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Nilsa, mi vecina

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando llegué a mi casa se adivinaba un am­biente pesado. En los ojos de mi mujer había nubes de congoja. Al primer sollozo supe que Nilsa, mi vecina, había fallecido. La noticia apenas acababa de filtrarse en el barrio con sigilo pero bruscamen­te. En los portones se notaban grupos de damas sorprendidas que conversaban en voz baja. Al frente de mi casa está la de Nilsa, y la vi calmada y sin el menor signo de conmoción.

Todo había sucedido con la fugacidad de un sueño. Enfurecido como un ciclón, un bus había arrollado el frágil vehículo en que viajaba Nilsa hacia Cali, eufórica como la diafanidad que se re­gaba por el valle con destellos de vida. Día ardiente y esplendoroso. Pero día de fatalidad. En la mitad de la carretera, Nilsa debió sentirse de pronto aco­rralada y pequeñita cuando la guadaña apareció, esgrimida por manos monstruosas. Estos bárbaros del volante, Nilsa, no tienen entrañas. Tú, por for­tuna, ya perdonaste.

Tu vientre, de donde brotaron seis retoños, fue pródigo para fertilizar la vida y sumiso para entur­biar la muerte. Cumpliste a cabalidad el mandato bíblico de sembrar la simiente con el dolor de las entrañas.

Ayer, no más, se te veía pasear por el frente de tu casa cuidando las flores de tu jardín con el mis­mo celo con que acariciabas a Mónica, tu tierno amor de dos años, o a Diego Iván, que ya se siente todo un hombre porque tiene cuatro años. Y no du­des de que ambos son fuertes en medio de su pequeñez, porque te vieron partir sin fruncir el ceño. Quizá pienses, desde tu más allá, que yo exagero al pre­tender ponerles sentimientos de mayores a criatu­ras que todavía no entienden de brutales embesti­das. Puedes pensar lo que quieras. Lo cierto es que Mónica y Diego Iván, y también mi pequeño Gus­tavo Enrique, que corretea con ellos cazando mari­posas, sufren a su manera.

Ellos también saben de angustias, y se erizan con el rechinar de llantas, y se horrorizan con un hilillo de sangre, pero truecan pronto el dolor por una risa. Nosotros los adultos cambiamos a menudo la risa por el dolor. Los tres te vieron partir de tu casa y creyeron, de seguro, que tantas flores eran para acompañarte con ale­gría, nunca con pena. Mal pueden ellos comprender, y ojalá nunca lo comprendieran, que las rosas tam­bién lloran.

Tus otros hijos regaron con lágrimas la ruta por la que te condujimos en medio de un sofoco que se hacía denso como la propia solidaridad que se levantó al cielo queriendo que nos contaras qué habías sentido cuando la muerte se te vino encima, y qué sentías después cuando volabas por la atmós­fera con tus alas de eternidad. ¿Verdad que algún día nos lo contarás?

Alfonso, tu buen compañero, valiente y sensible a un tiempo, te siguió como el ángel fiel que necesita, a veces, volverse coloso para poder arrastrar las cadenas del mundo. Al levantar tú el vuelo, él se estremeció, porque lo habías heri­do. Se quedó inmóvil, en medio del temporal, como el roble que debe mantenerse erguido para prote­ger la naturaleza que lo circunda. Lloró, y tú sabes que los hombres lloran pocas veces.

Hace poco regresaste de tu viaje por Europa. Al lado de tu esposo viviste paisajes y emociones. Tus ojos llegaron henchidos de las maravilla del Viejo Mundo. Contemplaste paraísos colgantes, cumbres majestuosas, horizontes encantados. Tu muerte fue serena como un atardecer europeo. Quizá soñaste en ese momento que recorrías los mismos caminos de la fascinación. Apenas si te dabas cuenta de que algo te dolía, cuando de un tirón te quitaste la pesadilla de un bus endemoniado, para ascender al lomo del viento.

Mónica salió esta mañana a la puerta de la casa, un día después de que te quedaste estrenando tierra fresca en los Jardines de Armenia. Eres la segunda habitante de un predio regado de brisas suaves, con olor a cafetal. La tierra es blanda y el paisaje es auténticamente quindiano.

