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Usureros de la muerte

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde hace varios años se abre campo la idea de la cremación de cadáveres como fórmula indicada para la sociedad actual. Ya hoy no se debaten asuntos religiosos o es­crúpulos de conciencia para admitir la incineración de los cuerpos como proceso práctico, higiénico y conveniente al bolsillo. Pero las autoridades, con sus insólitas tar­danzas, han desoído este clamor que se escucha en el país.

La funeraria representa uno de los mayores y más siniestros sistemas de explotación humana. Morirse es en nuestro país un hecho económico de penoso ma­nejo. En sana economía debería haber una reducción de gastos por la persona que desaparece y nunca un aumento. La muerte, como nadie lo ignora, es una de las cargas más gravosas que perturban la tranqui­lidad hogareña y para la cual pocos se encuentran preparados.

La vanidad social contribuye a hacer oneroso este acto de por sí simple. Es aquí donde hacen su aparición los usureros de la muerte, que colocan a precios increíbles esa serie de artículos y servicios que se aceptan en los momentos de mayor confusión y representan, para la mayoría de los afligidos parientes, todo un calvario económico que no se sabe cómo se recorrerá.

¿Cuánto vale morirse en Colom­bia? Existen, desde luego, tarifas diversas, pero todas son especula­tivas. Si el muerto es pobre, de todas maneras no habrá recursos para el modesto funeral. Y si es rico, la pompa se pagará con la generosidad que no se discute en estas vueltas de la arrogancia y el orgullo social. El alquiler de la sala de velación no va en proporción al es­pacio, a la calidad de los muebles ni al confort que se dispensa, sino a la importancia del cliente.

La tierra más costosa del mundo es la de los llamados jardines de la paz —con todos los variantes títulos que se han inventado—, y es inconcebible que la vanidad social haya establecido di­versas categorías, con las consi­guientes tarifas, en este territorio que no reconoce nombradías. El doctor Miguel Lleras Pizarro, muerto ilustre, dejó para los tiempos actuales la siguiente sabia lección, dispuesta en su última vo­luntad:

«1°-  Mi cuerpo debe ser entre­gado a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional para ayudar al estudio de sus alumnos, después de que se practique la autopsia.

«2°- Si es necesario satisfacer la necesidad social de la vanidad oficial o familiar, que se hagan exe­quias simbólicas sin gastar plata en féretro, obviamente vacío, y que no haya ‘velorio’, ni simbólico, porque no quiero de visitantes a personas que estarán contentas con el falle­cimiento».

El horno crematorio, estable­cimiento patentado en la mayoría de países, es la respuesta lógica para los abusos que aquí se viven. No sólo responde a un sistema técnico sino que contribuye a hacer menos lú­gubre la escena final del hombre. En Colombia, sin embargo, donde es la usura la que en verdad está paten­tada, el programa se ha resentido de lentitud y habría que sospechar, con fundados temores, en que hay peces gordos empeñados en no dejar avanzar la idea.

En Armenia, el Concejo aprobó desde el año de 1980 el horno crematorio, pero aún no funciona. En Bogotá vemos muy bien diseñado el lugar, con avisos llama­tivos y cierta propaganda que halaga las esperanzas de la gente, pero las obras caminan a paso de tortuga. A la artista Betty Rolando, que en días pasados falleció en esta ciudad, tu­vieron que cremarla en Medellín para ser transportada a la Argentina.

El horno crematorio, que ya no tiene censura ni por parte de la Iglesia ni por parte de la conciencia, permanece apagado porque otros intereses, los de la usura, no lo dejan prender. Las autoridades, que deberían controlar este abuso que en forma drástica castiga la economía de los hogares, permanecen indiferen­tes. Al horno crematorio, como se ve, le falta candela. Y es preciso avivarla.

El Espectador, Bogotá, 28-VII-1986.

