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Creo en Colombia

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Creo en Colombia a pesar de que muchos colombianos no creen en ella. Creo en Colombia por encima de los odios, de las balas, de los secuestros, de las masacres de todos los días, de la angustia de todas las horas. Y me digo: algún día cesará la horrible noche y alumbrará una luz en la alborada. ¿Cuándo? Quizá mañana, quizá el año entrante, quizá… Un quizá que se diluye en lontananza y parece que nunca quisiera permitir la llegada de la paz. Pero llegará.

Creo en Colombia porque la ilusión no se ha perdido, ni los gobernantes han claudicado, ni los guerrilleros han vencido, ni la  paz se ha agotado, y aún nos queda un pedacito de Colombia –es decir, un átomo de alma–, y esto equivale a tener una patria grande que resurgirá de las cenizas como el ave fénix. Esto no es optimismo ciego: es un acto de fe en Dios y en la vida, una carta confiada al futuro, un no rotundo al pasado.

Colombia gime, luego existe. Sus malos hijos la tienen postrada en infinita amargura, y su sollozo se escucha en todos los confines. El país entero llora el sacrificio infame de vidas inocentes, el secuestro feroz que no respeta ni a ricos ni a pobres, el atentado cobarde contra pueblos indefensos, la destrucción demencial de la riqueza pública. Por eso gime la patria: porque la barbarie de unos pocos nos mantiene a todos torturados bajo la peor maquinaria de terror y exterminio que haya conocido el país.

Ante este horizonte sombrío, miles de colombianos prefieren abandonar el suelo nativo, vencidos por la desesperación, sin alegría en el alma ni derroteros a la vista. Yo no creo en esos éxodos de derrotados (que todos los días madrugan a hacer filas resignadas e interminables, en trámites torturantes de pasaportes y visas escapistas), porque en tierra extraña van a ser más infelices que en la propia. La mayoría de ellos sabrá más tarde, allende las fronteras, que el pan sabe amargo.

Cuánto orgullo sentí con la conducta de mi hijo, que se había ido a estudiar al exterior y prefirió volver a su patria a pesar de los signos funestos que gravitan sobre la vida colombiana. Mientras otros profesionales de su edad y su preparación son seducidos por la moda actual de abandonar el país, mi hijo hacía la siguiente manifestación que se convierte en acto de valor civil y de solidaridad nacional:

“El conocer y aprender de un país como Canadá, que ha sido catalogado por cinco años consecutivos como el número uno en el mundo en calidad de vida, y al que semanalmente llegan cinco familias colombianas, me reafirma sobre cuál es mi misión como profesional en Colombia: seguir preparándome y trabajar por mi país. Yo pienso que si queremos salir adelante, la solución no es huir y darle la espalda a un problema que es de todos”.

Eso es patriotismo, pero también una lección para los colombianos cobardes (los hay de todas las edades y de todas las condiciones sociales) en estos momentos de confusión y pánico, quienes prefieren salir corriendo antes que darle la mano a la madre desvalida, esta patria grande, vapuleada por la adversidad, que muchos dejan sola en lugar de socorrerla.

Creo en Colombia como la mejor tierra del mundo, la más sufrida y la más heroica. Creo en su Presidente, que se ha entregado por completo y con enorme sacrificio a la cruzada de la convivencia nacional, y que no descansará hasta que se consolide la paz. Creo en el patriotismo y la sensatez de los colombianos –incluso de los violentos–, que no permitirán que naufrague la esperanza.

El Espectador, Bogotá, 30 de diciembre de 2000.
Academia Colombiana de Historia, Boletín de Historia y Antigüedades, Bogotá, enero-marzo de 2001.

Ni un muerto

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Por primera vez en los numerosos años que soy lector de El Tiempo, hace pocos días su cartelera funeraria estaba desierta. Hoy amanecimos sin muertos, pensé. Y sentí un respiro en medio de tanta mortandad. Con todo, me pareció insólito que nadie hubiera expirado en las veinticuatro horas anteriores, y como la suposición era descabellada, volví a revisar el diario, página por página, rincón por rincón, y los difuntos seguían ausentes. Quizá no me había llegado esa sección del diario. Descartada tal posibilidad, quedaba claro que poseía el periódico entero, pero faltaban los muertos.

