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Hijos de papi

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Unos jovenzuelos descarriados por las calles bogotanas fueron detenidos por conducir a altas velocidades y en estado de beodez. Su situación no les permitió reconocer al doctor Bernardo Gaitán Mahecha, quien de entrada a la Alcaldía anunció que se convertiría en el policía mayor de Bogotá, y lo ha cumplido. Al verse inter­ceptados en su carrera loca, juraron vengarse, en las propias barbas del señor Alcalde, por el «atropello» de que eran objeto al atreverse alguien a sancionarlos, si sus apellidos eran de casta.

Es el ejemplo clásico de estos hijos de papi, una plaga más de los tiempos actuales, que pretende dislocar cuanta regla se dicte en beneficio de la sociedad. Con el argumento de sus apellidos y de contar, como lo pregonan, con influencias sobradas para superar cualquier trance en que se vean comprometidos, atropellan la disciplina social y se dan el tono de superhombres, a quienes no obliga el cumplimiento de la ley. Quieren abrirse campo, con chequera o sin ella, pero siempre con la jactancia de su abolengo, haciendo caso omiso de la autoridad y desafiándola si esta trata de intervenir.

Por las calles de las ciudades transitan, entre maniobras peligrosas contra la vida de los demás, vehículos guiados por arrebatados adolescentes de ambos sexos que se consideran dueños del espacio cuando conducen el automóvil. Nuestras calles y carreteras están llenas de estos locos de la sociedad a quienes sus padres, en vez de inculcarles responsabilidad, les entregan los medios para que cometan cuanta atrocidad les venga en gana.

Estos padres modernos que no miden las consecuencias sino después de que el hijo se torna un calavera, son los principales autores del desenfreno juvenil. Ausentes de la realidad, porque no quieren verla, permiten que el hijo imberbe que apenas comienza a abrir los ojos a la vida e ignora normas elementales de comporta­miento, sea antes de tiempo el ciudadano con capacidad para conducirse socialmente. Padres a quienes más interesa el círculo de los negocios y la vida muelle entre clubes y diversiones tratan de llenar vacíos imposibles, con desentonadas comodidades para los hijos, que estos manejan a su capricho.

Ser hijo de papi, en la buena expresión de la figura, no es ningún privilegio. Pero quienes así se sienten y se toman la libertad de pasar por encima de los reglamentos suponiendo que la posición social todo lo remedia, convierten su aparente ventaja en una necedad pública. No les interesa, porque están vacíos de principios, atropellar lo mismo el semáforo que la virtud de la incauta provinciana.

Estos señoritos, que un día producen destrozos materiales con sus carreras descontroladas y que otro dejan dolorosos episodios de sangre, son quienes se molestan cuando la autoridad les soli­cita el pase o les descubre el exceso alcohólico.

Más que a ellos, hay que señalar a sus padres. En lugar de vigilar estos la conducta del adolescente y ser orientadores de la juventud inexperta y atrevida, lo rodean de lujos y libertades que terminan desquiciando la personalidad inmadura. Los hijos de papi, de donde salen los marihuaneros, los mafiosos y los haraganes –para no citar más aberraciones–  deben ser tratados por la sociedad con mano dura, ya que no la hay en sus hogares, y también merecen lástima por no tener padres con capacidad de formar seres dignos.

El Espectador, Bogotá, 1-X-1977.

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La vivienda 300.000

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es la vivienda uno de los mayores problemas que afronta el hombre. El mundo moderno se caracteriza por la escasez de los elementos básicos para la subsistencia, ante el asedio de una población que crece des­mesura y torna in­suficientes tanto el espacio como los artículos de consumo. El hombre, enfrentado a la aguda competencia que sig­nifica abrirse campo entre el planeta cada vez más estrecho, sabe que la vivienda, y sobre todo la propia, representa una de sus más importantes con­quistas y que mayor seguridad le aporta.

El ciudadano medio de Co­lombia, acosado de necesidades como consecuencia del verti­ginoso costo de la vida, mira con incertidumbre el porvenir cuando sus ingresos, triturados por la inflación implacable, apenas alcanzan para medio vivir. Es privilegio el poseer techo propio, así sea de modestas condiciones.

Una residencia en cualquiera de las poblaciones del país es algo utópico para la mayoría de los colombianos, porque su precio no se halla al alcance de los presupuestos corrientes. Al volverse inac­cesible la vivienda y para muchos imposible, las entradas se desintegran con el solo pago del arrendamiento, que se con­vierte en uno de los renglones más especulativos y de mayor incidencia en el costo de la vida.

