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La foto favorita de doña Sofía

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Doña Sofía Ospina de Navarro ha preparado una suculenta receta matrimonial. La encantadora reminiscencia que nos entre­ga como su “foto favorita” en la edición dominical de El Es­pectador se convirtió en el plato fuerte del día. Fuerte, so­bre todo, para los maridos, que solemos ser glotones.

Hay en su ameno y espiritual relato todo un manual de buena cocina do­méstica. Y esta vez, rompiendo tradiciones, ha condimentado la fórmula con pequeñas píldoras de humor, sin faltar desde luego la sal y la pimienta, para hacerla digerible de nuestras caras esposas. Conste que no hablo de esposas caras. Que si así fue­ra, la sabiduría de doña Sofía no hubiera recomendado esta sa­zón al alcance de todos los bolsillos y al gusto de todos los paladares.

La costumbre, muy dominguera en mí, de saborear ciertos apartes de los periódicos, me llevó rápido a una de las seccio­nes predilectas. Resultó fácil saludar en el recuadro a la ad­mirable matrona antioquena, con su inextinguible sonrisa de bon­dad, con canas pero sin lentes; y sin el «bisnieto de gesto llo­roso», que seguramente recortó la tijera del periódico, pues la cosa no era para llorar, si arriba, en las dos estampas fiesteras, los contornos tenían colorido.

Como quien juega a las adivinanzas, comencé a buscar puntos de referencia para acomodar a la ilustre dama entre el garboso traje flamenco. Regresé el almanaque lo suficiente para lograr el encaje perfecto. ¡Y allí quedó usted, doña Sofía, soberbiamente sevillana! Le quité –con perdón suyo, que quiere tanto su edad– los años necesarios para que un mal cálculo no echara a perder la arrogancia de la foto.

Pero se los restituí de in­mediato, aunque a la inversa; es decir, los agregué a la sevillana, y aquí sí la cosa falló, pues ya no cupo usted en el cuadro. La actitud taciturna del corcel me hizo sospechar que había gato encerrado. Mirando mejor el animal, lo encontré re­belde, sin ganas de arrancar. Y usted estaba escondida, teme­rosa, como si alguien la estuviera espiando. ¡No podía ser usted! De serlo, se habría mostrado airosa. Y su Salvador no ten­dría esa mirada que llama usted desafiante (¡amor conyuga!), y que a mí se me ofrece asustada.

No hubo otro remedio que leer la solución. El truco quedó desarmado. El sombrero cordobés y el clavelito en la solapa desaparecieron en el acto. Y el bueno de su marido tuvo que trenzarse de nuevo la corbata que había escondido en el bolsi­llo trasero. Con sus 64 años a cuestas, y sin la linda sevilla­na agarrada a su cintura, regresó en busca de su media naranja. Allí estaba usted, detenida en el jolgorio, sonriéndole con risa franca y cómplice de su inofensivo esparcimiento.

Se rubrica la nota con un mensaje para las esposas celosas, recomendándoles que no confundan la sana alegría con la infi­delidad. Ya llegando a esta parte de la dedicatoria, el teléfo­no me recordó el compromiso de visitar la feria artesanal de Cartago. Partimos eufóricos con un matrimonio amigo. Para mati­zar el viaje, me referí a la alegre historia fotográfica, que recibió amplio refuerzo por parte de mi amigo, también adicto a los platos bien condimentados. Pero no tuvimos suerte, esti­mada doña Sofía. Poca gracia causó a nuestras caras esposas tan ameno relato. Los maridos somos malos para los cuentos, o no  sabemos explicarlos.

Preferimos callar. De todas maneras, íbamos para una feria y bien pedíamos hacer ciertos cálculos mentales, que no verbales, pues la conversación habla terminado en punta. En la feria buscamos la primera venta de sombreros y cada cual se caló de afán el atuendo, con la mala suerte de que nos habíamos  embocado en una tienda que no tenía nada de flamenco y a la salida alguien nos retrató para mandar la muestra al exterior sobre una de las tribus del Putumayo que aún no se habla extinguido.

Nuestras queridas esposas nos recibieron con amplia mirada, esta sí desafiante, y nos en­cimaron algunos pellizcos. Y por más que nos esforzamos, respe­tada señora, no conseguimos corcel, ni clavel, y mucho menos sevillana, ni nada que se pareciera.

