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Revista Vivencias

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una gentilísima carta de doña Mar­tha Uribe de Lloreda, directora de la revista Vivencias, me recuerda que la suscripción quedó vencida desde el año pasado. Tal recordatorio me pro­duce desazón. Y para tratar de endere­zar el descuido, imperdonable para quien siente la cultura y a veces tiene sus humos de escritor, permítame usted, doña Martha, que me apene en público por su tirón de orejas.

Valga la ocasión para amonestar, ya por mi cuenta, a los suscriptores de la extraordinaria revista caleña que de pronto siguen pensando que, a pesar de morosos, van a continuar recibien­do números de cortesía. Si nos metimos a la cultura es para ser perseveran­tes. Es una manera de anticiparme a otras cartas, doña Martha, y le anoto de paso que, como gerente de banco, sé conseguir clientes y cobrar cartera.

Vivencias, fuera de ser un órgano de gran calidad literaria, es una de las mayores demostraciones de creativi­dad. Sus realizaciones son elocuentes. No solo se ha sostenido durante varios años como esfuerzo inquebrantable que empuja la inquietud intelectual del país con dos concursos de novela, hoy por hoy el mayor evento con que cuenta el escritor, sino que estimula otras expresiones culturales. Conseguir que la revista salga con regularidad es de por sí una afirmación.

En un principio se dispensó poca cre­dibilidad a este grupo de damas que lanzaban ideas medio bulliciosas en un medio que, como el caleño, no parecía el más propicio para parcelar un programa de largo vuelo en manos de unas señoras hasta ese momento desconocidas en el mundo de las letras. Cali, ciudad industriosa, con temporadas tauri­nas y mujeres hermosas, acaso no favo­recía la imagen de tales proyecciones.

Se pensó en unas damas tocadas de burguesía que se asociaban para dis­traer el tiempo. Sus apellidos no ha­cían presagiar nada diferente. No se su­ponía que estos elementos de la alta sociedad, tertulias de clubes y de cos­tureros, fueran capaces de mezclarse en aventuras que generalmente tienen más sabor a bohemia que visos de cosa seria.

Pero nos despistaron al coger altura. Han explotado, en alguna forma, sus apellidos tan bien enraizados para ha­cer cultura, y de la buena. Atrajeron el interés de la Fábrica de Licores y de otros organismos públicos y privados, los sostenedores de los concursos lite­rarios. Y pusieron en Cali, en medio de las corridas de toros y del jolgorio del pueblo entusiasta, una cuna de la cultura.

A la revista se vincularon egre­gias figuras de la intelectualidad. Se de­baten ideas, se plantean tesis, se escri­ben cosas novedosas… Cada dos años lanzan un nuevo novelista. Estos pro­gramas suponen fuertes erogaciones. Y detrás del engranaje, el consorcio de intrépidas damas, hábiles no solo como promotoras de relacio­nes públicas sino como intelectuales y polemistas, luchan contra viento y ma­rea por no dejar sucumbir la empresa.

Han demostrado, para reto y ver­güenza de muchos falsos apóstoles de las letras, que no se trata de las señoronas que supusimos zurciendo cuartillas en los salones sociales, sino de autén­ticas trabajadoras de la cultura que es­criben poesía y editoriales, que susci­tan controversias, que se untan de tin­tas y galeradas.

Por eso y por mucho más he corrido a despacharle a doña Martha el cheque de $300.00 que estaba refundido en mi cabeza olvidadiza. Escribo la cifra para que otros se matriculen o se pon­gan al día, antes de que llegue el tirón de orejas. La cultura se hace con ti­rones de oreja, con intrepidez y tam­bién con dinero.

Y una revista, sobre todo de la calidad de Vivencias, no vive de milagro. La propaganda, si algo tiene esta nota de ella, es espontánea, a manera de «mea culta», y que no se piense que aspiro a ganarme ningún con­curso de novela, pues la cabeza no da para tanto.