Mónica no entiende mucho tu ausencia, por más que iba contigo en el momento de la catástro­fe. Algún día le dolerá el alma. Ella quedó intacta, como si la muerte hubiera retrocedido ante tanta lozanía. Salió de tu casa y rió. Creo que te siente en el jardín que cuidabas con esmero para tu esposo y tus hijos, porque corrió por entre las flores como si nada hubiese sucedido. Felices los que, como ella, tienen alas de mariposa y corazón de azucena.

La Patria, Manizales, 5-IV-1975.

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Onassis-Jacqueline: una paradoja

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

El 15 de marzo de 1975 muere, a los 69 años de edad, Aristóteles Onassis, uno de los grandes magnates del mundo, cuya fortuna se calcula en 500 millones de dólares, algo  así como 15.000 millo­nes de pesos colombianos, cifras tan fabulosas que hacen perder el sentido de la razón en este desborde de las proporciones. El mundo apenas si se impresionó, pues la noticia había venido abriéndose campo desde semanas atrás, cuando ingresó al hospital parisiense tambaleándose en medio de sus millones. Se le vio de­macrado y famélico, taciturno y misterioso. Iba a jugar su últi­ma carta y de seguro sabía que la perdería.

Por los raros caprichos de la vida, este hombre que conquis­tó el mundo con 60 dólares en el bolsillo, los que se fueron multi­plicando en forma increíble a partir de sus 17 años, cuando se refugió en la Argentina trabajando en humildes oficios, termina­ría dominado por una insólita enfermedad conocida como la miastenia, capaz de reducir la mayor  vitalidad y que te caracteriza por el decaimiento de los músculos hasta su total parálisis.

Aunque tratara de ocultarlo, el mundo entero sabía que sus párpados no podían sostenerse y que, para lograrlo, era necesario hacerlo con un par de cintas adhesivas, artículo tan elemental como rudo y despiadado para este señor de la molicie, creador de un imperio, dueño de hidrocarburos, de tabacos, de islas y ya­tes de placer, de compañías aéreas y marítimas, de acciones y mujeres hermosas…

Onassis, que había visto todas las fastuosida­des, había conocido los personajes más brillantes, ha­bía protagonizado grandes escándalos amorosos, había sido ca­paz de conquistar la mujer más apetecida de la época –a quien se creía inconquistable y predestinada para dormir sobre los lau­reles de la gloria–, quedaba, simbólicamente, reducido a unas cin­tas adhesivas que ni siquiera podía disimular para que el mundo no las viera.

Era la única manera de poder levantar los párpados y de permi­tir que sus ojos inquietos, que todo lo habían visto, no se apagaran antes de tiempo. Un año atrás había perdido en un acciden­te aéreo a su hijo Alejandro, su supremo afecto, a quien tenía previsto como el hombre capaz de manejar su imperio económico, y que desde entonces le quitó al gusto a la vida.

Después murió Tina, su primera esposa, por abuso de las drogas. Y a  lo largo de su existencia hay un accidentado historial de pleitos, de enfrentamientos millonarios con las autoridades de varios paí­ses y con sus competidores, de alborotos en torno a sus romances con célebres mujeres mundanas –su debilidad– y toda una barahúnda de lances de diversa índole, de los que lograba salir bien li­brado gracias a la elocuencia del dinero.

La miastenia se complicó con una dolencia hepática y con otras obstrucciones inevitables, que dieron al traste con su monu­mental figura enmarcada en la clásica estampa griega y sembrada de leyendas y de secretos, «Era rico como Creso y murió como Prometeo, con el hígado devorado por un buitre», reza un cable internacional. Imposible contradecirlo.

En 1968, luego de cuatro años de silenciosos encuentros en Nueva York, el planeta se sorprendo cuando Jacqueline Kennedy decide casarse con Onassis. Jacqueline, que parecía predestinada para preservar el hito de grandeza que le deparaba su destino Kennedy, baja rápidamente de su pedestal ante la faz del mundo, que la consideraba inexpugnable en su magnificencia histórica, y sobre todo a los ojos de su pueblo, que la veía como una diosa, incapaz de oscurecer la memoria del héroe de Dallas.