Es cierto que las firmas urbanizadoras vienen acometien­do ambiciosos planes para re­mediar esta necesidad, pero apenas dan abasto a un mínimo de solicitudes frente a la de­manda de grandes núcleos de población. Vale la pena men­cionar aquí el aporte que hace la empresa privada, y aun la oficial, en concesiones para sus empleados con créditos a largo plazo destinados a esta fina­lidad. Los sindicatos deberían dejar de lado tanta hojarasca con que exageran sus pliegos de peticiones, para defender pun­tos como este, de auténtico con­tenido social.

Debe celebrarse, por eso, la en­trega que acaba de hacer el Ins­tituto de Crédito Territorial de su casa número 300.000.

Es simbólica la ocasión para recordar que esta agencia del Estado, sin duda una de las más sólidas herramientas de redención social, cumple papel trascendental en la bús­queda de tranquilidad para los hogares pobres.

Para nadie es secreto que los planes multifamiliares que viene adelantando el Instituto de Crédito Territorial represen­tan, por su economía y también por su adecuación, la fórmula ideal para la mayoría de las familias. De no existir este medio, las clases populares no resistirían el impacto de tantos desequilibrios y se convertirían en factor de peores trastornos públicos. La seguridad de la familia debe ser el primer ob­jetivo de cualquier Gobierno, para que su gestión sea bené­fica y no se conforme con mirar de soslayo los problemas, sin curar de verdad las heridas.

No puede desconocerse la valiosa contribución que ha con­seguido el Gobierno  para disminuir la escasez de vivien­da. Es uno de sus mayores logros, y el que obtiene del pueblo unánime reconocimiento. Si en otros terrenos los resultados son controver­tidos, en este no existe duda. No puede haberla, si de las 300.000 casas construidas a lo largo de 38 años, 100.000 per­tenecen a la actual adminis­tración.

Se anota éxito indiscutible el doctor Pedro Javier Soto Sierra, gerente de la entidad, gracias a cuyo dinamismo y eficiencia se ha multiplicado la vivienda popular. Su ejemplo merece ser destacado como es­tímulo y reto para quienes dejan pasar la oportunidad de los cargos sin comprometerse en obras de utilidad. No nos desalentemos del todo ante los afanes del momento, cuando tantas energías se consumen en cosas inútiles, a la vez que exis­te tanta irresponsabilidad en el manejo de los asuntos públicos, si detrás de  bambalinas, en posiciones altas y pequeñas, quedan y quedarán gentes honestas y trabajadoras con verdadero sentido de servicio.

El Espectador, Bogotá, 7-IX-1977.

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Crédito prendario

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El negocio de las prenderías se ha multiplicado en el país, estimulado por las ne­cesidades del pueblo. Sobre todo en los centros urbanos, donde la vida se despersonaliza con rasgos dramáticos, los apuros son más apabullantes. Cuando el hombre se ve sitiado, busca salidas desesperadas para subsistir. Cuando el es­tómago no da espera, ni el colegio accede a nuevos plazos, ni el arrendador entiende la es­trechez del cliente, ni el ten­dero puede ser paternal,  es el momento del gran desam­paro y la tremenda soledad, donde se cierran todas las puertas.

En estos trances angustiosos surgirá siempre la presencia del agiotista que medra en busca de la presa acorralada para terminar de liquidarla. Las condiciones que se imponen, siempre onerosas y siempre bárbaras, no son para discutirlas cuando a la víctima le falta la respiración. El papel que se firma de afán, sin leerse siquiera, se convertirá en testimonio que más tarde se voltea contra el propio dueño, quien además de pagar una tasa altísima de interés, pierde la propiedad del artículo, pues en la cláusula que la zozobra no le dejó leer, y que el agiotista no le hubiera permitido discutir, figura agazapada la condición de la retroventa.

Es decir, por la menor mora puede el prestamista disponer del objeto, y así lo hace sin reparos. No se entiende por qué las prenderías, la más leonina de todas las actividades que se dicen comerciales, no son objeto de implacable campaña oficial y cívica para no permitir que se exploten en forma tan aberrante las necesidades públicas.

Se dice que persona que pague el 5 por ciento de interés mensual va hacia la quiebra segura. ¿Y qué puede decirse cuando el interés en las prenderías es del 10 por ciento y superior? En Bogotá, lo mismo que en Barranquilla, Cali o Ar­menia, abundan las prenderías porque de negocio ilícito, que lo son en el trasfondo que no se dejan investigar, pasan a cu­brirse de formalidades para aparecer como actividad que no infringe ninguna norma.

Para contrarrestar este comercio voraz que vive a ex­pensas de los apuros econó­micos, el Banco Popular tiene establecida su sección prendaria. Servicio de emi­nente sentido social que lamen­tablemente no se utiliza con la desenvoltura que desea la ins­titución. Ha querido el Banco hacer humano este servicio que no tiene nada de vergonzante y convertirlo en al­go natural. Se trata de una sección que pone a disposición de la gente el crédito fácil a costo mínimo.

