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Caos en la seguridad social

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nunca imaginó el presidente Ospina Pérez que una de las realizaciones más destacadas de su gobierno, el Instituto de Seguros Sociales, creado en 1946, llegaría al grado de postración en que hoy se encuentra. En mensaje al Congreso de 1947, el mandatario expresó lo siguiente: «La ley 90 de 1946, por la cual se estableció el seguro social obligatorio y se creó el Instituto Colombiano de Seguros Sociales, representa una de las mayores conquistas en beneficio de nuestro pueblo». Desde entonces, la seguridad social ha tenido su principal soporte en este organismo, cuyas fuentes de financiación provienen de tres sectores: los empresarios, los trabajadores y el Estado.

Suena a paradoja el hecho de que este último, debiendo ser el contribuyente más efectivo de la entidad oficial que se ideó para proteger la salud y el régimen pensional, sea el mayor deudor del sistema. Debe responsabilizarse a las administraciones del Seguro por el deterioro gradual de la institución que no parece tener hoy pies ni cabeza. Responsabilizar a las directivas del Seguro es lo mismo, claro está, que inculpar a los gobiernos nacionales que han permitido los vicios protuberantes que han subsistido por tantos años.

Se dice que el sindicalismo es otro de los causantes de la crisis, y éste, a su vez, señala a la Administración. De esta manera, tirándose la pelota unos a otros, se llega a un punto ciego donde todos se echan la culpa y nadie da verdaderas soluciones. Mientras tanto, el tiempo pasa, como pasan los gobiernos y los hombres, y el problema sigue vivo. Ha sido una larga historia de despilfarras, fraudes, malversación de fondos, falta de vigilancia administrativa y fiscal, de moral y de ética, bajo el gigantismo arrasador de una institución inmanejable.

Las víctimas de esta nebulosa situación son los sufridos afiliados, que hoy pasan de 4,6 millones en el ramo de la salud. La triste realidad es que el Seguro Social no alcanza a atender tan crecida demanda, y por eso la atención es pésima. El servicio, que desde tiempo atrás era deficiente, lo empeoró la ley 100 de 1993 al ingresar al sistema, sin duda con buenas intenciones pero con torpe planeación, a un número exagerado de usuarios, cuando la estructura de la entidad no estaba preparada para semejante explosión.

Esto explica que hoy no haya medicamentos, clínicas ni médicos suficientes, ni espacios adecuados en las instalaciones, ni consultas médicas oportunas, y en cambio proliferen la desatención, la descortesía, los tratos despóticos y la indolencia absoluta de muchos funcionarios.

Como el Seguro no paga oportunamente las cuentas a hospitales y clínicas a donde remite a sus propios pacientes, ha dejado de cumplir con el margen de solvencia reglamentado por el decreto 882 de 1998, que obliga a las EPS a atender en el curso de 30 días sus compromisos con los proveedores de bienes o servicios, para no verse sancionadas con la prohibición de recibir nuevos afiliados, castigo que desde hace tres años pesa sobre el Seguro Social, con efectos desastrosos: el incumplimiento de los pagos tiene en estado de quiebra y en vía de extinción a otras entidades sanitarias, lo cual favorece el expediente de los sobornos para conseguir la agilizado de las cuentas, como sucedió en mala hora en la Clínica Shaio. Varios hospitales han tenido que cerrarse, como sucedió en Bogotá con el Lorencita Villegas y el San Juan de Dios, por insolvencia económica.

En el campo de las jubilaciones, el panorama no es menos sombrío. A cada rato oímos que las reservas se van a acabar, y que en el futuro cercano, si no se elevan los aportes, se aumenta la edad para tener derecho a la pensión y se imponen otras restricciones, vendrá la hecatombe. Esto no sucedería si los recursos se hubieran manejado en forma correcta.

Como en el renglón de la salud, los abusos, los fraudes, la malversación de recursos y la desidia del propio Estado produjeron el desbarajuste financiero. Hoy, para obtener el reconocimiento de una pensión, hay peticionarios que gastan dos y más años en estos trámites desesperantes. El Gobierno, que se dice abanderado de las clases trabajadoras, somete al ciudadano al vía crucis de la angustia, el hambre, el abandono, la enfermedad y a veces la propia muerte, por falta de eficiencia y sensibilidad social.

