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El final de la revista Nivel

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Con la edición número 308, del mes de agosto pasado, Germán Pardo García dio por finalizada la existencia de su revista Nivel, que había fundado en Méjico, a instan­cias del presidente Eduardo Santos, en enero de 1959. Cerca de 31 años de labor continua de esta gaceta cultu­ral que puso en alto el nombre de Colombia por los países latinoamericanos significan una proeza.

Dos motivos fundamentales determinaron esta dura de­cisión para quien ve concluido un esfuerzo gigante: el encarecimiento de los costos de impresión y la salud, cada vez más menguada, del poeta-director. Germán Pardo García, tan ajeno a los afanes monetarios, sostuvo con su propio peculio la vida de la revista, haciendo verdaderos milagros para que cada número viera la luz y lle­gara a escritores notables del continente e in­cluso del mundo.

No lo movía interés diferente al de ren­dirle tributo a la cultura, sin reparar en su propio bolsillo cada vez más estrecho, y divulgar la obra de los escritores. Nivel fue siempre una revista abierta a todas las ideas y todos los trabajadores de las letras.

Como no recibía avisos publicitarios, lo que para él era casi una ofensa, bien se comprenderá hasta qué gra­do de abnegación, que al propio tiempo lo es de elegancia, llegó nuestro poeta. En los últimos números apa­recía, solitario, un mensaje de divulgación del Museo de Oro del Banco de la República, que más se asemejaba a una noticia cultural que a una propaganda, y que Pardo García, a regañadientes, aceptaba por amable presión de Otto Morales Benítez para conseguir algún apoyo financie­ro en momentos apremiantes de la publicación.

En otra época crítica, años atrás, el doctor Belisario Betancur le llevó, siendo presidente de la Repúbli­ca, una partida generosa con la que se aseguró por buen tiempo la continuación de la revista. Esto lo revela aho­ra el poeta, con honda gratitud, al final de su ago­tadora jornada, en reportaje concedido al periódico Excelsior donde comunica al pueblo de Méjico, en el cual lleva 58 años de residencia, el final doloroso de su ti­tánica empresa.

Se confiesa agobiado por la edad (87 años) y sobre to­do derrotado por  vieja dolencia que lo ha reducido a una silla. Yo lo vi erguido por las calles de Méjico, hace apenas año y medio, y aprecié su maravilloso esta­do mental y envidiable memoria.

Así, lúcido y espartano, este roble de América que tanto ha enaltecido el nombre de Colombia como autor de una de las poesías más bellas que se hayan escrito jamás, entrega el trofeo por él conquistado en forma modesta y silenciosa. Se lo ofrece, ante todo, al mundo de las letras, y luego al amplio círculo de escritores que recibieron su apoyo a lo largo de tres décadas de lucha creadora.

Germán Pardo García le ha dado más a Colombia de lo que ha recibido de ella. Ha sido esquivo a los laureles. El Premio Nóbel de Literatura, para el que fue varias veces candidatizado, hubiera cumplido en su caso un acier­to indudable. Pero su gloria reside en su poesía: lo de­más es transitorio.

«He aceptado mi suerte con la impasibilidad con que los estoicos griegos aceptaban sus enfermedades», dice en el reportaje a que antes se hizo alusión. Su riguro­sa formación griega, de donde extrajo su amplio bagaje cultural, lo conduce hoy, en la hora de los crepúsculos y las plenitudes, por el universo de su propia producción iluminada, que le deja al mundo una obra de cerca de 40 tomos de imperecedera memoria.

El Espectador, Bogotá, 12-II-1990.

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Revista Quimera

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Señor Rafael Humberto Moreno-Durán, director de la revista:

He leído Quimera de pasta a pasta. La aparición del número 1 –edición colombiana que usted dirige– estuvo precedida de amplia publicidad, y por eso mismo, ya que a los colombianos nos gusta pensar al revés, le había cogido pereza al nuevo producto anunciado con tan­tos bombos y platillos. Usted es boyacense, como yo lo soy, y sabe que en nuestra tierra impera el mandato de la malicia indígena, ese instinto irrefrenable a no fiarnos del primer cuento, y en este caso de cualquier quimera.

Otras revistas, gacetas o magazines, o como quieran llamarse, han nacido a la luz pública con sonoros pre­gones, como ahora sucede con Quimera; y con sólo vol­tear unas páginas se descubre el mismo material trilla­do que se repite en la mayoría de publicaciones. Y ade­más figura la misma nómina, o cofradía, o asociación oculta –pero visible a todo momento en las letras de imprenta– que se ha apoderado de los medios masivos de comunicación.