* * *

Comentario:

Complacido leí su popular columna dentro de la cual habla de la incineración. Porque soy solidario con sus planteamientos sobre los Usureros de la muerte me per­mito adjuntarle el libro Escombros del olvido en uno de cuyos apartes se encuentra el poema Que me incineren. Germán Flórez Franco, Bogotá.

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La pobreza absoluta

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los temas que más interés han causado en los enfoques sociales del doctor Virgilio Barco es el de la pobreza absoluta que azota a grandes núcleos del pueblo. Pro­blema complejo éste que se agrava cada día más conforme crece la po­blación y se reduce la productividad del país. Las fuentes de empleo esca­sean por el deterioro de los mercados, y las empresas, agobiadas de cargas fiscales y sometidas a los vaivenes de una economía incierta y carente de halagos, tienen que licenciar personal e inclusive clausurar operaciones.

Vemos a diario el anuncio de fábri­cas y comercios que se declaran en quiebra o convocan a concordatos, y ya ha dejado de ser escandalosa la noticia sobre firmas de prestigio que se disuelven de repente. A raíz de de la disminución laboral, persistente y dramática, in­finidad de familias que dependían de la empresa en crisis entran a engrosar la población de los desocupados y a empeorar la situación social del país.

Muchos empresarios y terra­tenientes, desestimulados por el bajo rendimiento de los negocios y tenta­dos con el atractivo de mejores ga­nancias en los papeles bursátiles y más todavía en los mercados de la usura, salen de sus propiedades en busca de superiores utilidades, sin tantos riesgos y zozobras. Colombia, que tiene una marcada vocación agrícola, se encuentra hoy con tierras explotadas a medias o abandonadas. Trabajarlas implica en unos casos inseguridad y demasiados sacrificios, y en otros escasa rentabi­lidad.

En esta forma se cierran, en los campos y las ciudades, las oportu­nidades de empleo que buscan an­gustiosamente los colombianos des­protegidos. Crece la inconformidad social y se llega inclusive a la pobreza absoluta, una pobreza mendicante y bochornosa, de que habla el doctor Virgilio Barco. Familias enteras, ex­puestas a intemperies y hambres insaciadas, que vagan de aquí para allá en busca de cualquier medio de sub­sistencia, se convierten en un peligro social al ser incitadas, para poder vivir, por el único camino que parece presentárseles: el del delito

Esa pobreza extrema, que se viste y se disfraza de muchas formas, es una de las mayores realidades de nuestra sociedad y un abismo insondable frente a la indiferencia de los ricos. Es una necesidad apabullante que reta la capacidad de los gobiernos para re­mediar o por lo menos disminuir la angustia de esas masas cercadas por el hambre y el desespero.

Bien es sabido que en los tiempos electorales se agitan temas de esta índole, como para morder la sensibi­lidad del pueblo, y se esbozan pro­gramas y soluciones, sin que luego aparezcan las fórmulas expuestas cuando se iba detrás de los votos Criticar es oficio fácil; lo difícil es resolver problemas. Pero en el caso del doctor Barco, hombre serio y bien intencio­nado, hay que pensar en su rectitud mental, porque además no tiene an­tecedentes demagógicos. Para cual­quier candidato el reto es el mismo y ojalá que también fuera igual el pro­pósito de actuar. Más que enuncia­dos y ofrecimientos se requieren acciones vigorosas para superar los males.

Son múltiples los frentes de trabajo que se abren para quienes aspiran al solio de Bolívar. Este de la pobreza absoluta es apenas uno de nuestros males endémicos. Una nación como Colombia, afectada por el relajamiento de las costumbres y la crisis de los valores, reclama una sabia dirección para detener este progre­sivo deterioro que parece conducirnos a la disolución.

El Espectador, Bogotá, 3-X-1981.

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Sentido de la solidaridad

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Las necesidades ajenas no solo suelen ser ignoradas, sino que también son menospreciadas. El hombre, que nació para sufrir, es por naturaleza un ser angustiado. Pero la suerte trata con más dureza a algunas personas sometidas a crueles enfermedades, a desamparos afrentosos, a pobrezas vergonzantes.  Es ahí cuando más se necesita el sentido de la soli­daridad. Ser solidario ante la desgracia debiera ser la primera consigna del hombre.