En las grandes ciu­dades del mundo existen los montepíos, entidades de gran utilidad pública que, como su nombre lo sugiere, están creadas para servirle a la humanidad en los momentos calamitosos, no para expri­mirla. Entre nosotros,  la in­clemencia de las prenderías in­funde en el ánimo recelo y so­nrojo, como si se tratara de una actitud secreta o prohibida.

El Banco Popular efectúa créditos instantáneos sobre joyas, electrodomésticos y una gama extensa de artículos. Con avalúos justos, la operación se realiza con un margen razonable de cobertura y el ob­jeto dejado en prenda se considera una garantía normal, a diferencia de las prenderías, que terminan apoderándose de él. Es una garantía similar a la fir­ma de un codeudor o a la cons­titución de una hipoteca.

El usuario del crédito prendario dispone de un año de plazo para amortizar la deuda en cuotas cómodas, o sea, las mismas condiciones que rigen para los créditos ordinarios. Solo en caso extremo, cuando la per­sona se desentiende del compromiso, el ar­tículo se saca a remate, y aun en esta circunstancia no está desamparada, pues el sobrante se le en­trega en su totalidad.

Falta una campaña nacional para acorralar a las prende­rías, conforme estas tratan de hacerlo, y de hecho lo hacen con la per­sona necesitada. Ojalá se entienda que el crédito del Banco Popular es una de las medidas sanas ideadas para combatir la lacra pública del agio. No solo los de abajo tienen problemas económicos, sino también los de arriba. Pero son las clases humildes las más desprotegidas y explotadas en estos afanes extremos, y las que por lo tanto más ayuda necesitan.

El Espectador, Bogotá, 27-IV-1977.

 

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La mendicidad

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los signos de la prosperidad es la mendicidad. Por los ríos revueltos de las grandes ciudades, bajo el vértigo del progreso y el clamor de la vida ostentosa corre la miseria con sus pies aporreados por la vida y el alma anhelante. Al lado del saco colmado de oro, habrá el mendigo con la mirada quebrada por el infortunio. Frente a la mesa del opulento, el hambre de quien nada tiene se hará más voraz y será menos satisfecha, pues los cubiertos no alcanzan sino para unos pocos.

Ante el vehículo deslumbrante, movido por manos enguantadas y oloroso a esencias francesas, pasará descalzo y aterido el transeúnte anónimo que no conoce otros tapices que la tierra recalen­tada por el sofoco, ni otros olores que la densidad de su angustia.

El mundo se embrutece entre festines, derroches, placeres sin límite, copas sin fondo. La humanidad danza al impulso del arrebato, consume tabernas de un solo sorbo, quema billetes en una noche de frenesí, acciona ruletas alocadas, se satura de sexo, y nunca se sacia. En un rincón, en el trasfondo de estos exaltados exhibicionismos, el niño con hambres atrasadas morirá antes de que la copa termine de apurarse o las sobras de la mesas colmadas se lancen a los perros.

Ayer, en un programa de televisión, Pacheco enfocaba sus cámaras por la carrera séptima de Bogotá y a su paso iba surgiendo un dantesco espectáculo de miseria. Por donde quiera que escarbara, saltaban calamidades. Una señora, con 71 calendarios a cuestas, mostraba unas frutas que nadie compraba y que eran su única posibilidad de sustento.

Más adelante, una muchacha, con una juventud increíble, exhibía sus fatigas en medio de pujantes edificios, solo sostenida por la presencia de cinco hijos  destrozados por la des­nutrición. En otro ángulo, un vejete, taciturno entre las som­bras de su ceguera, sostenía su incapacidad contra la indiferen­cia del mundo veloz, dicha­rachero, torpemente entusiasta, que reclamaba su derecho a la vía sin importarle la despropor­ción de la existencia atro­fiada.

Aquí, en Armenia, ciudad premiada por las excelencias del grano milagroso que todos los días hace más ricos a los productores, aunque más pobres a los consumidores, la población indigente sacude sus lacras y esconde su dolor. Son legiones errátiles de jóvenes y ancianos que recorren de sol a sol las calles de la abundancia en demanda de un trozo de pan, de un poco de compasión. Es un cuadro infamante en medio de la ciudad que se dice rica.

La prosperidad solo alcanza para unos pocos. Al lado de los ca­fetales teñidos por el signo del dólar, se levanta la niñez con insuficiencia de proteínas y languidece la ancianidad para la que no beneficia el aroma de las cosechas. El café, ese azote social que bendecimos porque produce divisas, y levanta escuelas y arma infraestructuras, tiene el apabullante poder de hacer más visibles las heridas.

El pie descalzo, en todos los ámbitos de la tierra, se vería menos desprotegido si no se acentuara tanto la desigualdad ante el que derrocha la riqueza entre fruslerías y viajes inte­roceánicos. El hambre sería menos hambre si no se viera estimulada por el hartazgo, por el desborde de apetitos con­tumaces que solo miden la propia satisfacción y se olvidan de los estómagos vacíos.

