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Un rostro en el tumulto

sábado, 21 de diciembre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

 Lo que al principio se mostró como un movimiento tranquilo, al paso de las horas se convirtió en una asonada nacional. Era el paro agrario, anunciado para el 19 de agosto. El presidente Santos, que no midió el alcance de la protesta, alcanzó a restarle importancia al paro. Cuando dos días después abrió los ojos a la realidad, ya el país estaba bloqueado.

Al lado de los campesinos se habían infiltrado grandes masas de saboteadores que comenzaron a taponar vías fundamentales para el transporte y cometer toda suerte de atropellos contra los vehículos, las personas y la Policía. Los reportes sobre los desastres ocurridos en lugares neurálgicos eran alarmantes. Los propios campesinos no estaban conscientes de que tales desmanes eran perpetrados por hordas enfurecidas de delincuencia común que nada tenían que ver con las justas demandas del sector.

La ciudad más afectada fue Bogotá. Como la Policía actuaba con moderación, los revoltosos, llevados por sus odios viscerales y su sed de destrucción, se enfrentaron a las fuerzas del orden armados de piedra y garrote. Ellos sabían que el momento era propicio para saquear, incendiar y arrasar cuanto estuviera a su alcance. Y así lo hicieron. Por varios días, la capital quedó en sus manos. Las quemas de vehículos, el robo de los negocios, las agresiones a los policías y al público sembraron de terror la vida capitalina.

Bogotá quedó paralizada y los alimentos comenzaron a escasear. Escenas de humo, de heridos, de balas perdidas, de calles paralizadas y todo un horizonte de barbarie y actitudes criminales hicieron recordar el 9 de abril. Así había comenzado aquella revuelta frenética que destruyó a Bogotá y causó daños incalculables en bienes y en vidas. Así podría suceder ahora si no se actuaba con mano dura para reprimir el ímpetu vesánico.

Eran agitadores profesionales, tan hábiles para pescar en río revuelto, los que se ocultaban tras las capuchas para cometer las mayores tropelías y quedar impunes. La paciencia de la Policía los favorecía. Habían cambiado la ruana por la capucha, y solo días después los campesinos advirtieron que habían sido suplantados.

Gloria Barreto, sencilla habitante del barrio San Cristóbal, salió de su casa con el fin de hacer un reclamo por una factura del agua. En la Plaza de Bolívar quedó envuelta en estas pandillas de maleantes que lanzaban piedras, palos y objetos diversos contra el cordón policial que a duras penas lograba contenerlas. Se encontró con las caras de angustia de algunas uniformadas, y estas le hicieron recordar a su hija de 22 años.

Posesionada de dolor y valentía, alzó los brazos en cruz frente al grupo del Esmad, como escudo humano y la manera de proteger a la Policía. Permaneció estática, expuesta al atropello y los ultrajes de los agitadores. Han podido lincharla, claro está, pero solo recibió empellones y sufrió lesiones menores. Dice que los manifestantes reflejaban “falta de amor y una furia interna en su corazón”.

Detrás de la insania, y controlada ya la asonada, queda el rostro de esta valerosa mujer que se levantó sobre el odio y el salvajismo arrasadores para dejar en el tumulto su mensaje de amor. Por otra parte, es preciso meditar sobre la suerte de estos grupos de desadaptados, de resentidos sociales, que no cuentan con medidas salvadoras para ser rehabilitados.

El Espectador, Bogotá, 6-IX-2013.
Eje 21, Manizales, 5-IX-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 7-IX-2013.

* * *

Comentarios:  

Un justo homenaje a esa valiente mujer, quien brilló con luz propia, y sin pretensión alguna. Sólo la de solidarizarse y defender con su valerosa decisión a un grupo de policías que protegían la catedral. Gustavo Valencia García, Armenia.