Pero como nuestras medias naranjas son grandes admiradoras de usted, al día siguiente sazonaron una de sus recetas, pero sin sombrero cordobés, ni faldas flamencas… Y por fortuna nos llamaron al entendimiento. Habían leído, despacio, la delicio­sa aventura. Y descifraron el mensaje. Lo entendieron al pie de la letra, pues nos dieron libertad de hacer otro tanto, pe­ro a los 64 años, edad ideal, según ellas, para que a nuestro turno les demos la oportunidad de rubricar otra foto históri­ca, no importa la flamante sevillana. Y de paso nos recomien­dan que presentemos a usted su cariño y admiración.

El Espectador, Bogotá, 23-VIII-1972.
La Patria, Manizales, 26-VI-1974.

* * *

Comentario:

Nos ha complacido mucho recibir su colaboración sobre la foto favorita de doña Sofía Ospina de Navarro. Ese estilo de lecturas es el que quisiéramos siempre ofrecer en nuestras páginas y en adelante estaremos atentos a prestar la mayor acogida a las colaboraciones que usted nos envíe. El Espectador, José Salgar E., subdirector.

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Corrida de toros

jueves, 7 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace varios años asistí, por primera vez, a una corrida de toros. Era una tarde espléndida, llena de colorido y emoción. La plaza delirante se estremecía de bote en bote. Y yo, que siempre había rehusado el espectáculo por no sé qué oculta repulsión, aquella tarde me sentí contagiado, casi que arrebatado, del éxtasis colectivo. ¡Poder de las multitudes!

Aunque yo diría –y que esto quede muy claro, porque a las cosas hay que darles su exacta dimensión–, que el espectáculo no podía ser sino fascinante, maravilloso, si a mi lado se hallaba la dama con quien meses más tarde subiría las gradas del altar, como aquel domingo había ascendido, entre curioso, enamorado y valiente, los pel­daños del circo. En esto sucede lo de las películas: que no importa que sean malas, si la compañía es buena.

No he vuelto desde entonces a una plaza de toros. Y conste, para evitar equívocos, que mi mujer comparte igual actitud. La fiesta no me apasiona precisamente por “brava”. Tampoco me agradan las riñas de gallos. Ambos espectáculos me hacen recordar el circo romano. Y es que en la fiesta brava, con todo su esplendor y su colorido, con sus barras delirantes y sus mujeres bonitas, existe –y perdónenme los fanáticos– un fondo de tris­teza y de violencia.

Pero seamos sinceros. Si se le quitara su final trágico, inhumano, absurdo, del sacrificio del po­bre bruto, resultaría sensacional. No es justo que el noble animal, que ha divertido, que ha emocionado, que ha enardecido las multitudes, termine siendo el rey de burlas. Se dirá acaso que sin ese desenlace, la fiesta no sería fiesta. En honor de los aficionados, respeto la opinión; pero no la comparto, por no ser aficionado. ¡Vuelvo a pedir perdones!

Han pasado varios años desde aquel lejano domingo. De entonces a hoy el mundo ha evolucionado, y la técni­ca nos sorprende y nos asusta. Recuerdo con cuánta di­ficultad, con cuánto esfuerzo vital y económico pude hacerme aquel día a los dos gloriosos boletos que final­mente me permitieron lucir la novia, engalanada con precioso vestido azul marino, ante no pocos envidiosos y nada menos que en sitio de privilegio y en asiento nu­merado; esto último, por si las moscas.

Hoy, en plena era espacial, ocho años después, nos reunimos mi mujer y yo, ya rodeados de nuestros tres pequeños retoños, ante el cuadrante del televisor, a pre­senciar la «corrida del siglo». Se transmitía dizque vía satélite, desde España, la capital de la tauromaquia. ¡El progreso de las comunicaciones! Ya no era menester, co­mo ocho años antes, enfrentarse al fanatismo de las gentes, ni perder el zapato, la paciencia, y hasta la propia novia, en medio de la multitud abigarrada y frenética. Ahora, con sólo oprimir un botón, podía presenciarse la fiesta en medio del sosiego del hogar.

La tentación del programa pudo más que la renuncia a los toros. Tratán­dose de semejante acontecimiento, pecaríamos de ignorantes y desactualizados si al día siguiente, y du­rante no sé cuánto tiempo, no lográbamos mantener un diálogo afortunado con nuestras amistades. No se re­quería en esta ocasión, por otra parte, ningún esfuerzo vital ni económico, así que la pantalla se fue iluminando prodigiosamente, mientras el comienzo de la fiesta apa­recía soberbio y fascinante.

