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Los restos de Camilo

jueves, 22 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El 15 de febrero de 1966, en Patiocemento, sitio rural de El Carmen de Chucurí, moría el sacerdote Camilo Torres Restrepo en combate con tropas de la Quinta Brigada de Bucaramanga, dirigida por el entonces coronel Álvaro Valencia Tovar. Cuarenta años después, cuando el país volvió a recordar aquel suceso trágico, surgió de nuevo la inquietud por saber dónde están sepultados los restos de Camilo.

Esa pregunta ha sido formulada muchas veces a través de los años, y la falta de precisión sobre tal hecho ha dado lugar a la incertidumbre. En columna de El Espectador del 7 de febrero, anotaba yo lo siguiente: “Fue enterrado en el monte y en sitio secreto que nadie ha revelado. Sospechaban que la llegada de los restos a Bogotá provocaría alborotos públicos, y por eso escondieron el cadáver. ¿Por qué no han exhumado sus huesos para darles cristiana sepultura?”.

Días después, el 26 de febrero, Ramiro Bejarano escribía lo siguiente en el mismo periódico: “¿Dónde está enterrado Camilo Torres? Se sabe que el general Valencia Tovar guarda el secreto sobre la tumba del cura guerrillero, desde hace 40 años, cuando comandaba las tropas en Bucaramanga. ¿No tenemos derecho los colombianos a saberlo, o será privilegio de un oficial retirado? ¿Hasta cuándo será considerado peligroso el inmortal Camilo?”.

Un año atrás, el 20 de febrero de 2005, el también columnista de El Espectador Alfredo Molano manifestaba: “Su cuerpo fue enterrado en secreto por un acuerdo entre Fernando Torres, médico que vivía en E.U., y el, en ese entonces, coronel Valencia Tovar, comandante de la V Brigada con sede en Bucaramanga. Hoy, cuarenta años después del sacrificio de Camilo y habiendo entrado el Eln en acercamiento con el Gobierno, parecería oportuno y justo que Valencia Tovar optara por revelar el lugar donde fue enterrado el cura”.

En respuesta a mi artículo arriba citado, el general Valencia Tovar me hizo llegar una comunicación en la que me comenta que en su libro El final de Camilo suministra todos los pormenores sobre esos acontecimientos. Por lo tanto, era preciso que yo consiguiera el libro para conocer la verdad. La obra fue tres veces editada por Tercer Mundo en 1976 (diez años después del fallecimiento y treinta años antes de la fecha actual) y hoy no se encuentra en librerías. La localicé en la Biblioteca Luis Ángel Arango y la  leí con mucha atención e interés.

El final de Camilo, libro bien documentado, describe los hechos con precisión y altura, aclarando algunos equívocos que se presentaron en torno a la actuación de Valencia Tovar frente a la muerte de Camilo. La primera imputación que cayó sobre el militar, dada su pericia en el combate contraguerrillero (demostrada en las operaciones del Vichada), fue la de que el Ejército lo había escogido para la Brigada de Santander con el fin preciso de eliminar a Camilo. El alto oficial, hoy destacado historiador y periodista, desvirtúa de manera fehaciente, apoyado en documentos y en hechos incontrovertibles, la sinrazón de aquellos ataques, lanzados contra él desde la prensa sensacionalista y algunos sectores apasionados para hacerlo aparecer como el asesino de Camilo.

Camilo y Valencia Tovar eran amigos personales y hablaban con frecuencia sobre los problemas sociales del país. El coronel nunca llegó a suponer que Camilo, por quien sentía sincero aprecio, terminara vinculado a la subversión y levantado en armas contra el orden legal. “Me dolió la muerte de un amigo y de un hombre generoso que quiso luchar por la redención de su pueblo”, confiesa el militar.

La primera noticia que tuvo sobre la incorporación de Camilo a la guerrilla de Santander ocurrió a raíz de la emboscada del Eln contra el Ejército, cuando las balas oficiales abatieron al sacerdote. En la refriega cayeron muertos cinco subversivos y cuatro soldados. Y vinieron las especulaciones, que en ocasiones tomaban vuelo como hechos ciertos: que el coronel había tendido la celada contra el cura guerrillero; que éste había sido asesinado por las tropas; que su cadáver había sido profanado; que el comandante de la Brigada se había negado a entregar el cadáver a la familia.

