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A un amigo curioso

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Distinguido paisano:

No podría, de ninguna manera, aplazar el envío de los trabajos que me ha solicitado usted, por tra­tarse de la actividad literaria que tan hondo se nos va pegando a quienes en verdad la sentimos, y tam­bién por ir destinados a un movimiento cultural —que ojalá cuaje— de mi departamento de Boyacá.

Podrá usted darse cuenta por este material de mis raíces en los predios quindianos, donde cumplo siete años alternados en la contemplación de la exuberancia cafetera, en el agobiante ajetreo de los nú­meros bancarios y, como escape y vocación irrenunciable, en los garrapateos literarios. Y si en una de las notas sobre mi novela Alborada en penumbra su autor me endosa el título de economista, protesto, y lo hago con firmeza, pues no soy ni nuevo ni viejo adepto de esa profesión que apenas me ha to­cado de refilón por menesteres de mi oficio circuns­tancial.

Llevo, con todo, más de veinte años metido entre cifras, encajes y sobresaltos —¡increíble y pe­noso batallar!—, y ha resultado vivificante haber sido capaz de dosificar el rigor de la faena en el re­manso de las letras, y no de las cere­moniosas de cambio, que por ventura también las entiendo, sino sobre todo de las regocijantes del espíritu.

Mi ausencia de Boyacá es larga. Quise que mi última novela tuviera allá alguna difusión, y así se lo solicité a la distinguida gobernadora, con la mala suerte de que el rubro estaba extinguido. ¡La clásica respuesta a la cultura en este país de letrados!

Cierta vez el gerente de una lotería me comunicó que la honorable junta —en minúscula— no adqui­ría ningún ejemplar de mi libro por resultar mal precedente en una región que tenía demasiados es­critores. Me lo dijo casi en secreto y descifré, sin mucha dificultad, que mal podía existir orgullo por­que la región produjera novelistas, poetas y cuentis­tas, si las expresiones culturales resultaban impota­bles para esta clase de mentalidades.

Usted, por fortuna, que ha leído algo mío y que desea conocerme mejor, se lanza a la tarea de res­catarme, para lo que necesita además mis datos biográficos. Dios se lo pague. Su curiosidad es sana y ojalá resulte creadora. Ahí le va, como botón fresco, mi reciente novela. No es necesario que me la pague.

Con estos perfiles ya tendría usted parte de mi biografía. Pero se la amplío con mucho gusto, aun­que lamentando que resulte muy modesta:

Nacido en Soatá el lo. de abril de 1936. Soy del signo Aries, o sea, bravo e impetuoso, tenaz y perse­verante como uno de esos cotos que se cultivan aba­jo de mi pueblo, en Capitanejo. Dice también el ho­róscopo que soy terco, malgeniado, emocional y rabiosamente independiente. Este Aries que ya no podré quitármelo de encima agrega, además, para bien de la humanidad, un espíritu creador, un carác­ter leal, ciertas condiciones de líder y alma romántica. Si alguna vez nos encontramos, como lo deseo, ojalá descubra usted esta última cualidad, que no siempre se me ve, y tampoco se la muestro a todo el mundo.

Pero sigamos.

Casado, y bien casado. Mi mujer es maravillosa y, sin duda, la inteligencia más lúcida del universo al haber sabido administrarme, que es mucho decir. Lleva muy bien la batuta, lo que no es poca cosa, porque también rezan los oráculos que los Aries, que algo tenemos de guerreros, no agachamos fácil­mente la cabeza, aunque por otra parte somos los individuos más sumisos, más dóciles y angelicales cuando hallamos la horma precisa del zapato.

En el mundo, distinguido paisano, hay innumerables heroínas ocultas, y es esta la manera de hacerle ho­nor a quien en silencio pero muy próxima a mis sentimientos, costumbres y aficiones me ha ayudado a engrandecer el destino.