Salió el primer toro. Era un ejemplar de raza, bravío, enorme, desafiante. Su sola presencia sacudió el entusias­mo general. ¡Qué señorío, qué arrogancia! Sus ancas lus­trosas parecían dar más brillo a la pantalla. Criado y amaestrado para la lidia, no podía esperarse de él sino bravura. «Su Majestad», El Viti, le hizo los primeros pa­ses; y el público se estremeció; y cada nuevo lance pro­vocaba más y más delirio. Al animal le hervía la sangre. Al torero lo tentaba la fama. Acaso éste, en su fuero hu­mano, se condoliera de la muerte de su rival, pero su vida también estaba en juego. A él también le hervía la sangre; y sabía que para triunfar tenía que matar.

Yo ignoraba que los toros tuvieran nombre. Este se llamaba «Doctor». Se enfrentaban, pues, dos personajes con títulos de nobleza. Pero «Su Majestad» era más que «Doctor». Al escuchar el nombre del toro, mi mujer y yo nos miramos. También a nuestro pequeño hijo lo lla­mábamos familiar y cariñosamente «Doctor». O mejor: «Doctorcito», en honor a sus tempranos cuatro meses y como inocente homenaje a la vivacidad e inteligencia con que Dios nos lo trajo al mundo. Nuestro «Doctorcito» también estaba presente en la faena, reclinado en su co­che y entretenido con el movimiento de la pantalla, pero ajeno a la fatalidad de su tocayo.

La fiesta brava, bravísima, continuaba trenzada con arrojo y denuedo. La lucha era a muerte. Implacable. Mas era desigual. Las banderillas provocaban más bríos, mayor pujanza en el animal.Pero lo herían, lo martiri­zaban. «Su Majestad» desembozó la espada. Esta brilló en el aire. El público quedó en suspenso, contuvo la res­piración. La estocada fue certera. Se hundió en la cerviz hasta la empuñadura.

El público, fuera de sí, ex­plotó frenéticamente. La monumental plaza se estremeció en el colmo del delirio. «Su Majestad», sudoroso pero triunfante, recorrió el ruedo ante la vibrante emoción de millones de espectadores del mundo entero. El animal tambaleó, enturbió el ojo y fue doblándose dolorosamente sobre su esbelta anatomía.

«Doctor» había perdido, pero había hecho una buena faena. Acaso, así, su sacrificio se ennoblecía. Involunta­riamente recordé el reportaje de ese mismo día, de Ga­briel García Márquez, a propósito de su doctorado honoris causa que le habían otorgado en los Estados Unidos. Sus amigos, los choferes de Barranquilla, le grita­ban días antes al verlo pasar por las calles: «Adiós, doctor  Gabito». Y éste comentaba: «¿Ves cómo maman gallo? Son como yo: no creen en los doctores».

Asocié ideas. Tenía delante de mí a tres doctores: García Márquez, que se reía de sí mismo; el toro, doblegado por el infortunio; y mi «Doctorcito», una esperanza al mundo, que recostado en su coche se entretenía inocentemente con el movimiento de la pantalla, mientras a su tocayo le llegaba la hora del arrastre.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 27-VI-1971.
Revista Ventanilla, Banco Popular, junio 1974.

* * *

Comentario del director del Magazín al publicar este artículo: “Una pieza de humor por Gustavo Páez Escobar, de Armenia, de quien supimos era banquero de prestigio en el Quindío por el informe pasado de Euclides Jaramillo Arango. También sabemos que es un ameno escritor por el presente escrito”.

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El santo y la diva

martes, 16 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con motivo de los cien años del natalicio en Cúcuta del padre Rafael García-Herreros, cumplidos este 17 de enero, el periodista cucuteño Ángel Romero, del diario La Opinión, revela una carta inédita que el ‘Telepadre´ –como lo bautizó Klim– envió el mes de agosto de 1968 a la diosa francesa del sexo Brigitte Bardot, donde la invitaba al Banquete del Millón de ese año.

En ella le dice: “Soy un sacerdote que está construyendo una ciudad. Llevo mil casas hechas en Bogotá. Esta ciudad se llama El Minuto de Dios. Se ofrece en este banquete solamente una taza de caldo y un pedazo de pan, precisamente lo que comen siempre los pobres. El puesto a la mesa vale $ 5.000 (US $ 500). Yo, corriendo ciertos riesgos, la estoy invitando a que venga a este banquete. De vez en cuando hay que hacer el escándalo del bien. Usted vivirá algunos días en una de nuestras casitas limpias, humildes y bellas. Lo hará usted por amor a los hombres, sus hermanos, y posiblemente aunque en usted esté oculto ese amor, lo hará por amor a Dios”.