El flamante y desfigurado Seguro Social, con su propaganda populista, afirma que este derecho se otorga máximo en dos meses, y su presidente, doctor Fino, sale con frecuencia en un programa de televisión y recorre el país resolviendo los reclamos –desde luego favorablemente– de quienes le escriben contándole las demoras de la entidad. Lo que no muestra el funcionario son las numerosas cartas tapadas de quienes le escriben en las mismas circunstancias sin que sus reclamos salgan al aire.

Conozco el caso de una persona que llevaba dos años y medio tramitando su pensión y se había encontrado con tantas trabas y suplicios, que tuvo que acudir a una acción de tutela para conseguir ese derecho. También ese reclamante le había escrito al doctor Fino, pero su caso se ahogó entre los malabares de la televisión y la publicidad.

La inoperancia estatal suele causar desastres como los esbozados en esta columna. La ministra de Salud, Sara Ordóñez, se ha retirado por diferencias  con miembros del Gobierno y por no estar de acuerdo con el nombramiento de la nueva superintendente de Salud. Esto agrava la crisis del sector y dibuja el desgreño administrativo a que se ha llegado.

Así, las instituciones y las mejores conquistas sociales, como ésta del presidente Ospina Pérez, se van a pique, como también ocurre con Cajanal y Caprecom, entre otras. ¿Dónde estará el líder que salve en el futuro (ya que el presente es de nieblas e incompetencias) esta calamidad pública?

El Espectador, Bogotá, 1-XI-2001.

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El azote del hambre

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El hambre se volvió apocalíptica. Los estragos que produce en el mundo son superiores a los ocasionados por la epidemia de la peste negra, que entre mediados del siglo XIV y comienzos del XV, y sobre todos entre los años 1347 y 1351, sacrificó la tercera parte de la población de Europa Occidental. En varias ciudades quedaron testimonios sobre esta hecatombe terrífica. Thomas Mann, en su novela La muerte en Venecia, pinta el drama con abrumadora nitidez, como para que la humanidad aprenda a meditar sobre las grandes catástrofes.

Pero los destrozos de la peste, que azotaron Asia y Europa durante cincuenta años y luego se extinguieron, resultan menos intensos frente a la devastación causada por el hambre en el planeta entero y durante muchos siglos, con una saña que crece todos los días y no da señales de querer detenerse.

Según revelaciones de la FAO, el número de hambrientos en el mundo pasó de 800 millones en 1996 a por lo menos 1.100 millones de hoy (el 20 por ciento de la población mundial). En sólo África hay 28 millones de personas en riesgo inminente de morir por inanición. En Lesotho, que supera los dos millones de habitantes, la quinta parte no tiene esperanzas de sobrevivir. En Angola desaparecerá un poblado completo. En una aldea de Zimbabue las comidas se limitaron a tres veces en el curso de siete días, por no haber llegado el camión con alimentos de la ONU.

«Desde hace una semana mis cuatro nietos sólo comen calabaza una vez al día», dice una anciana desesperada. En igual situación se encuentran otros pueblos africanos que por la pérdida de sus cosechas de trigo carecen de reservas de comida, y cuyos habitantes caminan hacia la muerte lenta y atroz en el año 2003.

En Centroamérica la sequía y el hambre acosan a 8,6 millones de habitantes. Las pérdidas agrícolas producidas por los desastres naturales han liquidado los depósitos de alimentos, lo mismo que en África y en otras latitudes del mundo, y mantienen a grandes núcleos de población en angustia permanente. Allí las principales víctimas son los niños menores de cinco años, que viven entre la desnutrición crónica.

En El Salvador, el 23 por ciento de los niños padece de desnutrición; en Nicaragua el 33 por ciento, en Honduras el 38 por ciento, en Guatemala el 48 por ciento. En el mundo hay 6,6 millones que mueren todos los años de física hambre. Son niños tristes y famélicos que han perdido el gusto por la vida y que carecen de fuerzas para caminar y asistir a sus clases. Todos los días se extinguen en su pleno germinar estas vidas infantiles que brotaron para sonreír durante un instante y luego desaparecen.

En América Latina el número de hambrientos llega a 46 millones y los pobres a 211 millones. En Colombia hay 28 millones de personas en extrema situación de pobreza, y muchos apenas tienen posibilidad de ingerir una comida al día. El 64 por ciento de los habitantes vive con menos de dos dólares diarios.