Tres hijos, y ni uno más. Soy discípulo de las admoniciones del doctor Alberto Lleras Camargo y mantengo un susto tremendo a la alegre irresponsabilidad. Por lógica, mi mujer es colabora­dora indispensable y también entusiasta prac­ticante de los métodos redentores del mundo. Esto pone de presente, una vez más, que existe un ajuste ideal.

¡Tres hijos, tres universos, tres galar­dones! Hijos del esfuerzo, de la alegría, del calor. No desperdiciamos una sola caloría y hemos sabido inyectar un amor rebosante.

Después de muchas vueltas, aquí me tiene de gerente de un banco. La plata bancaria tiene una par­ticularidad para quienes la miramos olímpicamente. Y es que por ser abundante, arisca y muy manosea­da, termina oliendo feo. Yo he visto montañas de billetes, muy encarrilados, muy serios, muy petu­lantes en los estantes de bóvedas ajenas, y me ha quedado la impresión de que son dineros oprimi­dos, que ni deslumbran ni seducen.

El Quindío ha premiado mis trasnochos con dos estímulos literarios: La Flor del Café, de Armenia, y Medalla Eduardo Arias Suárez, de Calarcá.

No tengo con qué pagar tanta generosidad. Uno de mis «críticos» comenta, sotto voce, que no tienen gracia esas condecoraciones porque a los gerentes de banco les sobran aduladores. ¡Vaya uno a saber si es envidioso, o si tiene razón! De todas mane­ras, mi afectuoso paisano, créame que no me marean los pergaminos, aunque son muchos los sudores pa­ra conseguirlos.

Lo realmente importante de estas condecoraciones es que me pusieron a trabajar du­ro y superarme todos los días. Los pergaminos son esquivos y muchos se estropean la vida tratando de obtenerlos.

No poseo títulos. Me incomoda, me irrita, me desquicia el mote de «doctor» que me acomodan algunos despistados, no sé si por ingenuidad, por adu­lación o por burla. Es la moda del momento y to­dos quieren ser doctores. Y si no lo son, se lo inven­tan. Los falsos títulos abundan como la mala hierba, porque el mundo es apergaminado. Somos dados al lustre externo, a la ampulosidad, a los convenciona­lismos.

Me explico: está bien que la gente estudie, y se supere, y se especialice, y consiga su máster, y vaya al exterior por su Ph.D. ¡Pero que sepa! Y que no salga de la universidad sin saber ortografía y cometiendo burradas.

Se necesitan cartones, pero con alma por dentro, es decir, con eruditos ¿Para qué los títulos ostentosos, pero vacíos? Si algo bus­co yo es un «don» bien atornillado.

Hoy las empresas solo reciben personas con dos o tres títulos, con especialización en el exterior, y ni siquiera es suficiente el máster, porque ya se in­ventaron el Ph.D. No siempre lo más importante es que se tengan o no aptitudes. Interesa más el aro­ma, el brillo externo, así la cabeza esté hueca. Hemos llegado al más deplorable estado de frivolidad, que al propio tiempo lo es de falsificación e incompe­tencia. ¡Y para qué hablar de los principios morales!

Bien está, entonces, que me refresque en la intimidad de mi vocación autodidacta. No hay me­jores maestros ni mejor universidad que los libros silenciosos y bien saboreados. En la augusta sole­dad de una biblioteca mucha gente se gradúa en secreto. Son cartones invisibles, verdaderos títulos que engrandecen a los hombres.

¿Que cómo hago para ser gerente de banco y escritor?, me pregunta usted. ¡Esfuerzo, disciplina! Y no agrego nada más, porque usted entiende el resto.

Mi primera novela, Destinos cruzados, que referenció en la revista Cultura, de Boyacá, el doc­tor Eduardo Torres Quintero, uno de los grandes maestros de mi vida, la aprecio mucho no por su mérito literario cuanto por haberla comenzado a escribir, y casi terminado, a la edad de 17 años, en Tunja.

Así, mi estimado paisano, entre broma y serio le he emborronado estas cuartillas que espero le su­ministren algunos perfiles de mi personalidad. Saque usted las deducciones que quiera. Yo detesto sumi­nistrar mi curriculum vitae, quizá porque es un acto presuntuoso. Resulta, además, un encarte para los que no tenemos mucho que mostrar.

