Un rostro en el tumulto
Gustavo Páez Escobar
Lo que al principio se mostró como un movimiento tranquilo, al paso de las horas se convirtió en una asonada nacional. Era el paro agrario, anunciado para el 19 de agosto. El presidente Santos, que no midió el alcance de la protesta, alcanzó a restarle importancia al paro. Cuando dos días después abrió los ojos a la realidad, ya el país estaba bloqueado.
Al lado de los campesinos se habían infiltrado grandes masas de saboteadores que comenzaron a taponar vías fundamentales para el transporte y cometer toda suerte de atropellos contra los vehículos, las personas y la Policía. Los reportes sobre los desastres ocurridos en lugares neurálgicos eran alarmantes. Los propios campesinos no estaban conscientes de que tales desmanes eran perpetrados por hordas enfurecidas de delincuencia común que nada tenían que ver con las justas demandas del sector.
La ciudad más afectada fue Bogotá. Como la Policía actuaba con moderación, los revoltosos, llevados por sus odios viscerales y su sed de destrucción, se enfrentaron a las fuerzas del orden armados de piedra y garrote. Ellos sabían que el momento era propicio para saquear, incendiar y arrasar cuanto estuviera a su alcance. Y así lo hicieron. Por varios días, la capital quedó en sus manos. Las quemas de vehículos, el robo de los negocios, las agresiones a los policías y al público sembraron de terror la vida capitalina.
Bogotá quedó paralizada y los alimentos comenzaron a escasear. Escenas de humo, de heridos, de balas perdidas, de calles paralizadas y todo un horizonte de barbarie y actitudes criminales hicieron recordar el 9 de abril. Así había comenzado aquella revuelta frenética que destruyó a Bogotá y causó daños incalculables en bienes y en vidas. Así podría suceder ahora si no se actuaba con mano dura para reprimir el ímpetu vesánico.
Eran agitadores profesionales, tan hábiles para pescar en río revuelto, los que se ocultaban tras las capuchas para cometer las mayores tropelías y quedar impunes. La paciencia de la Policía los favorecía. Habían cambiado la ruana por la capucha, y solo días después los campesinos advirtieron que habían sido suplantados.
Gloria Barreto, sencilla habitante del barrio San Cristóbal, salió de su casa con el fin de hacer un reclamo por una factura del agua. En la Plaza de Bolívar quedó envuelta en estas pandillas de maleantes que lanzaban piedras, palos y objetos diversos contra el cordón policial que a duras penas lograba contenerlas. Se encontró con las caras de angustia de algunas uniformadas, y estas le hicieron recordar a su hija de 22 años.
Posesionada de dolor y valentía, alzó los brazos en cruz frente al grupo del Esmad, como escudo humano y la manera de proteger a la Policía. Permaneció estática, expuesta al atropello y los ultrajes de los agitadores. Han podido lincharla, claro está, pero solo recibió empellones y sufrió lesiones menores. Dice que los manifestantes reflejaban “falta de amor y una furia interna en su corazón”.
Detrás de la insania, y controlada ya la asonada, queda el rostro de esta valerosa mujer que se levantó sobre el odio y el salvajismo arrasadores para dejar en el tumulto su mensaje de amor. Por otra parte, es preciso meditar sobre la suerte de estos grupos de desadaptados, de resentidos sociales, que no cuentan con medidas salvadoras para ser rehabilitados.
El Espectador, Bogotá, 6-IX-2013.
Eje 21, Manizales, 5-IX-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 7-IX-2013.
* * *
Comentarios:
Un justo homenaje a esa valiente mujer, quien brilló con luz propia, y sin pretensión alguna. Sólo la de solidarizarse y defender con su valerosa decisión a un grupo de policías que protegían la catedral. Gustavo Valencia García, Armenia.
He leído con mucho interés esta reflexión sobre la crisis ocasionada por la movilización social del campesinado colombiano y el papel humanitario de la valerosa dama, sin duda un símbolo de concordia y dignidad. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.
La capucha me parece que es símbolo de cobardes, y no importa si la usan los de derecha, los de izquierda o de los organismos de seguridad. Así como condeno el abuso policial, cuando se presenta, condeno también la violencia que se desata contra ellos. El sofisma de que son las fuerzas del sistema no convence. Este no se va a derrumbar porque se lancen piedras o artefactos explosivos a los policías que también son hombres… del pueblo. Además, como bien decía Ciorán, «el revolucionario de hoy es el policía del mañana». Jorge Mora Forero, colombiano residente en Weston (USA).
Una cosa era el paro campesino y otra muy distinta el aprovechamiento del mismo por parte de los terroristas, para hacer lo que siempre hacen: actos vandálicos en contra de la Fuerza Pública y los comerciantes, además de asaltar y robar cajeros automáticos, almacenes y negocios de barrio. Holarunchos (correo a El Espectador).