudad de Santander, con cerca de trescientos mil habitantes, es centro pujante que ha logrado vencer las estrecheces del pasado y surge con la fisonomía del progreso.

Todo gira alrededor del petróleo. Desde el florecimiento económico hasta la tensión social provocada por los conflictos laborales en Ecopetrol, que determinan, año por año, grandes im­pactos sobre la economía nacional. El petróleo es la sangre de Barrancabermeja. La sangre del país. Elemento de riqueza y perturbación. Es la ciudad con mayor tradición revolucionaria. Sus orígenes son obreros y en ella se respira esa atmósfera entre cruel y seductora que nace del carácter proletario.

Su entraña combustible parece que ardiera a toda hora con el fuego del trabajo. Este pan negro, amasado con músculos de hierro bajo la inclemencia de las temperaturas abrasadoras, pal­pita como una exudación de las fuentes de betún y los panales de brea que brotaron, en 1536, ante los ojos de los conquistadores, con Gonzalo Jiménez de Quesada a la cabeza. Desde entonces los yacimientos petrolíferos hierven como llamas irredentas.

Decir que en Barrancabermeja se suda petróleo es refrendar una carac­terística del ambiente. En esa califica­ción va implícita la densidad de la vida sufrida, la de los petroleros y de quienes pululan en las orillas de los ríos. «El río, ancho y turbio —dice Tomás Vargas Osorio—, este pobre y proleta­rio río Magdalena, está creando en el país un sentido vagabundo de la vida.»

Aún se recuerdan los días de la Tropical Oil Company, la primera explotadora de los pozos, que instaló en 1921 la refinería de Barrancabermeja, y también la incitadora del levan­tamiento obrero en 1947, de donde arrancan las huelgas en el país. El 9 de abril de 1948 estremeció la vida del puerto como un eco violento de lo que sucedía en la nación entera, y desde entonces se consolidó la beligerante organización sindical, la más fuerte del país, con sentido de defensa obrera y también de intransigencia.

Jiménez de Quesada y sus compañe­ros, que navegando desde Santa Marta por las aguas del Magda­lena llegaron a la manigua inhóspita, no se pudieron imaginar que cuatro siglos después se fundaría en aquellas barrancas bermejas la capital proletaria de Colombia.

Ni que sería pueblo de prostitución y azar, movido por la fiebre del oro negro, donde la vida transcurriría entre el humo del cigarrillo y las embriague­ces del ron y el amor, con el fondo de mujeres incitantes y placeres desaforados. Así mismo se esfumaba el salario de los obreros y de aquella aventura apenas quedaría el recuerdo fugaz de las eternas orgías, que animan y envilecen a la vez.

Es imposible abarcar de una plumada la densa historia del puerto. Pocos saben, por ejemplo, que en los años treinta se constituyó un grupo de intelectuales que bajo el rótulo de Los Saturnales le rendían pleitesía a la belleza, con clara intención política.

Los viernes culturales de Gaitán tenían resonancia en el puerto, y por allí pasaron intelectuales de la categoría de Jorge Artel, Nicolás Guillén, Natanael Díaz, Luis Vidales, Manuel Zapata Olivella y Andrés Crovo. A María Elena, la mujer de Crovo, la picó en Barrancabermeja el primer virus in­surgente. Afluían además pintores, cantores, músicos y conferencistas famosos. Pedro Nel Gómez les regaló a los obreros su óleo Galán hacia el patíbulo.

Hoy Barrancabermeja es diferente. La prostitución se civilizó, una manera de decir que ahora se ejerce de puertas para adentro, como en toda ciudad que se respete, y no en la barahúnda de cantinas y traganíqueles que atronaban en el puerto llamado de Las Escalas; y el ambiente cultural también se extin­guió, como si fuera inseparable de la vida bohemia. La mecha se apagó y sería interesante averiguar la fórmula para que la combustión intelectual vuelva a prender.

Pero sigue ardiendo la atmósfera. Son a veces 40 y más grados de soles implacables. La ciudad, entre tanto, se abre paso por entre vías veloces y otros derroteros de progreso. Es un crisol de razas, de hombres duros y esperanzas proletarias. El azar no ha desaparecido. Es el signo de los puertos. Tal vez es el lugar donde más loterías y chances se juegan en el país.

*

Escuchemos la voz petrolera de Au­relio Martínez Mutis:

Barrancabermeja, florida barranca,

me gustas por libre, por ruda y por franca;

te quiero por negra, te quiero por blanca:

es negra mi vieja tristeza escondida

y es blanco el ensueño que alumbra mi alma.