El Gobierno dispuso como medida prudente la de sepultar su cuerpo en el área de combate a fin de evitar alteraciones del orden público. Más tarde recibió sepultura en un sitio de clara y permanente identificación, y un oficial del Ejército se encargó de levantar el croquis riguroso que permitiera la exhumación en el momento que se creyera conveniente, para devolver los despojos a la familia. Sobre tales actuaciones y propósitos el médico Fernando Torres Restrepo, residente en Estados Unidos y hermano mayor del sacerdote, poseía completa información y apoyaba los planes a través de cartas cruzadas con Valencia Tovar y de otros contactos con el Gobierno.

En noble misiva enviada desde Minneápolis, Fernando le decía al coronel Valencia: “(…) el deber de sus verdaderos amigos es impedir que su imagen y la imagen de su muerte y su cadáver sean objeto de demostraciones vulgares y estentóreas (…) Es una baja más en una lucha eterna, pero es una baja por la cual no se puede inculpar a ninguna persona ni a ninguna institución”. Estas palabras coinciden con las siguientes, expresadas por Valencia Tovar en su libro: “Camilo personificó las ansias, la esperanza, la rebeldía, la inconformidad de los desposeídos (…) Tomó voluntariamente un rumbo de violencia, y si en ella pereció lo hizo a conciencia de lo que ello implicaba”.

En 1969, previos los trámites de rigor y contando con la presencia de un experto médico anatomista extraño a la Brigada, Valencia Tovar dispuso la exhumación del cadáver y su traslado a una urna funeraria, que fue llevada a un cementerio católico donde se celebraron los oficios religiosos.

En junio de 1971, ya como director de la Escuela Superior de Cadetes (época en que fue objeto de grave atentado del Eln en una calle bogotana, como represalia por el presunto asesinato de Camilo, atentado del que logró sobrevivir), el oficial obtuvo autorización del Presidente de la República y del Comandante General del Ejército para hablar con Fernando Torres y devolver los restos a la familia (“dentro del mismo espíritu de discreción y reserva que había gobernando el manejo de este caso”, anota en su libro).

El viaje de Fernando a Colombia, anunciado por él para realizar el acto fúnebre, no pudo ejecutarse en aquellos días. Más tarde éste se encontró con Valencia Tovar en el aeropuerto de Washington y allí tuvieron amplio y cordial diálogo. Y meses después, ambos se reunieron en Bogotá en compañía de sus esposas. Valencia Tovar, refiriéndose a mi reciente columna de prensa, me precisa sobre este aspecto: “En cuanto al sitio donde finalmente hallaron reposo los restos del sacerdote guerrillero, la única persona que puede revelarlo es su hermano Fernando, a quien le di la correspondiente información”.

Fernando Torres, que según entiendo continúa residiendo en Estados Unidos, tiene hoy 81 años de edad (nació en París en 1925). Como puede inferirse, ha preferido guardar, por motivos que se ignoran y al mismo tiempo hay que respetar, el secreto sobre el sitio católico donde reposan los restos de su hermano. De todas maneras, el cadáver de Camilo  no quedó abandonado en la selva, como muchos colombianos suponíamos.

El final de Camilo, libro revelador de estos sucesos históricos, escrito hace 30 años, merece reeditarse para que la época actual conozca esta historia dolorosa y digna, que le da mayor dimensión al mito de Camilo. Dicho libro representa un testimonio equilibrado, categórico, creíble y sincero, y por otra parte está movido por hondo sentimiento patriótico y humano, al igual que la novela Uisheda (1978), fruto de las experiencias del militar en las operaciones del Llano.

En cuanto a la muerte violenta de su amigo, dice el historiador Valencia Tovar: “Acompaño a Juan Gomis en sus palabras: ‘Quede Camilo Torres en el juicio amoroso y comprensivo de Dios: ¿dónde mejor? Dios sí sabe leer en una vida, dentro de un hombre».

El Espectador, Bogotá, 8 de mayo de 2006.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 11, junio de 2006.

* * *

Comentarios:

Su juicio sobre mi obra está entre los mejores que yo haya conocido. Supo usted captar admirablemente lo esencial resumible en mi actuación al mando de la Quinta Brigada y despejar las intenciones equívocas y absurdas que se dieron y que usted clarifica con serenidad encomiable. Incorporaré su excelente artículo al ya voluminoso archivo que conservo sobre el tema de Camilo y su amargo final que yo quise dignificar. Álvaro Valencia Tovar, Bogotá.