Confieso, con cierto impudor macabro, que me hacen falta los muertos. Es una manera de convivir con la realidad de la muerte, de tomarle el pulso al país, y en el caso comentado, de enterarme de la desaparición de algún personaje o de algún amigo entrañable. Sin muertos es como si Colombia no existiera. ¿Cómo suponer a nuestra pobre patria, martirizada durante cuarenta años por los odios implacables, sin al menos un muerto diario? Esa era la muestra mínima que yo buscaba en la cartelera luctuosa de El Tiempo, donde abundan las cruces cotidianas, pero ese día nadie había ingresado a la lista. ¿Un muerto, dije? Una docena, o dos, o tres, qué sé yo, de compatriotas abaleados por los guerrilleros, o de guerrilleros ajusticiados por los militares, sin incluir los decesos incontables debidos a circunstancias diversas. Por eso, el día sin avisos fúnebres me sentí desubicado.

Cuando el doctor Carlos Lleras de la Fuente era director de El Espectador, abrió en el periódico, sin costo para los deudos, un espacio donde se registraban los fallecimientos de toda la ciudad y de todos los rangos sociales, tomados de los informes de las funerarias. La única que no se acogió al plan fue la Gaviria, tal vez basada en el hecho de que su clientela pudiente publica el dato en El Tiempo, por lo general en gruesos caracteres y pagando, claro está, elevadas tarifas.

Las diferencias sociales llegan hasta el final de la existencia, y con el informe en la prensa sobre la persona que ha pasado a la otra vida, muchos refrendan la figuración mundana, en mayor o menor grado según el tamaño de la letra de imprenta. Sin embargo, si a un muerto, por rico y poderoso que haya sido en vida, se le consultara si deseaba un aviso en El Tiempo, a buen seguro diría que no, por saber que en el umbral  de la muerte comienza la igualdad. Pero el que manda no es el finado, sino su familia y su círculo social. Por eso crece tanto el obituario del periódico cuando el cadáver es famoso.

Ante el rechazo de la Funeraria Gaviria para acogerse al programa diseñado por el doctor Lleras, este, con fecha 30 de septiembre del año 2000 (conservo el recorte como un episodio curioso), publicó una nota con el título “Perdieron un cadáver”, donde, en señal de protesta, les manifiesta a los Gaviria, quienes por más de medio siglo han sido los mayores empresarios de pompas fúnebres de la capital: “En un negocio tan próspero como el que manejan, un cadáver más o uno menos no interesa; pese a ello el Director ha instruido a su familia para que confíen sus restos a otras gentes”.

El Tiempo terció en el asunto para manifestar -no se sabe con qué propósito- que vigilará el cumplimiento del deseo del doctor Lleras de no ingresar a dicha empresa mortuoria. ¡Quién no desearía estar vivo para presenciar estas exequias fuera del techo de la Funeraria Gaviria y bajo el ojo atento de los Santos! (El día esté lejano, doctor Lleras).

Decía yo que hace poco la cartelera de El Tiempo no tuvo dolientes. Supongo que el suceso no obedeció a asuntos económicos de los usuarios, sino a falta de clientela de esa categoría. Casi nadie observaría ese detalle extraordinario, sucedido en las altas esferas bogotanas de la muerte. Pero no por eso dejó de morir gente en la ciudad. Gente del común, supongo, o gente de superior estrato pero que huye de la ostentación, ya que la cartelera de marras no fue ocupada ese día por nadie, por primera vez en muchísimos años. Este detalle escondido, y acaso nimio, motivó la presente crónica, que registra un hecho insólito en los anales de la muerte.

Y alcancé a celebrar, por pura ficción o por falaz optimismo, el que hubiéramos amanecido sin muertos, producidos por la violencia o por causas naturales. Llegué a pensar que el país era diferente. Supuse que los guerrilleros habían decretado el cese de hostilidades. Soñé que había terminado la guerra… Pero no había tal: el país seguía tan sangriento como todos los días. Cuando desperté de la irrealidad –¡oh desconsuelo!–, vi en el televisor un desfile de ataúdes en algún caserío remoto.

El Espectador, Bogotá, 1° de mayo de 2003.