La Patria, Manizales, 20-III-1976.

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A Juan Bautista Jaramillo Meza

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Continúa usted dispensándome el placer de recibir su extraordinaria revista Manizales, que ten­go entre mis lecturas favoritas. Estoy por creer que el caso de supervivencia de un medio literario que lleva 36 años de vida ininterrumpida es único en el país. Quizás haya publicaciones oficiales que han resistido el embate de los tiempos, pero no he oído de ningún esfuerzo particular como el suyo, tan perseverante y de tan singular prestancia.

Hay en esta vocación una mística inextinguible, que no se ha detenido, pero ni siquiera ha dudado, ante los azares económicos ni ante las incomprensiones del mundo que nos rodea, que en este declinar del siglo veinte no es, por cierto, el más propicio para cultivar el amor a las ideas.

He visto con beneplácito en qué forma el pueblo de Antioquia, su tierra grande, exalta sus méritos y lo pone como ejemplo para las generaciones futuras. En Jericó, su tierra chica —pero que para usted debe ser la tierra más ancha del universo—, se le ha con­decorado por la mano del ilustre gobernador del departamento, doctor Jaime R. Echavarría, con la Es­trella de Antioquia.

Su segunda patria, el Gran Caldas, que ha sido es­cenario de sus emociones estéticas, se ha sumado a este acto de reconocimiento por parte de sus autorida­des y del inmenso número de amigos que a usted lo rodea. Yo he venido observando con cuidado cuánto aprecio se le tiene a usted no solo en sus lares nativos y adoptivos, sino en el país y también por fuera de nuestras fronteras.

Y es que su obra, insigne maestro, merece ese y muchos más lauros. La oración que usted pronunció en Jericó es una hermosa pieza, no solo tallada con el refinado gusto de un esteta del pensamiento, sino además, y primordialmente, degustada por la sensibili­dad de su espíritu.

A esas voces de solidaridad quiero unir el testimo­nio de mi admiración, con mis parabienes muy since­ros, por la fecunda obra con que usted ha enriquecido el patrimonio cultural de Colombia.

Acepte los votos fervientes de su afectísimo amigo, Gustavo Páez Escobar.

Revista Manizales, diciembre de 1975.

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Bancos y bancarios de Colombia

domingo, 8 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Habíamos echado de menos la apari­ción de esta revista que, bajo la diná­mica dirección de Arcesio Ramírez Jaramillo, viene circulando en forma continua desde el año de 1957, con una asiduidad digna del mejor en­comio. Sostener una publicación a lo largo de tantos años, sin desfallecer en el empeño de formar un vínculo co­mún entre la abundante familia bancaria del país, venciendo sin duda gran­des escollos de toda índole, es tarea de titanes.

No otra cosa se me ocurre que puede ser Arcesio Ramírez Jaramillo, sino un titán, un auténtico líder de los afanes intelectuales, con tanto mayor mérito cuanto que ha sido él, a puro pulso, quien le dio vida y continúa sosteniéndosela con incansable voca­ción de servicio. Pero es que Arcesio lleva sangre paisa en las venas, como que sus raíces están enclavadas en este glorioso Viejo Caldas donde la gente nace para ser grande, para ser visio­naria, para crear empresas.

Lo conozco apenas de oídas, pero he seguido de cerca su trayectoria de infatigable peón de las lides pe­riodísticas. Hoy, para orgullo suyo y satisfacción del gremio bancario, exhibe una obra de altura que lo enal­tece y le brinda la recompensa de sentirse satisfecho por haber sabido ser útil.

Por la revista circulan no solo los altos personajes de la banca y los enrevesados temas económicos, sino que sus páginas están matizadas con los aconteceres y vaivenes de la familia pequeña. Es el empleado de banco un servidor de la comunidad, que por lo general se mantiene ocul­to, a veces olvidado, entre los engranajes empresariales. Este órgano periodístico, que lo mismo destaca las ejecutorias de los grandes banqueros, que estimula el esfuerzo, la superación y los triunfos del empleado común, ha sabido cumplir su objetivo de ser un enlace comunitario dentro de esta inmensa familia que jalona la gran­deza de la patria.