El Espectador, Bogotá, 24-VII-1985.

 

 

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Tierra del Sol

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La palabra Sol se multiplica por las calles de Sogamoso. Esta ciudad, la capital religiosa del imperio chibcha, conocida como la ciudad sa­grada, se hizo célebre por su Templo al Sol, que fue quemado en tiempo de los colonizadores. Por eso no es de extrañar que aquí el rey de la natura­leza alumbre más que en otros lugares. Y no es que sus rayos sean más potentes, sino que la veneración que los pueblos primitivos rendían al astro mayor ha pasado a los nuevos tiempos como el carácter espiritual de una raza. Un dios tutelar que se siente por todas partes.

De ahí que los comerciantes bauticen sus establecimientos con el sello del fuego. Conforme se recorra la ciudad aparecerá esta evidencia: Droguería El Sol, Teatro Sol, Baño sauna del Sol, Ferretería Dissol… En la plaza prin­cipal se encuentra erigida una estatua al astro rey, donde los adoradores, como cosa extraña, están de espaldas a él. Libertad que se tomó el artista, pienso yo, para indicar que hoy los colombianos caminamos con el sol a la espalda…

En mi breve paso por la ciudad me entrevisté con su párroco, monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, mi dis­tinguido paisano de Soatá. Recorda­mos nuestra patria chica y nos detenemos de pronto, entre tantas referencias que van surgiendo al calor de la tertulia, en la figura preclara de Laura Victoria, la inmensa cantora del amor (Gertrudis Peñuela, es su nombre de pila), cuyos versos ardientes, de fuego y de entraña sentimental, llenaron una época de la mejor poesía colombiana.

Hoy es una mujer silenciosa, de 72 años de edad, residente en Méjico, a quien sus com­patriotas y los propios soatenses han olvidado. Me cuenta monseñor que Laura Vic­toria escribe hoy poesía mística. Curioso contraste, por cierto. Tiene inédito un libro de este género, en busca de editor. No sólo éste sino todos sus libros merecen publicación, y así volverá a sus lares esta romántica mujer —ahora místicamente romántica— que otrora enardeció el sentimiento de los colombianos y que hoy no tiene, ni en su propio pueblo, una placa recordatoria.

Visito el célebre Museo Arqueológico, que dirige el doctor Eliécer Silva Celis. Todo cuanto quiera saberse sobre la tradición de los chibchas se encuentra allí reunido. Maravilloso templo que protege con exquisito gusto los tesoros del ayer legendario, gracias al interés, la dedicación y la técnica de Silva Celis, investigador que mucho ha contribuido al escrutinio sobre las culturas precolombinas. Es el primer museo de su naturaleza en Suramérica. A poca distancia de la ciudad se halla el también famoso Museo de Arte Re­ligioso, verdadera joya eclesiástica.

Este cruce de caminos que es Soga­moso hace de la comarca un reino ideal para el turismo. Los pueblos más lindos de Boyacá quedan en los alrededores: Monguí, Nobsa, Tópaga, Iza, Firavitoba, Tibasosa… Sus templos son joyas del arte colonial. Y el Lago de Tota parece que surgiera de las profundi­dades de la tierra como un dios encan­tado, temible y fascinante a la vez. Pero hay alarma, sobre la cual no se ha tomado conciencia, sobre el descenso de las aguas hasta niveles pe­ligrosos para la extinción de esta belleza natural. ¿Qué hacen las autori­dades para frenar el fenómeno?

*

Desde Puntalarga, entre Duitama y Sogamoso, rincón edénico que cuenta con todos los requisitos para el sosiego y la recreación del espíritu, el paisaje boyacense se hace soberano en toda su magnitud. Igual encanto se disfruta en el albergue de la Hacienda Suescún. Todo en Boyacá invita a la paz de la conciencia, y quienes no la logran es porque no la merecen.

Paz del Río es el emisario solar que creó para el país un emporio de riqueza. Boyacá, zona minera por excelencia, es rica en carbón, caliza, asfalto y mármol. Lástima que la polución de Cementos Boyacá, que está acabando con Nobsa y sus moradores, se convierta en enemigo letal de la atmósfera.

Y lástima que Sogamoso, ciudad comercial, industrial y ganade­ra, y cuna de escritores, historiadores, periodistas y hombres de Estado, no tenga hoy la categoría intelectual de otros tiempos.

Dicen que la politiquería se apoderó del terruño. La gente protesta en privado, pero no se atreve a rebelarse en público. Los alcaldes no mandan en su año, porque apenas resisten tres o cuatro meses, y así, de tumbo en tumbo, es imposible el progreso.

