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Memoria de viejos escritores caldenses

viernes, 5 de noviembre de 2010 Comments off

Carta abierta al poeta de Anserma

Por: Gustavo Páez Escobar

Augusto León: leí la sabrosa crónica que publicas en Eje 21 sobre la irrupción hace 50 años de los poetas nadaístas en Manizales, en los inicios de su organización (o desorganización, dirían ellos) como grupo rebelde dentro de las letras colombianas.

Asimismo, el interesante cruce de correos que has tenido con Eduardo Escobar, de los que me has hecho partícipe. En ambos casos salen a la palestra insignes figuras literarias de tu Manizales del alma, amigos que tuve la suerte de tratar durante mi larga y jugosa estadía en Armenia, en una doble posición, reñida y por lo general incompatible: la de gerente de banco y hombre de letras. Es difícil –casi una proeza– que las letras del espíritu armonicen con las letras de cambio. En mi caso, como te consta, tuve suerte en ambos frentes. Me conoces ahora jubilado de la banca y prendiéndoles luces a los diablejos del espíritu, para manejar una senectud bien iluminada.

Mi vinculación por aquellas calendas como columnista de La Patria, de la que fuiste director eminente, me permitió conocerte de cerca, tomarnos unos buenos alcoholes por los caminos del Gran Caldas, torear a los dioses del parnaso y estrechar –lo más importante– una amistad que se ha mantenido incólume a lo largo de los años.

Recuerdo una grata tertulia contigo y con Hernando Salazar Patiño, por aquellos días director del suplemento literario de La Paria: el irreverente Hernando de siempre, a quien me encontré el año pasado en la Feria del Libro, embestido por una serie de infartos cardíacos, de los que se reía, quisquilloso y rebelde, y por otra parte autor de dos libros críticos y muy bien escritos: Herejías y Manizales bajo el volcán (entre otros). Este último fue presentado en Bogotá, en el Club Caldas, por Fernando Londoño Hoyos. Allí estuve.

Cuando publiqué en Armenia mi primera novela, Destinos cruzados, Iván Cocherín escribió en La Patria una nota elogiosa, que me sorprendió y me asustó. Días después mordió mi vanidad con una halagadora venta del libro. Yo seguí sus instrucciones al pie de la letra: empaqué los primeros 23 ejemplares (no me cupieron más en la caja) a nombre de la persona que él me indicó, residente en Bogotá; formulé una cuenta de cobro con generoso descuento, como me había sugerido para hacer más atractivo el negocio; hice el despacho por Velotax, y quedé a la espera del giro que debía recibir, sin falta, en un par de semanas. Dos meses después, mi vendedor estrella no había vuelto a tomarse su café acostumbrado en mi oficina, ni había vuelto a llamarme, razones suficientes para darme por notificado del ingenioso “robo literario”.

En esos días supe por alguien que ese era el sistema con que Cocherín se hacía presente ante los escritores primíparos, quizá para dejarles un recuerdo imperecedero, como sucedió en mi caso. Ante tamaña realidad, afilé la espuela y le envié a La Patria este telegrama con visos de seriedad: “23 destinos fugitivos punto Apremiado salúdolo, Gustavo Páez”. Su respuesta fue inmediata y contundente: “Semana entrante esa punto Nunca creí banqueros apremiáranse punto Saludos, Cocherín”. Ni a la semana siguiente, ni en semana alguna posterior, el novelista de Barbacoa volvió a asomar su respetable nariz por mi recinto de las cifras ajenas, donde se ofrecía muy buen tinto y se brindaba amplia amistad.

Volví a verlo, tiempo después, cuando me condecoraron en Calarcá con la medalla Eduardo Arias Suárez. Se presentó de repente al escenario y pronunció, por fuera de programa, una solemne oración animada por las copas de aguardiente que llevaba entre pecho y espalda, discurso emotivo –¡para mí, pichón de escritor!– donde me calificó, con mis Destinos cruzados que se cargó el viento, como una “revelación literaria”.

¡Ojalá Dios te hubiera escuchado, Cocherín! Cuando quise llegar hasta ti para darte las gracias por tu proclamación jubilosa y gozar con tu exquisita picardía, ya te habías esfumado, como un fantasma, de la sala cultural. Nunca más volví a verte. Pero siempre te he recordado con simpatía, créeme. Incluso con agradecimiento, por haberme abierto los ojos ante las mentiras de la literatura. Te fuiste debiéndome no unos libros efímeros, sino el aguardiente que me habías prometido para el segundo despacho…

Me produce mucha gracia la descripción que presenta Eduardo Escobar sobre Ebel Botero. Yo conocí a Ebel en Armenia, cuando él era profesor de la Universidad del Quindío. Nos hicimos buenos amigos alrededor de la literatura, por la época en que los escritores de la región teníamos nuestra cosecha de libros en Quingráficas, editorial de gratísima recordación. ¿Te acuerdas, Augusto León?

