El tribunal de arbitramento
Por: Gustavo Páez Escobar
En los conflictos laborales de los Bancos Popular y Central Hipotecario se critica la lentitud con que han actuado los tribunales de arbitramento. El tribunal de arbitramento obligatorio se ideó como la última herramienta para dirimir, al fracasar el diálogo directo, el proceso del pliego de peticiones.
La ley otorga plazos suficientes para que las partes diluciden sus problemas en las etapas de conversaciones directas y de conciliación. De no lograrse el acuerdo, el Gobierno convoca el tribunal de arbitramento para que falle, en conciencia y con altura, los puntos en discordia. Compuesto por tres representantes, peritos en conflictos del trabajo y expertos en leyes, uno en nombre de los trabajadores, otro de la empresa y el tercero del Gobierno, hay base para confiar en la equidad del fallo.
Lo deseable es no tener que llegar a este trance. A simple vista no se encuentra razonable que en dos meses de deliberaciones no consigan el sindicato y el patrono fórmulas de acuerdo. Todo convenio sería posible con mayor ánimo de concesiones entre las partes, pero la época se muestra cargada de intransigencias mutuas —no en todo los casos, bueno es anotarlo— para tornar caótica cualquier situación. En ocasiones se llega al deplorable estado de no haberse pactado siquiera una coma en dos meses de conversaciones.
Bien es sabido que el sindicato abulta las solicitudes con infinitas aspiraciones, muchas ilógicas e inalcanzables, que ni la empresa puede otorgar ni el trabajador espera conseguir. Si los pliegos, por más exagerados que sean, se desmenuzaran y se discutieran con sentido práctico, recortando aquí para avanzar más adelante, y siempre en busca del sano equilibrio, no habría lugar para tantas controversias y sinsabores.
Pero como el ambiente de raciocinio parece desterrado del ámbito del trabajo, casi todos los pliegos desembocan por fuerza en el tribunal de arbitramento. El fallo de los jueces debe ser rápido, para que también sea eficaz. Una justicia lenta deja de ser justa. Algo habrá que hacer para que en el futuro se agilice este proceso. La ley concede 10 días de plazo para el veredicto, con la desventaja de poderse prorrogar indefinidamente por voluntad de las partes. Ahí está una de las cuerdas flojas. Un fallo no debería durar más de 30 días.
No se justifica que merced a las dilaciones ocurridas en los dos bancos citados se hayan derivado tantos perjuicios. En las crisis de estos conflictos los tribunales tienen buena parte de responsabilidad por la inexplicable demora para producir la sentencia. No se ha llegado a una rápida solución por variadas razones: porque uno de los árbitros, por ejemplo, mantiene un mes de suspenso para manifestar en últimas que renuncia el encargo; o porque el nombramiento del remplazo consume más del tiempo indicado; o porque el tribunal, aun conformado, no inicia las sesiones; o porque luego se solicitan prórrogas sucesivas. Resulta, en fin, una situación a todas luces inconveniente, y también incomprensible, pues deben existir resortes para que estos organismos caminen.
Si es la ley la que cojea, que se corrija. Si los árbitros no operan, que se cambien. Se echan de menos, de todas maneras, dinamismo y efectividad. ¿La falla estará en la ley, en el Ministerio de Trabajo o en los árbitros? El tribunal de arbitramento necesita revisarse para que sea, como fue concebido, figura eficaz, y no elemento perturbador.
La Patria, Manizales, 18-V-1976.