Ha llegado a mis manos la edición número 70 y veo que, si hubo una ligera interrupción, continúa pre­valeciendo el tesón del hombre con­vencido de sus ideales. Oigámoslo: «Nuestra revista, pese a los duros alti­bajos que ha sido preciso sortear, y luego de corto receso imputable a dificultades económicas que golpean ruda­mente a las revistas colombianas, vuel­ve hoy a circular, esperando hacerlo con mayor periodicidad, merced a la magnífica colaboración que siempre hemos tenido por parte del sector ban­cario y de un grupo cada vez más am­plio y dilecto de amigos».

Bancos y bancarios de Colombia no es una revista de circulación cerrada para los servidores de la banca. Su di­fusión es amplia y abarca una zona selecta de suscriptores que gustan se­guir el desarrollo de la actualidad eco­nómica, tratada con buen enfoque. Revista pulcra, seria, bien editada, donde a cada paso se encuentra el lector con su amigo de todos los días: el empleado bancario. Necesita, como es obvio, mayor apoyo. Hay que saber que el aviso publicitario que se inserta en sus páginas se difunde a lo largo y ancho del país, dada la órbi­ta que domina este vehículo de la cul­tura.

Enhorabuena a Arcesio Ramírez Ja­ramillo por su constancia, y que con­tinúe adelante con su encomiable em­presa. Es el signo elocuente de lo que vale este hombre emprendedor que contra los reveses que suele deparar el duro trajín de editor, sabe ante todo que las cosas grandes se forjan con esfuerzo y objetivos altruistas.

La Patria, Manizales, 8-III-1974.

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Puesto de Combate

jueves, 4 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el año 1965, navegando por los océanos del mundo como marinero de un barco mercante, Milcíades Arévalo concibió la idea de hacer una revista literaria. El capitán de la embarcación, el argentino Ariel Canzani, que además de arrojado lobo de mar era brillante poeta, manejaba en el cuarto de máquinas una imprenta donde editaba la revista de poesía Cormorán y Delfín.

Dicha revista había visto la luz en enero de 1964 y realizaría 29 ediciones, hasta diciembre de 1972. Importante publicación internacional de vanguardia, que suscitó interés en los círculos intelectuales y que, al igual que la mar donde había nacido, era abierta a todas las corrientes de opinión y suscitaba grandes debates por la soberanía del pensamiento y el pluralismo de las ideas.

Famosos poetas crecieron bajo el abrigo de Cormorán y Delfín. El cormorán, un atlético cuervo marino, y el delfín, un esbelto cetáceo, se hermanaron en la revista de Ariel Canzani para pregonar la poesía y la majestad de los océanos. En aquella casa náutica aprendió Milcíades Arévalo no solo el arte de la imprenta, sino a querer los libros, que leía con pasión en la biblioteca formada por Canzani en el oleaje marino. Cuando después de larga travesía se despidieron en tierra firme, el colombiano le prometió que seguiría su ejemplo: sería escritor y fundaría una revista literaria al estilo de Cormorán y Delfín.

Así nació Puesto de Combate, el 23 de septiembre de 1972. Es decir, el mismo año que llegaba a su final la revista argentina. Bajo el buen augurio de esta dichosa coincidencia, puede decirse que la revista colombiana recibía la savia que le inyectaba la publicación argentina. Hubo empalme intelectual. Empalme de estilo, de espíritu de lucha, de independencia ideológica, de mirada abierta a todas las expresiones literarias.

En 1983 moría Ariel Canzani, a la temprana edad de 55 años. Debo suponer que Milcíades Arévalo llora todavía la ausencia de su maestro y mantiene su nombre como faro del ánimo batallador que él le transmitió en alta mar, y que se ha mantenido firme hasta el día de hoy, a pesar del oleaje de las múltiples dificultades, sobre todo de tipo económico, que atentan contra la supervivencia de un medio tan frágil y desprotegido como es una revista literaria.