Sogamoso, Ciudad del Sol y del Acero. Título bien ganado. Sitio amable, reposado, acogedor, en él to­davía se respiran aires frescos. Aldea bien conservada, en busca de mejores horizontes, mantiene lim­pias sus tradiciones y lucha para no dejarse contaminar el alma.

El Espectador, Bogotá, 7-V-1985.

 

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Señora Bucaramanga

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de nuestras ciudades que marchan con paso seguro es Bucaramanga. Sus habitantes, todavía acos­tumbrados a la quietud de la aldea, no parecen muy conscientes de que el pueblo se les creció. Si bien se encuentran a todo momento ele­vados edificios y por todas partes surgen nuevas vías y polos de desarrollo, los bumangueses no han despertado por completo a la realidad de este centro populoso, el quinto del país, que está por los 800.000 habi­tantes. Aquí ha existido planeación urbanística y por eso resulta manejable el crecimiento de la po­blación.

Bucaramanga se da el lujo de contar con servicios públicos eficientes y de avanzar con confianza hacia el futuro. Es ciudad moderna, hospitalaria, de clima delicioso, rodeada de confor­tables conjuntos residenciales, con una zona céntrica embellecida por airosos edificios, cruzada por veloces avenidas, matizada de hermosos parques.

Aquí se respiran aún los aires de provincia, a pesar del vértigo del modernismo, porque sus habitantes han preservado el alma del terruño contra la transformación desacompasada. Prefieren ellos, y en esto aventajan a otras ciudades, el progreso sin sobre­saltos al ímpetu de la desmesura con que se llega al gigantismo.

La conciencia cívica es caracte­rística vital. El orden y el aseo sobre­salen al instante. Por todas partes compiten los letreros de amor a la ciudad, que siempre piden más por el imperio de la civilización y no se cansan de insistir en las reglas elementales del buen ciudadano. «Bucaramanga limpia y cordial», es una leyenda que recorre su territorio, pero que sobre todo parece grabada en el corazón de los habitantes.

Hay cosas maravillosas que im­presionan el ánimo del turista. Los buses no dejan ni recogen pasajeros sino en el sitio exacto de las paradas, y los taxis sólo cobran, a cualquier hora y desde cualquier lugar, la tarifa estable­cida. De las autoridades de tránsito se dice que son insobornables y esto las distingue en todo el país. Son rigurosas para mantener la disciplina de las vías, sin ninguna clase de miramientos, lo que explica el avance de la metrópoli que camina sin vacilaciones.

Pero como el progreso trae riesgos, con él ha llegado la inseguridad calle­jera. Los maleantes, plaga desco­nocida en la antigua aldea, hacen de las suyas en esta época de pillaje. Este es el desafío de la urbe y a él se enfrentan la ciudadanía y las autoridades. Los santandereanos, que por naturaleza son luchadores y de carácter templado, no han de dejarse ganar esta partida de la delincuencia.

El visitante encuentra grandes atractivos turísticos, tanto en Buca­ramanga como en los alrededores. Su confortable red hotelera, a la cabeza de la que se encuentra el hotel Chicamocha, con 200 habitaciones y esplén­didos servicios, contribuye al progreso de la tierra santandereana. Girón, a 15 minutos, parece más un sueño que una realidad.

En el campo educativo y cultural Bucaramanga ocupa puesto destacado. Sus colegios y universidades, que se complementan con la existencia de bibliotecas y casas culturales, favore­cen la superación de la población estudiosa.

La Biblioteca Pública Gabriel Turbay, que con acierto dirige Jorge Valderrama Restrepo, es una de las obras culturales de mayor categoría nacional, no sólo por su dimensión (ocho pisos) sino por su proyección muy bien estructurada hacia todas las inquietudes del espíritu.

Un selecto grupo de intelectuales, como Luis Ál­varo Mejía, Miguel Ángel Pérez, Er­nesto Rueda Suárez, Carlos Nicolás Hernández y otros que se escapan en esta crónica al vuelo, gira alrededor de la biblioteca y son quienes le dan aliento al Grupo de Trabajadores de la Cultura Jorge Zalamea Borda y mueven la cultura de la región.

*

Un aire regional le canta a la Señora Bucaramanga y la hace sentir como soberana del ambiente. Eso es Buca­ramanga: noble dama, ciudad respetable, capitana de la provincia, reto para el país.

El Espectador, Bogotá, 14-II-1985.