He leído con mucho interés esta reflexión sobre la crisis ocasionada por la movilización social del campesinado colombiano y el papel humanitario de la valerosa dama, sin duda un símbolo de concordia y dignidad. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

La capucha me parece que es símbolo de cobardes, y no importa si la usan los de derecha, los de izquierda o de los organismos de seguridad. Así como condeno el abuso policial, cuando se presenta, condeno también la violencia que se desata contra ellos. El sofisma de que son las fuerzas del sistema no convence. Este no se va a derrumbar porque se lancen piedras o artefactos explosivos a los policías que también son hombres… del pueblo. Además, como bien decía Ciorán, «el revolucionario de hoy es el policía del mañana». Jorge Mora Forero, colombiano residente en Weston (USA).

Una cosa era el paro campesino y otra muy distinta el aprovechamiento del mismo por parte de los terroristas, para hacer lo que siempre hacen: actos vandálicos en contra de la Fuerza Pública y los comerciantes, además de asaltar y robar cajeros automáticos, almacenes y negocios de barrio. Holarunchos (correo a El Espectador).

El regreso de los desplazados

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Si la ley de víctimas y restitución de tierras que acaba de aprobar el Congreso consiguiera en dos o tres años el retorno a sus predios de siquiera la mitad de los desplazados del país, se habría dado el paso más trascendental en materia social de toda la historia.

Colombia es el país que tiene la mayor cantidad de desplazados en el mundo. No hay certeza sobre cuál es el número de víctimas que, hostigadas por la guerrilla y  los traficantes de tierras, han tenido que abandonar sus propiedades rurales para huir a los centros urbanos. De acuerdo con registros del Gobierno, esta cifra es de tres millones, pero según Codhes (Consultoría para los Derechos Humanos) llega  a cinco millones.

En ambos casos, la cifra es alarmante. Al paso de los años, y debido a la ausencia de políticas efectivas en este terreno, el problema se ha agudizado de manera catastrófica. La alta población de seres despojados de sus tierras y sometidos a toda clase de suplicios, y que han creado en las ciudades verdaderos cinturones de miseria, representa una vergüenza para Colombia ante el mundo entero.

Siempre que se ha pretendido buscar alivio y reparación para estos colombianos en desgracia, los obstáculos que se presentan son de tal magnitud, que el mal se ha dejado avanzar. El solo aspecto económico es tan gigantesco, que ningún gobierno ha querido encararlo. En los enunciados expuestos por Santos en su campaña presidencial, le dispensó especial atención a esta encrucijada y ofreció medidas audaces para intentar soluciones de fondo.

Como buen financista, sabe que el regreso de los desplazados a sus parcelas significaría el incremento de la producción agrícola. El florecimiento de los campos ayudaría a mover una de sus locomotoras. Estrategia de doble filo: no solo remediaría la suerte de los miles de compatriotas sacrificados por la violencia, sino que le daría un revolcón a la agricultura, con indudable beneficio financiero para el país.

Contando con el respaldo de las fuerzas parlamentarias, pudo estructurarse uno de los mecanismos mejor ideados para acometer semejante empresa. La ley aprobada establece resortes que se anuncian eficaces para que los campesinos despojados de sus tierras obtengan su restitución o reparación en trámites cortos y efectivos, y puedan volver a laborar sus cosechas y vivir con tranquilidad.

Se habla de seis millones de hectáreas que deben ser recuperadas: dos millones usurpadas por los violentos, y los cuatro millones restantes abandonadas debido a  la presencia de la guerrilla. ¿Cuánto dinero se necesita para que el plan tenga cabal realización? Nadie ha podido establecer una cifra aproximada, pero se sabe que es astronómica. Acaso 60 u 80 billones, según algún cálculo aventurado. Como el plazo para la ejecución es de diez años, puede pensarse que el manejo se vuelve flexible.

La ciencia de esta medida consiste en taponar los vericuetos de la trampa y la defraudación para que las artimañas que han de tender los avivatos de siempre sean reprimidas con acciones severas, y los beneficios lleguen a las auténticas víctimas de esta desgracia nacional. El ejército de testaferros y abogados que ya hizo de las suyas en el caos actual de las tierras, afina ahora sus tentáculos para pescar en río revuelto.