El discípulo superó al maestro en los largos años en que Puesto de Combate ha  permanecido en la predilección de sus numerosos lectores. Hoy es una de las revistas más antiguas del país, que se ha dado el lujo de prolongar durante estos 36 años, sin ninguna interrupción, su auténtica vocación de apoyo al ancho mundo de los escritores.

Por sus páginas han desfilado literatos prestantes tanto de Colombia como del exterior, y sus páginas han estado abiertas a toda clase de inquietudes culturales. Lo mismo el escritor veterano que el que apenas se inicia en los rigores del noble oficio han encontrado las puertas abiertas de esta publicación. La insignia de la revista es el pluralismo literario, sin exclusiones ni padrinazgos. Lo único que se exige son las reglas elementales del bien decir.

Milcíades Arévalo, antes de ser editor de Puesto de Combate, se desempeño como marinero, empleado bancario y vendedor de libros. De difusor de la palabra a través de la venta de libros pasó a rendirle honores al pensamiento por medio de su propia empresa editora. Actividad que le ha dejado íntimas complacencias, y al mismo tiempo hondos sinsabores por la falta de apoyo económico de las entidades encargadas de apoyar la cultura en el país, comenzando por el ministerio del ramo, que apenas llega a unos cuantos privilegiados.

En su haber literario, Milcíades Arévalo acredita sólida producción en los ramos de la narrativa y la dramaturgia, con títulos como El oficio de la adoración (relatos, 1988), Inventario de invierno (cuentos juveniles, 1995), Cenizas en la ducha (novela, 2001). Además, es autor de media docena de títulos inéditos.

El Espectador, Bogotá, 8 de agosto de 2008.
Puesto de Combate (editorial), No. 73, 2° semestre de 2008.

* * *

Comentarios:

Realmente es digno de admiración por el tesón para que su revista, que es muy buena, sobreviva a la turbulencia, no de las aguas marinas, sino a la falta de apoyo, a la vanidad de muchos colegas y a la lucha que ha sostenido durante 36 años para que ésta no naufrague en la mente de los lectores. Creo que una de las tantas cualidades y calidades de Milcíades es, sin duda, su franqueza y repudio a la mediocridad de tantos que se creen estrellas, cuando apenas son nubarrones en el cielo de la poesía, narrativa, ensayo, en fin, del mundo esquivo y exigente de las letras. Inés Blanco, Bogotá.

Interesante artículo, interesante revista e interesante personaje. Me llama mucho la atención el nombre dado de Puesto de Combate, que tiene mucho de “marino de guerra”, pues son esos puestos los que ocupan los marinos en los zafarranchos de combate, e incluso son los puestos para los zarpes y arribos de puerto. ¿Él perteneció en alguna época a la Armada? Capitán de navío (r) Jorge Alberto Páez Escobar, Bogotá.

Respuesta: Milcíades Arévalo fue en los años 70 grumete de un barco mercante, y en ese carácter viajó por muchos mares del mundo. El capitán de la embarcación, intrépido lobo de mar que al mismo tiempo era poeta, le infundió la idea de fundar una revista. El nombre Puesto de Combate lo tomó de sus experiencias marineras, sin que hubiera pertenecido a la Armada. Milcíades dice que ese nombre le pareció contestatario y por eso lo llevó a la revista con el sentido de “combate cultural”. “Mi único combate ha sido con las palabras”, dice el amigo. Ariel Canzani, el capitán, adquirió prestigio en las letras argentinas y murió de 55 años. En Google pueden leerse muchos de sus poemas. Allí encontré una foto suya, en la que se aprecian sus condiciones físicas de lobo de mar, en medio de una expresión a la vez dura y dulce, signada, sin duda, por el mar y la poesía. GPE.