Ebel Botero, apabullado por su sodomía traumática, me contó que iba a superar su dolorosa condición mediante una novela que había escrito sobre el homosexualismo y que ya había entregado a Javier Londoño, el propietario de Quingráficas. Pensaba que al ventilar su caso por ese medio superaría su trauma, que no lo dejaba vivir en paz. Días después me dijo, más perturbado que antes, que había ido a Quingráficas a recoger la obra, que ya estaba impresa, y allí mismo, luego de pagar el saldo pendiente, la había incinerado sin salvar un solo ejemplar, por considerar que Colombia no estaba preparada en esos momentos para sacar a los homosexuales del clóset. Con su novela, me confesó, crecería su angustia.

Se fue para Medellín y tiempo después publicó Homofilia y homofobia, texto con fondo científico. Y se me perdió de vista. Pregunté por él a mucha gente, y nadie me daba razón. Hace poco descubrí en la internet que se había tomado un veneno en el hotel donde residía. Un amigo que llegó en ese momento lo encontró boqueando y logró prestarle ayuda. No murió de inmediato, sino seis meses después, en Manizales –donde residía el hermano suyo sacerdote–, de una hepatitis causada por el envenenamiento. Una vida desventurada y trágica. Brillante crítico literario que tuvo gran desempeño en el Magazín Dominical de El Espectador durante una época extensa, y que terminó destrozado por las garras de su angustia existencial.

Inyéctale ánimos a Omar Morales Benítez para que publique cuanto antes –y sin esperar el patrocinador que nunca llega– el valioso libro de cuentos que tiene maduro desde hace varios años. Omar tuvo la gentileza de hacérmelo conocer. Yo le expresé mi modesta opinión favorable, y le presenté esta disyuntiva: o lo publicas, o lo dejas inédito para que se lo coman las ratas. ¿Y Beatriz Zuluaga, su esposa? Gran poetisa, que se ha detenido en su producción y que requiere un empujón tuyo. ¿Y tú? ¿Cuántas veces te he dicho que nos has dejado con las ganas de seguir degustando tu fina poesía erótica?

Otras caras amigas de la nómina manizaleña que citas, con las que compartí afanes intelectuales y que han desaparecido de la escena en medio de la adversidad, son: Mario Escobar Ortiz, notable columnista de La Patria, y además pintor, muerto en una madrugada bohemia, aplastado por un vehículo; Jorge Santander Arias, gran pensador y maestro del idioma, consumido por un cáncer; Rodrigo Ramírez Cardona, el famoso “Gaspar”, que “se nos murió de soledad”, según dices. Él me brindó gran estímulo para mis primeros cuentos desde su columna Laberinto, de La Patria. Aquí tengo a la mano su voz ya lejana: “Páez parece confesar, según sus cuentos, el concepto de que el hombre asiste a una realidad trunca, en falencia; una realidad incompleta como un muñón, lo que excluye, de suyo, el final feliz”.

Sobre tu primo William Ramírez Tobón, connotado politólogo, hablamos en nuestra última tertulia con Jorge Mario Eastman. Con él les abriste las puertas de Manizales, hace medio siglo, a Gonzalo Arango, Jotamario Arbeláez, Eduardo Escobar y su gente, que escandalizaron a la ortodoxa y sacrosanta escuela de los grecolatinos: Fernando Londoño, Gilberto Alzate Avendaño, Silvio Villegas, Bernardo Arias Trujillo…

Bien está que hagas esta evocación como una constancia de fidelidad al movimiento nadaísta en sus 50 años de vida. Y que recuerdes, además, las entusiastas conferencias pronunciadas en honor del grupo insurgente por el futuro vicepresidente de Colombia, Humberto de la Calle Lombana. ¡Loor para todos!

En fin, poeta ilustre Augusto León Restrepo: tu memoria nadaísta me ha dado ocasión para volver sobre mis pasos por el Gran Caldas, cuando la vida era amable y veíamos sonreír a la luna. Y me has dado motivo para acordarme de los vivos y los muertos. ¿Cuándo almorzamos?

Eje 21, Manizales, 22 de septiembre de 2008.
El Espectador, Bogotá, septiembre de 2008. (Se le cambió el título: Carta abierta al poeta de Anserma).