Hay estu­diantes que me hacen el honor de presentar en sus colegios trabajos sobre mis obras y me solicitan la reseña biográfica. Paso las duras y las maduras ante el interrogatorio, que es casi invariable: que dónde hice los estudios primarios; que si gané medalla al graduarme de bachiller; que en qué diablos me doc­toré; que cuántas especializaciones tengo; que si domino las lenguas muertas; que si soy divorciado; que cuántos hijos naturales están escondidos; que si practico el amor libre; que si fumo marihua­na; que si soy melenudo y casposo; que si soy con­servador, liberal o camarada…  ¡La locura!

Son gajes del oficio. Yo gozo tomando del pelo a mis entrevistadores con cuanta mentira se me viene a la cabeza. Y esto de las mentiras no lo digo por usted, y debe creerme que le he hablado con la mayor sinceridad.

¡Hasta la vista, ilustre paisano!

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 21-V-1978.
Revista Vía, año 7, edición 76, Nueva York, junio de 1987.

 

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La difícil felicidad

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cristina Onassis, cuya fortuna es incalculable, no sabe qué hacer con sus millones. Vive prevenida de quienes la rodean y sospecha que todos se le acercan por interés. En lo cual no está equivocada, si el dinero es elemento disolvente y traicionero. Onassis, que creyó haber comprado la fidelidad de Jackeline deslumbrándola con yates y palacios fabulosos, era  astuto para saber en sus intimidades que no existía tal idilio sino una transacción bien remunerada mediante la cual la pareja se había com­prometido a disfrazar el amor para que el mundo la admirara.

Hacer el amor a la fuerza, como debió de ocurrir con Jackeline, si es que alguna vez se sometió a los caprichos seniles de su decrépito y dadivoso consorte, es como obligar al niño a que se tome el jarabe ­que le sabe a feo. La viuda de Kennedy, apetecida en todo el mundo, era la deidad creada por los dioses para tentar a los hombres. No parecía destinada a ­los antojos del insípido vejestorio, millonario desproporcionado, de esos que ya perdieron la cuenta de sus innumerables bienes, pero hombre disminuido e impotente, de esos a quienes ya no dan más sus hormonas amatorias y deben conformarse con las ficciones de su decadencia.

La compró con sus millones y la elevó a las cumbres de la lisonja mundana, que daba para todo, lo mismo para ser amada que para ser despreciada. Los norteamericanos habían perdido a su diosa y desde entonces solo vieron en ella a la mujer común y corriente a quien le fascinaban las comodidades y no lograba satisfacer su ambición sin límites.

Muerto Onassis, su socia de contrato siguió a la deriva por los mentideros de la fama. Muchos de sus adoradores obsesivos ya no soñaban con la posesión que antes los obsesionaba, porque sabían que el dinero había cambiado el rumbo de la apetecida deidad de otros tiempos. Y ella, que estaba confundida entre cifras increíbles, era recelosa de quienes se mostraban interesados en cortejarla, al no lograr precisar si el cortejo era a su condición femenina o a sus abultados billetes.

En el propio clan del armador griego le surgió una ene­miga, primero tímida y más tarde furiosa, su hijastra Cristina, que desconfiaba de la viuda al suponerla insaciable en sus propósitos de apoderarse de la fortuna. Era mejor separar a tiempo los bienes de la sucesión, como en efecto lo hicieron. Eran dos rivales que no serían fáciles para la armonía, si el dinero las había distanciado para siempre.

Cristina Onassis, que ya registraba un matrimonio fracasado, se casó con un tal Sergei Kausov, oscuro ciudadano ruso. La unión duró dos años, tiempo exagerado. También dos años había resistido el matrimonio del play boy Philippe Junot con la princesa Carolina de Mónaco, otra unión escandalosa que no convencía a nadie, pero que poseía los ingredientes para despertar entusiasmo en los círculos del sensacionalismo.