El estado de la mendicidad se acentúa cada vez más en el país con las caravanas de desplazados, corridos por la violencia, que en forma incesante llegan a los centros urbanos con sus pequeños hijos a cuestas y sin recursos para subsistir. Esta tierra fértil, de eminente vocación agrícola, sufre también de hambre, en grande escala, porque el terrorismo mantiene asolados los campos.

Con cuánta propiedad se refiere Gabriela Mistral al hambre colombiana, y en general al hambre mundial, en carta de 1941 (que parece escrita para nuestros días) dirigida al Club Rotario de Bogotá, la que comenté en reciente artículo sobre la gran protectora de los desposeídos, cuya denuncia no sobra repetir,  para que repercuta en los oídos de gobernantes y legisladores: “Lo único válido es una liquidación de la hambruna, la desnudez y la ignorancia populares. Y cuando digo aquí ‘desnudez’ tengo en los ojos la carencia de casa y vestido, es decir, la falta de algodón sobre el cuerpo y la escasez de habitación humana».

El Espectador, Bogotá, 23-I-2003.

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Éxodo

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El drama de los desplazados por la violencia es hoy el mayor reto social que afronta Colombia. Es un problema de tal naturaleza, que no será posible lograr la tranquilidad pública y superar los desastres económicos que nos tienen al borde del colapso, sin taponar antes esta vena abierta que representa una sangría permanente en la vida nacional.

La cifra de los desplazados, que todos los días crece con peores efectos, se aproxima a tres millones. Mientras esas corrientes migratorias abandonan a marchas apresuradas los campos y los pequeños municipios, las grandes ciudades, sobre todo Bogotá, reciben el impacto de esa población desestabilizada que entra a aumentar los nudos de pobreza que no logran desatar las autoridades.

La violencia ha desvertebrado el mapa cultural del país al desarraigar a la gente de su hábitat y alejarla de sus costumbres y querencias, creando estados de angustia y frustración en esos seres errátiles y sin horizontes que deambulan como parias por los centros urbanos, sin esperanzas ni ilusiones que les alivien la miseria cotidiana. ¿Qué va a hacer Colombia para remediar esta catástrofe que destruye la dignidad de la vida y para cuya solución no se encuentran a la vista dineros suficientes ni fórmulas eficaces?

Los miles de colombianos que huyendo de las balas asesinas se han ido a las ciudades en busca de seguridad y trabajo, violentan sus almas al romper su identidad con las tierras nativas y renunciar a sus tradiciones y hábitos, que constituyen su razón de ser. El individuo ha de estar atado a lo que orientó sus primeros pasos y le permitió el desarrollo de la personalidad.

Si estos hilos afectivos se destrozan, no puede haber felicidad ni progreso, ni confianza en el país y en las autoridades. Cuando se llega a esa situación nebulosa, donde incluso la fe en Dios se debilita, la propia idiosincrasia nacional se resquebraja. Es aquí donde los gobiernos deben poner todo su esfuerzo por propiciar el bienestar público, para devolver la paz espiritual a los colombianos.

De enero a junio de este año aumentó en doscientas mil personas el número de los desplazados. Los campos se están quedando sin agricultores. La relación con la tierra, que en otros tiempos era una enseña de la patria, es hoy cada día más precaria. Según estudio de la ONG Codhes, tres millones y medio de hectáreas (35 mil kilómetros cuadrados), el equivalente a 14 veces el tamaño de Bogotá, «fueron abandonadas o cambiaron forzosamente de dueño desde 1996 hasta final de 2001».

A los tres millones de nómadas a que se acercan los nuevos habitantes citadinos, hay que agregar el millón más que corresponde a los colombianos que en los últimos cuatro años salieron del país y no regresaron. Son personas desesperadas que van en busca de mejor suerte, aunqu pocos son las que la consiguen. En reciente viaje a Estados Unidos, tuve oportunidad de conversar con varios compatriotas y enterarme de las difíciles circunstancias que viven los desplazados en aquel país, a merced de la explotación laboral, la falta de empleo o la resignación a oficios miserables.

Colombia se está desintegrando. La violencia ha impuesto otro esquema: el del desarraigo y la destrucción de la identidad. Ya ni siquiera sabemos cuántos habitantes somos, tanto en lo regional como en lo nacional, porque el éxodo constante ha distorsionado los mapas y desdibujado las regiones. Colombia es un país paria.