Esta osada invitación provocó, como lo presentía el sacerdote (y ese era el propósito con que la formuló), un escándalo mayúsculo en las conciencias pacatas, que no podían aceptar que la pecaminosa actriz se sentara a manteles con las distinguidas damas de la sociedad. Pero no todos opinaban lo mismo. Una lluvia de cartas, de Colombia y del exterior, polarizó la opinión pública.

El ‘Telepadre’ recordó entonces ante su numerosa audiencia dos pasajes del Evangelio donde Jesús invitó a pecadoras públicas a banquetes similares al que él convocaba a la actriz, y que en aquel lejano tiempo levantaron igual revuelo, para prevalecer a la postre la parábola  del “escándalo del bien” como lección bienhechora para la sociedad. Y protegió a su invitada con estas palabras: “A la señora Bardot el mundo y las revistas no le conocen sino su aspecto frívolo, variable, inconsistente. Es una injusticia. Pero no le conocen su aspecto profundo, su aspecto de amor al prójimo. No le conocen la posible belleza de su alma”.

Ante semejante gesto de generosidad, la actriz expresó su intención de asistir a dicho evento: “Como usted me lo ha pedido –anunciaba–, estoy estudiando seriamente la posibilidad de acompañarlos en el Banquete del Millón. No me creo una pecadora como María Magdalena sino una mujer del mundo moderno. Sé amar. Eso es todo. Quiero ir a ese banquete simplemente para servir a la humanidad. Todos tenemos derecho a servir al hombre. Eso no es privilegio de los santos. Espero conocerlo el 24 de noviembre”.

Sin embargo, un hecho imprevisto, el incendio en los estudios donde filmaba una película, determinó la cancelación del viaje. Ella lamentó el incidente y añorará hoy, a buen seguro, la oportunidad que perdió de servir al prójimo en tierra colombiana. Han pasado 40 años.

Hoy se presenta una gran metamorfosis en la vida y en la personalidad de la rutilante actriz de los años 50 y 60 del siglo pasado. Ya no es la muñeca de carne que incitaba la pasión de los hombres, sino la dama solitaria y reflexiva que desde su retiro voluntario del cine en 1974 –a la edad de 40 años, seis años después del episodio que se narra– se dedicó a una causa altruista: es, por medio de la Fundación Brigitte Bardot que creó en 1976, gran defensora de los animales.

Protagonista no solo de películas de fulminante éxito, guiada al principio por Roger Vadim, su primer marido, sino de numerosos enredos amorosos (alguna vez la prensa francesa le contabilizó 42 amantes), Brigitte Bardot terminó desengañándose del mundo y sus frivolidades. Atrás quedaban sus agudas depresiones y sus intentos repetidos de quitarse la vida. En su vejez decadente de hoy en día ya no quedan vestigios de su antigua belleza.

Se consagró a la protección de los animales comoremedio contra la soledad y la manera de encontrar el amor, el otro amor, el que se disfruta en el servicio a la humanidad a través de las obras nobles. Una vez dijo: “Lo difícil no es vivir; lo difícil es sobrevivir”. Como activista de esta causa social, de eminente sentido humano, Brigitte vive en pugna contra todo método de tortura a los animales. Una jueza de París ha tenido que imponerle fuertes sanciones por sus ataques a los musulmanes, a quienes fustiga con los peores términos, una y otra vez, por sacrificar ovejas en sus ritos religiosos.

En enero de 1997 envió una carta de protesta al alcalde de Bogotá Antanas Mockus por el maltrato que se daba a los perros callejeros. Cito con precisión esta fecha en razón de mis campañas periodísticas en defensa de los animales. Yo había escrito el artículo titulado Cuando los animales lloran, que una periodista de Estados Unidos reprodujo en cientos de copias para hacerlas circular en diferentes países. Con tal ocasión, envié a Brigitte Bardot una misiva felicitándola por su actitud ante el alcalde bogotano y remitiéndole copia de aquella columna. En pocos días, contra lo que yo suponía, me llegó de ella una comunicación agradeciendo mi gesto de solidaridad.

El padre García-Herreros, iluminado por algún poder clarividente, sabía que en el alma pecadora de la diva había buena semilla para el bien. Y no se equivocó al invitarla a sus humildes manteles, con la certeza que tenía de cambiar el caldo y el pan de la pobreza en rútilas monedas al servicio de la humanidad.