Pero el presidente Santos está dispuesto a no dejarse ganar la partida. En manos suyas y de los organismos de control está demostrar que, si el camino es tortuoso, existen las claves para conjurar los peligros. Las dificultades son múltiples. Lo más importante ahora es haber dado este paso histórico que los presidentes anteriores rehusaron por complejo y desgastador.

El Espectador, Bogotá, 1-VI-2011.
Eje 21, Manizales, 2-VI-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 4-VI-2011.

Bonanza y reveses

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La economía colombiana, enfrentada en los últimos tiempos a los sobresaltos del café, producto decisivo para hacer flotar al país, ha perdido estabilidad y no puede así mostrar derroteros fijos. Es una economía endeble, sin mayores proyecciones. El país, que es esencialmente agrícola y que como tal de­bería llevar trazados programas firmes de producción rural, ha mermado su rendimiento y de exportador de varios artículos ha pasado a importador, con ostensibles desventajas. Si el campo no produce como antes es porque hacen falta estímulos y mayor orientación de las políticas agrarias.

Los cafeteros, que años atrás amanecieron con una bonanza inesperada, se deslumbraron con ella y no previeron las épocas de la destorcida. Evaporados aquellos días de prosperidad, hoy la realidad en los campos es difícil, por no decir que dramática.

Los propietarios de fincas, cada vez más afectados por el encarecimiento de los insumos, por la lucha del mercadeo, ya que la Federación ha disminuido las compras, y por el precio interno del producto, miran con angustia el porvenir y se sienten desalentados para hacer mayores inversiones.

Se dice que una finca cafetera ya no es rentable. Muchos se quejan de pérdi­das. Hay quienes prefieren vender sus parcelas para conseguir superiores estímulos al capital, dejándolo ocioso en una corporación o en el mercado extrabancario, el mayor pulpo para apoderarse de la capacidad creadora.

¿Para qué tanto esfuerzo con obreros, con compra de fertilizantes, con impuestos, con sobregiros en el banco, cuando el capital rinde más en otra parte? Es una reflexión que motiva a muchos a la pereza. Las propiedades rurales se venden sin el apego que antes despertaban y su producto pasa a engrosar esa legión de capi­tales improductivos que buscan mejor remuneración. Esto, desde luego, es atentado de lesa patria, pero es que la gente aprende más la técnica de la defensa que los sentimientos nacionalistas.

Aquí habría que hacer un alto para impedir este éxodo que disminuye la producción nacional. El campo, nuestro mayor pa­trimonio, no puede dilapidarse. Es preciso buscarle nuevos alicientes. La gente lo abandona porque ya no es atractivo como en otros tiempos, cuando representaba una razón de ser.

El bajo rendimiento del país nace del campo y de allí se extiende a las demás actividades. El comercio y la industria, azotados con quiebras constantes y de azaroso desafío, son hoy renglones que a duras penas consiguen subsistir. Los costos financieros asfixian no pocos esfuerzos El contrabando, otro flagelo del momento, atenta contra la estabilidad de los mercados lícitos y menoscaba las fuerzas de la gente honrada.

Muchos aspectos más de este inventario de reveses podrían tocarse. Basta por hoy se­ñalar que para producir con largueza, como lo necesita y pide Colombia, país que está perdiendo su vocación agrícola para irse tras la vida fácil, es urgente poner a funcionar todo un engranaje de incentivos y de controles para que haya en realidad una patria abundante para todos los colombianos.

La República, Bogotá, 14-III-1981.

 

 

El café y el hombre

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nos hemos acostumbrado a mirar la prosperidad del café, pero pocas veces nos detenemos en las penurias de quienes hacen posible ese bienestar. El trabajador campesino, no pro­pietario, resulta un deshereda­do en medio de la abundancia de predios que él mismo cultiva con sudores y angustias.

El desnivel social, el mayor lastre de la humanidad, ha provocado siempre grandes conflictos. La desigualdad de clases es el mayor acicate para las revoluciones y peligroso reto para los gobiernos. Por eso los postulados de la Iglesia, en esta hora dramá­tica del mundo, claman por la protección del rico hacia el pobre; por el salario justo; por la seguridad de la familia y el razonable equilibrio humano.