Se rumora que Philippe y Cristina, divorcia­dos desafiantes de estas extravagantes historias, proyectan casarse en los próximos días. Para que la noticia alcance el eco apropiado, se habla de un idilio oculto de hace varios años, que reve­larán en el momento preciso. Cristina habría resultado en brazos del trabajador ruso por simple des­pecho al fugársele el escurridizo Junot.

Ahora libres, manejarán a su gusto las riendas del destino. Eso es lo que suponen. Pero no se han puesto a pensar que son dos seres errátiles que buscan la felicidad, pero antes la han estropeado. En este caso hay cierta afinidad por tratarse de dos negociantes y aventureros del amor. Más tarde la menor diferencia les hará romper el idilio, si es que antes el play boy no ha conseguido otra aventura en los casinos parisienses, o Cristina no se ha enredado de nuevo en sus veleidades de triste millonaria insatisfecha.

Kausov, el marido repudiado, manifiesta que, en efecto, Cristina se casó con él por despecho. Confie­sa que fue ella quien lo acosó con el matrimonio y, al sentirse deslumbrado, entró a la farándula. «También a nosotros los rusos nos gustan las mujeres gordas y Cristina es gorda», dice en delicioso desquite.

Aquí tenemos a estos personajes de la infelicidad que no consiguen, ni con millones y títulos nobiliarios, encontrar la fórmula ideal para disfrutar a sus anchas de la vida, como lo haría una pareja elemental.

La Patria, Manizales, 28-XII-1980.

 

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El vendedor de dulces

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo veo llegar todos los días muy temprano a su tende­rte instalado en una de las esquinas céntricas de la ciudad. Camina animoso, respirando vida. Saca del bolsillo el manojo de llaves y abre con cierta ceremonia las puertas de su establecimiento.

No tiene que hacer demasiado esfuerzo, pues su venta de dulces no demanda pesadas puertas metálicas ni complicados sistemas de seguridad. Pero, por más desprovisto que sea su depósito, le paga unos honorarios al celador nocturno que deambula por la manzana para que le proteja el pequeño capital escondido entre aquellas cuatro tablas que para él son la pesada estructura del negocio que le permite subsistir sin afanes.

Tiene 77 años pero revela menos de 60. Cuenta con salud envidiable e increíble. Otro sería tal vez un anciano decrépito. Atribuye su buen estado físico a sus costumbres ordenadas. No fuma ni toma bebidas alcohólicas. En cambio, madruga con pulmones rejuvenecidos y mente despejada para afrontar las contingencias del quehacer cotidiano. Recorre a pie una buena distancia para mantener lubricada la sangre y a buen ritmo el corazón. Su corazón que anda sin apremios. Es, además, un órgano amplio para querer a la  humanidad.

Lo veo solícito y cordial cuando deposita en cualquier mano el dulce mentolado que despista el tufo aguardentoso, o cuando cuenta los tres cigarrillos que el transeúnte menudo, gran personaje de las calles urbanas, solicita en secreto por no poderlos adquirir a cajetillas llenas.

Así, alrededor del puesto callejero de este comercio casi ignorado, se mueve el pequeño empresario que no necesita de empleados ni de sistemas complejos pa­ra ganarse la dura subsistencia. Vive feliz en su mundo limitado, sin temor a intempestivas alzas salariales ni a desahucios por no cumplir el arrendamiento. Tampo­co sabe de los impuestos agobiantes sobre la renta y el patrimonio, ni requiere de abogados que lo defiendan de los atropellos de la vida. Su capital se redu­ce a bien poco, y no necesita más para vivir con tranquilidad.

Cuando era comerciante de fierros y cacharros y dis­ponía de mostradores y local cubierto, la lucha era su­perior y las ganancias inferiores. Un día, cercado por compromisos que ya no daban más espera, no pudo evitar la quiebra. Quiebra honrada, pero afrentosa para quien trabajaba con honestidad. Antes que practicar métodos torcidos y de sostener a mentiras un negocio que ya se había derrumbado, lo clausuró con dignidad.