El mundo conoce más la indolencia que la protección. Los grandes conflictos sociales siempre han obedecido a la desigualdad social. Quien tiene más, sobre todo si su riqueza es opulenta, significa un agravio para el ser pisoteado por el infortunio.

El hombre, cuando posee al­ma soberbia y egoísta, piensa más en su bienestar  que en la suerte de los demás. Huérfanos, viudas abandonadas, ancianos desprotegidos, mendigos humillados, enfermos afligidos… son los cuadros críticos que el desnivel social exhibe como una afrenta para la humanidad.

Cuando un ciego o un sordomudo interceptan nuestro camino, no entendemos su drama. Si nuestros ojos, nuestra lengua y oídos son normales, nos costará trabajo adentramos en las cavernas de los inválidos que deben soportar la existencia con el alma quebrada. Una botella de leche para el niño desnutrido, o una voz de alivio para la madre afrentada valen poco, pero se regatean porque no existe sensibilidad para comprender el dolor ajeno.

La solidaridad no es bandera fácil. Sólo pocos son capaces de dispensarla con sinceridad y sin ostentación. Cuando la ayuda no es discreta, deja de ser generosa. La labor altruista que adelantan entidades y personas que en verdad se entregan a los demás, es la que redime la injusticia humana.

Ser solidarios es aliviar las desproporciones del mundo. Ser solidarios es saber que el dolor del vecino puede mañana ser el nuestro. Es aquí donde cabría con mayor certeza la sabia máxima: “Hoy por ti, mañana por mí”.

La Patria, Manizales, 19-XI-1980.

 

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Síntomas de pobreza

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es la nuestra una moneda en decadencia. En los países vecinos que producen petróleo, se le mira con desprecio. Hace pocos años, cuando el Ecuador comenzaba a encontrar su dólar negro, un grupo de colombianos pasamos a una ciudad limítrofe y a duras penas logramos hacer valer nuestros billetes desvalorizados. A pesar de que en los almacenes existían tablas de conversión, allí preferían el sucre. Una manera de declararnos pobres era mostrando el peso colombiano.

En el mercado doméstico, la situación es pareja. En 1973, el empleado medio podía adquirir con sesenta sueldos un apartamento de 110 metros cuadrados y un Renault-4. Hoy necesitaría 96 sueldos (o sea, ocho años de trabajo), sin ningún otro gasto, para obtener los mis­mos bienes, pero ayudándose con créditos y cesantías.

El peso colombiano cada día va en mayor declive. En época no tan lejana estuvo a la par con el dólar. Ahora hay que pagar cerca de cincuenta pesos por un dólar. El peso nuestro, hace apenas diez años, se cambiaba por tres o cuatro bolívares. Hoy debemos pagar once pesos por un bolívar.

Mi amigo el panadero, que acaba de contarme que la harina ha tenido nueva alza, una manera de notificar que el pan también la tendrá, me llevó al depósito de combustible que llena periódicamente para su negocio, y me hizo la siguiente cuenta: hace un año ese depósito se llenaba con $ 3.500, y hoy con $ 7.500. Bien puede considerarse ese hecho como el termómetro de la vida co­lombiana, para determinar que el alza en un año no es del 28%, como la certifica el Dañe, sino de más del 100%, como la sufren los bolsillos.

Un modesto arriendo vale $15.000 mensuales. El sueldo promedio de los colombianos no llega a esa cifra. Ha­brá que preguntar: ¿cómo se hace para vivir decente­mente? El común de los hogares se sostiene con entra­das mensuales inferiores a $10.000, de las cuales se va en vivienda el 40%. ¿Cómo se logra, entonces, alimen­tarse y vestirse? Si un par de zapatos para el escolar va­le $1.000, y un sencillo vestido de paño para el oficinista, $4.000, ¿cómo hace para vestirse to­da la familia?