En mi opinión no hay mejor muestra de amor que aquella de una persona que da todo, hasta la vida misma, por aquellos ideales de liberación y deseos de un mundo mejor. Nosotros los jóvenes, al conocer la historia, emprenderemos verdaderas luchas desde la academia, que de seguro terminarán creando conciencia para por fin construir la sociedad que nos merecemos. Alberto Castro.

Le agradezco al escritor de este artículo por la noticia de confirmar que el sacerdote católico Camilo Torres Restrepo fue sepultado en un cementerio católico y no en la intemperie. Martín González.

Pueda ser que los colombianos podamos hacer algún día a este personaje un monumento recordatorio donde reposen sus restos. Y a él no se le puede juzgar con los criterios de 2006. Fue una persona que amaba a la gente más desvalida de este país. Aunque yo no comparta el camino final que escogió, hay que tener en cuenta la fuerte presión que sobre él ejercían las fuerzas del gobierno. Jorge Restrepo A.

Yo no entiendo la admiración que se le da a una persona que cometió tantos crímenes y menos aún entiendo cómo una persona que supuestamente se dedicó a Dios haga todo lo contrario de lo que Cristo predicaba. Jorge I. Gómez.

La diferencia entre estar sepultado religiosamente o no es que hay que tener platica, y si el difunto atentó contra el orden establecido, hay que sepultarlo con una cruz NN. Asu Sasi.

Camilo le pertenece al pueblo colombiano y este pueblo debe reclamar su cuerpo para glorificar su inmaculada memoria. Si el pueblo no es capaz de arrebatar el cadáver de su más grande héroe a la oligarquía, es el síntoma más grave de su postración ante el opresor que lo domina. Viva Camilo.

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El fantasma de Lehder

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace cerca de 20 años cayó Carlos Lehder en manos de la justicia y ese mismo día fue deportado a Estados Unidos, donde lo condenaron a cadena perpetua. Era el primer extraditado en la guerra que se libraba contra los capos. El mafioso, que llevaba una vida disipada –dedicado al consumo de marihuana y cocaína–, había  dejado de ser ficha importante para el cartel de Medellín, del que era uno de sus creadores. Todo parece indicar que sus mismos compañeros delataron su escondite para librarse de él y distraer al gobierno.

Con ese hecho se cerraban en el Quindío nueve años de vida borrascosa (1978-1987), que el capo implantó bajo el mandato de las drogas y el imperio del dinero corrupto. Con el regreso a su tierra nativa, de donde había salido en la juventud para volverse ladrón de carros en Nueva York, la comarca inició la peor etapa de su historia. Con su captura y extradición, regresó una calma relativa. Quedaban muchas heridas abiertas tras la época de desenfrenos que desquició los valores de la familia quindiana. Y se necesitaba el paso no de una sino de varias generaciones para borrar el recuerdo de aquellos días funestos.

Atraído por esa vida funambulesca, el cineasta Camilo Martín Ortiz se dedicó en los días actuales a investigar las andanzas del capo en aquellos años de protagonismo torcido. Esa historia quedó plasmada en el “El mágico”, documental exhibido hace poco en Bogotá y que debe su título al apodo de “mago” con que algunos llamaban a Lehder por sus increíbles aventuras y fechorías.

El negocio de narcóticos lo dirigía desde Cayo Norman, isla de su propiedad en las Bahamas, que le servía de base para introducir la mercancía a Estados Unidos. Al saber que el Quindío gozaba de una próspera situación a raíz de la bonanza cafetera que hacía caer sobre los campos una lluvia de billetes inesperados, se propuso rendirle un homenaje a su patria chica. Un homenaje a su manera.

Al despacho del gobernador del Quindío llegaba días después un regalo insólito: una avioneta Piper Navajo, para que el mandatario se desplazara con facilidad a los municipios montañosos. Se trataba de producir alboroto para que el nombre del capo sonara con fuerza a los cuatro vientos. Y lo consiguió. De ahí en adelante vendrían días oscuros para la región, aunque alumbrados por el dinero dañino con que se compró la conciencia de mucha gente y se pervirtió la moral pública.

La noticia causó revuelo en la comunidad, y pronto fue identificado el donante como el hijo ausente del ingeniero alemán Guillermo Lehder, hombre silencioso y honorable que en épocas lejanas había construido el ferrocarril de Armenia. Ahora, bajo la falsa figura del benefactor público, éste destinaba sumas flamantes para apoyar obras sociales, crear supermercados populares, financiar el deporte y hacer cuanta donación le creara imagen publicitaria.

