Archivo

Entradas Etiquetadas ‘Viajes’

Colombianos en Méjico

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Ha sido Méjico país hospita­lario para los colombianos. Tierra generosa para el cultivo de las letras, las artes y las ciencias. Viven allí muchos colombianos (universitarios, poetas, escritores, profesiona­les, comerciantes) que sobre­salen en sus respectivas áreas y le dan honor a nuestro país. En viaje realizado con mi esposa tuvimos la suerte de encontrarnos con varios compatriotas que más grato hicie­ron el  recorrido por el gran país azteca.

Laura Victoria, residente allí hace 48 años, fue la primera mujer que irrumpió en Colom­bia con su sensual romanti­cismo. Revolucionó la poesía colombiana. Se puso a la altura de las grandes líricas (Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario Sansores) y entre todas escribieron la poe­sía amorosa más bella de que pueda enorgullecerse el conti­nente americano.

Mientras Laura Victoria me contaba con tono nostálgico sus épocas luminosas entre giras interna­cionales y aplausos, yo me dolía de que en Colombia no circularan hoy los libros que le dieron la fama (Llamas azules, Cráter sellado y Cuando florece el llanto).

Beatriz Segura Peñuela, la hija de Laura Victoria, fue a su vez la primera colombiana que conquistó las cumbres del cine mejicano, donde hizo famoso el nombre de Alicia Caro. Actuó en cerca de 40 películas, entre ellas María y La Vorágine. Casada con Jorge Martínez de Hoyos, uno de los artistas con mayor popularidad en el cine y la televisión, la pareja goza de mucha estimación en el mundo de la farándula.

Humberto y Mario, los otros hijos de Laura Victoria, ocupan importantes posiciones, el uno como médico y el otro como ingeniero civil. Esta familia colombiana ha descollado en la gran nación.

Germán Pardo García, el poeta del cosmos, es uno de los creadores más densos del mundo, cuya producción se aproxima a 40 libros. Al igual que Borges, el Premio Nóbel de Literatura ha sido indolente con su mérito. Hoy nuestro compatriota ve declinar su existencia entre dolores y pesadumbres, lejos de lo que más quiere: Colombia. Yo lo visité en su residencia en Río Támesis, privilegio que pocos logran, y me sentí absorto ante el misterioso universo de sus dioses y fantasmas.

Aristomeno Porras es otro colombiano destacado, natural de Boyacá, que vive en Méjico hace mucho tiempo y añora también el suelo nativo. Es el brazo derecho de Germán Pardo García, junto con el poeta y diplomático ecuatoriano Henry Kronfle. Aristomeno Porras, pro­motor de cultura que escribe en la prensa mejicana con el seudónimo de Luis D. Salem, es el principal animador de la re­vista Nivel, hoy en peligro de extinción por falta de recursos económicos, después de 30 años de duro batallar.

Henry Kronfle, aunque ecuatoriano, está muy ligado a Colombia tanto por su admiración por Pardo García como por sus nexos familiares con políticos e intelectuales nuestros. Leo ahora con deleite dos de sus libros, Los sonetos de las defi­niciones y Vibraciones del alma.

Otra colombiana distinguida es Diana López, hija de Adel López Gómez, que se mueve en el mundo cultural de Méjico y desde allí escribe para el pe­riódico La Patria, de Manizales.

En la actividad comercial sobresalen los hermanos Cortés Forero, propietarios de Indistri Mex, empresa que consolida amplia trayec­toria de progreso y ha logrado superar los reveses de la economía mejicana.

Cuando uno se encuentra en el exterior con gente de la propia tierra, y sobre todo con gente de prestigio, es como si la patria se prolongara en amable resonancia más allá de las fronteras.

El Espectador, Bogotá, 28-VIII-1988.

 

 

Categories: Viajes Tags:

La Ciudad de los Puentes

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Honda tiene 23 puentes. Por un lado pasa el río Magdalena, impo­nente y turbulento, y por entre las calles corre el río Gualí, juguetón y musical. La carretera baja de la montaña como una saeta. La población no se divisa por parte alguna en el descenso y ésta aparece, de re­pente, metida en una hondonada, cuando ya estamos atravesando el primer puente. Tal vez a ese sentido de profundidad obedece el nombre de Honda. Aunque también puede provenir de Ondama —sin h—, que se llamaron el cacique legendario y el primitivo caserío indígena.