La vida en los campos cafete­ros es sufrida. Las familias se acostumbraron a ser numero­sas y por eso crecen apiñadas y rodeadas de estrecheces. Hay que distinguir entre el obrero ocasional perteneciente a la población trashumante que re­corre el país sin arraigo a ningún medio, y el que perma­nece y muere en su tierra, y no en la suya propia, sino en la de sus amos. Es este el tenaz hacedor de riquezas ajenas, fiel con la parcela que nunca será suya y quien a duras penas consigue formar a la prole en la misma severa condición de eternos jornaleros.

Vistas así las circunstancias extremas del campesino, es preciso hacer un alto para pregonar algunas de las realizaciones del Comité de Cafeteros del Quindío, entidad digna de ponderación. Y lo que se diga de este Comité tomado de modelo, por ser conocido en su espíritu de servicio por quien esto escribe, ojalá sea el común denominador de los otros comités del país.

Situados en el Quindío, ha de saberse que es la región colombiana que posee mayor electrificación rural. Los es­fuerzos del Gobierno departamental y del Comité de Cafete­ros se han complementado para crear reales obras de infraest­ructura campesina, como la apertura y sostenimiento de caminos veredales, la instala­ción de acueductos, la cons­trucción de puentes, escuelas, restaurantes, campos deporti­vos, centros de salud y todo un engranaje de higiene ambiental. Los hijos del campo, en otro tiempo huérfanos de todo miramiento, reciben hoy aten­ción médica en cualquier hospi­tal del Quindío y tienen acceso a una vasta red de escuelas.

Acaba ahora el Comité de fundar el «Centro de Servicios para el Trabajador Cafetero», en la ciudad de Armenia, empresa única en el país y en Latinoamérica, cuya mira exc­lusiva es el campesino cafetero no propietario. Tiene como finalidad la de satisfacer im­portantes necesidades del tra­bajador, al tiempo que le brinda esparcimiento y educación. En­cuentra allí el campesino consulta médica y odontológica, farmacia, cafetería, cine re­creativo y educativo, alfabeti­zación, servicio de correo, peluquería, biblioteca, teatro, televisión, deportes y todo un conjunto de beneficios que lo ponen en contac­to con la civilización y lo hacen sentir digno.

Las obras positivas merecen destacarse. Esta ojeada al pa­norama del Quindío, donde el café se suda y luego se inyecta a la economía del país, indica que hay preocupación por el cam­pesino cafetero. El primer obje­tivo de una sociedad culta debe ser el hombre. Romper los desequilibrios sociales con esta clase de proyecciones es una manera de engrandecer la exis­tencia.

Así lo entienden Hernán Pa­lacio Jaramillo, el dinámico y visionario presidente del Comi­té de Cafeteros del Quindío, empresario convencido de la bondad campesina, y el entu­siasta grupo que lo acompaña en estos programas altruistas.

Ojalá algún día fuera posible redimir por completo a aquel «siervo sin tierra» pisoteado por el hombre, lo mismo en los campos de Tipacoque que en los del Quindío –donde quiera que existan amos y peones–, del que no siempre, o casi nunca, nos acordamos en el diario trajín de otros afanes.

La Patria, Manizales, 29-V-1979.
El Espectador, Bogotá, 1-VI-1979.

* * *

Misiva:

A nombre del Comité y mío propio te expreso sincera gratitud por el artículo que publicaste, lleno de generosos términos para nuestra entidad cafetera. Realmente la obra que se está adelantando en el campo de la salud rural es de grandes proporciones y benéficos resultados y constituye para el Comité su máximo orgullo. Esperamos seguir adelante y que personas de tu calidad humana y literaria nos colaboren llevando el mensaje a nuestros campesinos y cafeteros de la región. Hernán Palacio Jaramillo, presidente del Comité de Cafeteros del Quindío.