* * *

Me alegra que el artículo te hubiera dado la oportunidad de añorar esa tierra, que fue y es tuya, y el valioso aporte que le diste en las letras literarias y en las letras de los pagarés y cambiarias. En ambas ramas, fui testigo, contribuiste al reconocimiento cultural y financiero, especialmente del Quindío. Augusto León Restrepo, Bogotá.

Muy bella. Pensaba si en Manizales abundaba tanto la inteligencia, o se notaba mucho en la pequeña aldea de entonces. Mis amigos todavía se asustan cuando les digo que en los sesenta la mejor página de opinión la tenía La Patria. Un montón de señores mucho más viejos que nosotros, godos, pero algunos proustianos, cultos y con unas prosas muy inteligentes las más de las veces. Recuerdo también esa tristeza del diablo que andaba junto a Fernando Mejía y Mejía. Y que a Baudilio Montoya me lo presentaron como diez mil veces, como una figura de museo, que nunca se acordaba de haberme visto. Eduardo Escobar (nadaísta), San Francisco (Cundinamarca).

Tu recordación aparece tan vívida con el ropaje de tu castiza prosa, que hasta yo (¡ay de mí!) siento nostalgia de lo vivido por ti. Iván de J. Guzmán López, Medellín.

Excelente recordatorio. A muchos de los caldenses los leía yo en La Patria, que compraba en una esquina exclusiva de Bogotá donde llegaba con interrupciones. Haber vivido 38 años en la capital me privó de estar más cerca de la cruzada literaria de los caldenses, que agrupaba a los de Pereira y Armenia. Además, me picaba el gusanillo de la política y aquellos menesteres poéticos estaban lejos, excepto cuando Otto me actualizaba en las tertulias de Oma, en la calle 82, con alguna noticia de la comarca. Jaime Lopera Gutiérrez, Armenia.

Ese era Cocherín, de quien también fui su amigo y su blanco. Carlos Arboleda González, Manizales.

Me hiciste sentir como si te estuviera escuchando en una grata tertulia. ¡Qué interesantes todos tus comentarios! Desde los trágicos hasta los picarescos, como el ingenioso robo de tus 23 ejemplares, como para abrir bien los ojos. Sigue produciendo y participándonos de esa riqueza a tus amigos, no pares nunca porque se acabaría un filón de los que quedan pocos en la literatura. Mercedes Medina, Bogotá.

Baculazos

domingo, 25 de julio de 2010 Comments off

Gustavo Páez Escobar

La aplicación por primera vez en Colombia de la ley del aborto ha dado lugar a reñida controversia entre la jerarquía eclesiástica y la opinión pública. El cardenal Alfonso López Trujillo, presidente en el Vaticano del Consejo Pontificio para la Familia, se vino lanza en ristre contra quienes intervinieron en la suspensión del embarazo de una niña de once años a quien su padrastro había violado.

El problema residía en que el organismo de la niña no era apto para la formación del feto (que llevaba mes y medio de gestación), lo que impediría el nacimiento de una criatura normal. De ocurrir el parto, la joven madre expondría su propia vida, y en caso de supervivencia recibirían –ella y su hija– graves traumas sicológicos. La situación encajaba en los tres casos previstos por la ley para realizar el aborto: cuando haya violación o incesto, cuando se encuentre en peligro la salud de la madre o cuando haya malformaciones en el feto que hagan inviable su vida.

El aborto se realizó dentro del marco jurídico. No obstante, el cardenal López Trujillo señaló como “red de malhechores” a quienes habían participado en el proceso, y les anunció la pena de excomunión. Como “malhechores” –es decir, delincuentes– quedaban incluidos el personal médico y paramédico del Hospital Simón Bolívar, los magistrados que habían votado a favor de la ley, e incluso los periodistas que la habían apoyado con comentarios públicos.

Ante semejante desmesura, El Tiempo terció en el debate con el editorial titulado La lengua del Cardenal, donde apoya la legitimidad jurídica, al acatarse, como se acató, lo establecido por la norma (dentro de una “sociedad plurirreligiosa como la colombiana –enfatiza el editorial–, donde las leyes no tienen por qué someterse al ‘nihil obstat’ vaticano: les basta el ‘imprimatur’ de la Constitución y la ley”).

La polémica, acalorada en ocasiones, no debería llegar al extremo de la excomunión, figura temible que en viejas épocas de ingrata recordación –movidas por el fanatismo religioso y la pasión política– se prestó para el abuso y se convirtió en arma que asustaba las conciencias.  A lo largo del tiempo, figuras famosas del país, lo mismo que entidades, han sufrido anatemas y excomuniones que hoy carecerían de razón.