El Círculo de Periodistas del Quindío, como muestra de gratitud por un cheque recibido de él para reparación de su sede, le entregó una bandeja de plata y bautizó con el nombre de Salón Bahamas uno de sus recintos. Jóvenes profesionales y jovencitas frívolas, al igual que personas de reconocida trayectoria, pasaron a ocupar puestos de privilegio en el emporio económico. Al propio gobernador lo tentó con la oferta de nombrarlo gerente de su organización. Él no picó el anzuelo, pero sí lo hizo su secretario de gobierno.

Y comenzaron a volar lujosas avionetas por los cielos quindianos. Al principio, el tráfico de drogas fue discreto y después, descarado. Los narcóticos penetraban por todas partes, a ojos vistas, y causaban delirio y ruina moral. De momento no se reparaba en la ruina moral: la fiebre de oro se apoderó del departamento.

Tierras antes invendibles eran transadas a precios fabulosos. Nuevos ricos surgían por doquier. Se construían pistas clandestinas y se hablaba de un territorio cada vez más extenso para la soberanía del monarca. Todo se sabía, pero nadie hacía nada para frenar la perversión. Con esa modorra de la conciencia colectiva se perpetraron infinidad de exabruptos y se perdieron los principios ancestrales de una comunidad respetable. Todo lo compraba el dinero y lo barnizaba la moda.

El mafioso, como por arte de magia, un día se volvió político. De la noche a la mañana aprendió ademanes de orador. Después, llenaba las plazas, tanto del Quindío como de otros lugares del país, con multitudes frenéticas bien remuneradas. Contrató magos para que su imagen se difundiera en el ámbito nacional. Ya el Quindío le quedaba pequeño.

Fundó su propio partido y compró un periódico para difundir su imagen. Quiso entrar a los clubes sociales, pero éstos le cerraron las puertas. Entonces fundó su propio club: la Posada Alemana. En la entrada del complejo turístico hizo levantar una estatua de Lennon –su ídolo–, construida por el maestro Arenas Betancourt. Como el obispo de Armenia no quiso bendecir la sede, se llevó al de Pereira, monseñor Darío Castrillón, quien no se negó a esparcir el agua bendita, acción muy bien retribuida por el capo.

Con la captura de Lehder, se desmoronó su imperio. Desapareció la estatua de Lennon y hoy nadie sabe a dónde fue a parar, ni quién se la llevó a hurtadillas. Un incendio misterioso arrasó el comedor principal y por poco consume toda la edificación. Más tarde la lujosa propiedad fue invadida por la hierba y las tinieblas, y así permaneció durante largos años.Lo que antes fue esplendor, ahora eran escombros.

Por allí camina el fantasma de Lehder. Mientras tanto, éste se pudre en su cadena perpetua. Todos lo abandonaron. Todos negaron haber recibido beneficios suyos. Monseñor Castrillón, para justificar el recibo del dinero corrupto, dijo que la plata mala se purifica cuando se destina a obras buenas.

Ya aquellas excentricidades y locuras son cosa del pasado, pero la región no ha podido disipar la pesadilla. Y sigue viendo fantasmas.

El Espectador, Bogotá, 14 de febrero de 2006.

 * * *

Comentarios:

Los que vivimos en el Quindío sabemos todo el daño que le hizo al departamento. Magda Polanía de Giraldo.

Queda por averiguar cuántos hijos hay ahora (como fue el caso de Hitler) regados entre las admiradoras que deslumbró en su tiempo. Otra intriga: ¿su padre era alemán de los que huyeron de su país cuando la derrota nazi? Gloria Chávez Vásquez, Nueva York. (Gloria: no hay precisión sobre hijos suyos. Se habla, más como rumor que como certeza, de un hijo con alguna de sus amantes de turno. Su padre, el ingeniero Guillermo Lehder, no llegó a Colombia por asuntos del nazismo. Nació en 1904 en Hannover. Se graduó de ingeniero civil en la Escuela Superior de Colonia. Excelente excelente. GPE).

El artículo es muy bueno, tiene razón en todo lo que dice, en la corrupción política y eclesial del ahora cardenal Darío Castrillón. Sólo falta un detalle: a Lehder sí lo condenaron, ¿pero no sabe usted por qué no se encuentra en ninguna cárcel? Porque él como venganza a la que le hicieron vendió a los suyos y ahora se pasea por Estados Unidos. Y la patria de sus ancestros, Alemania, por los lados de Stuttgart. Kofas Zizim (correo a El Espectador).