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Distorsión del campo

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los campos colombianos no son de los campesinos, aunque esto parezca una paradoja. Mucho se ha hablado en los últimos tiempos sobre la necesidad de que el país, agrícola por excelencia y vocación, rinda más. Cuando acosan las dolencias patrias, los Gobiernos suelen acordarse de que tenemos grandes riquezas en el suelo que no se explo­tan convenientemente.

Nuestras tierras, feraces por naturaleza, han sitio siempre el mayor soporte de la economía. No solo producen alimentos suficientes para nuestro consumo, sino que incrementan la balanza internacional permitiéndonos adquirir artículos indispensables y hasta superfluos.

Las reformas agrarias que han intentado varios Gobiernos, y a las que tanto les temen los terratenientes poderosos, no han sido afortunadas. La realidad de los campos indica que estos están mal distribuidos. Grandes extensiones de tierra las aca­paran unos cuantos privilegiados que ni siquiera tributan con justicia, mientras el campesino nato, el que nació y creció entre sementeras y se nutrió de aires rurales, conforma la inmensa población de minifundistas a la que por su insignificancia se mantiene marginada social y económicamente.

La mayoría de las tierras pertenecen a pocas personas, y es enorme, en cambio, el número de pequeños propietarios. Es posible que sea en el campo donde están más acentuadas las desigualdades sociales. Esto ha hecho meditar a todos los Gobiernos, pero cuando se trata de buscar soluciones para hacer más equitativo el reparto de la tierra, afloran dificultades de todo orden y las cosas terminan dejándose más o menos como estaban.

El propietario de las dos o tres hectáreas resulta un ser minúsculo frente al potentado de las miles de hectáreas que no encuentra qué hacer con el dinero.  Mientras aquel tiene que sudar su existencia precaria, el latifundista, sobrado de poderío, avanza cada vez más en la acumulación de nuevos predios, que ge­neralmente va succionando al débil por la inevitable ley del arrastre.

El campesino genuino, que hace producir realmente la riqueza, un día deserta, desengañado por tanta desproporción. Los programas de crédito no son para él, que no puede ofrecer fiadores ni hipo­tecas. Terminará engrosando las legiones interminables que, hala­gadas por la ficción de las ciudades, entregan a precio de quema el pequeño terreno que les arrebatará el latifundista.

Otros sienten afán de ciudad y se lanzan en pos de la aven­tura que a la vuelta de corto tiempo los dejará desubicados en la urbe con que habían soñado. Con un pequeño capital debajo del bra­zo es posible que adquieran una casita en la capital y algún tra­bajo rudimentario, para el que no nacieron, pero que los hace sentir importantes. Los excita, por otra parte, el deseo de que el hijo volantín sea doctor y que acaso la muchacha que coquetea­ba con el capataz asegure un marido ilustre. Es, en otras palabras, la fiebre de «doctoritis” que invade y engaña al país.

Las fincas las explotan las personas pudientes. Para las pobres se abrieron los despeñaderos de la ciudad, sin que nadie logre cerrarlos. De la ciudad al campo han llegado el médico, el abogado, el industrial o el comerciante atraídos por sueños de riquezas que no siempre consiguen en sus profesiones. El campesino emigra del campo por falta de atractivos que lo arraiguen a su parcela, mientras el hombre de la ciudad lo desplaza, pero no con la pica y el arado, sino con el dinero.

El parcelero se va extinguiendo conforme avanza el latifundis­ta. El pequeño propietario es, con todo, el alma de la tierra. Es, por desgracia, una huida silenciosa que causa heridas sociales y distorsiona la vocación agrícola del país.

Son situaciones invertidas que, mientras subsistan, frenarán el desarrollo de Colombia. No se pueden esperar prosperidades mien­tras haya una población desarraigada de su ámbito natural. El cam­pesino debe volver a su fundo.  Aparte de los serios problemas sociales que significa su llegada a la ciudad, hay enormes tropiezos para que la familia así desarticulada pueda desarrollarse normal­mente. Sería toda una obra de gobierno conseguir que el campesino, que no nació para la ciudad, regrese a su patria chica.

El Espectador, Bogotá, 3-X-1977.   

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