El Espectador padeció censuras y hostigamientos, oficiales y religiosos. Fidel Cano, su fundador, fue encarcelado varias veces por capricho de las autoridades y recibió reprimendas religiosas por sus causas sociales y la defensa de la libre opinión. En 1888, cuando se adelantaban grandes preparativos para celebrar con pompa y lujo las bodas de oro sacerdotales de León XIII, un escritor criticó la suntuosidad de dicho suceso, frente a la pobreza y humildad vividas por Cristo. Como represalia por el artículo, el obispo de Medellín, Bernardo Herrera Restrepo, prohibió a los fieles, bajo pena de pecado mortal, “leer, comunicar, transmitir, conservar o de cualquier manera auxiliar al periódico titulado El Espectador”.

En 1948, monseñor García Benítez censuró un cuadro de Débora Arango en el que un obispo le daba la comunión a una prostituta, y amenazó con excomulgarla. El filósofo y escritor Fernando González fue excomulgado por sus escritos irreverentes. Lo mismo sucedió con Vargas Vila, por la publicación de su novela Ibis, en 1900, y por sus críticas contra el clero. El párroco de Choachí hizo quemar el granero del poeta Germán Pardo García por no pagar diezmos y primicias.

En los años 20 del siglo pasado, la familia Botero inició en Circasia la construcción del Cementerio Libre –“monumento a la libertad, la tolerancia y el amor”–, que recibió el apoyo decisivo del filántropo Braulio Botero Londoño durante el resto del siglo. La obra nacía como una necesidad –y una protesta– frente a la prohibición de enterrar en cementerio católico a los librepensadores, a los suicidas y a quienes, a criterio del párroco, vivieran en “estado de pecado”. Los promotores del proyecto fueron a dar varias veces a la cárcel por atentar contra la religión.

Enrique Santos Montejo –Calibán–, el columnista más leído del país con “La danza de las horas” en El Tiempo, recibió tres excomuniones cuando dirigía La Linterna en la ciudad de Tunja, debido a sus denuncias contra el clero por su intervención en política y su enriquecimiento personal y de las comunidades religiosas.  Por aquellos días, un amigo ponderó el fino traje que lucía Calibán en la capital del país, ante lo cual éste le manifestó: “Estoy estrenando mi vestido de primera excomunión”.

Tiempo después, el ilustre periodista comentaba: “Instalado yo en Bogotá, me encontré un día con monseñor Restrepito, quien cariñosamente me dijo: ´Camina conmigo y te quito esa calamidad de la excomunión que puede entrabar tu carrera. No tienes que hacer declaraciones ningunas’. Así fue. Monseñor Restrepito me puso una estola en el hombro. Me dio una porción de bendiciones con muchos latines. Así regresé al seno de la Iglesia, dentro del cual espero morir liberado de la gran pesadumbre de mis pecados y locuras”.

Esto de la reconciliación y el perdón, de parte y parte, suena muy bien en estos días en que el cardenal López Trujillo anuncia una lluvia de excomuniones. Al dejarme perplejo esta actitud, corrí a desempolvar viejos capítulos del país dominado por el sectarismo, la ortodoxia y la intemperancia, y los comparé con los actuales.

En esta carrera me tropecé con Lutero, el monje alemán que criticó a la Iglesia  por la práctica, entre otros casos, de ofrecer la salvación del alma mediante las donaciones, las bulas y las indulgencias. La salvación del alma solo se consigue, dijo el monje, con la fe y la confianza en Dios. Su censura le valió la excomunión. Y dio origen al protestantismo, hace cerca de 500 años. Después de tanto tiempo, Juan Pablo II vino a reconocer que Lutero tenía la razón y le levantó la excomunión. Lo mismo sucedió con Galileo Galilei, a quien Roma condenó como hereje (y por poco va a la hoguera, si no abjura ante la Inquisición), debido a su defensa del sistema cósmico de Copérnico. También Galileo tenía la razón. El Papa, por tamañas equivocaciones, le pidió perdón al mundo.

Viene al caso la sabia receta, que separa lo divino de lo humano: “Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”.

El Espectador, Bogotá, 9 de septiembre de 2006.