Hoy se destacan las grandes realizaciones de este audaz sacerdote a favor de las clases desprotegidas. Y se anuncia la causa que va a adelantarse en pro de su canonización. Los milagros que se invocarán son evidentes: la construcción de 50.000 viviendas para los pobres, la creación de una universidad y de once colegios al servicio de miles de estudiantes necesitados, obtenido todo con la inspiración del Minuto de Dios y la fuerza del caldo y el pan del banquete de los pobres. Falta otro milagro: la conversión de la pecadora, llevada de la mano del santo.

El Espectador, Bogotá, 18 de enero de 2009.
Eje 21, Manizales, 18 de enero de 2009.

* * *

Comentarios:

Destaco, por conmovedora, la respuesta que dio la actriz a la invitación del sacerdote. Paisacoraje (correo a El Espectador).

Leída tu columna sobre la Bardot y el padre García Herreros, un sacerdote que sí sabía hacer el bien entre los pobres. Más que rezos y ritos, eso deberían hacer las religiones. Hernando García Mejía, Medellín.

Muy bella nota. Pero yo me estoy acordando de las protestas de los pescadores de salmón por la proliferación de las focas que la Bardot defiende, y que compiten con ellos. Y sobre todo, me acuerdo de ese pobre burro que castró porque, si entendí bien y la memoria de caballo no me falla, le perseguía las yeguas a esta señora que produjo tantos dulces trabajos manuales a mi generación, aquellos días ya casi remotos de mi adolescencia. Eduardo Escobar (poeta nadaísta), San Francisco (Cundinamarca).

¡Qué tontería! ¿De manera que las damas bogotanas no querían sentarse con esa “pecadora” a la mesa? ¡Vaya… qué señoras tan virtuosas! Compartiré con Jaime esta crónica tan deliciosa e interesante porque has de saber que mi marido es admirador irrestricto de Brigitte Bardot, es algo así como su amor platónico y la admira en otra de sus facetas que tú no citas en tu crónica y que es muy desconocida: como cantante. La Bardot cantaba rico, y en uno de los discos que tenemos de ella canta inclusive una canción colombiana, “El cuchipe”. En lo que a mí respecta, sin la vehemencia de Jaime, admiro a la Bardot por su amor a los animales, por los problemas en los que se ha metido por ellos y en esa defensa apasionada y vehemente que hace para protegerlos de tantos malos tratos y estupideces que hacemos en contra de ellos. Diana López de Zumaya, Méjico.

Entre cuentos y realidades

martes, 9 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Llevaba dos años trabajando en Armenia como gerente de un banco, cuando un buen día, en mayo de 1971, intoxicado de cifras y abrumado por los ajetreos del cargo, me dio por escribir un cuento durante un fin de semana.

Todos en la ciudad me conocían como banquero, y nadie como escritor, que en realidad no lo era, si bien tenía una novela escrita de afán –y con pasión– en mi época de adolescente en la ciudad de Tunja, obra que durante 18 años mantuve escondida en mis archivos secretos. La gente de Armenia me veía como un ejecutivo eficiente que, llegado a la tierra quindiana con ánimo de servir, se había identificado con la idiosincrasia regional y gozaba por eso de general aprecio.

Pues bien: animado por un concurso de cuento que promovía el Magazín Dominical de El Espectador (en la venturosa época de los Cano Isaza), se me despertó de repente la vena de narrador que se hallaba dormida en mis intimidades. Ese fin de semana elaboré mi primer cuento durante intensas horas de esfuerzo atroz, y luego lo depuré con la máxima severidad de que fui capaz. Ya poseía, por supuesto, mayor dominio de la escritura que 18 años atrás. El lunes siguiente lo despaché por correo, a primera hora, sin darme tregua para el arrepentimiento. Una extraña premonición me indicaba que iba a tener suerte.

Tremenda alegría viví días después, cuando apareció mi cuento en el Magazín Dominical, seleccionado entre infinidad de trabajos que llegaban a esa página –la  más apetecida por los escritores– desde todos los sitios del país. Entraba así por la puerta grande de la literatura. Luego de paladeado el regocijo, sentí indecisión, por no decir que miedo, al verme señalado como cuentista ante el país entero. El triunfo me desestabilizó. ¿Qué dirían en mi banco, cuya materia prima es, como la de todos los bancos, el dinero, cuando supieran que tenían un escritor a bordo? ¿Acaso han convivido en sitio alguno las letras de cambio con las letras del espíritu?