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Santa Marta tropical

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una ciudad como Santa Marta, con 459 años de vida, tiene que registrar historia muy extensa. Descubierta por Rodrigo de Bastidas en 1502, y fundada por él mismo en su segundo viaje, en 1525, cuenta con el privilegio de ser la ciudad más antigua de Colombia. El Libertador, postrado física y moralmente, viajó a Santa Marta en busca de reposo para sus últimos días, atraído por el embrujo de la costa tropical, y en ella dejó sus restos, dándole el honor de haber sido la elegida de su penoso atardecer.

Su bahía está calificada como obra maravillosa, tanto por la transparencia  de las aguas y la esplendidez de las playas, como por el soberbio espectáculo que la envuelve. Las refrescantes corrientes de los vientos alisios hacen las delicias de los veraneantes. El alma de Santa Marta es turística. Dondequiera que se mire se hallarán sitios naturales de extraordinario encanto, que nada tienen qué envidiar a los parajes más seductores del planeta.

La Sierra Nevada, monumento impresionante de las nieves perpetuas y el gigantismo terráqueo, con cerca de 6.000 metros de altura, parece la guardiana majestuosa de los viejos blasones. Ayer plaza fuerte, Santa Marta tuvo que resistir los ataques de los enemigos y fue quemada y sa­queada 19 veces en el curso de 38 años.

Desde El Morro, islote rocoso situado a dos millas de la ciudad, se oteaba y se repelía el avance de los piratas, y hoy, convertido en faro, representa una de las imágenes más características del pasado bélico.

En Punta de Betín funciona el Instituto de Investigaciones Marinas. El capitán de navío Francisco Ospina Navia, legendario personaje de los secretos del mar, mantiene a diez minutos de El Rodadero su acuario y museo donde se exhiben tiburones, delfines, focas, peces de todas las variedades y además llama­tivas muestras de la historia mundial de la navegación.

En la isla de Salamanca el turista admirará la fauna y la flora del trópico, con su gran diversidad de micos, patos, flamingos, serpientes, aves multicolores, que deambulan por los manglares y la prodigiosa vegetación circundante.

El Parque Tayrona es rico en fondos coralinos y nichos ecológicos de singular contextura. La Ciudad Per­dida, que apenas ahora comienza a abrirse a nuestra curiosidad, es todavía un mensaje indescifrado de los tiempos pretéritos y conduce al escrutinio de la densa cultura precolombina ente­rrada en esas latitudes.

Taganga, pueblo de pescadores y en el pasado criadero de perlas, ofrece un romántico cuadro que invita al ensueño. En estos pueblitos costeros, salpicados de fan­tasías, se han recreado los poetas y los pintores para plasmar sus inspiracio­nes marinas.

Este, en grandes contornos, es el ámbito absorbente que ha visto rielar el cronista durante placentera estadía en el paraíso samario. Aquí la naturaleza tropical le hierve a uno en la sangre y es como si se convirtiera en tónico del cuerpo y del espíritu para darle otro sabor a la vida.

*

Ya en lo económico y en lo social, la región ha sufrido agudos altibajos al saltar de abundantes períodos de riqueza a otros de gran pobreza. La irrupción de la mafia, pesadilla catastrófica, frenó el desarrollo turís­tico y dislocó la conciencia moral. Aunque es ya un capítulo distante, todavía se recuerda el enfrentamiento diabólico de dos familias guajiras que, queriendo exterminarse entre sí, sembraron el terror en la comarca.

Cesaron los flujos turísticos, los hoteles se desocuparon y la prosperidad regional se vino al suelo. Esto explica que ni en la ciudad ni en El Rodadero existan hoteles de más de dos estrellas. Hasta ahora está volviendo la recuperación.

Ciudad sin desarrollo industrial, su economía se muestra deprimida y la desocupación laboral es dramática. No hay hambre, pero sí miseria: el mar da comida, aunque por sí sólo no permite el pleno crecimiento del hombre. Falta mayor avance social y económico. Santa Marta puede ser, y seguramente va a ser pronto, más cívica, más aseada, más dinámica en su progreso. El espacio está abierto para los líderes de la comunidad.

La Zona Bananera, de tan acciden­tada historia, sigue siendo el mayor polo de riqueza regional. Fuera de los cultivos tradicionales ya se piensa en mejores alternativas, como la palma africana, que está sembrándose cada vez con mayor vigor, como solución promisoria para el futuro.

También se notan diversos empeños turísticos que impulsarán la ciudad. A 14 kilómetros se encuentra un exce­lente sitio campestre, muy confortable e ideal para el descanso, el hotel Irotama, «con todas las estrellas del Caribe», como reza su sugestiva propaganda, el que conquista continuas corrientes de visitantes en todas las épocas del año.