El universo se sacude al saber que la atractiva viuda, apetecida y venerada a un tiempo, desprecia las invitaciones de príncipes promisorios para unirse a un sexagenario hombre de negocios, célebre por sus romances escandalosos y por su poderío financiero, pero oscuro por otra clase de merecimientos. Ella, de 39 años, es una deidad, que se desea intocada, y Onassis, de 62, es el estrafalario ricachón que juega en los cabarets del mundo al amor profano. “Dinero, vino y amor”, parece ser su enseña.

Acaso la novelería mundana, tan adicta a las sutilezas de es­ta época distorsionada, termina viendo en el enlace de la pare­ja lo que inequívocamente es: el mayor símbolo de la frivolidad. Más tarde se conocen las cláusulas secretas de un contrato que pinta a cabalidad este aserto, que por otro lado es un desacier­to en la mujer que parecía extraída de las mejores páginas del romanticismo.

La primera condición para su entrega al rico ar­mador es la de no obligarse a darle un hijo. Intención que, por otra parte, no es tan agresiva, si las diferencias hormonales no propiciaban el sacrificio. Se separan, inclusive, los dormitorios, y Jacqueline impone que no se le perturbe su descanso, que ella quiere libre de veleidades.

Viajera pertinaz, un día está en París, y al otro en su apartamento de Nueva York, al lado de sus hijos. Se prodiga las mayores extravagancias, desde el despilfarro alocado entre mo­distos y perfumerías, hasta sus cotidianas zambullidas en una bañera alimentada con leche de vaca, en una isla que no es abun­dante para esta clase de flujos.

Un día debe volar un avión ex­preso para traerle un frasco de perfume que no encuentra en su tocador, y Onassis queda atónito. Pero, aun así, y convencido de que se ha casado con la grandeza, más que con una mujer, cierra los ojos y le dispensa valiosas joyas por fuera de contrato. Quizás Jacqueline piense también que, al casarse con Kennedy, se casó con la inmortalidad, más que con un hom­bre. La miastenia, una enfermedad de «lujo», concluye doblegán­dole a Onassis los párpados, cansados de tanto vivir.

Contempla silencioso, en sus últimos días, el distanciamiento de Jacqueline y de Cristina, su hija, tan irreconciliable y mordaz, que dejan de hablarse, ante una herencia que debe compartirse pero no por partes iguales.

Jacqueline acaso haya pretendido fugarse de la realidad en alas de lo trivial y de lo absurdo. Se desmontó un día del caracol de sus ensueños tronchados por una bala asesina, para deambular por los caminos fantasiosos de la frivoli­dad. Pero en medio del esplendor del derroche, de la admira­ción y de la publicidad -¡ingrata publicidad!–, es posible que se sienta tan afligida, y más, como cuando la mirilla telescópica de un fusil destrozó su alma.

«La inmortalidad, pequeña Carolina –canta nuestro poeta Jorge Ortiz Robledo en carta de Navidad a Carolina Kennedy–, no necesita del visto bueno de los hombres. Es una mujer enamo­rada, y un día lo sabrás, las mujeres enamoradas nos cancelan la vida con un beso”.

No se conformó Jacqueline con la inmortalidad y quiso sentir­se, desdoblarse, sin adivinar que iba a estar más sola que antes. Habrá quienes fustigan este cuadro dantesco de la superfi­cialidad, olvidándose de que, mujer al fin y al cabo, escogió la ruta del escape, tan propia de nuestros días, pero tan falaz al propio tiempo.

La fusión Onassis-Jacqueline significa, sin duda, la mayor pa­radoja del siglo. Entra en las galerías de la historia como el signo de un universo desajustado que juega a la felicidad co­mo jugando con castillos de papel, y pierde.

Habrá que averiguar qué sacrificio es superior, si el del inmortal presidente de los Estados Unidos, templado para la epopeya, o el de esta frágil mujer, viuda por segunda vez y tan atractiva como siempre, que se abre campo con su soledad y su abatimiento.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 30-III-1975.