 * * *

Comentarios:

Sobre tu tema hay mucha tela para cortar. Una hermana de Luis Granada Mejía, Aleyda, que había sido monja y era mi compañera de trabajo en el almacén de Héctor Gutiérrez Mejía, decía con la mayor propiedad que matar liberales no era pecado. Y el padre Alzate, cura de Circasia cuando yo era un niño, azuzaba a la gente para que apedreara la casa donde vivía una familia de protestantes. El caso es que ya nadie se asusta por las excomuniones, menos cuando provienen de la arrogancia del cardenal López Trujillo, un Torquemada perdido en el siglo XXI. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Gracias por tu artículo a propósito del tan cuestionado exabrupto de ‘Savonarola’ López Trujillo. Me pareció buenísimo y ojalá él lo lea para que se dé cuenta de que no solo él sino muchos otros han procedido en igual forma, hasta el punto de que el papa Juan Pablo II tuvo que pedir perdón en nombre de la Iglesia, tal como tú lo recuerdas. Daniel Ramírez Londoño, Armenia.

Haces un simpático relato de algunas situaciones en las que ha habido sanciones eclesiásticas. Y digo simpático porque aunque el tema es bastante delicado y complejo le has dado un tono intrascendente y el apunte de Calibán vale por un texto. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

El rostro de Omayra

lunes, 19 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Recorrido por Armero un año después de su destrucción (13 de noviembre de 1985). Homenaje perenne a Omayra.

Presentí que me hallaba en proximidades de Armero por una tumba que apareció al borde de la carretera. Me detuve ante ella y me sentí sobrecogido. Estaba revestida de flores rojas recién colocadas. La pequeña cruz, clavada sobre lo que una vez fue terreno fértil y ahora se había convertido en erial impresionante, parecía una oración solitaria que iniciaba el clamor por los 25.000 muertos que había dejado la tragedia.

Tierra reseca y resquebrajada, poblada por árboles carcomidos y envuelta en denso silencio, comenzó a surgir al paso del vehículo como un espectáculo macabro. A lado y lado de la deteriorada carretera, ahora en plan de rectificación, la Cruz Roja tiene instaladas varias vallas que anuncian las obras en marcha para rehabilitar la región. Una valla con el nombre de una hacienda desaparecida llora por sus trabajadores muertos y proclama su solidaridad con Armero.

Pero Armero ya no existe. Cuando me situé frente a la gigantesca cruz de cemento levantada en medio del camposanto en que quedó convertido el pueblo, y ante la que oró el Papa el 6 de julio de 1986, recibí el latigazo de la soledad. Apenas un vehículo recorría en ese momento la morada de los muertos, y yo, desde lejos, lo veía avanzar por entre cruces y detenerse de trecho en trecho frente a los innumerables testimonios de la población evaporada. Unos árboles mutilados y ennegrecidos enmarcaban el cuadro dantesco.

Un vendedor de paletas esperaba la llegada de los turistas. Me acerqué y le compré un helado. Era el primer ser vivo que se me presentaba en aquel campo funerario. Parecía un contrasentido que algún mortal fuera capaz de establecer su negocio para vivir, en alguna forma, a expensas de la muerte. La atmósfera era incendiara: 42 grados.

El buen hombre se las había ingeniado para subsistir. Ancho sombrero de paja le protegía la cara rojiza contra la inclemencia canicular. Le pedí que me contara algo. “Ya lo ve usted –respondió–: cruces y soledad”. Le pregunté por la plaza y me dijo que estábamos en ella. Todo se había borrado. Sólo aparecía en pie, como salida de un bombardeo, la bóveda del Banco de Colombia, que había sido volada con dinamita para rescatar cifras millonarias. La única bóveda, por cierto, en medio de la fosa común donde hoy duermen 25.000 almas aglutinadas por el peor desastre de Colombia.

Ernesto Alcalá, el vendedor de las paletas, me dejó hablando con los difuntos cuando notó la presencia de otro carro. Corrió presuroso con su pequeña caja de madera, su respetable herramienta de trabajo –marcada con el nombre de Heladería Koky –, y de seguro se sintió contento con los nuevos visitantes que no rehusaron su mercancía elemental.

Me acordé, entonces, de la sed de Omayra, la niña que permaneció durante tres días y tres noches –noches pavorosas– luchando con la muerte y desintegrándose a dentelladas por el fango. El rostro de Omayra, que un fotógrafo captó en todo su dramatismo, es el rostro de Armero. Omayra encarna el dolor colectivo del pueblo castigado por la naturaleza.

La niña, que había quedado dominada por ríos de barro, sin modo de salir de su prisión, es el mayor símbolo de la catástrofe. Como ni después de muerta fue posible rescatarla, se le consumió cubriéndola con puertas de madera y tejas de barro.