Recuperado más tarde del descalabro, se dedicó a vender dulces en una esquina de la ciudad. Escogió un sitio concurrido y allí, asegurado al poste de la electrici­dad, montó su tienda. Cuenta hoy con un público más abundante y más fiel. No hace ventas voluminosas, pe­ro sí compra lotes grandes y variados de dulces para irlos vendiendo al detal a un público que, aunque no se crea, es exigente con sus gustos. Hay personas que no consu­men sino determinada goma de mascar, o no refrescan el paladar sino con cierto sabor del anís o de la fram­buesa.

Pocos saben hallar la felicidad en espacio tan reducido. Faustino Castañeda Alzate dejó de pagar im­puestos, de torear sobregiros en los bancos y de vivir en­redado entre angustias mercantiles. Hoy su mundo es más simple, pero más tranquilo. Su mercancía, una mer­cancía elemental y aromatizada, en cambio de los fierros mugrientos de otra época que lo llevaron a la quiebra, le da buen tono para vivir sin asfixias. Aprendió el arte de respirar tranquilo y de alargar los años sin acosamientos de casas comerciales ni de competencias perturbadoras.

La Patria, Manizales, 2-XII-1980.

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La muerte de una golondrina

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

A mi despacho bancario acuden con frecuencia las golondrinas. Hay algo que las atrae. Les gusta revolotear alrededor de los ventanales y posarse so­bre los voladizos. Algunas veces penetran a la ofici­na y, al sentirse prisioneras entre cuatro paredes, buscan con torpeza la salida y terminan golpeándose contra los vidrios. En más de una ocasión he recogi­do del piso al frágil animal, que me mira angustiado, y lo he lanzado al aire para que continúe disfrutando de la libertad que no puedo ofrecerle en mi recinto.

La golondrina es ave tímida y escurridiza pa­ra la que no se hicieron los espacios cerrados. Por eso, le gusta el cielo abierto. Va por los mares pican­do las olas, y se eleva cuando siente sus plumas humedecidas. Pocos espectáculos tan fascinantes como el de una bandada de golondrinas de mar, que semejan flechas nutridas sobre el agua.

Una vez tomé en mi mano a la veloz golondrina, que había quedado rígida sobre la alfombra de mi despacho. Pero respiraba. Así, doblada, quise indagar en su mínima anatomía el misterio de su existencia huidiza. Era apenas un remedo de esa sutil raya alada que todos los días veía circuir mis predios de las ci­fras y los millones ajenos.

Abajo, en la calle, el mundo febril se movía afanoso y apático. Era el to­rrente de la vida turbulenta que ignora la indefen­sión de una pobre golondrina retenida en un cuarto con olor a negocios. Y pensé que todos los millones que me rodeaban no serían ca­paces de restituir la vida que se escapaba entre mis manos deseosas de milagro.

Tomé con dedos inciertos el cuello abatido y pre­tendí aplicar conocimientos ignorados. La golondrina pa­reció entender mi afán y entreabrió un ojo confuso. Se encontró, de seguro, con la misma negación de la vida, ya que para este armonioso suspiro del viento la presencia del hombre resulta perturbadora.

El desvanecido visitante se movió con languidez. Le insuflé calor y observé que se reactivaba. Pasó en un instante de la muerte a la vida. Lo vi levantarse aturdido, y siempre miedoso, buscó la manera de huir de su salvador.

Lo saqué al espacio exterior, y permanecí extasiado frente a la visión de dos alas raudas y el leve plumaje que ascendían por los aires persiguiendo la vida. Los billetes de banco, mientras tanto, seguían en sus bóvedas prisioneros de la avaricia. Si ellos pudieran sentir, envidiarían el vuelo de las golondrinas.

Otro día la golondrina penetró al laberinto a donde no ha debido llegar. Quiero pensar que la mensajera de los vientos se acostumbró al sitio don­de había hallado una mano amiga. Es posible que desde lejos vigilara al circunspecto manejador de ci­fras, y hasta le coqueteara desde sus dominios eté­reos.