El cura guerrillero

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en Colombia se habla del cura guerrillero se sabe que se trata de Camilo Torres Restrepo. Se le conoce mejor como Camilo, nombre con el que pasó a la historia. A veces una sola palabra, incluso sin ser patronímica –como es el caso del Che, que identifica al médico revolucionario Ernesto Guevara–, es suficiente para ubicar una personalidad.

La personalidad de Camilo la pinta a la perfección Walter J. Broderick, historiador australiano, en el libro Camilo, el cura guerrillero. El autor reside en Colombia hace más de 30 años y ejerció el sacerdocio católico en varios países latinoamericanos. También escribió El guerrillero invisible, donde narra parte de la biografía del cura español Manuel Pérez, que siguió los pasos de Camilo y murió hace 7 años en las selvas colombianas.

Camilo era hijo del médico bogotano Calixto Torres Umaña y de Isabel Restrepo, dama de carácter iconoclasta. El futuro sacerdote creció en ambiente burgués, y a la vez frívolo, dadas las agrias fricciones de sus padres y ciertas actitudes que desentonaban en la sociedad: mientras el médico poseía carácter irascible y se declaraba anticlerical y librepensador, su mujer producía escándalos con sus extravagancias y su conducta disipada.

Camilo se graduó como bachiller del Colegio Cervantes. Era un joven franco, festivo y de atrayente estampa varonil. Se movía con éxito en los altos círculos sociales. Las muchachas de abolengo soñaban con conquistarlo. Se recuerdan sus amores con Teresa Montalvo, hija de un notable político. Desde entonces mostraba calidades superiores. Su futuro no podía ser más promisorio.

Entró a estudiar jurisprudencia en la Universidad Nacional. Y un día, contra todos los halagos mundanos que respiraba, sintió atracción por la vida religiosa. Deseaba ser fraile dominico, pero temía la oposición de sus padres. Así sucedió, en efecto, al conocerse la noticia. Gracias a la influencia que su madre ejercía sobre él, dicho destino se cambió por el ingreso al seminario de Bogotá, en 1947.

Siete años después, ya ordenado sacerdote, viaja a Lovaina (Bélgica) para adelantar estudios de sociología en la Universidad Católica de aquella nación. Allí se relaciona con el movimiento de los sacerdotes obreros, y en Francia conoce a un abanderado de esa corriente religiosa, el abate Pierre. Cerca de Lovaina presta sus servicios en una parroquia de mineros y, al palpar la dura realidad de ese oficio, se conduele de la miseria humana.

Cuando vuelve a Colombia dos años después, es un hombre nuevo. Ha captado los grandes conflictos del ser humano, ha visto otra dimensión del mundo y regresa con ideas bullentes sobre el puesto que deberá asumir en su patria frente al drama de las clases populares. En el mundo se agitan las ideas socialistas. El nuevo clérigo, por encima de las teorías del marxismo, se siente llamado por las causas del hombre. Allí está su apostolado.

La Iglesia, alborozada con esta promesa repentina que surge en sus predios, lo exalta y facilita su misión. Es nombrado capellán de la Universidad Nacional y miembro de la junta directiva del Incora. En la Esap dirige un seminario de administración social. En el Ministerio de Gobierno da cursos en la Acción Comunal. Funda en Yopal una escuela de entrenamiento para los campesinos. Es el sacerdote de moda. En el país se siente su presencia arrolladora. Los estudiantes están dichosos con este sacerdote inesperado y lo siguen como a un caudillo.

A veces choca con algunas personas. Critica a monseñor Salcedo, director de Radio Sutatenza, al considerar que están equivocados los programas que difunde la emisora entre los campesinos. En la Universidad Nacional pronuncia un sermón de alto tono social, y el cardenal Concha, que desde tiempo atrás encuentra peligrosos sus actos, lo retira de la capellanía y de todos los cargos docentes. Al mismo tiempo, desde Chile lo buscan para integrar un movimiento de reformadores eclesiásticos.

El cura revolucionario denuncia las injusticias, ataca a los poderosos y apoya a los necesitados. Su voz llega a toda la nación en su periódico Frente Unido. Una copla pinta sus andanzas: “Pues el curita en cuestión / apenas dice su misa / se sale a ver si organiza / alguna revolución”. Mientras los estudiantes de la Nacional lo sacan en hombros y forman un desfile tumultuoso, los políticos lo miran con recelo.