Según cuentas, sesenta mil colombianos viajan cada año al exterior en busca de mejores ingresos. En esa cifra va buen número de profesionales que no consiguen empleo en nuestro país. La aventura de viajar al exterior es riesgosa e indica que Colombia no alcanza a abastecer las necesi­dades del pueblo. Mientras tanto, los trituradores del presupuesto hacen de las suyas reduciendo cada vez más la capacidad del Estado para dar ocupación y ejecutar obras que generen beneficios.

A estos síntomas de pobreza física se suman otros de indigencia cultural. Como el de saber que los niños del campo no pasan de dos años de escue­la, y los de la ciudad, de tres.

La Patria, Manizales, 18-X-1980.

 

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Las juventudes veloces

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El signo más característico de las nuevas generaciones es el de la velo­cidad. Dentro de un mundo movido como el actual, los jóvenes, que tie­nen poco tiempo para el raciocinio, son dados a las carreras y las emo­ciones fuertes. El texto de estudios, otrora compañero inseparable del es­tudiante, ha pasado a segundo tér­mino. Valen más el televisor, el betamax, la discoteca, la moto. En el colegio y en la universidad se estu­dia de afán y sin mucho esfuerzo, con el pretendido intento de conquis­tar conocimientos al vuelo, como si fuera fácil estructurar la inteligencia y formar la voluntad sin poner algo de sí mismo.

Las juventudes prefieren vivir el momento y poco se interesan por el mañana. Son amigas del frene­sí, del suspenso, de la diversión esca­lofriante. Por ser el porvenir una in­cógnita, mejor no se detienen a escrutarla, y en cambio se solazan con el de­leite momentáneo. Quieren vivir la vida en un instante y buscan la pose­sión fácil lo mismo de la amiga que del automóvil.

Podría pensarse que estos jóvenes resueltos y bullangue­ros que pasan por las calles en grupos animosos, que ríen y alborotan, pro­testan y desafían, no se preocupan por ser los líderes del futuro. Con po­cas excepciones, estos muchachos vi­ven ausentes de disciplinas rectoras de la conducta y no cambian el pasatiempo por la am­bición de llegar a ser personas nota­bles en la comunidad. «¿Para qué tanto esfuerzo si mi papi es rico y poderoso?».

Discúlpenme los padres si les digo que son ellos los responsables de este  vacío generacional. Desde el propio hogar, el mejor ámbito de forma­ción que existe, las costumbres se dejan de­teriorar. Hemos perdido la capacidad de orientadores. Hay que educar con cariño pero también con mano dura si no queremos la frustración del im­berbe atropellador que en corto tiem­po se nos irá de las manos y termina­rá engrosando la pandilla del barrio. De ahí en adelante impondrá su soberana voluntad, ¡y que se defien­da la sociedad…!

Este muchacho, que será cada vez más díscolo conforme se le deja li­bre, se irá convirtiendo, sin adver­tirlo sus padres, en un peligro social. La banda de sus amigos,   que sabe de aventuras sexuales, de licor y marihuana, será su medio de aprendizaje, ya que la universidad de la casa quedó vacía.

Es posible que los padres dadivosos, que no calculan el daño de los bienes que se otorgan sin medida ni dirección, se consideren seres importantes por conceder la moto perturbadora, el automóvil destructor o los pesos abundantes, todo lo cual creará en el muchacho hábitos perniciosos.

Estas juventudes tan entregadas a las altas velocidades se juegan, por eso, la vida en un segundo. Todo lo consiguen fácil y asimismo lo exponen. Por las calles de Armenia, las más congestionadas de motos del país entero (esto no es exageración), nuestros acróbatas suicidas tienen enredado el tránsito y en crisis nerviosa a sus habitantes. Muchas tumbas se han levantando en estos arranques de la demencia y muchas heridas continúan sangrando en los hogares, pero no hay firmeza para cortar tanto barbarismo. Los padres de familia son cómplices, desde luego, de este desconcertante grado de locura.

La Patria, Manizales, 8-VIII-1980.

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