El casco urbano parece un barco que se desliza aguas abajo con pe­nachos de viejas construcciones y bajo el sofoco de soles torrenciales. La naturaleza quema cada vez más conforme se avanza por el precipicio, y ya en el fondo, donde el Magdalena brama como fiera encadenada, se recibe el rigor de 30 o 32 grados de temperatura, si el clima es benigno, y de 40 o 42 cuando el sol se enfurece.

Penetramos por entre puentes al corazón de la villa. De inmediato se recibe la sensación de una ciudad compacta y en declive, sostenida por fortalezas y calles de piedra y cemento. Se halla custo­diada por macizas construcciones del siglo XVI como testimonio de su pasado amurallado y de su presente turístico.

En medio de esta mezcla de piedra, cemento y metal, con ausencia de humos industriales y con evidencia de comercios esforzados, el turista se detiene ante cuatro siglos de historia. Lee, en un mensaje de bienvenida colocado por Bavaria a la entrada de un puente –siempre los puentes…– que la ciudad fue fun­dada por Francisco Núñez de Pedrozo el 24 de agosto de 1560 y que hoy tiene 40.000 habitantes. Más tarde se enterará de que Bolívar pasó dos veces por aquí, la última en su viaje hacia la muerte.

El murmullo de sus ríos suena como el eco de lejanas añoranzas. El río Magdalena, que serpentea con sus cabriolas impetuosas y que viene de oscuras travesías con sus fardos borrascosos y sus temibles encantos, recuerda las palabras de Aníbal Noguera: «Se retuerce por el Valle, oloroso a sarrapia y balsamina. Es un río frívolo. No tiene juicio. Es un río bohemio, caprichoso, que ha crecido como muchacha quinceañera de casa rica, que hace lo que le viene en gana».

El río Gualí golpeó fuertemente a la población en la catástrofe del Nevado del Ruiz. Bajó de la montaña como una tromba, cargado de pie­dras, de árboles y furor, y se estrelló contra varias edificaciones a las que dejó en peligro de derrumbarse —como hoy siguen—, habiendo arrasado humildes viviendas y cobrado entre sus pobladores a cinco o seis víctimas. Mucho tiempo duró la población desconcertada, con los naturales efectos sobre la economía local. Hoy se considera que la con­fianza se ha restablecido apenas en un 60%.

Honda es guardiana de un pasado glorioso. En viejas épocas fue la ar­teria principal de la economía del país. Por aquí llegaban las mercan­cías de Europa y de Estados Unidos con destino a Santafé de Bogotá. Además de la carga se movilizaban por este puerto los turistas ansiosos de aventuras por el Magdalena, cuando éste era en realidad nuestro río soberano. Hoy está olvidado y contaminado, y es preciso rescatarlo.

*

Es la patria chica de Alfonso López Pumarejo, en cuyo honor los hondanos levantaron un museo que lleva su nombre, gracias al em­peño del periodista Jaime Soto, también oriundo de la ciudad. Otros hijos sobresalientes de Honda son Alfonso Palacio Rudas, Pepe Cáceres y Mi­guel Merino Gordillo, actual ministro de Desarrollo.

La ciudad se encuentra intercomunicada por buenas vías con las principales ciudades del país. Sus condiciones turísticas están, sin embargo, inexplotadas. Debiera ser centro turístico de primer orden. Hoy es sitio deprimido económi­camente y estancado por falta de mayor civismo.

Los servicios públicos son deficientes y los de telefonía, en particular, acusan deplorable abandono. Se requiere, por consi­guiente, que su clase rectora encare estos retos y consiga el impulso que merece la población. Sólo así la Ciudad de los Puentes –también llamada Ciudad de la Paz– reconquistará su perdido esplendor.

El Espectador, Bogotá, 24-III-1987.

 

Categories: Viajes Tags:

Isla de Margarita

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Margarita, Coche y Cubagua son tres islas venezolanas que forman el Estado Nueva Esparta con su­perficie de 1.150 kilómetros cua­drados, de los que 933 corres­ponden a la primera. La población total, comprendida la flotante, se calcula en 300.000 habitantes, resi­dentes casi todos en Margarita.

El gobernador de las islas, Morel Ro­dríguez, cuya jurisdicción se extiende a 21 municipios, tiene como idea prioritaria sembrar 10 millones de árboles para proteger el medio am­biente y construir una bella zona boscosa —»los techos verdes» de que hablaba Neruda—, intensificando así la esencia bucólica de este jardín marítimo.