Pasar por Santa Marta es grata experiencia. Al escritor el cielo le ha sido propicio para extraer del ambiente todo un venero de enseñanzas y amables vivencias. Los viajes, el sol, el mar, la brisa, como pregona Hermann Hesse, serán siempre los mejores amigos del hombre. Pero hay que saber vivirlos.

El Espectador, Bogotá, 13-XI-1984.

 

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Palmira señorial

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

«Tú has sido un gran crisol: el africano bronce, el oro español y el cobre indio”. Así definió el maestro Valencia el alma ancestral de Palmira. Ciudad añeja, con sus trapiches secu­lares olorosos a molienda y sus tierras trabajadas con el sudor de las negrerías y fertilizadas con el prodigio de la naturaleza ubérrima, recuerda aún el dominio feudal de la corona española.

A Palmira llegaron muchas corrientes étnicas que crearon una raza fuerte, mezcla del indio cobrizo y el blanco español, e impulsaron la especie hasta plasmar un conglomerado humano de múltiples matices, que le dio asiento a la moderna ciudad de hoy en la que se confunden, hermanados, los habitantes actuales, en quienes se conjugan distin­tos colores de raza, desde el muy negro hasta el muy blanco, y poseen además diferentes acentos idiomáticos. Es ciudad de contrastes, tanto en lo económico como en lo social.

Predomina la raza vivaz, trabaja­dora, endurecida por los sofocantes soles de su agricultura, y que en los laboreos de los trapiches en eterna efervescencia, de las cañas de azúcar tremolantes, de la agricultura agresiva y las briosas ganaderías, como símbolos de poder económico, se mantiene fiel a la tradición de pueblo pujante.

El ámbito rural, donde el esclavo aprendió a amasar con vigor la riqueza de la tierra, se ha trasladado con igual ímpetu febril al marco de la ciudad, en la que crece la imaginación creadora de las fábricas metalmecánicas y las industrias caseras de los manjares azucarados, los buñuelos y los pandebonos. Es el abrazo de la ruralía con la ciudad, y al fondo, como ex­presión necesaria de la sangre tórrida que constituye su manera de ser, se disfrutará del sabor afrodisíaco de la salsa, o como quiera llamarse el último grito tropical de la música, un mensaje que llega de lejanas reminiscencias.

La gentileza de sus habitantes hace de Palmira una ciudad cordial y atrac­tiva para el turista. Por las calles se deslizan, con visos coloniales, sus coches tirados por caballos, que hacen pensar en pretéritas épocas de romanticismo. En el sen­timiento de los palmiranos perduran los ecos del ayer romántico. Jorge Isaacs sembró en el corazón del pueblo el amor de María, y sin ella es imposible asimilar la sustancia de la tierra edé­nica.

Ricardo Nieto, inspirado vate palmirano cuyo poema Libros ha resonado tantas veces en el alma del cronista, parece que deambulara por las calles nocturnas del pueblo señorial.

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Tal la estampa de Palmira que capta al vuelo, en breve recorrido por su geografía quemante, el escritor que ha venido en pos de la belleza del paisaje y ha admirado al mismo tiempo la esbel­tez de sus mujeres. Las autoridades municipales me transmiten la preocu­pación que las anima por remozarle la cara a la ciudad y acometer diversas obras que le impriman un progreso más dinámico.

El alcalde Sanguino y su equipo de colaboradores (entre quienes se destaca el elemento femenino como un sello de la tierra) trabajan por una Palmira mejor. Luz Elena Duque, graciosa y activa tesorera del muni­cipio, que me sirve de guía mostrán­dome diferentes aspectos de la admi­nistración, sabe que su ciudad saldrá adelante y corresponderá a los símbolos que figuran en su escudo: el músculo, el paisaje y el corazón.

La ciudad, adormilada en los últimos tiempos, ha descuidado sus calles y fachadas y aplazado algunas nece­sidades prioritarias, como el alcanta­rillado ya envejecido, los teléfonos en constante deterioro y la construcción del Palacio Municipal, antigua obra que ahora se ve progresar a mayor ritmo.

Es preciso que la dulzura del azúcar, cuyo olor perfuma el ambiente, haga el milagro de transformar a Palmira. Es ciudad con larga historia y sin fundador, cosa rara. «No tenemos dueño, todos somos dueños de nuestro municipio», leo en una cartilla municipal. He ahí el reto del progreso.

El Espectador, Bogotá, 13-IX-1984.

 

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