Navidad, tesoro perdido
Por: Gustavo Páez Escobar
Una revista bellamente editada ofrece una Navidad en colores. Todo cuanto pueda apetecerse en el mundo revolucionario de la tecnología del juguete allí se encuentra. Trenes airosos se deslizan sobre caminos magnéticos, con penachos de atractivos movimientos y arriesgadas maniobras. Muñecas primorosas, simulando las formas más atrevidas de la coquetería femenina, que hablan y ríen y caminan, saltan aquí y allá como princesas hechizadas. Veloces motocicletas, todavía en miniatura, gracias a Dios, pero provistas de todos los señuelos del planeta frenético que nos está tocando vivir, provocan los deseos reprimidos del pequeño travieso de la casa que sueña ser, como sus amigos volantones, un acróbata suicida.
Se pasan hojas y más hojas de la revista. Y se sigue descubriendo un mundo movido por cuerdas invisibles y soplos eléctricos. Pistolas automáticas desocupan sus depósitos de balas con la rapidez del oeste legendario, y es posible que el pequeño se sienta ya héroe perdonavidas a quien hay que correrle. En otro ángulo aparece la escuadra de peligrosos buques guerreros, prontos para la invasión –como sucede en la realidad con las flotas de los Estados Unidos que avanzan sobre Irán–, juguetería que causará emociones con sólo accionar una pila y que producirá destrozos y masacres, por fortuna imaginarios, aunque incitadores de ocultos instintos.
Revólveres, carabinas, tanques destructores, aviones mortíferos, presentado todo con naturalidad desconcertante, cautivan la atención juvenil y enseñan los caminos de la violencia. Los jóvenes de hoy no quieren desentonar dentro del artificioso universo del juguete mecanizado que nos trajo la falsa civilización. Aspiran no sólo a lo más pomposo sino también a lo más perjudicial, sin interesarles de dónde ni cómo saldrá el dinero para adquirirlo. El alma limpia del juguete de antaño está hoy carbonizada por el modernismo.
Y el angustiado padre de familia, que haciendo esfuerzos sobrehumanos logró ponerse al día en las cuotas escolares y que se siente asfixiado entre deudas y carestías, se descorazona ante tanto brillo inútil y tanta extravagancia dañina.
Estos diciembres desteñidos e insulsos para los adultos, pero excitantes para los muchachos, dejaron de ser una fiesta hogareña para convertirse en una algarabía mercantil. Por eso las revistas y las vitrinas lanzan sus artículos con ostentación, para succionar los precarios presupuestos familiares.
Los nuevos tiempos sacrificaron la inocencia de las navidades y les robaron su encanto. La sana alegría de los diciembres desenvueltos se deshizo entre las ficciones de esta época ligera que atropella la vida y asalta el bolsillo. Hoy ya no nace el Niño Dios porque el mundo no quiere recibirlo: dejó acabar el musgo y no encuentra calor para albergarlo Las humildes pajas del pesebre se trocaron por el oropel de la vanidad.
Sobre el alma pura de los niños no se derraman caricias sino paquetes deformadores de la personalidad. El juguete ya no es sencillo y didáctico, sino complicado y turbulento. Y la mente del niño, así maltratada, adquiere resonancias bélicas.
Ante este panorama deformado tiene que atribularse el hogar pobre –la mayoría de las familias colombianas– y permanecer adolorido cuando los hijos también esperan, como los ricos, un diciembre fastuoso. La moda, por más inaceptable que sea, es contagiosa y pocos se libran de su influjo. La capacidad económica del colombiano común, reducida todos los días por alzas incontenibles, no permite la vida decorosa, menos el derroche de los diciembres mercantilistas.
Y mientras en las residencias opulentas se complacen con largueza hasta los deseos más desmedidos, y los padres de escasos recursos deben sacrificar su tranquilidad y su peculio para que los hijos reciban algo, una legión de seres castigados por la suerte recorren las calles y tiemblan de frío y hambre en medio del bullicio decembrino. Para ellos no alcanzará el Niño Dios.
Se dice de tres millones de niños colombianos que trabajan por necesidad. Lo hacen en oficios humildes, duros, torturantes, a veces sórdidos. Para ellos tampoco llegará el Niño Dios, porque la alegría se les fue del corazón. Y muchas familias no tendrán tiempo ni motivo para acordarse de que están en diciembre.
¡Pero no! El Niño tiene que venir. Y que no sea un niño triste ni solitario. Lo necesitamos para que nos alegre, para que se compadezca de Colombia. Si las costumbres se distorsionan hasta el extremo de cambiar el musgo por la guerra, y ya no se baten buñuelos y natillas, ni se congregan y se reconcilian las familias, ni los pequeños retozan con las alegrías simples de otros tiempos, hay que abrirle las puertas al personaje desterrado. Recorrerá los caminos desolados por terremotos y miserias, visitará hospitales y hospicios, reirá con las viudas y los huérfanos y se acostará con los desheredados.
Y se olvidará del menosprecio con que lo trata la humanidad, comprometida como se halla en guerras y rencillas, en boatos y vanidades, y sin tiempo, por eso, para encontrar la paz de la conciencia. Ojalá los hombres no terminen apagando la luz de Belén.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 23-XII-1979.
Aristos Internacional, n.° 26, 26-XII-2019, Torrevieja (Alicante, España).
Comentarios
(Navidad de 2019)
Muy buena crónica. La radiografía de la Navidad actual está muy clara. Para colmo, el Niño Jesús ha sido desplazado por Papá Noel. Como bien dices, se perdió la inventiva de los pequeños, con la llegada de fabulosos juguetes. Recuerdo los tiempos en que los chicos hacían carritos con las cajas de bocadillo y las ruedas se armaban con latas de cerveza. Armaban con tablas viejas, o con unas que salían del bolsillo de papá, una especie de patineta y hasta barcas con mitades de canecas metálicas, que utilizaban en el riachuelo. En mi niñez, fabricaba las muñecas de trapo con los retazos de la canasta de costura de mamá. Bueno, son remembranzas de tiempos idos. Elvira Lozano Torres, Tunja.
La descripción de las navidades actuales es tal como está en el escrito, lastimosamente. Nuestras navidades conservan la esencia de la luz de Belén y las disfrutamos en familia sin grandes pretensiones económicas, sino centrados en el amor, que hace que sean “un estado del alma”. Liliana Páez Silva, Bogotá.
Así es. Tristemente la Navidad se ha convertido en un verdadero y cruel negocio para satisfacer los irrefrenables deseos de los niños de hoy. La sociedad ha cambiado, las costumbres también, y debiera optarse por un regalo sencillo y necesario, poniendo de presente que, en la mayoría de los casos, el dinero no alcanza ni es posible satisfacer esos pedidos estrafalarios y agobiantes. Esa actitud sería parte de la formación que los padres están obligados a dar a sus hijos: si no hay dinero y ellos no razonan, habrá que explicarles amorosamente que un pantalón y una camiseta o un suéter son un lindo y útil regalo, así los demás se llenen de cosas inútiles, costosas e innecesarias. Inés Blanco, Bogotá.
Esta columna es la resonancia perfecta de la Navidad actual y el lamento justo por lo perdido de la celebración de antaño, esa que nos correspondió disfrutar en nuestra bella y lejana época. Gustavo Valencia García, Armenia.