Hoy los llamados suplementos literarios de los domin­gos, con contadas excepciones, cayeron en la más deplo­rable monotonía, en la más tediosa red de exaltaciones mutuas. Las camarillas de escritores son antipáticas, y presuntuosas, y aislantes. Son fáciles para la egola­tría y difíciles para la democracia de las ideas. Empo­brecen la literatura. En ellas se vive más de humo que de fuerza creadora.

Por todo esto, que se deriva de mi experiencia de veinte años como escritor y comentarista de prensa, miraba con recelo el advenimiento de Quimera. ¿Re­sultará –preguntaba– otro círculo vicioso de «los mismos con las mismas»? Para no quedarme atrás de la moda, comencé a leer la revista. A la vuelta de las primeras pá­ginas ya mis prejuicios estaban desvanecidos. Encontré temas novedosos, enfoques originales. El sentido ecu­ménico de la cultura saltaba por todas partes. Esto de hacer de lo local, lo cotidiano y pasajero, temas universales y consistentes, rompe los moldes tradicionales.

Quimera nace con inventiva. Tiene amenidad. Crea novedades, y esto no es fácil en el manido mundo de las letras. Hallazgos como el de la novela de John Kennedy Toole, o revelaciones como las de Mempo Giardinelli sobre intimidades inéditas de Juan Rulfo, o reminiscencias como las de Fernando Arbeláez sobre la bohemia de los cafés literarios de antaño, escri­ben una primicia. Descubrí, con la malicia del boyacense, que no se trataba de una quimera cualquiera. La revista reivindica la categoría intelectual y estética que le imprimió en España su fundador, Miguel Riera, hace cerca de diez años.

No estoy, por consiguiente, defraudado con el nuevo producto, y salgo enriquecido con la aventu­ra. Si el espíritu de Quimera no decae, las letras colombianas pueden sentirse oxigenadas.

El Espectador, Bogotá, 26-XII-1989.

 

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La Tadeo ante el siglo XXI

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La revista La Tadeo, dirigida por el doctor Abel Na­ranjo Villegas, ventila en el último número las opinio­nes y preocupaciones de un grupo de estudiosos que con­currieron al foro convocado por la Universidad Jorge Ta­deo Lozano para analizar los retos a que debe enfrentar­se la universidad colombiana en el año 2000. En su dis­curso de posesión como rector del claustro, el doctor Juan Hernández Sáenz manifestó que a la universidad «le corresponde prospectar su futuro, apo­yarse en lo actual y en su experiencia para vaticinar las realidades del próximo siglo, diagnosticar cuáles serán los problemas y las necesidades del país en ese entonces, no como un ideal teórico o un programa a largo plazo si­no como una urgencia inaplazable, un empeño inmediato y un objetivo primordial».

Este centro docente, que se ha caracterizado por su sentido de la investigación científica, ya está identifi­cado con los nuevos moldes que, desde ahora, marcan el perfil del milenio que se aproxima. El universo, que en el presente siglo pasó por la experiencia atroz de dos gue­rras y contempló adelantos prodigiosos como la exploración de otros planetas y el surgimiento de la era tecnológica, entrará en uno de los períodos de mayor expansión de la ciencia, que habrá de revolucionar la vida del hombre.

A paso gigante avanzan la ciencia y la tecnología con novedosos sistemas que nunca habían sido imaginados. En el momento actual de electrónica, de automatización e informática –tres términos que desvertebraron el estilo pausado del mundo hace apenas dos décadas–, a la humani­dad no le queda otro camino que marcarle el paso a la tec­nología. No es posible ni retroceder ni detenerse.

Estamos metidos en cintura de una época vertiginosa y tecnificada, y quien no sea audaz perecerá. Hoy la competencia de las naciones, que se traduce en la sub­sistencia de los pueblos, se basa sobre todo en los ade­lantos científicos, y ya hemos visto que Estados Uni­dos ha perdido liderazgo por la irrupción de mejores pro­cesos industriales en otros países que interpretaron los retos del futuro, como Japón y China.

Colombia, que es apenas un punto perdido en medio de los pueblos poderosos de la tierra, debe tomar conciencia sobre la realidad de formar los nuevos profesionales frente a la realidad de un mundo cambiante y de una ciencia cada vez más agresiva.