Dentro de ese ambiente de agitación de masas, incompatible con la función sacerdotal, no tardará en ocurrir su retiro eclesiástico. En esto viene meditando con desasosiego espiritual, pues ama la Iglesia con verdadero sentimiento cristiano. Pero no acepta la Iglesia inerte ante las angustias del hombre, ni la palaciega del cardenal Concha.

La suya es la de los sacerdotes obreros que ha vivido en Bélgica, en Francia y en el barrio Tunjuelito de Bogotá. “El problema no es de rezar más –le dice a un seminarista–, sino de amar más. Últimamente yo he rezado menos, pero he amado más, y todo lo que es amor es bueno”.

Liberado de sus obligaciones clericales, dice su última misa en la iglesia de San Diego, y en esa mañana plomiza y penetrada de frío, como si fuera un augurio del porvenir que lo espera,  se despide en secreto, y con una lágrima sigilosa en los ojos, de la vida eclesiástica. Observa entre las personas asistentes a varias empleadas domésticas, en cabeza de las cuales percibe la presencia de las clases humildes, por las que va a luchar. Días después se marcha para el monte.

El 15 de febrero de 1966 moría baleado en las montañas de Santander –vereda de Patio Cemento, municipio de San Vicente de Chucurí–, en el primer combate que libraba como miembro del Ejército de Liberación Nacional (Eln), el recién creado grupo guerrillero que comandaban Fabio Vásquez y Víctor Medina. Pocos días antes había cumplido 37 años.

Lo mató la tropa del coronel Álvaro Valencia Tovar, comandante de la Brigada de Bucaramanga, su antiguo amigo y compañero de junta en un instituto oficial. Fue enterrado en el monte y en sitio secreto que nadie ha revelado. Sospechaban que la llegada de los restos a Bogotá provocaría alborotos públicos, y por eso escondieron el cadáver. ¿Por qué no han exhumado sus huesos para darles cristiana sepultura? Esos huesos representan el símbolo de una protesta social y pertenecen a la historia. Camilo se equivocó de camino, pero su causa era justa.

En la selva santandereana quedó insepulta una leyenda, y esa leyenda, de redención y martirio, comenzó aquel día a volar por el país en alas de vientos rebeldes. Y han pasado cuarenta años. Cuarenta años sin verdaderas soluciones sociales.

El Espectador, Bogotá, 7 de febrero de 2006.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 10, abril de 2006.

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Comentarios:

Leí tu artículo en El Espectador sobre el cura Camilo. No soy guerrillero, ni simpatizante, pero tu última frase: “Y han pasado cuarenta años. Cuarenta años sin verdaderas soluciones sociales”, es completamente válida. Raúl Salazar Saldarriaga, Medellín.

Página excelente sobre Camilo Torres, que bien hubiera podido ser mejor tratado y orientado en sus ansias de justicia e igualdad. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

Qué bueno hubiera sido que usted leyera mi libro El final de Camilo antes de escribir su columna en El Espectador. Allí, entre otras cosas respondo a plenitud la cuestión de los restos del cura guerrillero. Álvaro Valencia Tovar, Bogotá.

(El 8 de mayo de 2006 publico una nueva columna: Los restos de Camilo. GPE).

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Los infiernos de la miseria

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un país donde casi ocho millones de habitantes –alrededor del 20 por ciento de la población– viven con menos de $ 85.000 mensuales, a causa de lo cual no comen sino una vez al día, no puede ser un país feliz. Un país donde veintitrés millones de personas, que equivalen al 53 por ciento de la población, viven con menos de $ 210.000 mensuales (un poco más de medio salario mínimo), revela un estado de extrema pobreza. Un país donde el ingreso por cabeza es veinte por ciento más bajo que el del habitante promedio del mundo, aspecto que poco ha variado desde buen tiempo atrás, es un país mal dirigido. Esta es Colombia.

Esta es la patria manejada por políticos y gobernantes, para quienes valen más el provecho personal, el afán burocrático y la pasión sectaria, que la suerte del pueblo. Nada bueno puede salir de un Congreso sin vocación social, desacreditado e inoperante en medio de estériles reyertas personalistas, que ha hecho de la politiquería su herramienta de combate, mientras la gente languidece entre el hambre y la desesperanza.