El manejo de las cifras suele ser incompatible con el oficio literario. No es de buen recibo en la banca que el ejecutivo se dedique al mismo tiempo a las letras del espíritu, pues esto hace suponer el descuido de las letras de cambio, idea errónea en muchos casos, pero la banca es la banca, es decir, una máquina de producir billetes. Habrá excepciones, pero yo no podía saber si ese sería mi caso. Ahora bien, ¿cómo iba a renunciar a la literatura, si la sentía arraigada en mi personalidad desde siempre? Y en sentido contrario, ¿cómo iba a renunciar al banco, si de él derivaba el bienestar económico? O era banquero o era escritor, tal parecía el dilema que me había planteado mi primer cuento.

Ya en el despacho bancario, el lunes siguiente, cavilaba en semejante disyuntiva cuando entró a la oficina Alirio Gallego Valencia, prestante elemento de la intelectualidad quindiana, quien, mirándome con ojos de duda jubilosa, me lanzó esta pregunta obvia: “¿Serás tú acaso el autor del cuento publicado en El Espectador?”. Desde luego que era yo.

No quise decirle que al mismo tiempo me consideraba un mártir de la causa literaria, y recibí como premio su efusiva congratulación –que para mi caso parecía un latigazo–, con el comentario que me hizo el buen amigo de que tanto él como Euclides Jaramillo Arango, otro ilustre escritor quindiano, habían encontrado en mi trabajo un legítimo cuento.

¡Por Dios, en qué lío me había metido! De ahí en adelante comenzó a sonar mi nombre de banquero con la connotación del escritor que ya no podría dejar de serlo por el resto de mis días. Pero un escritor no puede ser autor de un solo cuento, o de un solo poema, incluso de un solo libro. Hay que demostrar mayor vuelo, y ese fue el reto que me impuse días después, ya fortalecido con la decisión irrevocable de seguir adelante en mi destino literario, sin desatender la función bancaria.

Poca gente sabe (y supongo que los directivos de mi empresa lo ignoraron) que para ser escritor y seguir siendo banquero al mismo tiempo adopté esta fórmula mágica: todos los días me levantaba a las cuatro de la mañana y me metía en mi oficina casera a leer y a escribir, hasta que llegaba la hora de enfrentarme a los rigores de las cifras.

Ya en el banco, dejaba de ser escritor durante la jornada laboral: entonces la mente solo me funcionaba para las finanzas, los sobregiros, los encajes y los mil intríngulis de esa febril actividad que tantos sofocos me produjo, y que al mismo tiempo me deparó inmensas complacencias al ver que las cifras y las metas, y sobre todo los principios éticos y morales que siempre presidieron mi desempeño, tenían cabal realización. Y, cosa prodigiosa, mi carácter de escritor, que cada vez obtenía nuevos logros y me imprimía mayor respetabilidad, se convirtió en medio para abrir nuevas puertas en el campo de los negocios.

No era fácil, por supuesto, el manejo simultáneo de los dos frentes. En mi banco me surgían por épocas tropiezos, sinsabores, envidias, intrigas, incomprensión, ¿celos?… (esa, en fin, es la condición humana), pero a la larga triunfó el escritor. Y el banquero coronó su carrera laboral, con 35 años de servicios y el justo derecho al descanso. En la vida cambiante de las empresas, es natural que sucedan estas cosas. La empresa es un monstruo, pero a veces tiene corazón. (Corrijo: la empresa no tiene corazón: lo tienen en ocasiones algunos directivos, como yo tuve la suerte de disfrutarlo, cuando no se dejan deshumanizar).

Si me hubiera detenido después de mi primer cuento en aquel lejano 1971, no contaría hoy con el tesoro inapreciable de 12 libros publicados y cerca de 1.800 artículos de prensa.

Una vez me escribió Tulio Bayer desde París, refiriéndose a esta doble carta que le gané a la vida: “Mirando bien la cosa, sos un jodido, estás avanzando muy bien en dos frentes, de los cuales uno apoya al otro. Imposible saber si detrás del gerente de hoy está un poco ahogado el escritor de siempre”.

El Espectador, Bogotá, 20 de octubre de 2008.
Eje 21, Manizales, 20 de octubre de 2008.

* * *

Comentarios:

Me has hecho soltar una que otra lagrimilla al compás de la lectura. Yo escribí mi primer cuento a los tiernos ocho años, la primera novela a los doce y la segunda a los quince. Todas ellas en los cuadernos de aritmética, historia, álgebra, física… Fui a la universidad (donde me taré bastante en el sentido creativo), pero luego, en mi vida laboral (ya completé treinta y cinco años) escribía o me daba cuenta… Cómo hiciste revivir mi enorme incertidumbre con tu artículo, ¡bellísimo!, por cierto, pero a pesar de que tú sí lograste concluir, yo aún sigo esperando el día en que “no tenga que robarle tiempo a la vida” para escribir. Marta Nalús, Bogotá.