El mundo aspira, con todo, a ser feliz. Predica fórmulas doc­torales, lanza tratados sofisticados para que las naciones no se destruyan unas contra otras, para que los ánimos se desar­men en esta hora de la animad­versión universal. Pero no se detiene en consideraciones elementales. No distingue el es­tómago vacío del organismo rebosante. Las distancias crecen, se vuelven monstruosas cuando se tocan los extremos.

Ahora, cuando irrumpe la Navidad y todo se vuelve fosforescente, hasta la miseria, y por más que sepamos que existen vacíos inllenables y males que no tienen cura, acaso no resulte superfluo explorar ciertas verdades y ciertos abismos sociales.

El Espectador, Bogotá, 14-XII-1976.
Aristos Internacional, n.° 36, Alicante, España, octubre/2020.

* * *

Comentarios

Lo felicito por su maravilloso artículo. Para bien de Colombia, ojalá podamos seguir leyéndolo. Mario Floyd, Buga.

El texto es una lamentable radiografía de la realidad. Quiera Dios que muchos hagamos algo para disminuir tanta injusticia. Como dijo Díaz Mirón, poeta mexicano: “Nadie tendrá derecho a lo superfluo, mientras alguien carezca de lo estricto”. Jaime Suárez Ávalos (en Aristos Internacional, Alicante, España, octubre de 2020).

 

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El coco del comunismo

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Colombia es país anticomunista por excelencia, así a todo momento se nos asuste con fantasmas. Los intentos por implantar la anarquía han resulta­do siempre estériles. Y es que las pro­fundas bases democráticas que forman el ancestro de este pueblo amante de la libertad no pueden destruirse de la no­che a la mañana. Los profetas del de­sastre, que tratan de importar la revo­lución marxista, luchan por todos los medios, aunque en vano, por cambiar las estructuras.

Nuestras instituciones, por más tam­baleantes que se vean en ocasiones, están defendidas por la fortaleza de caudillos que, ni aun en la ho­ra del relevo, se retiran de la escena para no permitir que mentes traviesas atenten contra la vida civilizada.

Podrán existir estilos encontrados, y tal es el juego de la democracia en este país que se da el lujo de reñir unas elecciones con variados matices de opi­nión, pero siempre dentro del marco común de luchar por la libertad. Tras los máximos caudillos naciona­les, protagonistas de grandes sucesos, marcha una generación aprovechada que no está dispuesta a entregar los puestos de mando a los enemigos de la libertad.

En pocas naciones, como la nuestra, que es ejemplo para el mundo, existen convicciones tan arraigadas. Nos descuidamos, es cierto, ante el avance comunista que ha venido infil­trándose en los últimos años, pero también sabemos reaccionar a tiempo cuando aflora el peligro. Por distintos medios se intenta ofuscar la vida del país con los conocidos sistemas del terrorismo, del atentado a la autoridad, de las noticias tendenciosas, de la insubordinación sindical, del alboroto es­tudiantil, pero el pueblo no se deja engañar.

Los tiempos cambian y las costum­bres de hace cincuenta años acaso desentonen en nuestros días. Las ideolo­gías evolucionan. Los líderes, por eso, deben contemporizar con el rumbo del mundo. Todo es mutable, hasta la democracia. Tampoco el comunismo ac­tual es el mismo de dos o tres décadas atrás. Y ya se sabe que este sistema padece grandes crisis.

Los comunistas criollos, enredados en políticas que no digieren y enfren­tados por su ubicación en las líneas de Moscú o Pekín, resultan a la larga los frustrados tirapiedras de hace trein­ta años a que se refería Arturo Abella y que ahora no contestan a lista.

Neruda, marxista convencido, termi­nó desencantado de Mao Tse Tung, aunque fue comunista hasta la muerte. En su última correría por la China se sorprendió con el culto a la deidad socialista, más que al sistema. Tiene conclusiones tajantes: «Y ahora aquí, a plena luz, en el inmenso espacio celeste de la nueva China, se implantaba ante mi vista la sustitución de un hom­bre por un mito. Un mito destinado a monopolizar la conciencia revoluciona­ria, a recluir en un solo puño la crea­ción de un mundo que será de todos. No me fue posible tragarme, por se­gunda vez, esa píldora amarga».

Nuestros revolucionarios de la pie­dra y el ácido corrosivo, del policía mutilado y la bomba incendiaria, faná­ticos de teorías confusas, y sin la lucidez de un Neruda, por ejemplo, juegan al comunismo en este país que no ha de asimilar ensayos foráneos. Dentro de algún tiempo habrá que volver a preguntar: ¿Dónde están, que no se ven, los tirapiedras del año 1976?

La Patria, Manizales, 28-VI-1976.

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