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El tabaco de Yagarí

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A mi despacho del Banco Popular en la ciudad de Armenia se presentó un día, de esto hace ya cinco años, un caballero ágil, impecablemente vestido, refinado en sus modales y envuelto en una aureola de humo. Por esa época todavía se consumían tabacos de La Habana.

Su cabellera tersa, sobriamente or­denada, dejaba ver la envidiable madu­rez de algunas canas bien vividas que comenzaban a insubordinarse, en con­traste con unas cejas negras y pobladas que le ponían marco de solemnidad a la mirada penetrante. La frente ancha y surcada por ligeras líneas que co­rrían, como prófugas, para pelearse el dominio del ceño, le daba aspecto de pensador romano y de gladiador espar­tano.

Desde el primer momento adiviné que no se trataba ni de un charlatán ni de un lagarto, de los tantos que abun­dan en mi oficio.

–Me llamo Luis Yagarí –me dijo, dándole media vuelta al tabaco.

Poca gracia me causó el extraño ape­llido. Luises los habrá muchos, pensé, pero Yagarí no puede haber sino uno. Lo miré con curiosidad y con sorpresa, y casi que con desconsuelo, por parecerme que el nombre indígena no cabía en su porte arrogante. Pero co­mo la ignorancia debe ser humilde, preferí simular que no había compren­dido la presentación.

Mi interlocutor, acostumbrado a tropezarse con gentes de todas las la­yas, tuvo a su vez, sin duda, compasión del pobre gerente de banco que ignoraba la exis­tencia de Luis Yagarí. Pero supo disculpar mi falta de conocimiento y expiró, como desahogo, una fuerte bo­canada de humo que apenas me rozó de pasada

Me contó, de refilón, que había sido amigo del gran Lenc, el pro­genitor de mi ilustre jefe, y de seguro no tanto para impresionarme como pa­ra dosificar la entrevista y ponerle velas –porque los periodistas saben mu­chas técnicas– al cheque que ya había cogido forma para ayudar al costo de impresión del suplemento que prepara­ba como homenaje a los ochenta años de la Ciudad Milagro.

Cuando días más tarde terminó de armar la revista, había tenido tiempo el gerente –recién llegado de otras latitudes, y no del todo despabilado, co­mo aquel pudo suponer– de investigar la personalidad del cronista de La Patria. Y es oportuno confesar que, desde entonces, había ganado el perió­dico un nuevo lector, y más tarde se descubriría un escritor.

A partir de aquel instante era preciso seguir con cuidado la trayectoria de Luis Yagarí, vertida en cápsulas desde su rincón de La Patria, su románti­co remanso de toda la vida. Seguir los flechazos de este señor de la lanza en ristre, poeta por nacimiento y cronista por seducción, fue la secuela natural de aquel encuentro repentino.

Desde sus célebres Jornadas se ha batido con fibra, con garra de león. Tiene la particularidad de que con una pincela­da pinta lo mismo un paisaje que un estado del alma. Su pluma es suave, galante, pero también afilada. Hiere a sus enemigos haciéndoles cosquillas. No siempre se distingue si en la frase que fabrica al desgaire, trabajada con intención y con maestría, hay una rosa o una espina.

Por eso a Luis Yagarí hay que leerlo despacio y descifrarlo entre líneas. Es el mejor fotógrafo del país. Su capaci­dad de captación es tan instantánea co­mo la lente de una Kodak.

Volví a ver a Luis Yagarí en reciente visita a Manizales. En el salón cultural de La Patria, donde Carmelina Soto leyó varios de sus maravillosos poemas, ocupaba puesto de honor. Más tarde, en el calor de unos whiskys ofrecidos por el dueño de casa, doctor José Restrepo Restrepo, lo vi husmeando con el olfato de galgo como lo había conocido cinco años atrás. Porque Yagarí, que es acción y nervio, no puede perma­necer quieto ni callado un minuto. Por eso ha sido cronista toda la vida. El periodismo le alborota la sangre.