Con Omayra se consumió también la población. Murió rodeada de fango y de pepas de café. Parece como si se hubiera llevado consigo las 25.000 hectáreas de producción agrícola arrasadas por la furia del volcán. Lo que yo realmente vi en mi peregrinación fue la mirada juvenil y languidecente de la niña. Mirada de angustia que se reproduce en miles y miles de cruces que hoy cubren la planicie desolada.

El rostro de Omayra Sánchez vaga por el territorio de las sombras frente al espectacular nevado del Ruiz que se divisa de frente, en la distancia, cual majestuoso Olimpo castigador.

Aún se notan los vestigios de la llovizna de ceniza que cayó sobre la tierra pavorida. El río Lagunilla, si todavía existe –mensajero de la adversidad y la destrucción–, está escondido. Tal vez se siente apenado y prefiere llorar entre pedregones, sin que nadie lo vea, su equivocación siniestra. Los árboles retorcidos que quedan en la llanura de la muerte parecen el último rastro de una naturaleza que, antes viva y floreciente, es ahora un desierto de lágrimas.

El Espectador, Bogotá, 30 de marzo de 1987, 16 de noviembre de 2005, 16 de noviembre de 2015.
Eje 21, Manizales, 16 de noviembre de 2015.

* * *

Comentarios
(30 años después: noviembre de 2015)

Bella crónica, humana, triste y real como el barro que sepultó a Armero. Los momentos de soledad y de dolor hacen brotar páginas como esta. Todos recordamos la tragedia –anunciada,  dicen– y el rostro de la niña que no lo borrará la historia. Inés Blanco, Bogotá.

Excelente y sentido artículo sobre la tragedia de Armero. Sobre Omayra, siempre me quedó la inmensa inquietud de que no se hizo lo suficiente para salvarla de su angustiosa y lenta muerte. Si ella hubiese sido la hija de algún político o personaje importante… ¿la hubieran dejado morir allí atrapada?  Yo creo que no. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Este es un recuerdo muy triste, ojalá aprendamos de nuestros errores para que no se vuelvan a repetir. Joaquín Gómez Merlano, Bogotá, noviembre/2015.

Monólogo de la próstata

jueves, 26 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El hombre no me ha dado la importancia que tengo. Me ha visto como un órgano segundón, una especie de pariente pobre o tarado, de esos que existen en todas las familias, pero se esconden cuando llegan las visitas para evitar sonrojos. No le gusta pronunciar mi nombre en público, con timbre de orgullo, como lo hace, por ejemplo, con el corazón y los músculos, símbolos del amor y de la fuerza bruta. Sin embargo, a pesar de mi pequeñez y aparente insignificancia, soy el mayor resorte de su virilidad.

Sin mí, olvídese el hombre de sus torrentes lujuriosos, gracias a los cuales trae hijos al mundo. ¿Hijos del amor? Ojalá. Muchas veces son apenas hijos de la prisa o de la pasión animal. De todas maneras, Eros me ha confiado la secreta misión de impulsar los millones de espermatozoides que brotan en cada juego sensual, destinados a la creación de nuevos seres. Sin mí, hombre arrogante, no podrías prolongar tu sangre vanidosa.

La naturaleza me hizo pequeñita como una nuez de nogal y me asignó un sitio privilegiado para el cumplimiento de mi labor: debajo de la vejiga, en el piso de la pelvis y pegada a la uretra. Vivo en estrecha vecindad con tus partes pudendas. De ellas sí te vanaglorias, ¿verdad? Te entiendo, porque eres un macho consumado. ¿Por qué pudendas? ¿Acaso puede considerarse indigna o indecente la zona de la generación? Yo, en cambio, que desde mi escondite he presenciado tus atrevidos y a veces inconfesables lances de amor, miro tus ‘vergüenzas’ como las partes más nobles de tu condición humana.

Y pasa la vida… De pronto, adviertes cierta dificultad en la micción. No es que te duela nada, sino que la salida de la orina no es tan copiosa, tensa y triunfal como en otros días. El chorro no te funciona bien. Sientes que se queda algún residuo en la vejiga. Haces esfuerzos por eliminarlo, y nada. Cada vez aumentan más tus idas al baño, lo mismo en el día que en la noche e incluso en los momentos más inoportunos. Ahí te comienza la preocupación. La rasquiña, diría yo. Pero como eres terco, o cobarde, o superhombre, no vas al médico.

Pero algún día te decides, al fin, cuando oyes por enésima vez que las visitas al urólogo deben comenzar desde los cuarenta años (y tú ya pasaste hace buen tiempo por esa cifra). El médico te practica un tacto rectal y descubre, claro, que la próstata (es decir, yo, tu cómplice ignorada) se ha agrandado y endurecido más de lo normal. ¿Por el uso?, ¿por el abuso?, preguntas. No, te contesta el urólogo, con tono de compasión: por vieja. Y te da una serie de explicaciones que te causan terror. Por primera vez se te presenta, borroso y fatídico, el rostro del cáncer.