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Trágico cronopio navideño

martes, 19 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En El Tiempo de este 19 de diciembre, Jotamario Arbeláez presagiaba la muerte inminente del periodista y escritor Ignacio Ramírez Pinzón, víctima de un cáncer voraz que lo destrozaba poco a poco, desde diez años atrás, en medio de terribles dolores. Cuando la nota sobrecogedora de Jotamario apareció en el periódico, Ignacio ya estaba muerto: murió a la madrugada de ese mismo día.

El “cronopio mayor”, como se le conocía, demostró durante su cruel enfermedad un valor inaudito, hasta el punto de considerar a la muerte como su compañera habitual, casi amorosa, con la que aprendió a codearse como si se tratara de su mejor aliada en las horas de angustia que envolvieron su existencia en los últimos años.

Reacio a los médicos y a los fármacos, prefería resistir el sufrimiento con fortaleza espartana, y hasta se burlaba de quienes se compadecían de su postración progresiva. Sólo cuando las fuerzas lo abandonaron por completo y el cerebro dejó de producir ideas, se sintió derrotado por la vida. Y entregó sus blasones.

Se dolía de no ser ya capaz de vigorizar el alma de su revista Cronopios, lo que era tanto como entenebrecer su ilusión, ahogar su propia alma soñadora. En sus instantes supremos de soledad e impotencia, se acordaría de Cortázar, su ídolo, a quien le había pedido prestado el nombre de batalla con el que se identificaba con el mundo, nombre que, de tanto enaltecerlo, pasó a ser de su propiedad.

La palabra cronopio –inventada por Cortázar dentro de una visión fantástica– se volvió título de honor que sólo podía dispensarse a los grandes amigos, a los nobles amigos, y adquirió para ellos los sinónimos de personas “ingenuas, idealistas, desordenadas, sensibles y poco convencionales”, es decir, quijotes en el ancho sentido del término. Eso era Ignacio Ramírez Pinzón: un quijote de las letras, de la amistad y el altruismo, no sujeto a cánones ociosos ni a jerarquías acartonadas. Con esa insignia ganó todas las batallas, incluso la de la muerte, porque se volvió eterno.

Su obra literaria, conformada por siete libros –en los géneros de la narrativa, la crítica de arte, las entrevistas a literatos y las narraciones infantiles–, se divide en dos conceptos: lo que es su propia creación, y el interés que dedicó a estimular la obra de los demás. En este último terreno, su generosidad fue definitiva para que muchos escritores iniciales perseveraran en sus afanes, y edificante para que los experimentados hallaran la palabra de aliento y el justo reconocimiento que no se obtienen en los círculos del privilegio. Cronopios queda como el mejor legado de este mecenazgo.

Conservo con gran aprecio su libro Hombres de palabra, escrito en asocio de Olga Cristina Turriago, donde recogieron una serie de entrevistas con escritores colombianos residentes en el país y en el exterior, obra que se convierte en valioso material de consulta para apreciar –dentro del universo intelectual que se extiende por todo el mundo– los estilos, los temperamentos, las maneras de pensar y los diferentes enfoques, antagonismos, tendencias, odios y amores que se originan en este campo siempre controvertido, alrededor de treinta figuras de nuestras letras. Como dolorosa ironía, dicho libro lo recibí de sus autores como regalo de la Navidad de 1989. Hoy, 18 años después,  la fiesta navideña se empaña con la despedida final del amigo ilustre.

Como homenaje a su memoria, rescato a continuación la maravillosa página titulada El año nuevo de la paloma, que Ignacio publicó en Cronopios como inicio del 2007, y donde la libertad de una paloma que había llegado a su residencia en las postrimerías del año viejo, simboliza el tránsito de su alma y de su cuerpo dolientes hacia el reposo eterno.

* * * * *

El año nuevo de la paloma

Por Ignacio Ramírez, director de Cronopios

He pasado la media noche del año viejo al año nuevo acariciando a una paloma blanca. Está en el garaje de mi casa, en un sótano sin aire, merodeado por los gatos vagabundos y lleno de la contaminación de los automóviles que duermen aquí sus metálicos sueños, sus pesadillas maquinales.