Rubricó, con arrogancia y do­naire, dos ejemplares de su libro Jor­nadas, recién editado: uno para Car­melina Soto, otro para Chila Latorre. El tercero, que le sobraba, se lo guardó. Me dejó por puertas y se quedó mirándome, como preguntando: ¿de dónde salió este lagarto? Mal podía re­conocer al gerente de antaño que le había colocado un aviso en el suple­mento dedicado a Armenia.

A las celebridades es mejor mirarlas de lejos. Si uno se acerca mucho, de pronto se bajan del pedestal y se vuel­ven personas corrientes. A Yagarí, que es pedazo de historia de este Gran Cal­das, se le ve mejor a distancia, recostado en la cúspide de su grandeza. Dejé­moslo allá, intocado. No quise siquiera recordarle que no me había avisado re­cibo de mi libro, porque era tanto co­mo codearme con él.

Pero en desquite compré sus Jorna­das. Acabo de darle vuelta a la última página. Delicioso manjar este de sabo­rear, una por una, sus crónicas salpicadas de humor, de ironías, de romances, de bríos y de sustancias agridulces. Y he cerrado el libro con candado, como un tesoro, para que este Luis Yagarí, que es tan andariego, no se me vaya a salir y de pronto me queme con el rescoldo de su tabaco.

La Patria, Manizales, 18-III-1975.

* * *

Comentario:

(36 años después)

Magnífica página. Me llegó hasta lo más profundo del alma. Pensando que con Yagarí los hombres de la pluma habían sido injustos, cargaba el dolor de mi incapacidad para retratarlo. Gracias a Dios, un hombre de su talla lo conoció y lo admiró y con lujo lo dijo. Gracias, don Gustavo Páez Escobar. (4-X-2011).

Fui el cuarto de los hijos de Yagarí y me impresionó el retrato de cuerpo y de espíritu que usted logró, con su pluma, de mi padre. Magnífico sencillamente. Usted desmiente el manoseado decir que asegura que los gerentes de banco no tienen alma. Permítame saludarlo y felicitarlo. Gonzalo Uribe Palacio (7-X-2011).
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El fuego: amigo y enemigo

jueves, 14 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El edificio de Avianca, erguido como impo­nente grito de la revolución arquitectónica, fue de­vorado en horas por la voracidad de las llamas. Des­de cualquier ángulo de la ciudad, y aun a distancia de ella, en días transparentes como en noches ce­rradas, sobresalía la presencia de este monstruo, cla­vado allí por el hombre como tributo a la vanidad. El afán de herir el espacio con rascacielos, mientras las ciudades extienden sus cordones de hambre y en los tugurios languidecen de inercia míseras cova­chas, es en el fondo una indolente muestra de arro­gancia, por más que en otra forma, y con valederas razones, se entienda como una necesidad de progre­so.

El hombre es ambicioso por ancestro y por conveniencia y no se resigna a per­manecer estático en un mundo que se disputa la supremacía de la atmósfera y el dominio de los ma­res. Y mientras más ciencia acumula, engendra mayor vanidad.

Un gigante maltrecho

La torre de Avianca, sin duda el mayor signo de nuestro avance urbanístico, sigue siéndolo a pesar de que su armazón, ensombrecida ahora por el hu­mo, se ha tornado mustia y ya no resplandece como novia engalanada. El siniestro ha convulsionado sus entrañas, pero pronto resurgirá de su lecho de convaleciente. Se me ocurre ver ahora un gigante maltrecho que será más colosal cuando sanen las heridas. ¿Habrá algo tan majestuoso, tan soberbio y al mismo tiempo tan temible, como un volcán dor­mido?

Bogotá: urbe en evolución

Los registros turísticos, que andan a la caza de señales ostentosas para impresionar la curiosi­dad, han captado en mil perfiles distintos este rin­cón bogotano donde se entrelaza, en formidable con­traste, lo moderno con lo antiguo. El sitio, que pa­rece resistirse al paso de las nuevas concepciones, se ha convertido en referencia indiscutible de la urbe en evolución.