¡Qué historia tan bien contada! Y así hay quien se atreve a decir que los banqueros no tienen alma! Orlando Cadavid Correa, Medellín.

Tu nota me hizo recordar el cordial almuerzo que nos ofreciste con motivo de la presencia de Alfredo Arango en Colombia y en el que tuviste a bien relatarnos tu iniciación en las letras. Guillermo El Mago, Bogotá.

Excelente capítulo de su fascinante biografía de intelectual banquero, combinación singularísima que sólo a un mago alquimista le puede haber sido dado hacer. José Trino Campos, Bogotá.

Grata tu columna sobre tus comienzos de escritor y tu trabajo bancario. Menos mal que el banquero fue recompensado y que, finalmente, el escritor se salvó. Hernando García Mejía, Medellín.

Esta historia de tu primer cuento es también un cuento en sí mismo. Alfredo Arango, Miami.

Qué maravilla de lectura. Me sacó sonrisas y miradas a mi propio pasado de observadora del escritor que es mi esposo y que, como tú, se ha visto obligado a desempeñar otros oficios para procurar el sustento del hogar. Tienes mucha razón en que el escritor no para en un solo trabajo, aunque uno de los poetas malditos paró su obra a los 19 años. Colombia Páez, Miami.

Muy buen artículo. Una de las frases que me llamaron la atención es la de que “la empresa no tiene corazón: lo tienen en ocasiones algunos directivos, como yo tuve la suerte de disfrutarlo, cuando no se dejan deshumanizar”. Mauricio Borja Ávila (alto ejecutivo del Banco Popular), Bogotá.

Me acordé de todo lo que tuvo que hacer mi papá para mantenerse en el banco siendo escritor, ante la mirada envidiosa de algunas personas. Fue toda una maravilla, pues antes que escritor y banquero existía un ser sensible que supo debatirse ante estos dos frentes. Fabiola Páez Silva, Bogotá.

El señor Alfredo Arango, igual que yo, coincidimos en que la historia de tu primer cuento es otro cuento de verdad, y mira a dónde te ha llevado ese primer intento. El que sabe, sabe… Inés Blanco, Bogotá.

La hipoteca

lunes, 8 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nos cuenta Euclides Jaramillo Arango, en deliciosa crónica publicada en La Patria, que “en un principio, en nuestra incipiente sociedad caldense, y como herencia paisa, la ‘palabra del arriero’, la grande, la mentada de madre, era escasa”. Y agrega: “A pesar de que la palabra era herencia de los españoles y venía en sus obras clásicas, en nuestra sociedad estaba proscrita. Decírsela a otro era peligroso porque casi siempre se mataba por ello.

Para citarla se decía siempre “la del arriero”. Fulano le gritó a zutano la del arriero, y éste le contestó con dos puñaladas…”

Se llamaba “la del arriero”, porque era éste el personaje que la llevaba a flor de labio por los caminos de sus sudores. La expresión, por estas trochas enredadas y peligrosas, sonaba como un himno de batalla. El arriero, para hacerse entender de su recua de mulas, e inclusive para hacerse querer, la soltaba a cada trecho y la hacía silbar, como un latigazo, si la caravana se detenía. Diríase que los nobles animales tenían afinado el oído para la fórmula mágica importada por los españoles, y como además de nobles eran brutas aquellas mulas andariegas, obedecían sin protesta y con entusiasmo. Es posible que desde entonces la mentada de madre comenzara a perder el rigor de las dos puñaladas de que habla Euclides.

Como los tiempos cambian y los hábitos se civilizan, ya no hay lances a muerte cuando se pronuncia la terrible invocación de antaño. Hoy el término, por lo menos en los territorios paisas, al ser tan común, se volvió familiar y cariñoso. Y no es que seamos unas mulas, sino que tenemos otra dimensión de la vida. En Boyacá, o en Santander, o en Cundinamarca, es posible que todavía se maten con el pretexto de la madre ofendida. Aquí, “la del arriero” se pronuncia con gracia, con música y con afecto. Todos tranquilos, y la madre glorificada. Ella sigue siendo el ser más grandioso de la creación, y naturalmente no se inmuta cuando oye mentiras.