¿Cómo llega una paloma blanca a un garaje recóndito?

El celador del edificio del frente dice que cerca de las diez de la noche del 29 de diciembre vio como si un ángel gigantesco se empequeñeciera en el aire de las tinieblas y llegara disfrazado de novia diminuta a husmear en los árboles.

—Yo la vi entre las ramas y parece que despertó a los pájaros que estaban durmiendo, porque hubo alboroto y agitar de plumas de todos los colores. Inclusive revoloteó cerca de los venados de luces decembrinas que adornan los edificios de esta calle.

Otros vigilantes salieron sorprendidos por la desfachatez de la paloma. Ninguno entendía qué hacía a aquellas horas esta alocada aventurera emplumada alterando las leyes de la luna y las estrellas, donde las palomas son constelaciones y no aves terrestres como esta quizás sea.

Hemos llegado a pensar que puede tratarse de un artilugio escapado del sueño de un ser cósmico. Una entelequia sideral.

Yo al principio creí que hablaban de un pichón de albatros, una inusual nevada tropical así de grande. Acaso una hostia voladora.

Alfonso, mi compañero de la portería del edificio donde paso mis insomnios y escribo mis Cronopios, me contó que la pajarita blanca se perdió cuando tuvo que abrir la puerta para que entrara un carro cuyo dueño llegaba de una fiesta.

Y no se supo más. Pero cuando yo activé la señal de mi llegada y parqueé mi carro en su lugar de hábito, se apareció ante mí, batió sus alas y vino a picotear mis pies que ya casi no son capaces con sus pasos de regreso.

Me miró con sus ojazos negros y me saludó con un inaudible y diminuto arrurrú que yo sentí como si fuera una canción de mar, un instrumento de misterio, gaviota en tierra, farallón de plumas albas.

Alfonso fue por una casita que aquí guardan los residentes para cuando hacen viajes largos con sus mascotas. Le trajo arroz tan blanco como su plumaje y encendió la luz eléctrica que pareció alumbrarle el corazón del baile porque se dedicó a dar vueltas y más vueltas como suelen hacer los pájaros trompos cuando las pájaras trompas les agitan las pitas.

Yo pasé mis dedos por las plumas de su cabeza y por primera vez en esta vida dura sentí lo que significa ser materia blanda.

Estaba preocupado por las enfermedades, por las deudas, por el drama imprevisto de mi hermana mayor que está entre la espada y la pared de la vida y de la muerte, como yo —aunque parece que su muerte será corta y la mía larga—.

La palomita me alegró la vida. Vino a buscarme. Sé que es mía. Y sé que es mensajera porque traía tres lacitos de cintas de colores atados en una de sus patas.

Entiendo que como todos busca su libertad, pero no quiere irse. Yo le digo que ahí está el cielo del día y de la noche, que siga su camino, que aproveche que aún puede trasegar y vaya en nombre mío por los senderos que comienzan en la aurora y retozan todo el día y descansan o cantan toda la noche. Abro la puerta… ¡Y nada! Ahí está mi palomita blanca a la que transitoriamente bauticé Albertina Rafaela porque por supuesto me trae remembranzas de aquella loca parienta lejana suya que se equivocó buscando el norte y llegó al sur, la que confundió el trigo con el agua, el mar con el cielo y la noche con la mañana.

Si no fuera por la amenaza de los gatos noctívagos la adoptaría y le convertiría su casa de madera en un palaciego palomar digno de su ostensible estirpe de reina aventurera. Y le sembraría un jardín repleto de margaritas blancas.

Si no fuera por los gases de los carros saldría a buscarle el aire a donde fuera. Lo traería del Amazonas o de la Cochinchina y hasta de la Patagonia si fuera necesario. Volaría por ella con alas de cartón, desataría a la tierra de su cordón umbilical y lo pondría a elevarse como una cometa con un mensaje que dijera déjenme vivir en paz y prometo recuperar la risa.