El empuje de la época no ha lo­grado, con todo, borrar el Bogotá antiguo, ni siquie­ra con moles como esta de cuarenta y dos pisos que, por mucho que se empinen, no podrán oscurecer el arte colonial que por allí abunda como la buena si­miente. Por más que se transforme la ciudad, el progreso no será tan arrollador como para derribar la vieja iglesia de San Francisco, ni tan ingenioso que consiga destorcer el hilo de la Avenida Jiménez de Quesada.

Si veloces edificios sur­gen detrás de toda casona en ruinas, quedan aún piedras centenarias, excedidas de peso e historia, contra las que choca el ímpetu demoledor.

Horrible espectáculo este de ver consumirse en llamas, como lo vio todo el pueblo colombiano, al rojo vivo, nuestro edificio insignia. Allí no solo ar­día una estructura, ni se evaporaba un emporio, ni se destrozaban esfuerzos y vanidades. Ardía también el alma de la patria. Avianca, que le ha puesto alas a Colombia y que transporta nuestra bandera por todos los horizontes de la tierra, nos ha enseñado a ser grandes.

Por eso levantó en el corazón del país este monumento, orgullo de nuestra nación subdesarrollada que puede también ostentar lujos de rico. Es la emulación, en fin de cuentas, un resorte que empuja al progreso. Grandes ramas financieras del Gobierno y oficinas no menos importantes del sec­tor privado montaron sus engranajes en el edificio, convirtiéndolo en respetable bolsa de negocios. Un Wall Street colombiano, obviamente menos abru­mador que el neoyorquino, y tan caracterizado como aquel en nuestro mundo de las finanzas, nació ba­jo su influjo.

El fuego, enemigo implacable

De pronto llegaron las llamas y todo lo arra­saron. La ciudad se sintió impotente para contener su furor y presenció aterrorizada cómo estas len­guas del infierno se iban encaramando de piso en piso, de pared a pared, sin respetar nada, hasta co­ronar la altura y dejar un escombro humeante. Fi­nísimos enchapes, suntuosos tapices y cortinajes, toneladas de papeles de negocios y todo un boato de fantásticos contornos avivaron las llamas y le dieron categoría al desastre. Si la vanidad es humo, el ejemplo es patético.

Irónico y doloroso este cuadro donde el fuego, el mayor aliado del hombre y su más antiguo ser­vidor, se convierte en enemigo implacable. Durante siglos la humanidad no conoció este elemento. La vida era así acaso menos complicada, pero al paso del tiempo quiso el hombre explorar los recursos de la naturaleza y terminó encontrando la chispa que produciría mas tarde grandes adelantos, y tam­bién inmensas conflagraciones.

Es el fuego, sin du­da, el mayor descubrimiento de la humanidad. Su importancia en el uso doméstico y en la vida indus­trial no se mide en su justo valor, quizá por su propia elementalidad en un mundo que ya se acos­tumbró a jugar con bombas atómicas.

Pero sería im­posible concebir el progreso del mundo –si progre­so puede llamarse– sin esta substancia de poderes misteriosos; tan misteriosos, que se vuelven en oca­siones contra su propio descubridor, y lo devoran, y lo aniquilan. Siendo su mayor aliado, le ayuda a armar monstruos de cuarenta y dos pisos; aunque también le cobra la vanidad con que pretende cons­truir nuevas Torres de Babel. Y le recuerda que, de no haberlo descubierto, la humanidad viviría mejor. No habría explosiones, ni guerras atómicas, ni seres mutilados. Tampoco toneladas de dinero perdidas en pocas horas.

El hombre, sin embargo, sabe que la ciencia es un honor que cuesta y continuará avanzando con su más poderoso aliado, para bien o para mal.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 12-VIII-1973.

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El imperio del padrino

lunes, 11 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es la era del padrino, recurso de primera necesidad como el vestido o el pan. Y su poder es aún superior porque puede pasarse sin vestido y sin pan, pero difícilmente se flotará en este mun­do enrevesado sin un buen padrino. La humanidad tiende a grandes pasos hacia el desnudismo y no sería extraño que Everfit o Pat Primo, para citar dos de nuestras industrias protectoras contra la intemperie, terminaran cualquier día cambiando sus terlenkas por las fibras del plátano.