“La del arriero”, como se ve, ganó categoría al pasar de los caminos de herradura a los clubes sociales. Es término cabalístico que hay que saber emplear. No en todos los labios suena lo mismo y por eso hay quienes lo vulgarizan. Si se desvía, hace estragos. Lo de las puñaladas no pertenece únicamente al folclor de Euclides, sino que puede volverse realidad si la intención es mala o la pronunciación es defectuosa.

Para rematar la columna quiero traer a cuento la historia de la hipoteca. Es un episodio memorable de Armenia, que voy a dedicar a mis colegas los banqueros, dejando esta vez en paz a mis colegas los escritores.

La hipoteca, claro está, hace parte de la personalidad de un gerente de banco, y ahora la verán ustedes mejor representada. A Silvio Ramírez Vélez, gerente por aquellos días del Banco Central Hipotecario y hoy fallecido, le rendía la sociedad de Armenia caluroso homenaje por los magníficos servicios presados a la ciudad. Todo estaba listo en los salones del club, menos el discurso. Y como alguien tenía que pronunciarlo, se escogió a Alberto Gutiérrez Jaramillo, años más tarde alcalde de la ciudad y luego, por ironía y tal vez por descuido, gerente de banco, a quien todos llamamos “el poeta” por su chispa aguda y repentina. Buen improvisador, pidió un aguardiente y media hora de plazo para moldear su inspiración. Y ante la nutrida concurrencia que quería testimoniar un acto de reconocimiento, así se expresó:

En su banco don Silvio mantenía
despachando sus cédulas baratas,
cobrando cuotas y prestando platas,
y rajando de todo el que veía.

Buscando una hipoteca cierto día
preguntaba en el banco una mulata
cuál era la gestión más inmediata
que la entidad bancaria le exigía.

“Pues para hacerle el préstamo pedido,
don Silvio debe hacerle la minuta”.
Y ante esta frase de infantil sentido,

dijo la joven que este cuento enruta:
“No me hace la minuta mi marido,
¿y me la quiere hacer este hijueputa?”.

¿Ven ustedes que “la del arriero” ya no es trato sólo para mulas? ¿Y entienden por qué se la dedico a mis colegas los banqueros y no a mis colegas los escritores?

El Espectador, Bogotá, 7 de abril de 1983.
La Píldora, Cali, febrero-marzo de 2009.
Mirador del Suroeste, No. 53, Medellín, diciembre/2014.

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Hace muchos años leí en El Espectador un artículo suyo titulado Humor a la quindianaLa hipoteca; le tomé una fotocopia, la cual hoy encuentro ilegible. ¿Podría usted decirme la fecha de publicación de este artículo para buscarlo en una hemeroteca? Eduardo Vargas Carvalho, Bogotá, 11-v-2008.

Es un buen recuerdo de Alberto, a quien no solo le debo haberme enaltecido con el cargo de Secretario de Gobierno de su administración, sino también la maravillosa oportunidad de haber escuchado tantas y tan sabias enseñanzas de sus labios, amenas narraciones de lo que había leído, las utopías que soñaba realizar, sus chistes y sonetos. También, por último, su visionario consejo: “Acepte la postulación para la Alcaldía, porque será Alcalde y en Bogotá no ven en la provincia sino a los que se suben a la montañita”. Paz en su tumba. César Hoyos Salazar, Bogotá, 9-II-2009.

Siempre he pensado que es usted quien hace unos veintipico de años nos contaba del suceso ocurrido a la dama cuando en el despacho del notario, éste le precisaba a la señora que era necesario hacer la minuta. A lo cual respondió la señora ofendida: “no me hace la minuta mi marido y me la quiere hacer este negro jijueputa”. Ese era el tema de un poema humorístico que, repito, creo que fue usted quien publicó. Recuerdo ahora que el autor es conocido suyo y es quindiano, risaraldense o vecino de los alrededores. Agradecería que me sacara de la duda. Fernando Vélez Montoya, 7-II-2009.

Respuesta: Don Fernando: En efecto, en el año 1983, cuando vivía en Armenia, publiqué el artículo a que usted se refiere. Se lo envío con el mayor gusto. Por sus apellidos, se me hace que usted es oriundo de alguno de los departamentos paisas. GPE.

Tiene usted razón, soy de Medellín. Y todos mis abuelos, mis padres y muchos de mis tíos y primos son de Titiribí. Mi tío, Pedro Montoya, sastre de profesión toda su vida, decía después de 7 u 8 aguardientes, a propósito del pueblo: “En Titiribí la inteligencia crece como maleza”. Ya se sabe que el guaro nunca ha sido humilde ni discreto. Continuaré leyéndolo. Fernando Vélez Montoya, 11-II-2009.