Es una realidad que hay que aceptar. El Gobierno debe buscar medidas urgentes para remediarla. A Nicolás, nacido en días pasados, el capricho de las estadísticas se le antojó asignarle el número 44 millones. ¡Falso! La falta de censo reciente –por falta de dinero para ejecutarlo–, en este país mutilado por los miles de muertes violentas, por los colombianos que se van y no regresan y por otros fenómenos contemporáneos, hace pensar en otra cosa.

No importa si somos 40 o 44 millones. La dolorosa verdad es que los violentos y los gobiernos nos han tratado mal. Veremos si en los próximos cuatro años, que se anuncian de reconstrucción nacional, se eliminan las caravanas de desplazados que hoy hacen invivible el aire de las ciudades y desolador el rostro de los campos.

El Espectador, Bogotá, 10-X-2002.

La extrema pobreza

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No es la violencia el reto más grande que tiene Colombia, sino la pobreza. Pobreza desesperada que al paso de los días se ha vuelto cada vez más aguda y clama por la protección social que eluden los Gobiernos y que los colombianos también olvidamos. Esa pobreza camina como larva rastrera por pueblos y ciudades, se refugia debajo de los puentes, implora unas monedas en los semáforos y un desperdicio de comida en los restaurantes. Todos los días, en mis caminatas matinales, encuentro tres o cuatro indigentes que amanecen tirados en las aceras o en las zonas verdes, y que pretenden defenderse del frío entre periódicos y cartones inútiles, como desechos de la sociedad indolente.

¿Cómo puede haber paz en Colombia con el 70 por ciento de la población en la pobreza? Son 28 millones de compatriotas que apenas consiguen recursos mínimos, oprobiosos para la dignidad humana, para subsistir en medio de enormes necesidades, sin alegría en el corazón ni esperanza en el futuro. ¿Cómo puede haber paz en Colombia cuando por las calles bogotanas vagan seis mil menesterosos? Cifra que todos los días crece con los desplazados por la violencia que llegan de todos los lugares del país.

Esa indigencia galopante y trágica es el resultado de la inoperancia oficial para distribuir mejor el ingreso, ofrecer empleo decoroso y suficiente, reprimir los despilfarras y la corrupción, crear verdaderos sistemas de progreso social.

No puede haber paz en Colombia con millones de ciudadanos famélicos y amargados, que apenas prueban una comida al día (cuando pueden) y carecen de techo, educación y trabajo. Uno de cada cuatro colombianos está enfrentado a inenarrables proezas para poder vivir, mientras los dineros públicos se despilfarran o desvían en manos de los poderosos de siempre, los que medran al amparo de la impunidad y se enriquecen a manos llenas y a ojos vistas, aumentando el hambre del pueblo.

Reto grande para el próximo gobierno el de amortiguar, por lo menos, la miseria de los colombianos. El incremento de la pobreza nace de muchos factores, entre los que se encuentran el estado de recesión que registra el país en los últimos años y la creciente ola de desempleo. El terrorismo y la delincuencia obedecen al fracaso de las políticas sociales y económicas que imperan desde hace muchos años. No puede aspirarse, por supuesto, a que haya paz en medio de la pobreza. No debe olvidarse que las balas son consecuencia de la miseria.

Para conseguir la paz hay que eliminar el hambre. Hoy tenemos el doble de desempleados de hace cuatro años, más de dos millones de jóvenes por fuera de las escuelas y el 64 por ciento de la población que vive con menos de dos dólares al día. El ingreso per cápita de los hogares retrocedió 10 años, lo que significa que estamos como en 1992. La pobreza y la indigencia han crecido en forma dramática, como el peor flagelo que castiga la tranquilidad pública. ¿Será posible lograr el progreso humano con estos signos de ruindad?

Dice un proverbio holandés que «el hambre es una espada acerada». Esa es la espada que destroza los vientres de la población y al mismo tiempo gravita, con su filo inexorable, sobre los Gobiernos ineficaces. Pero la lección no se aprende, o se digiere a medias.

Quizá ahora, cuando hemos llegado a los peores extremos de este drama pavoroso, se tome conciencia de que es preciso cambiar el cuadro infamante de la miseria cotidiana, la cual, de tanto verla, la ignoramos. Qué bien cae, en este momento de olvido del hombre, esta frase de la poetisa norteamericana Emily Dickinson:

«Si puedo evitar que un corazón sufra, no viviré en vano; si puedo aliviar el dolor en una vida, o sanar una herida, o ayudar a un petirrojo desmayado a encontrar su nido, no viviré en vano».