Acabamos de contemplar a Jacqueline paseando su desnudez por las playas de su paraíso. Un fotógrafo desocupado quiso deslumbrar al mundo con el sensacional descubrimiento. Pero su fantasía fracasó, pues nada logró revelar. En lugar de la sílfide fulguran­te que pretendía sorprender en los cueros de Eva, apenas apare­cieron sombras borrosas que se minimizaron tanto como se agrandó el apetito do una revista voraz.

Jacqueline, que le ha demostrado al mundo que no vive de complejos, no se ruborizó  y continúa paseando tan campante y tan desnuda como antes por su territorio, mientras Onassis, demasiado viejo y curtido para ser timorato, se burla y se encoge de hombros cada vez que sos­pecha la presencia de otro vago que resiste inclemencias detrás de los arrecifes.

Es más importante el padrino que el vestido, ya lo ve usted. Jacqueline puede tirar sus prendas a los tiburones, pero no ha­ría lo mismo con su pesado Aristóteles, sin duda uno de los más poderosos Corleones de la época.

Y no sólo de pan vive el hombre. También de raíces, o de es­carabajos, o de cuy si es pastuso; y es tan desarrollado su ins­tinto de supervivencia, que será necrófago cada vez que sea menes­ter derrotar el hambre, y tan ingenioso y recursivo, que lo aca­bamos de ver fabricar neveras en los picos de los Andes chile­nos para no dejar descomponer las proteínas de sus congéneres-padrinos.

Fatigado el hombre por absurdas carreras y aprisionado entre cohetes y computadores, necesita respirar, quiere destruir los monstruos del siglo veinte. Desea liberarse de las garras de su propia ciencia destructora. No encuentra siempre el hado protec­tor y entonces se siente débil y se desmorona entre la impoten­cia y la frustración.

Incursionemos brevemente por algunos predios:

El brillante bachiller, una promesa para la patria de acuerdo con la zalamería de su profesor cuando lo despedía del claustro con una palmadita en el hombro, regresará cabizbajo una y otra vez a su casa zumbándole en los oídos el chirrido de puertas que se cierran sistemáticamente porque en las universidades existe también la explosión demográfica. En su frustración es posible que termine arrinconando en el cuarto de San Alejo, sitio a donde tarde o temprano llegan las cosas inservibles, el lustro­so pergamino, para comenzar el recorrido incesante por jefatu­ras de personal, hasta que finalmente será nombrado oficial 6° del juzgado 5° superior, si se le atraviesa algún protector; pero si no es tan pródiga la suerte, terminará de ascensorista, ofi­cio que por lo menos le imprimirá arrogancia cuando sube al pi­so 27, aunque le provocará vacío al descender al sótano.

Pero pongámosle un buen padrino y muchas puertas herméticas nunca más volverán a cerrarse; y si como comple­mento exhibe apellido de casta, quedará perfilada su ca­rrera política y no sabemos si desde entonces aparezca el hada madrina (hado padrino suena mal) que comenzará a buscarle sitio en la galería de los prohombres.

* * *

Pretender realizar cualquier diligencia en los laberintos de Circulación y Tránsito es tarea de titanes. Las trabas, el es­tilo, parecen coincidir en todo el país:

–Pase a la casilla número 13.
–La casilla 13 no atiende hoy porque don Torcuato tiene dolor de muelas.
–Las placas solo se cambian en las horas de la mañana.
–La doctora Nicolasa le resolverá el caso cuando termine su incapacidad por maternidad.

Ante argumentos tan invencibles resortamos como una pelota en manos del inefable y sonriente intermediario que con unas piruetas de avezado malabarista rompe en un minuto la maraña que tontamente habíamos pretendido desafiar solos. Por fortuna llevábamos aún los sudorosos billetes para cancelar las tres mensualidades atrasadas del colegio y poco importa vaciarlos en el bolsillo del afabilísimo cicerone con tal de calmar la insoportable jaqueca del momento.