En Margarita ponen los ojos turistas de todo el mundo atraídos por los encantos naturales que allí se conservan todavía incontaminados y que brindan, al impulso de un desa­rrollo digno de admiración, todas las comodidades para disfrutar de la mejor hospitalidad.

En la crónica anterior habíamos quedado situados en Puerto La Cruz, donde tomamos el ferry que en cuatro horas nos transportaría a la zona antillana. De pronto surgió el espectáculo de un Miami en formación que desde la cubierta del barco se aprecia sugestivo. Todo revela ritmo di­námico: los edificios que parecen remontarse sobre las olas, las avenidas y autopistas que ser­pentean como hilos imantados de civilización, el imponente canódromo internacional, la endiablada montaña rusa…

El territorio progresa a paso agi­gantado. Es la isla de moda. Cris­tóbal Colón, que la descubrió en 1498, nunca pensó que cinco siglos después sería uno de los lugares más perseguidos por la apetencia viajera. Las corrientes turísticas (sobre todo las canadienses, nor­teamericanas y francesas, que entran con los bolsillos llenos para gozar y derrochar) son continuas durante todo el año y presionan el ímpetu que se ve en la moderna red hotelera, en los edificios que se levantan por todas partes, en las boutiques, en los comercios populares, en los res­taurantes, bares y discotecas…

En la misma forma en que el tu­rismo frenético se desborda en busca de diversiones, los precios se enca­recen. Hace tres años todo allí era barato. Hoy todo es caro. A pesar de su condición de puerto libre, las mercancías son costosas.

Se le bautizó Margarita en honor a la infanta de los reyes de España. Su nombre primitivo, Paraguachoa, significa en lengua indígena abundancia de peces. Fue un territorio famoso por la pesca de perlas y continúa conservando esa reputa­ción. Tiene un clima medio de 28 grados y permanece refrescado por la brisa marina. Cuenta con una diosa legendaria, la Virgen del Valle, a la que los venezolanos le rinden tributo nacional.

En Margarita el mar se gradúa al gusto de la persona, y en esto no hay exageración. En unas playas hay olas, en otras menos olas, más allá quietud absoluta. Juangriego y La Restinga, cuyos nombres su­gieren misteriosos placeres, son en verdad alucinantes. Es difícil hallar playas más sedosas y amaneceres y atardeceres más embrujados que los margariteños.

La serie de pueblitos intercomu­nicados por excelentes carreteras, con sus iglesias somnolientas, sus calles relucientes y sus tesoros coloniales, simulan un pesebre, algo medio irreal que parece su­mergido en un sueño de hadas.

Dos montículos que se divisan en la le­janía, muy bien formados, reciben el nombre rotundo de Las tetas de María Guevara en recordación de una mujer escultural que dejó ardiente leyenda en los contornos. Es una referencia geográfica, con on­dulación femenina y con insinuación de pecado, imposible de ocultar. Pero un escritor colombiano, muy notable y también muy recatado, prefirió desdibujar la autenticidad lugareña y en crónica periodística se refirió a los senos de María Guevara.

Nuestra estadía fue mucho más grata con el encuentro de tres co­lombianos residentes hace varios años en la isla, que se convirtieron en nuestros guías y tertulios inespe­rados: la pintora caldense Grace López, que estudió bellas artes en los Estados Unidos y ahora cultiva su inspiración en el sosiego del trópico; su hijo Luis Bernardo, ingeniero graduado en los Estados Unidos y empeñado en planes de urbanismo local, y Federico Gui­llermo Klinkert, eminente y anda­riego médico antioqueño (¿dónde será que no hay paisas?), que ejerce allí su profesión y además sobresale como escritor y poeta.

No cabe en esta reseña todo cuanto quisiera expresarse. Quedan recuerdos entrañables de esta aventura peregrina que ojalá usted, amable lector, comprobara con su propia experiencia, aventura que a cualquiera le reparará las fuerzas físicas y le tonificará el alma.

El Espectador, Bogotá, 4-II-1987.

  

Categories: Viajes Tags:

Por los caminos de Venezuela

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nuestro destino final, en reciente viaje de vacaciones emprendido por carretera con mi esposa y los hijos, era la Isla de Margarita, paraíso seductor al que tanta publicidad le vienen dispensando las agencias de turismo, y al que le dedicaré capítulo especial.