«La universidad del futuro, dice Abdón Cortés Lombana en el número de la revista que se comenta, debe subirse ahora mismo al tren de la ciencia y la tecnología, y de­be ser ahora mismo, porque el futuro ya comenzó». Llama así la atención sobre la necesidad de despertar una in­quietud universitaria capaz de superar las fallas de que adolece la educación colombiana, unas veces por falta de mayor rigor académico y otras por disipación.

*

El siglo XXI nos espera a la vuelta de la esquina. Y que no nos coja con las manos vacías y el cerebro hue­co, porque el progreso no se puede improvisar. La bús­queda del saber, en las actuales encrucijadas y sobre to­do en las que le esperan a Colombia, no es asunto de cor­to tiempo. El porvenir no puede conquistarse ni con pere­za ni con indecisión.

La universidad colombiana no puede permanecer a la za­ga de un planeta en constante metamorfosis, y debe orien­tar sus energías hacia el desafío mundial, tan lleno de sorpresas y golpes certeros, previsto por Jean-Jacques Servan-Screiber. Ese desafío es hoy escrutado, dentro de nuestro pequeño territorio, por quienes llaman la atención del país desde este foro de gran altura realizado en pre­dios de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, que ha co­menzado a planear, con mente abierta, la universidad del año 2000.

El Espectador, Bogotá, 16-XI-1989.

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Aleph: una cita con la cultura

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por Gustavo Páez Escobar

La revista más vinculada con la provincia y que mejor interpreta el folclor nacional es, sin duda, Aleph. Fundada en 1966 por un inquieto grupo de estudiantes universitarios deseosos de buscar las fuentes del humanismo, ha desempeñado fructífera labor como promotora de los valores regionales. De la nómina fundadora sólo queda Carlos Enrique Ruiz, el insigne y tenaz di­rector que ha difundido por los vientos de América —entre escritores, poetas y artistas en general— la imagen de la ciudad culta: Manizales. Haciéndolo, le ha dado entidad a Colombia como país preocupado por los afanes del espíritu.

Siempre me ha llamado la atención y me ha causado no poca intriga la per­severancia de Carlos Enrique Ruiz al frente de esta gaceta cultural —una de las mejor impresas de Colombia—, a lo largo de veinte años de duras batallas. Bien es sabido que estas publicaciones suelen tener vida efímera, y a veces mueren apenas en sus inicios, por falta de apoyo económico y bajo asperezas y sinsabores de todo orden. Permanecer por tantos años en circulación significa en nuestro medio un milagro de supervivencia. Habría que afirmar que el quijotismo es una marca de resis­tencia. Y sin él, el mundo se habría de­sintegrado por carencia de proteínas espirituales.

Cada nuevo número de Aleph significa una hazaña económica. Su director dijo alguna vez que nunca sabía cómo iba a financiar la edición si­guiente. Y sin embargo, no se ha dejado vencer por el pesimismo. Es admirable su coraje para sostener, a pesar de las penurias y adversidades, esta cá­tedra de irrevocable vigor intelectual. Cuando se llega a esta categoría del espíritu es indudable que existe un liderazgo.

La revista, nacida bajo los augurios de un signo matemático, ha desarro­llado su propósito de desentrañar los misterios del hombre mediante el ejercicio de la inteligencia. Ha enten­dido que la cultura es pa­trimonio de la comarca, donde nace, crece y se consolida, para trasladarse de allí a los centros, donde no siempre se conserva auténtica y por el contrario suele sofisticarse. Ha defendido el folclor —o sea, lo terrígeno— como la expresión natural del pueblo, y ha profundizado en las costumbres, las tradiciones y el modo de pensar de la gente como la razón de ser de la comunidad.

Todo esto revela capacidad intelec­tual y amor por el hombre dis­pensador de la vida artística. Y además hace resaltar la vocación humanista de un ingeniero —caso insólito— que logra, contra lo que es la norma común, inyectarle calor al frío campo de la ca­balística. Ejemplo de veras aleccionante. Carlos Enrique Ruiz fue hasta hace poco director de la Biblioteca Nacional, lo que demuestra su apego a la cultura.

Aleph ha cumplido su destino cultural. Ha demostrado que es posible sobrevivir cuando hay entereza de espíritu. El folclor, lo vernáculo, lo auténtico —en síntesis, la pro­vincia colombiana— ha sido y será la bandera perenne de este quijote moderno que desafía tempestades para sostener su imperio intelectual.