Grandes reformas se ahogan en las dos cámaras por falta de compromiso con el país y por ausencia de verdaderos líderes que asuman el deber elemental de establecer medidas que favorezcan el interés común, en vez de buscar, con artimañas como la del ausentismo, pensiones desbordadas en su propio beneficio y desatar acaloradas discusiones en torno a temas baladíes. Mientras tanto, la gente pobre, que debe subsistir con menos de un dólar diario, supera el 64 por ciento de la población y ha venido en aumento durante los últimos años.

La caída del ingreso personal de los colombianos, frente al resto de países de Latinoamérica, es dramática. Tenemos el caso de Argentina, que no obstante la aguda crisis económica que padeció y que apenas va en vía de recuperación, tuvo el año pasado un ingreso por persona de 3.954 dólares, mientras el de Colombia fue de 2.213, cifra inferior a la del Perú (2.482). Si nos comparamos con Argentina (6.072 dólares), nuestro resultado equivale a casi la tercera parte. Un estudio reciente sobre la pobreza del país indica que ésta descendió 20 puntos entre 1978 y 1995, pero en 1999 regresó a los niveles de 1988.

Falta por saber para este análisis, que no pretende ser exacto sino mostrar una tendencia de esta situación calamitosa, qué ha sucedido en los años siguientes. Esto no es difícil de calcular, sabiendo que el empobrecimiento de los colombianos no encuentra tabla de salvación y, por el contrario, es cada vez más crítico.

Una de las causas que han agravado la suerte económica de la población se debe al problema de los desplazados por la violencia, que no sólo dejaron de producir en sus comarcas, sino que han creado cinturones de miseria en las ciudades por ausencia de fuentes de trabajo. Con ellos ha crecido el número de indigentes, que en gran parte viven de la caridad pública y muchos se deslizan hacia la delincuencia obligada.

No es que la economía no registre índices de crecimiento, ni que se hayan dejado de adelantar programas de apoyo para las clases menos favorecidas, sino que las cifras progresan para los ricos, a pasos acelerados, mientras los pobres siguen en el mismo nivel de penuria. Esto determina la enorme desigualdad económica que existe en el país, una de las más protuberantes del mundo. Las estrategias que en la última década se han adoptado para derrotar la pobreza han sido insuficientes, a veces ilusorias, y no han logrado una efectiva redención de la angustia popular.

Situados en Bogotá, a donde convergen las tropas de los desplazados, los desocupados y los menesterosos, quienes de paso incrementan los grados de miseria, inseguridad y degradación que sufre la capital desde tiempo atrás, el ambiente se ha vuelto desastroso. Los indigentes se apoderaron de la urbe, en los barrios, semáforos y calles centrales. El Cartucho era apenas el reducto de una gigantesca realidad social.

Ahora resolvieron desplazar de allí a los últimos habitantes de la calle, con sus vicios y peligrosidad incontenibles, lo que significa trasladar el problema a otro sitio. Aquí sucede lo del sofá en el caso de la casada infiel: que se vende para castigar o borrar la falta, y la mujer continúa siendo desleal… en otro sofá. En la misma forma, el desharrapado sigue siendo miserable en el nuevo lugar que se le asigne. Lo que a éste le falta es protección social.

Y falta, por supuesto, el Estado, que está constituido no sólo por el Presidente y sus ministros, sino por todo un engranaje gubernamental y político que representa, o debe representar, la conciencia social de la nación. Frente a este panorama patético y desolador, que ningún colombiano ignora y que todos padecemos en mayor o menor grado, cabe señalar que Colombia es un país de frustraciones, tanto en la elección de sus dignatarios como en el encuentro de la esperanza.

El Espectador, Bogotá, 9 de junio de 2005.

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Comentarios:

Conocí a un escritor dominicano que viajó  a Colombia y tiene comentarios analíticos muy exactos del estado en que se encuentra nuestra patria. Dice que la violencia que observó en Medellín raya en lo satánico. ¡Qué imagen! Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Tu artículo sobre la miseria merece ser difundido entre todos los colombianos de buena voluntad. Así lo voy a hacer con mis corresponsales. El problema radica en la falta de una conciencia social y ciudadana. Pero no podemos perder la esperanza de que algún día todo este estado de cosas cambiará. Dios puede suscitar líderes honestos y realmente interesados en la cuestión social. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

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Entierro de pobre

jueves, 26 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Dice la revista Semana que en Cúcuta las autoridades crearon la primera funeraria para pobres del país, en vista de la gran cantidad de muertes violentas que se presentan en sectores de escasos recursos y que ocasionan a sus deudos serias dificultades económicas para atender los gastos del deceso. En el barrio Simón Bolívar, uno de los más pobres de la ciudad, los vecinos tuvieron que hacer una colecta para enterrar a una señora muerta por una bala perdida, cuyo funeral costaba $ 300.000. Lo mismo ocurre en otros barrios marginados.