En esta crónica veloz que se hace sobre las carreteras venezolanas deseo captar algunas impresiones de los viajeros ansiosos que se propusieron, para conocer más y disfrutar mejor las emociones del viaje, llevar su propio vehículo, el único con placas colombianas que se vio en todo el recorrido. Fecundo recorrido de 5.000 ki­lómetros —ida y regreso— desde Bogotá, que hoy me permite trasladar a mis lectores los gratos recuerdos de esta fuga de placer, el auténtico arte del ocio de que hablaba Hermann Hesse.

Varios amigos se habían opuesto a que lleváramos vehículo colombiano. “Tendrán problemas en los retenes y los mirarán mal», nos advertían. Lo importante, decidimos nosotros, era portar los papeles en regla y saber manejar los desplantes, si en realidad ocurrían, con la necesaria habilidad para sortear dificultades.

La primera inspección se practicó a la salida de San Antonio, la despensa de  cucuteños —a donde puede llegarse sin papeles—, antes de tomar la sinuosa carretera que conduce a San Cristóbal. Revisados los pasaportes, las visas y el permiso de la aduana para introducir el carro, el agente de la alcabala —como llaman allí los retenes— nos preguntó sobre propósito del viaje y luego nos deseó, con manifiesta cordialidad y contradiciendo los temores creados por experiencias de otras épocas, agradable estadía en su país.

A partir de ese momento comenzó a aparecer el rostro amable de la hermana república, imagen que persistió a lo largo de toda la ex­cursión. En dos o tres ocasiones es­cuchamos, con emoción, vivas a Colombia, entusiasta salutación que nos hizo sentir como en la propia casa.

Pernoctamos en Acarigua, la tierra del general Páez, distante unos 600 kilómetros de Cúcuta. Habíamos disfrutado, de San Cristóbal en adelante, del confort de las carreteras que engrandecen a nuestro vecino petrolero, carreteras envidiables por su exce­lente conservación, perfecta se­ñalización y la seguridad para los automovilistas que se movi­lizan en múltiples direcciones. Un solo accidente presenciamos en toda la travesía.

Son continuos los restaurantes y las estaciones de gasolina que se hallan a la vera de las rutas. Como estamos en tierra petrolera, la ga­solina se ofrece en diferentes grados de refinamiento, al gusto del con­sumidor, y ésta vale tres veces menos de los precios colombianos. Lo mismo sucede con los lubricantes y ele­mentos afines.

El costo del turismo venezolano puede ser hasta tres veces inferior al nuestro. Un hotel de cuatro estrellas, por ejemplo —y los hay magníficos en las ciudades que visitamos—, vale alrededor de 500 bolívares —5.000 pesos colombianos— para cinco personas y con dos apartamentos independientes; el mismo servicio en Colombia es de 15.000 pesos.

Un solo peaje de cinco bolívares –50 pesos nuestros–  apareció en la travesía, en la autopista entre Valencia y Caracas, maravilloso trayecto de 160 kilómetros que se mantiene sin el menor deterioro y con las máximas condiciones de belleza y seguridad. Da gusto correr por estas vías planas y anchas, sin las trampas mortales que tantos accidentes producen en Colombia, y por entre paisajes fascinantes. En el estado de las carreteras venezolanas se aprecia el motor de la bonanza petrolera. Se notan signos de desarrollo agrícola e industrial, que convierten a Venezuela en nación previsora de su futuro, a pesar de los reveses económicos.

No se ven limosneros. No existe peligro de asaltos en las vías. Y el pito de los carros —uno de los monstruos colombianos— casi no se escucha. Son contrastes que vale la pena mencionar para buscar en nuestro país mayor grado de civili­zación.

El pulpo vial de Caracas es digno de admiración. Es un com­plejo conformado por amplias ave­nidas, airosas autopistas,  puentes aéreos que se disparan en todas las direcciones, túneles que perforan las rocas y avanzadas técnicas de ingeniería.

A menos de cuatro horas de Caracas estamos en Puerto La Cruz, emporio turístico a donde se des­plazan los venezolanos los fines de semana en apretada profusión de automóviles, en busca de mar y emociones. Allí están  ahora, en esta crónica viajera que aspira a dejar algo positivo para el turismo  desorganizado y costoso de nuestro país, estos transeúntes que así vieron al país vecino. Que fueron bien tratados y pueden certificar las bondades de la generosa hospitalidad.

En Puerto La Cruz tomamos el ferry, con el vehículo a bordo, en un barco provisto de todas las comodidades, y cuatro horas más tarde nos hallábamos en la Isla de Margarita, el horizonte soñado que ocupará la segunda parte de esta aventura caminera.

El Espectador, Bogotá, 29-I-1987.