Quizás le descubrió el alma que no se le encuentra al gerente de banco. El diminuto personaje, que se acercó con curioso instin­to, estuvo dando vueltas ante mi ventana y representando, con sus armónicos movimien­tos, un gesto agradecido.

De pronto se lanzó por el pequeño orificio abier­to en el alero de la edificación. Era una tenta­ción, y por allí se introdujo. Estaba como fabricado para su cuerpo. Ignoraba que era el respi­radero del cemento y que en sus senderos no encontraría sino sombras y frialdades.

Muchas veces, tratando de orientarse, se golpeó contra aquellas ca­vernas, antes de volver a encontrar un rayo de luz. Cuando de nuevo la vi aparecer, ya estaba muerta. Apenas se notaba la cabeza que emergía del cautive­rio.

Sus compañeras estuvieron el resto de la mañana buscando la manera de rescatar el cadáver. Las alas le habían que­dado enredadas en las rugosidades del cemento, y ella, mi frágil golondrina, terminó fracturándose todo el or­ganismo.

Poco a poco las otras golondrinas jalaban a picotazos el cuerpo que se resistía a salir del todo. Fue una mañana de implacable solidaridad de estos seres minúsculos que no podían hacer nada contra la dureza del cemento, pero que se negaban a abandonar la labor del rescate.

Qué distinta, pensé, la sociedad humana. Por aquella misma calle que tenía frente a mis ojos rodaba un mundo hostil, ajeno, insolidario. En la esquina un limosnero exponía sus llagas y todos las ignoraban. En los rostros había prevención, y en el alma, mezquindad. Mientras tanto, prensado en la ranura traicionera se encontraba el cuerpo destrozado de la errátil golondrina que les enseñaba a los hombres, como un mensaje lanzado al viento, esta lección de amor.

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La Patria, Manizales, 9-XII-1980.
El Espectador, Bogotá, 10-XII-1980.
Revista Líderes, Cámara Junior del Quindío, junio de 1981.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, junio de 1989.
Revista ADDA Defiende los Animales, Barcelona (España), volumen III 1991.
Revista Aristos Internacional, n.° 30, Alicante (España), abril de 2020.

* * *

Comentarios

Entre tantas noticias desconsoladoras que vemos a diario en la prensa, como crímenes, terremotos y muchas más, cuán grato es hallar en ella de vez en vez artículos que solazan el espíritu como La muerte de una golondrina, donde sin duda los entendidos encontrarán una breve joya literaria, en la que hay inspiración, belleza, exquisitez y ternura. Ojalá continúe el distinguido escritor deleitándonos con su esmerada prosa. Alberto Guarnizo, Ibagué, diciembre/1980.

Una hermosa oda a la fragilidad de la vida escrita por un gerente que, a pesar de ello, desnuda su inmensa dimensión humana gracias al don de la poesía. Óscar Jiménez Leal, Bogotá, abril/2020.

Que belleza de artículo. Lo leí hace un tiempo y hoy le encuentro más sentido al conocer que el encierro es falta de libertad, así sea en un palacio. La golondrina, especie libre por su naturaleza, debió sufrir mucho al quedar atrapada, pero encontró la mano amiga del hombre bueno que la refugió y seguro sintió su amor: por eso volvió con su saludo de agradecimiento. Liliana Páez Silva, Bogotá, abril/2020.

Es una página conmovedora, poética y humana, ante lo hostil del mundo y la gratitud  hacia un humano salvavidas. Ella (pensemos que era una hembra) lo entendió y regresó agradecida, para encontrar la muerte. La solidaridad de sus hermanas golondrinas, la impotencia del rescate y el abandono de la muerte arrugan el alma del lector. Inés Blanco, Bogotá, abril/2020.

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Una guerrillera de 16 años

lunes, 10 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En enfrentamiento del M-19 con la policía quedó eliminada, en oscuro túnel de Bogotá, una pareja que no temía a las balas de la ley. Se dijo que entre los dos existía un pacto suicida. La policía informó luego que había tenido que acribillarlos por no obede­cer la orden de rendirse.