El Espectador, Bogotá, 3-VII-2002.

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Indolencia

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El caso sucedió en Cartagena y tuvo tantos signos de impiedad que conmovió a todo el país. Hechos similares, en mayor o menor grado, ocurren a diario en otros lugares y quedan ocultos. La diferencia del escándalo de Cartagena obedece a que un transeúnte filmó la escena en que la pobre mujer, una anciana con aspecto de pordiosera, era abandonada por una ambulancia frente al hospital San Pablo, por habérsele negado el ingreso a la entidad.

Lo único que se conocía de la infeliz mujer atacada por el sida era que respondía al nombre de Carmen. Carmen a secas. Un caso anónimo, despersonalizado y cruel, como los miles de episodios de la misma índole de que está llena la vida de los hospitales. La vida del país entero, en infinidad de circunstancias.

La moribunda, en medio de su desesperación, le suplicaba al conductor de la ambulancia que no la dejara tirada en la calle. Sus súplicas no sirvieron de nada y la enferma fue descargada, como si se tratara de un bulto, en una zanja próxima al hospital, para que allí muriera más rápido. La misma suerte de un perro callejero.

Cuando llegó el policía, Carmen le imploró: «Deme un tiro para morir de una vez, para acabar con este dolor». Después, el conductor explicaría que llevaba ocho horas paseándola de hospital en hospital y de clínica en clínica, sin que ninguno quisiera recibirla. Como no tenía dolientes y lo único que se sabía de ella era que se llamaba Carmen, todos la rechazaban.

Dos semanas antes había llegado del interior del país en completo estado de abandono y miseria, buscando que algún hospital la atendiera de caridad. La  caridad no existe cuando el hombre se vuelve insensible al dolor ajeno.

Primero había estado en el corregimiento de Pasacaballos, donde le dijeron que su caso requería atención especializada y por lo tanto debía acudir a la ciudad. Allí fue a dar, tal vez esperanzada. Tocó de puerta en puerta y todas se le cerraron. Entre tanto, la gran ciudad, abierta al turismo frenético de todos los días, estaba ajena al drama de aquella lánguida piltrafa humana, de cabellos blancos y ojos vidriosos, que carecía de protección social y de parientes y dinero para hacerse escuchar en su terrible y último esfuerzo por sobrevivir.

Ya muerta, y denunciado el caso por la cámara de algún viajero curioso, se supo que Carmen sólo tenía 35 años. Estaba destrozada por la vida y por la atroz enfermedad. Sus antiguos encantos femeninos, revelados por la foto que suministró su madre en la ciudad de Buga, se habían borrado por completo. Ahora era la indigente de apariencia sexagenaria y carnes flácidas, pisoteada por la adversidad y sobre todo por los centros de salud.

Y se extinguió como un guiñapo en medio del estrépito de la gran ciudad. Tenía nombre propio: Carmen Elena Atehortúa Zúñiga, joven agraciada y rebelde que se había marchado de su casa en plena adolescencia. Se fue en busca de mundo y placeres, y su mundo miserable terminó frente a la puerta hospitalaria que ignoró su tragedia.

Ha salido a relucir, tras este episodio estremecedor, otro suceso ocurrido en la misma ciudad de Cartagena y que también afecta al hospital San Pablo, lo mismo que a las clínicas AMI y Central. Luis Tapias, niño de 14 años, fue atropellado en agosto pasado por un bus y murió desangrado luego de diez horas de recorrido por estas entidades que le pedían dinero y documentos. Es lo que sucede en los centros de salud cuando olvidan que por encima de los papeles y el dinero está la vida.

Ante estos hechos aberrantes, ambos ocurridos en la turística ciudad de Cartagena, la Superintendencia de Salud anuncia «drásticas» medidas. El primer sacrificado fue el conductor de la ambulancia, suspendido de su cargo por haber abandonado a la mujer frente al hospital que se negó a recibirla. La cuerda se revienta por lo más flojo. Estas muertes –dolorosas para la sociedad y afrentosas para los sistemas de salud pública– dejan sus propias denuncias.

El Espectador, Bogotá, 7-II-2002.

 

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