¡Cáncer de la próstata! Eso nunca lo habías considerado, e ignorabas que este cáncer crece con mucha lentitud, incluso durante decenios, y puede llegar un momento en que se vuelve agresivo y causa la muerte. En solo Estados Unidos fallecen cada año más de 50.000 hombres. Es la segunda causa de mortalidad en el mundo. Antes de que tú seas la próxima víctima, te sometes a la ciencia. Esto significa que con alguna periodicidad te realizan las pruebas de antígeno y los tactos rectales. Ahora eres un resignado prostático.

Pasado el tiempo, te hacen una biopsia, y al año siguiente otra, sin que se descubra la maldita alimaña. Pero tienes cáncer, según los indicios que revela tu próstata vieja y enferma (es decir, yo, tu amante secreta). ¡Estás sentado en un cáncer! Abres entonces los ojos a la realidad que nunca habías contemplado: “si mi próstata está vieja y enferma, yo también lo estoy”. Por primera vez te familiarizas conmigo y hasta me dices palabras dulces.

Descubierto el tumor maligno, surge la duda sobre el método más indicado para extirpar el mal: la radiación o la cirugía radical. El médico te explica que este último sistema ofrece riesgos severos, pero es el más aconsejable. Te menciona la incontinencia y la impotencia como posibilidades lejanas, y tú te erizas y hasta te sublevas: “No, no puede ser… ¡No me dejaré operar!”. Entonces el médico te pregunta si prefieres morir. Ante sentencia tan implacable, te decides por la prostatectomía radical. Así, me decretas la muerte, para que tú puedas vivir.

Para calmarte los nervios e inflarte el ego, el cirujano te habla de métodos confiables para curar la incontinencia urinaria, como los ejercicios de Kegel; y para recuperar la erección (tu órgano más preciado, héroe de mil batallas), te menciona una serie de procedimientos eficaces, entre ellos el viagra, el último grito de la ciencia. También te advierte que en algunos casos, que desde luego espera que no sea el tuyo, debe sacrificarse la virilidad a cambio de la supervivencia. Próximo a la operación, te dejo a solas con tus miedos, vanidades y esperanzas.

Más tarde llega el cirujano con su bisturí reluciente, listo al salvaje exterminio con que tú y la ciencia pagarán mi lealtad de toda una vida. Ojalá tu salvador tenga la pericia y el pulso necesarios para no causarte ningún destrozo irreparable. No quiero pensar qué sucederá contigo, muñequito erótico, si acaso no llegas a recuperar en toda su integridad lo que vas a exponer. En tal caso, ¿dejarás de ser tan macho como siempre lo has pregonado? Eso, supongo, se quedará en la intimidad de ti mismo. Tu ego es indestructible.

No quiero ni pensar qué será de ti si al cabo de los días no vuelven a inflarse tus penachos viriles. Mejor cierro los ojos desde ahora, antes de producirse el primer lancetazo. Ahora, queridos prostáticos de todos los tiempos, permítanme retirarme de esta escena tensionante, con dignidad y en sigilo. Voy a prepararme a morir para que tú vivas.

El Espectador, Bogotá, 28 de octubre de 2004.
La Píldora, Cali, No. 127, abril-mayo de 2005.

Elogio del soldado

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Te fuiste, hijo. Todavía no has cumplido los 18 años y ya eres un soldado de la patria. Dicho así, soldado de la patria, la tristeza se amortigua. Apenas eres un niño, pero dizque el Ejército te hará hombre en volandas. Y eso es lo malo. Te hubiéramos querido tener siempre niño, como se conserva una ilusión, pero ya se troncharon nuestros sueños.

Sentimos el primer latigazo cuando esta mañana nos dijiste que te había llegado la hora. Te pusiste el peor pantalón, la peor camisa, los zapatos de goma más deslucidos, como si te fueras a mendigar por los caminos. Te ibas de campaña y te sentías vanidoso. Te quitaste el reloj y la cadena porque en adelante no los necesitabas. Las horas te llegarían mascadas, con la severidad de la milicia, y en el cuartel no llevarías lujo sino fusil y municiones. En tu ropero quedó, con la constancia del estreno, el hermoso vestido con que te graduaste de bachiller.