* * *

El hijo de mi amigo acababa apenas de apagar el ojo cuando las supersónicas enfermeras arrastraron la camilla a toda prisa, dejando ahogados los lloros y las confusiones. El cadáver se esfumó como empujado por artificios entre los vericuetos del edifi­cio. Cuando quisimos investigar lo que ocurría, los despojos iban ya camino de la necropsia. No era lógico que eso sucediera si la enfermedad habla sido detectada, administrada, y finalmen­te patentado el deceso, en el centro hospitalario. No era lógica la autopsia, pero no parecía existir fuerza humana para evitarla.

El médico-padrino, único con poder decisorio para suspender la incursión del cuchillo, según se decía, esta­ba demostrando increíble destreza de ubicuidad, pues lo mismo sa­bíamos de su aparición en su despacho del piso octavo, que de su tránsito por la cafetería que quedaba en el primero; y por más que habíamos apostado a uno de los nuestros en cada recoveco del edificio, el galeno seguía refundido; pero apareció cuando corrió la noticia de un cheque que podría ingresar a la tesorería de la clínica.

* * *

El padrino es una institución. Se requiere tanto para nacer como para morir. Y se entromete en actos tan privados como el ma­trimonio, importado por desgracia a veces con nombres tan impro­nunciables, pero elocuentes, como Smith & Wesson, como si no tuviéramos en nuestra patria Cuítivas y Piravanes. Los hay de todos los tamaños y para todos los gustos.

Si la gestión es ante el tendero acaparador, quizás baste la sola visita de la criada coquetona, pues ni pensar que el inspector de precios conseguirá rebajar la computación del Dane. Si le han quitado la placa al carro, piense en la jaqueca que por poco lo enloquece; y no se le ocurra tratar de rescatarla pues caerá  nuevamente en brazos del perito de circulación, cancelando de pronto los partes por las infracciones que nunca ha cometido; lo mejor será que convierta el vehículo en chatarra y resuelve varios problemas al mismo tiempo.

Si lo van a lanzar del apartamento por los seis meses que debe, escríbale a la niña de Piendamó. Si la enfermedad es incurable, busque al doctor José Gregorio Hernández, que opera los casos desahuciados, pero que murió hace 53 años. Si el sueldo no le alcanza, visite al usurero de la esquina; pero no lo haga con mucha frecuencia pues terminaría disparándole un tiro en la cabeza, y dentro de sus condiciones no se encuentran abogados-padrinos. Si el gerente del banco no le aprueba el crédito, cuénteselo a la Junta Monetaria.

Si lo picó la machaca, antes de seguir los consejos de Cromos acuérdese del señor Smith & Wesson. Si está aburrido con el matrimonio, no posesione al suplente, o a la suplente, sin consultar antes la ley de paternidad responsable del doctor Lleras Restrepo. Si lo condenaron a 15 años de presidio, cómprese a Papillón; y si sus mentiras no le sirven para nada, por lo menos se distraerá. Si muere en un accidente de aviación, procure por todos los medios que no queden vivos sus vecinos para que no les sirva de merienda. Y al llegar a la eternidad, busque a don Corleone y fije su residencia en el barrio de las once mil vírgenes, que alguna de ellas puede servirle o por lo menos darle buenos consejos.

Si el mundo es de influencias, de padrinazgos, ¿qué valen, se preguntará, los méritos, el esfuerzo, la capacidad? ¿No vale ser hombre de bien? Claro que sí. Pero no subestime a los padrinos. Tampoco se apunte mal, pues un mal padrino no entra en la receta. En la política, como en los negocios, como en la literatura, como en el empleo, como en el amor, se necesita de los mecenas. No lo piense dos veces: busque Corleones. Y no se conforme con uno, que la vida está muy difícil para subsistir. Lo ideal es un consorcio. Ojalá sepa combinar los hados con las hadas. Dice Peter en su tratado de la incompetencia que «el impulso com­binado de varios padrinos es igual a la suma de sus respectivos impulsos multiplicados por el número de padrinos”.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 21-I-1973.

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