 

Categories: Viajes Tags:

Sangre vallenata

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Se ha cumplido el deseo tantas ve­ces aplazado de conocer Valledupar. Para el andador de caminos que tenga receptiva el alma, esto de entrar en un sitio nuevo es motivo de satisfacción por los hallazgos que han de surgir bajo el estímulo de la observación. Recorrer mundos no debe ser cosa distinta a despejar las incógnitas que permanecen ocultas en cada lugar. Llegar al alma de los pueblos significa interpretar sus costumbres e idiosincrasia y captar algo, por lo menos, de sus antecedentes históricos.

Eso es lo que hago por las calles de Valledupar, apoyado por expertos guías, como Hernando Fernández de Castro, líder cívico de la localidad, que me enseñan a conocer los sitios de in­terés y a traducir los mitos regionales. Es ésta, en efecto, una provincia llena de leyendas, donde el vallenato, más que una canción popular, es el medio folclórico que se ha encargado de ex­plorar en el pasado para trasladar al presente y al futuro todo ese venero de tradiciones que hoy conforman la esencia de una raza, con sus amores, sus angustias y sus esperanzas.

Leo con interés el libro de Pedro Castro Trespalacios titulado Culturas aborígenes y cesarenses e indepen­dencia de Valle de Upar, y la Casa de la Cultura Cecilia Caballero de López pone en mis manos dos revistas sobre la leyenda vallenata, todo lo cual consti­tuye precioso material para quien desea y busca el acceso a la ciudad. Aquí Macondo es una realidad evidente.

En Valledupar se respira el regio­nalismo auténtico, en el sentido de querer y defender lo propio, y preva­lecen los signos patrióticos legados por la heroína María Concepción Loperena de Fernández de Castro, cuyo nombre se recuerda en monumentos, colegios y títulos co­merciales como gran protagonista de la Independencia. Fue ella la que donó 300 caballos para la campaña emancipadora de Bolívar, quemó en la plaza pública los escudos de armas y el retrato de Fernando VII y, aunque de origen realista, proclamó la independencia de la antigua Provincia de Santa Marta.

Y el paso del doctor Alfonso López Michelsen, primer gobernador del Cesar en el año de 1967, se resalta en variados testimonios públicos. Su presencia en los destinos del nuevo departamento se encargó de relievar el nombre de sus antepasados españoles, los Pumarejo, quienes con la llegada en 1730 de don José de Pumarejo a la ciudad de Santa Marta crearon un núcleo familiar respetable en la historia colombiana.

El sentimiento de los pobladores gira alrededor del vallenato, la mayor identificación regional. El vallenato se lleva en la sangre como una marca, como un estilo de vida, y también po­dría decirse que como una religión. El pueblo habla en tonadas su lenguaje amoroso, rinde honores a sus dioses y sublima sus leyendas. Esta simbiosis del acordeón con la guacharaca y las maracas estremece el alma de los ha­bitantes y los mantiene en combustión espiritual.

En el Festival de la Leyenda Vallenata, donde año por año se dan cita compositores, acordeoneros, poetas, copleros, pintores, cuentistas, explota el júbilo popular como un torrente contenido de la sangre. La copla, festiva o triste, expresa querencias y críticas sociales. Por eso el romancero vallenato se ha convertido en un código social. Y lo social se vuelve religioso.

Rafael Escalona, príncipe del va­llenato, llena toda una historia musical del país. Él les da aliento a los grandes compositores de la comarca, que todos los años compiten por ser reyes del vallenato, denominación que en el fondo significa hombría. Cantando también se es hombre, en el sentir de estas gentes alegres y sentimentales. El primer juglar que tuvo la música vallenata fue Francisco Moscote, que se quedó como Francisco el Hombre. Su memoria crece y se prolonga como eco de la región.

La mujer es el centro musical por excelencia. Se le canta de mil maneras y en múltiples mensajes. Juan Muñoz, viejo cantador de auténtica fibra va­llenata, así vuelca su alma en esta crónica de viaje:

Poner amor en mu­jer / es escribir en el agua, / poner nieve en una fragua / y en el mar un alfiler. / Odiarla, no puede ser / y amarla es un gran error, / así que será mejor / que­rerla de cierto modo / y no quererlas del todo / ni dejarlas de querer. / Por eso es malo tener / una mujer sin gobierno; / le voy a poné a la mía / jáquima, bozal y freno…

El Espectador, Bogotá, 22-XII-1985.

 

 

 

 

Categories: Viajes Tags: