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Barichara, un canto a la piedra

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En la arisca montaña santandereana, a 22 kilómetros de San Gil y por estupenda carretera pavimentada, surge de repente este pueblo amura­llado que se llama Barichara. Allí parece que el tiempo se encontrara petrificado al igual que la dura entraña de la tierra. El sorprendido visitante, acos­tumbrado a la jarana de los pueblos modernos, se halla con un sitio dormido en medio de toneladas de si­lencio. Mira a su alrededor y ve moverse unas sombras por la plaza, que no se sabe si pertenecen a seres vi­vos o a visiones fantásticas. Barichara, que todos los días despierta entre tenues luces de pureza alucinante, se detiene frente al abismo como una fortaleza de piedra que de allí no habrá de retirarse jamás.

Desde El Mirador, a cuyos pies se precipitan profundi­dades medrosas que se bañan en el río Suárez, se contempla el cordón de montañas que dan asiento a la cultura de los guanes y por cuyos caminos —empedrados y arborizados— transitó el legendario Geo von Lengerke, en buena hora resucitado por Pedro Gómez Valderrama en su novela La raya del tigre.

En un mojón de piedra situado en inmediaciones de la plazuela de Santa Bárbara, se recuerda el paso repetido de Bolívar por aquellos montes hirsutos. Cerca del paraje se halla la residencia de Vicente Landínez Castro —Villa Laura, en honor de su esposa—, refugio admirable que buscó el escritor para pasar “entre libros, silencio y olvido”, según palabras suyas, sus apacibles horas del cre­púsculo. La selecta biblioteca de Landínez Castro es otro recinto amurallado —de pie­dra, cultura y erudición—, donde el estilista y académico boyacense se protege contra las asperezas de la vida, y al que ha bautizado con el nombre preciso: Remedios para el alma.

La capilla de Santa Bárbara, la más antigua de Barichara, es una verdadera joya colonial que se encuentra en plan de res­tauración junto con la plazuela y el camino circundante, pro­grama que dispone de una partida de $ 40 millones anunciada por la Corporación Nacional de Turismo. En el mismo sector alto de la ciudad se piensa levantar un gran hotel, con inversión privada, proyecto que busca recuperar un sitio ideal para el sosiego y la contemplación de la natu­raleza.

En este empeño de preservación del paisaje y de­fensa de la ecología se cuenta con voluntades como la de José María Gómez Navas — simpático abogado en uso de buen retiro, conocido allí como don Chepito—, quien ha ofre­cido la siembra de árboles para evitar la erosión en aquella zona propensa a deslizamien­tos.

En lengua aborigen Bari­chara significa sitio de pal­meras. Como quien dice, paisaje y ensoñación. Su clima maravilloso de 22 grados re­presenta un atractivo más de este edén tropical que por for­tuna se mantiene todavía in­contaminado, y que ojalá sepa resguardarse contra las inva­siones y los atropellos de la falsa civilización, como comienza a suceder con Villa de Leiva al deformarse su sosiego encantador con la absurda construcción de un hipódromo.

*

La piedra es el alma de Ba­richara. Sus casonas, sus templos, sus monumentos, sus calles y tumbas cantan a toda hora la canción de la piedra. Y todo se conserva como en un relicario litúrgico. De piedra están hechos sus habitantes. “La piedra —dice Vicente Landínez Castro— constituye el timbre de orgullo, el mejor blasón de la ciudad». Y agrega que “es un privile­giado y nostálgico lugar, bueno para nacer entre sus muros o para reposar bajo su suelo”. 

El Espectador, Bogotá, 11-VII-1991.

* * *

Misiva:

Te doy nuevamente las gracias –esta vez por escrito– por tu hermoso articulo Barichara, un canto a la piedra, que tanta simpatía e interés ha despertado en las gentes, por cuanto está, sencillamente, bien escrito; y en el que se nota de inmediato la mano experta, no del periodista ávido por lo momentáneo, sino la del escritor experimentado y atento a lo que se refiere más a la vida interior tanto del pueblo como de sus habitantes.

Te apoderaste, en pocas palabras, del espíritu recoleto, silente y pétreo de Barichara y lograste plenamente comunicárselo a los demás en forma tan agradable como intensa. Tú también, esta vez, escuchaste nítidamente –a pesar de lo fugaz de tu estancia– la canción de piedra de Barichara. Vicente Landínez Castro, Barichara. 

 

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Paz en Urabá

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Se llega a la región de Urabá, en plan de descubri­miento como lo hago yo, y se experimenta de entrada cierto temor por lo que cuentan las noticias acerca de los asesinatos frecuentes y de la violencia regada por los ricos campos del banano y el plátano. Por allí estu­vo el médico Tulio Bayer y fue él de los primeros que entendió el porvenir promisorio de esa zona y avizoró, con su novela Carretera al mar, una realidad y una necesidad que son hoy evidentes.

Desde el avión se contempla el soberbio espectáculo de grandes extensiones vestidas de verde y fertilizadas por numerosos ríos y quebradas, ajenos a los conflictos que produce el capital. Parece como si las corrientes de agua calmaran el sofoco de los campos arrasados por la canícula.

Cuando me hospedo en el hotel de Chigorodó, me acuerdo de que estoy en área de violencia. Es la zona roja o de candela de que hablan los periódicos. A la salida del hotel entablo conversación con un muchacho que revela 20 años, afable y comunicativo, y le pregunto por el orden público de la región. Me dice que hoy existe tranquilidad y que ésta apenas se ha visto alterada con la muerte de tres sindicalistas, ocurrida días antes.

Como la conversación surge espontánea, me cuenta que es jornalero de una finca de banano, vecina a la que pertenecían los tres sindicalistas. Los bajaron del camión donde se transportaban y los asesinaron al borde de la carretera. Le pregunto si él tiene miedo y me contesta que no. Ahora va a jugar fútbol a un campo próximo al aeropuerto, bajo el rigor de 32 grados de temperatura

Hablo con distintas personas y todas coinciden en que la paz está retornando a Urabá. La muerte de los tres sindicalistas es un hecho aislado, me aclaran. En virtud de las conversaciones que se adelantan con el Gobierno, ha cedido el ambiente de tensión. Recorro la población, y más tarde lo hago por Carepa y Apartadó. Observo que la gente está tranquila.

Las carreteras se hallan militarizadas. Al poco tiem­po se acostumbra uno a circular por entre fusiles y sol­dados. La fuerza pública es una garantía que, lejos de incomodar, aporta confianza. Al ritmo de la riqueza de los campos, las poblaciones muestran acelerado progre­so. Son pueblos jóvenes que han nacido al impulso de la feraz agricultura. Carepa lleva como municipio ape­nas 7 años y Apartadó, 23. Chigorodó es el más antiguo de los tres, con 78 años.

Este foco de pueblos vecinos, y los que siguen hasta Turbo y sus alrededores, constituye una esperanza. Maña­na serán líderes del progreso. Ahora luchan por derrotar la inseguridad y lo están logrando. Montados sobre ba­ses poderosas de riqueza, se espera de ellos que cumplan su destino de sociedades civilizadas.

Los obreros del campo, que cada vez obtienen de los patronos mayores beneficios, saben que sus luchas no han sido estériles. Hoy disponen de mejores condiciones de vida y han conquistado un nivel humano  más elevado. Esto se convierte en ingrediente básico para la paz que ha comenzado a avizorarse.

Urabá es una zona neurálgica para el país. Allí per­manece una mecha encendida, que a cualquier momento puede hacer estallar el polvorín. Lo importante es que el ca­pital y el trabajo se mantengan en armonía. Si ambos conservan su dignidad, la paz seguirá garantizada.

*

Así se expresaba el médico guerrillero Tulio Bayer en 1959, al comienzo de su novela atrás citada: «El autor no garantiza dentro de la presente narración sino tres cosas reales: una aldea de Antioquia que un tiempo fue muy desdichada. Un pueblo que hoy, como ayer, lucha por recuperarse de su larga ruina. Y una carretera que centenares de seres humanos desearon ver atravesando la selva, húmeda y alta, y el extenso pantano. Y que hoy llega hasta el mar”.

El Espectador, Bogotá, 13-IX-1990.

 

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El Chocó merece más

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un amigo mío chocoano, el abogado Rafael Abadía Gil, siempre me ha reclamado una visita a su comarca nativa. A pesar de que no se me había presentado la ocasión, era como si ya conociera el Chocó por las referencias que sobre él he recibido a través del tiempo.

Abadía Gil es el chocoano más popular en Bogotá. Co­mo somos compañeros de trabajo, solemos recorrer a me­dio día la carrera Séptima en animadas tertulias, y yo vivo admirado de cómo a cada paso le brotan paisanos que le hablan de los problemas y de las últimas noti­cias del departamento olvidado. En esos encuentros frecuentes con los chocoanos, escucho y asimilo.

Como mi amigo fue en épocas ya lejanas alto funcio­nario del gobierno seccional, y siempre ha vivi­do identificado con su tierra, se ha convertido en lección permanente de chocoanismo. En Bogotá hay muchos habitantes oriundos de esa región que han emigrado en plan de progreso y hoy trabajan como profesionales independientes o están vinculados a alguna empresa oficial.

Otros son estudiantes universitarios, y los menos afortunados vagan en persecución de alguna oportunidad que les permita subsistir en la ciudad monstruo –la Bogotá de las desmesuras– a donde convergen todas las necesidades y todas las frustracio­nes nacionales.

Al fin estuve en el Chocó. Apenas permanecí un par de días y sin embargo logré una idea bastante real no sólo sobre su ambiente y paisajes, sino sobre sus angustias, que son muchas. Esa impresión de encontrarse uno en plena selva, a pesar de estar situado en Quibdó o en Istmina, ofrece otra dimensión de la patria. Esta es la otra cara de Colombia que la gente no ve. Por eso   hay que ir allí a palpar los problemas.

Decir que en el Chocó hay miseria no es descubrir ningún secreto. No es sino recorrer las calles de la capital para encontrar los vestigios del abandono so­cial. Los muchachos que ve uno en la vía pública como testimonios vivientes de la pobreza absoluta, y que llevan en la mirada taciturna la protesta soterrada de quienes no tienen voz en la sociedad, conturban el ánimo.

Quibdó es una ciudad postrada que sin embargo está rodeada de grandes riquezas. Las principales son el oro, el platino, la plata y la madera. Los habitantes no tienen fuentes de empleo. Los pocos cargos provie­nen de la administración pública, o sea, de la inesta­bilidad política que en cada cambio de gobernador o de alcalde produce un remezón general en las nóminas oficiales. No hay industrias ni empresas privadas realmente representativas para poner a trabajar a la gente.

El chocoano es un ser explotado por la vida y frus­trado por la desesperanza. Lleva su calvario a cues­tas y él mismo no entiende su mala suerte. El río Atrato parece que gimiera, en sordos lamentos, siglos de esclavitud. A pesar de que la región posee el mayor número de ríos y quebradas que tenga departamento al­guno del país, y de que sus reservas forestales sean maravillosas, hay pobreza.

El nativo confía en que los políticos le alivien sus calamidades, y en vano espera que el próximo go­bierno, y el que lo remplazará, y el de más allá, al fin lo redima de tanta adversidad.

En un parque, cerca a la sede del Banco de la República, se levanta un bronce con la efigie de Diego Luis Córdoba, padre del departamento. Y un monumento a la memoria de César Conto, célebre político y poeta chocoano del siglo pasado, hijo dilecto de la ciudad. La gente pasa y mira hacia esos personajes con gratitud y esperanza. Tales símbolos –el oro, el poder y la cul­tura–  deben convertirse en brújulas para conseguir un futuro más promisorio.

El Chocó es otra de las tierras míticas de Colom­bia. Es un territorio embrujado. Rico y pobre a la vez. Sus paisajes son hermosos, hechizantes. Pero allí el hombre es un ser hundido, desprotegido, donde la patria se halla lejana. El Chocó merece más. Mucho más.

El Espectador, Bogotá, 24-IX-1990.  

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Santa Marta en un dedal

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Madrugué a trotar por la hermosa playa que queda frente al hotel Santamar. Apenas comenzaba a clarear el día y ya una pareja caminaba por la arena. Eran unos jóvenes enamorados que habían salido de su caba­ña a saludar la mañana impregnada de brisa, mar y poesía. La naturaleza naciente, en este confín de encantos marinos, aviva el corazón.

Después de tropezarme varias veces con ellos, vi que el muchacho escribía algo sobre la arena, mien­tras su compañera se sumergía en las olas. Más tarde él se le unió y ambos continuaron disfrutando la frescura de las aguas. Me acerqué y leí: «Ruth, mi hijo y yo haremos otro mundo». Bello mensaje –me dije– para este momento de disolución nacional.

Santa Marta, azotada años atrás por el enfrentamiento de mafias encarnizadas, vio derrumbarse su paraíso turístico. Su hotelería, que gozaba de reconocido prestigio, perdió categoría por el freno de la inseguridad. Eran los tiempos en que dos bandas de guajiros se disputaban el dominio absolu­to. El cultivo de la marihuana hacía surgir una nue­va sociedad de voracidades incontenibles. Este ambiente de corrupción y ambiciones lo pintó muy bien Juan Gossaín en La mala hierba, novela que queda como testimonio de la atmósfera viciada que se respiraba en la ciudad.

Hoy la situación ha variado por completo. Santa Marta regresó a su anterior clima de paz. La hotele­ría progresa en forma notoria y ofrece establecimientos de gran confort,  como el Irotama y el Santamar. El resurgir de la ciudad, que ojalá sea el mismo resurgir de esta Colombia flagelada, queda dibujado en la frase que sorprendí sobre la arena. Es un mensaje de esperanza y fe en Colombia. Una nueva juventud se levanta para derrotar la negra noche. La fórmula de la felicidad parece que cupiera en un dedal. En esta frase tan pequeña se refleja un propósito de enmienda, superación y optimismo.

Más tarde hablaba yo con Blas Záccaro, simpático y pintoresco personaje de la ciudad, sobre la trans­formación que ha tenido Santa Marta desde la época de terror de los guajiros hasta la actual de tranquili­dad, y él me ratificaba el ambiente de confianza y  progreso que hoy es evidente. Blas, un gigante del optimismo y la acción, cuyo continuo movimiento en­tre cifras bancarias, juntas cívicas y excursiones de pesca se asemeja al oleaje marino, sabe que la nueva Santa Marta se preocupa por salir de la encrucijada a que había llegado.

Sus dirigentes cívicos luchan por vencer ciertos vicios locales nacidos de la politiquería, que retardan el progreso. Tratan de cambiar la mentalidad de conformismo, y otras veces de indiferencia, con que algunas capas de la población actúan frente al reto de la hora.

*

Santa Marta, ciudad turística por excelencia, es una cara amable de Colombia. Su pasado de piratas, movido por las luchas entre nativos e invasores, le imprime especial fisonomía de tierra emancipada. Los apetitos del oro vinieron más tarde a convertirse en otra clase de ambiciones, muy del siglo veinte, y de nuevo nace la sensatez.

Si Santa Marta pudo, ¿por qué no va a poder Colombia? La patria está postrada y debe ser reconstruida Qué importante descifrar el mensaje de las olas: «Ruth, mi hijo y yo haremos otro mundo». También la capital samaria fue destruida física y moralmente, y  ahí la tenemos: victoriosa y ufana.

El Espectador, Bogotá, 19-IX-1990.

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Por los caminos del Huila

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Neiva registra un hecho curioso: el de haber sido fundada tres veces. Primero lo fue en el año de 1539 por los conquistadores españoles, y al poco tiempo fue destruida por los indios otas; en 1551 se fundó de nue­vo por orden de Sebastián de Belalcázar, y otra vez fue destruida en 1569; el tercer bautizo, correspondiente a la Neiva actual, lo hizo Diego de Ospina el 24 de mayo de 1612. Ha cumplido 378 años de vida, pero serían 451 si se mantiene en pie desde su primer intento civi­lizador.

Esto me lo explicaba un amigo de la ciudad mientras caminábamos por el Parque Santander en un día bochor­noso, de más de 30 grados de temperatura. La estatua del general Santander se ve diminuta entre las construccio­nes y árboles de la plaza, y parece que el personaje fuera un transeúnte más de los que a toda hora circulan por el lugar. Lo mismo que ocurre en Cúcuta y en otros pocos sitios del país, el parque principal de Neiva no está dedicado a Bolívar sino a Santander. Son excep­ciones honrosas que contradicen la regla general.

Esta vez le he puesto más cuidado a Neiva y le he hallado otros encantos. Surge la ciudad moderna y pro­gresista, cada vez más congestionada de vehículos y más presurosa de superación. El río Magdalena la atraviesa como una saeta lanzada por los primeros indígenas y se convierte en el abanico natural contra las altas temperaturas. En un margen del río se levanta el impo­nente monumento de la Gaitana, construido por Rodrigo Arenas Betancourt, que recuerda la hazaña de la cacica en su venganza contra Pedro de Añasco por haberle quema­do vivo a su hijo.

Sus habitantes, alegres y hospitalarios, realizan ca­da año el Reinado Nacional del Bambuco en la festivida­des de San Pedro. Como reina se escoge a la mejor bailadora. Una silenciosa iglesia colonial evoca, en el cen­tro de la urbe, los tiempos pasados. El hotel Pacandé, de larga tradición, se convierte en referencia amable de la ciudad.

Cuenta la región con buenas carreteras y ofrece for­midables contrastes: valles, cañones, vertientes, ríos, nevados, altiplanicies. Al paso del vehículo se descu­bren esplendorosos paisajes. Cada sitio tiene su propia personalidad: Betania invita al sosiego con su soberbia represa; Yaguará, a un lado, es un contorno pensativo que llama a la quietud; en Rivera nos acordamos del autor de La vorágine; en Aipe, rica en petróleo, admiramos la famosa Piedra Pintada y disfrutamos de sus aguas termales; Baraya le rinde honores al prócer de la Inde­pendencia; Garzón, la tierra del obispo-escritor Libardo Ramírez Gómez, nos saluda con sus artesanías de fi­que; Gigante parece una sola floresta con su famosa ceiba centenaria; en Timaná, el municipio más antiguo del Huila, la Gaitana recuerda su gesta contra los invaso­res españoles; Pitalito nos abre las puertas de la cul­tura agustiniana situada a poca distancia, en San Agus­tín, territorio de dioses y misterios. En fin, los caminos turísticos del Huila se disparan en todas las direcciones.

Región rica en petróleo, arroz y diversos productos agrícolas, lo mismo que en ganadería, sufre hoy insegu­ridad en sus campos. Se escucha el avance de la guerri­lla. Los habitantes viven asustados. Hay boleteo y se­cuestros. La producción agrícola, por lógica, viene en decadencia. La ganadería está sacrificada.

Vuelvo a Neiva y me refresco con el aire de los al­mendros, las palmeras, los caracolíes. En esta ciudad se le rinde homenaje, lo mismo que en Cúcuta, al árbol. Toda la ciudad está arborizada. El árbol, amigo fiel del neivano y de todos los opitas, es aquí un emble­ma de la civilización.

El Espectador, Bogotá, 6-VIII-1990.

 

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