El Espectador, Bogotá, 18-I-1986.
Aleph, No. 56, enero-marzo de 1986.

 

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Bogotá, a la luz de una lámpara

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Los 450 años de Bogotá, cumplidos hace pocos meses, ya parecen un suceso remoto. Pasaron con la fugacidad de una luz de bengala o la brevedad de una copa de champaña. El acontecimiento fue más ceremonioso y emotivo que generador de progreso. Para el centro de la ciudad se ofrecieron algunas obras de transformación, pero és­tas se vienen ejecutando con irritante parsimonia. Nada espectacular, nada revolucionario para la gran capital.

El recuerdo de la efemérides queda, en cambio, recogi­do en las páginas de bellísimas ediciones. Muchos libros luminosos, mucha prosa brillante, grandes textos socio­lógicos acrecieron la bibliografía de una de las capita­les más destacadas de Latinoamérica, que se asoma con ímpetu al misterioso reto del siglo veintiuno. Los 450 años de Bogotá engrandecieron la literatura colombiana.

La revista Lámpara, tan vinculada al corazón de la patria, le rindió a la cosmópolis, en admirable edición de lujo, esplendoroso homenaje. Especialista en la per­fección del grabado y la magnificencia de la policromía, los textos que reunió, de autores sobresalientes, hacen de este número un acervo de arte, de gracia y eru­dición.

Donosas plumas, como las de Belisario Betancur y Ger­mán Arciniegas, recrean, con la magia de sus estilos ame­nos y descriptivos, la vida bogotana llena de peculiaridades, de anécdotas y evoluciones. La ciudad hosca que halló el montañero de Amagá en su primer contacto con la fría altiplanicie, más tarde se le volvió tierna hasta serle imprescindible. «Como en el viejo poema de Cavafis –dice el expresidente–, siempre llevaré esta ciudad puesta».

El general Álvaro Valencia Tovar pasa revista a los episodios bélicos que sacudieron la vida santafereña del siglo diecinueve y deduce que, a pesar de la dureza de aquellos conflictos, nunca Colombia se había visto tan azotada como en las graves contiendas que se presenta­ron, y siguen enconadas en nuestros días, a partir del 9 de abril de 1948.

José Salgar es otro testigo de excepción de este pro­ceso histórico que salta de doce chozas levantadas de afán hasta la vertiginosa era electrónica que hoy nos asombra y nos confunde. Salgar, que ha visto tantas metamorfo­sis en su denso camino de hombre de la calle, va de la mano, en este inventario de la Bogotá que se fue, con Gonzalo Mallarino, otro cronista memorioso y cordial de su terruño, quien recordando los primeros automóviles capitalinos, montado en el carro de su vecino, nos pinta la transformación del tráfico motorizado.

El deporte, la expansión, el rigor atlético tienen en la crónica de Eduardo Arias Villa la resonancia que sale de los estadios y del aire libre y enmarca una ciudad de deportistas. Bogotá no se resigna a los espacios cerra­dos y todos los días agranda su territorio y fortalece sus pulmones.

El Carnero, obra vital para comprender la épo­ca de la Colonia y los episodios pasionales que en ella tuvieron ocurrencia, se examina con sentido crítico, encuadrándolo bajo los aleros de la vieja ciudad, por el escritor Rafael Humberto Moreno Durán. Con vena chis­peante, propia de su genio guasón e ilustrado, Alfredo Iriarte nos ameniza la Bogotá cachaca entre añejas recor­daciones.

Elisa Mújica se va por las antiguas librerías bogota­nas, apegada a las curiosidades bibliográficas del si­glo diecinueve, y nos recuerda, con ánimo nostál­gico, que un día nos ganamos el título de Atenas suramericana. Por fortuna, el bogotano culto todavía no se ha extinguido. Y no podía faltar la óptica del visitante extranjero, Manuel Mora, representante de la agencia es­pañola Efe, quien se mete en el alma de la ciudad y re­vela sorprendentes apreciaciones. Es un viajero inquieto que sabe revolver las entrañas de la urbe acogedora.

¡Qué grato contemplar a Bogotá bajo la lumbre de esta Lámpara de cultura! Lámpara que se alimenta del petróleo nacionalista para iluminar el camino que nos abre el incierto siglo que ya tenemos encima.

El Espectador, Bogotá, 30-I-1989.

 

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