Pero me da mucho miedo que corra el riesgo de morir envenenada o apabullada por la violencia, como mueren hoy en día los seres humanos… ¡Mejor morir volando que corriendo!

Por eso, porque quiero salvarle la vida para que regrese al viento y riegue la noticia de que yo quiero irme con ella, esta mañana le escribí al periodista Gustavo Gómez, de Caracol, suplicándole que anuncie por su emisora que busco con urgencia a un colombófilo que me instruya sobre cómo puedo desequivocar a una paloma equivocada («que las estrellas eran rocío / que el calor, la nevada, //… que tu falda era tu blusa, / que tu corazón su casa»)…

Pero hay algún intríngulis entre Albertina Rafaela y yo: Gustavo me respondió por correo electrónico que hoy por ser año viejo la mayor parte de la programación está pregrabada y en consecuencia él no podría estar al frente de la operación Paloma blanca, y aunque dijo que había pasado mi comunicación a sus compañeros, parecen andar despalomados pues ninguno de ellos atendió el arrurrú de la emergencia.

Por eso he bajado al garaje en esta media noche entre el año viejo y el año nuevo. La paloma se levantó y vino a acompañarme en esta soledad tan sola.

Esta vez picoteó la palma de mi mano y aunque yo nunca lloro porque gasté todas mis lágrimas cuando fui joven y vivía siempre enamorado, hoy he sentido húmedos los ojos al besar las plumas de la cabeza de esta niña bonita emplumada y coqueta, compañera blanca. Pero no era llanto sino rocío nocturno tan común y corriente en las pupilas de los hombres que encuentran palomas blancas en los parqueaderos subterráneos.

Toda la noche soñé con la libertad, que no es la jaula abierta sino el picoteo de la lejanía.

(Ella se durmió en la orilla.
Yo, en la cumbre de una rama).

El Espectador, Bogotá, 21 de diciembre de 2007.

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Comentarios:

(Correo dirigido a Óscar Domínguez). Esta carta de Ricardo Bada me llegó esta mañana mientras me secaba copiosas lágrimas, salidas de un corazón tan endurecido como los de nuestros gobernantes y motivadas por la nota más bella, más emotiva, más del fondo del alma como la publicada hoy en El Espectador sobre nuestro querido Nacho. Te saludo en la orfandad en que quedamos sin nuestro papá Cronopio. No conozco al señor Gustavo Páez Escobar pero sería un gran honor conocer a esa persona generosa que intuyó muy certeramente la grandeza del alma de Ignacio Ramírez. Hernando Jiménez.

Muy certeros sus comentarios sobre las dos caras de Nacho: el hombre de palabra y el que se ocupaba de la palabra de los demás. Nacho me contó otra historia que no tuvo tiempo de escribir: el de una paloma mensajera que año y medio después de emprender el vuelo, regresó “a pie” a su palomar, herida y todo. Estoy consultando colombófilos para que me expliquen semejante fenómeno. Por allá se le enviaré cuando la redondee. Oscar Domínguez.

Muchas, muchas gracias por tan hermoso texto sobre Ignacio. Él te lo hubiera agradecido desde lo más profundo de su ser y tú bien lo sabes. Yo, en su nombre, te lo vuelvo a agradecer. No solo es bello, también proviene de una persona muy especial como tú. Olga Cristina Zurriago Montoya, Bogotá.

Me conmovió profundamente la página a la ploma, y claro, él decidió que su alma se fuera con ella, porque encontró en su cercanía no solo la suavidad de sus plumas, sino, quizás, el afecto a que se refiere y a la soledad infinita que acompañaba con su revista, y como bien dices tú, Ignacio no ha muerto, porque tenemos sus palabras y la blancura de su alma con rostro de paloma. Inés Blanco, Bogotá.