Según estadísticas de la Policía, Cúcuta fue durante el año 2003 la tercera ciudad de Colombia con el mayor índice de muertes violentas. Los familiares,  ante la precariedad de sus recursos, se ven obligados a implorar en las calles, tanto en Cúcuta como en otras ciudades (porque el drama es nacional), la colaboración de la gente para enterrar a los muertos. Dentro de estos estados de extrema pobreza, muchos prefieren, con todo el dolor del alma, que los parientes abatidos en conflictos de sangre sean enterrados en la fosa común.  Ahora en Cúcuta existe la “Funeraria de los pobres”, donde por $ 40.000 se consigue el funeral, comprendiendo todos los gastos.

Este hecho obligó a otras funerarias a bajar sus tarifas, aunque no en niveles accesibles para los más necesitados. Desde mucho tiempo atrás, el costo de la muerte se ha vuelto exorbitante. Resulta más barato nacer que morir. Mientras más prestante o más adinerado sea el muerto, más cuesta su funeral. Por lógica, las funerarias que más se lucran son las que atienden los sepelios pomposos. Tal el precio que paga la vanidad social, cuyos efectos, por desgracia, se extienden a todos los estratos.

Recuerdo que en Armenia, hace dos décadas, el párroco del Espíritu Santo, padre Miguel Duque, practicó el mismo sistema para abaratarle a la gente pobre este costo desmedido. La fórmula consistía en que una cooperativa manejada por la parroquia atendía a precios módicos todos los conceptos funerarios, incluso el suministro del ataúd y la sala de velación. Por aquellos días escribí en El Espectador el artículo Morirse por cooperativa (20-VII-1983), donde exalté dicho procedimiento, que ahora pone en marcha el municipio de Cúcuta. (La de esta ciudad no es, por lo tanto, la primera “Funeraria para pobres”, como dice Semana).

Tulio Bayer, siendo médico rural en los municipios antioqueños de Anorí y Dabeiba, fue quizá el pionero de estos programas sociales. La violencia desatada en el país hace cincuenta años producía muchas muertes entre los campesinos de la región, quienes afrontaban las mismas angustias económicas que siempre han vivido las personas humildes en todas partes. En vista de lo cual, el médico Bayer hizo construir un ataúd comunitario para prestárselo a los pobres. Pasadas las exequias, los deudos devolvían la caja mortuoria para ser utilizada por otros campesinos. Esto implicaba que los muertos se enterraran sin ataúd, pero a precios ínfimos. Al fin y al cabo, el abrazo de la tierra llega lo mismo a todas las sepulturas.

En Coyaima (Tolima), Deogracias Bucurú, de 95 años de edad, compró hace dos décadas su propio ataúd, presintiendo su muerte próxima. Pero la parca no ha tocado todavía en su puerta. Este longevo previsivo, que piensa superar el centenario de vida en las mismas condiciones de salud de que ahora disfruta, viene prestando el ataúd a sus vecinos para que se eviten los costos usureros de última hora. La única condición es que se lo devuelvan después del velorio.

Estos casos ponen de presente, en primer lugar, la explotación de las funerarias frente a los duelos familiares, y en segundo, el sentido humano con que personas sensibles como las aquí aludidas (y otras que trabajan en silencio) buscan contrarrestar los abusos que se cometen en el trance final de la existencia. Merece destacarse el episodio reciente de Cúcuta como ejemplo de solidaridad humana que ojalá se imitara en otros municipios.

El Espectador, Bogotá, 23 de septiembre de 2004.

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Comentarios:

Apreciado Gustavo: magnífico tu artículo sobre las funerarias de Cúcuta. El maestro del artículo eres tú. Sin duda alguna. Me quito el sombrero. De verdad. Hernando García Mejía, Medellín.

Qué buen artículo, Gustavo, cómo lo disfruté al máximo como testigo que fui hace 20 años de las rebatiñas por la muerte como médico rural en Antioquia. Tu artículo es denuncia y poesía; excelente combinación de vivencias. Nicolás Trujillo.