Te fuiste, hijo. Con el cartón de bachillerato, que no alcanzaste a consentir, vas ahora a graduarte de soldado raso. No permitiste, como la mayoría de tus amigos, que se hiciera nada para evitar tu enganche en las filas. Los demás temblaban, mientras tú sonreías. Por ahí, en reuniones con tus condiscípulos, sabíamos de dineros clandestinos con que se iba a comprar –según la consigna común– la libreta militar. En Colombia todo es posible, hasta burlar, con billetes, lo que ha dado en llamarse servicio militar obligatorio, que sólo es para unos pocos, los que en realidad aman su patria.

Te marchaste resuelto, casi con la misma euforia de todos los días. Apenas tenías algo de nervios, y esto es natural, si todavía eres menor de edad. Cuando a última hora se presentó la opción de ser excluido para ingresar a otro en lugar tuyo, dijiste que no. Y tú, con increíble coraje (o con berraquera, que es tu palabra paisa preferida para calificar el valor), diste el salto al bus, como todo un hombre, así fuera rompiendo con dolor los sentimientos que te unen a tus padres y tus hermanas.

Se te metió en la cabeza que el Ejército te maduraría y te haría hombre. Luchaste por una convicción, y esto está bien. Mañana, cuando de verdad seas hombre, sabrás lo que vale la decisión como factor de éxito.

Tu vacío en la casa es inllenable, bien lo sabes. Y es más grande porque ni siquiera te dejaron en Bogotá, donde nos hubiéramos hecho a la idea de sentirte más cerca. ¿Pero sabes una cosa? También somos fuertes como tú. Tu madre llora –y pronto le pasarán las lágrimas– pero está orgullosa de ti. Puede que en el momento tu hombría sea precoz e imberbe, pero tu actitud es valerosa. Admirable.

No permitiste que nadie de la casa te acompañara a la entrega, para evitarnos la angustia y no aparecer débil. Cuando en el frío del amanecer te di el abrazo de la despedida, en silencio ahogué una lágrima y dejé que cogieras tu libre camino. Supe allí, exactamente, que ya eras un hombre, antes que el Ejército te aplicara sus normas.

Ahora voy a hablarte un poco de Colombia, un tema que a ti y a mí nos apasiona.

La patria está destrozada, hijo. Está maltrecha por la insensatez de políticos y revoltosos. A diario se asesinan soldados y policías y campesinos, pero también doctores y potentados e hijos de papi. Es una locura colectiva que nadie entiende pero todos fomentan. Y hay que salvar a Colombia, hijo. No la salvaremos con disparos sino con justicia y con fórmulas sociales.

Me valgo de tu ejemplo para personificar en ti a todos los soldados de Colombia que renuncian a las comodidades para prestar un servicio en hora tenebrosa. Eso es querer a Colombia, hijo. Díselo a tus compañeros. Puede que hayas madurado antes de tiempo, pero no importa. Eres una berraquera de hombre.

Para que compagine con tu decisión, este es el mensaje que te puse cuando cumpliste 15 años de edad, ayer nada más: “Cuando seas grande y de voz gruesa recuerda que un día fuiste niño alegre y juguetón. Conserva en la vida la alegría y el buen juicio y serás feliz”.

Te fuiste, hijo. Contigo marchan hoy muchos bravos de Colombia. Tus padres y hermanas nos sentimos grandes por tener un hombre guapo –en todo el sentido de la palabra– y sabemos que pronto regresarás victorioso. El mundo es de los valientes.

El Espectador, Bogotá, 12 de enero de 1989.
Revista Aristos Internacional, n.° 31, Torrevieja (Alicante, España), mayo de 2020.

Comentarios
(mayo de 2020)

Como hace 31 años, este artículo tan emotivo me llega al alma. Es el reconocimiento de un gran hijo que con valentía da un paso importante y transformador. La sabiduría del papá lo llevó por el camino normal de la vida, donde así haya fuego abrasador, las grandes lecciones aprendidas en el hogar lo han mantenido firme, sensible y motor de ideas que fomentan la unión de la familia. Liliana Páez Silva, Bogotá.  

Qué buen artículo. En tres décadas no ha perdido nada de actualidad. Y qué buena pluma. Mauricio Borja Ávila, Bogotá.

Me gustó mucho tu Elogio del soldado en el que contrastas la firme decisión del hijo y la congoja de sus padres cuando el primero opta por pagar su servicio militar. Me quedó la duda sobre si lo narrado corresponde a una realidad familiar o es el resultado de tu ingenio. Eduardo Lozano Torres, Bogotá. (Respuesta. El protagonista de esta historia es mi hijo Gustavo. GPE).

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