Sea lo que fuere, y para el caso es lo mismo, allí quedó cubierta por su misma sangre una muchacha de 16 años. Aparecía como una mujer anó­nima por no llevar papeles de identi­ficación, y ni siquiera se suministró su posible edad. Y era que la frágil criatura estaba ahora desfigurada, chorreante de sangre y hecha jirones por la balacera. No se asemejaba en nada a un ser humano y menos, muchísimo menos, a la dulce niña que le correspondía serlo en la dorada edad en que todavía no son posibles las pesadillas.

Pero ella cambió el camino lógico del plantel educativo y del alegre discurrir de la juventud inocente, por el frenético y endiablado de las armas y la insurrección. En alguna vuelta del camino se prendió al compañero se­ductor, el que nada bueno podía ense­ñarle si ya había vulnerado la des­prevenida doncellez de quien apenas estaba abriendo los ojos a la vida. Puso en sus manos infantiles el arma vo­luminosa y antes le inoculó veneno contra la sociedad.

Y ella, la pobre doncella violada en su destino de mujer y en la paz de su mente asalta­da, voló por las rutas de la locura… Quedó cercada en el túnel sin salida, como el que ella misma se había buscado. Prefirió el llamado de la insensatez al ruego clamoroso de la madre que se esforzaba por no perderla.

Hoy la madre atribulada, una más de las que tienen que cubrir con sus lágrimas el camino torcido de la ju­ventud errátil, choca contra un cuadro aterrador. Las lágrimas se secarán en sus ojos de tanto pensar en el drama de esta guerrillera, ¡su propia hija!, que escogió la muerte por no ser dócil. Es una guerrillera de 16 años, y más parece un juego infantil que algo cierto.

Ante los ojos del país queda chorre­ando este cuadro infamante de la pequeña colegiala que se sumó a la guerrilla sin saber en qué consistía. Sabría, cuando más, de la naciente sensación amorosa, pero le faltaron guías para orientar las pulsaciones del corazón. Desorientada y trémula, ig­norante y frustrada, se fue con el que primero se lo propuso. Después de hacerlo, también era fácil empuñar la metralleta, si su héroe sería su maestro.

Acaso pase inadvertido este caso entre tanto episodio de sangre, lá­grimas y destrucción que conmueve al país. Pero no es un hecho cualquiera. Es la sociedad la que produce estos delincuentes que después llamamos monstruos. El germen puede repro­ducirse en cualquier hogar que no sepa formar la juventud.

Entre los captu­rados figura, sin nombre propio, y tampoco es necesario que lo revelen, el hijo de un almirante de nuestra Ar­mada. Los hijos, después de acos­tumbrarse a vivir sin padres, son capaces de todo. Los lujos, las extra­vagancias y la falta de disciplina los harán rebeldes. Y frustrados, que es peor. Cuando se van de las manos, ya no será posible recuperarlos.

La Patria, Manizales, 30-IX-1980.
El Espectador, Bogotá, 8-X-1980.

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Comentario:

Yo tengo algo que de alguna manera es también suyo. Usted escribió una columna en El Espectador el 8 de octubre de 1980. Me impactó tanto, que la tuve seis años rondándome la mente, sabiendo que no me desprendería de ella hasta que escribiera una novela sobre el episodio que cuenta. En 1987 la escribí, y desde entonces, muy contento y realizado, la escondí en mi biblioteca. El  epígrafe de la novela es su columna, que para el lector avisado ha de permitirle comprender el texto que por lo demás es ahistórico: no tiene personajes con nombre, ni lugares, ni fechas.

Solamente una persona, la escritora Sonia Truque, la leyó en aquella época, por encargo profesional de darme un concepto. Ahora que lo he reencontrado a usted en las páginas de El Espectador, he pensado que la otra persona que debe leerla es usted, de alguna manera coautor. ¡La novela más leída del mundo! ¡Va a completar su segundo lector en veintiún años! Luis Carlos Domínguez, Bogotá, 29 de septiembre de 2008.