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Osuna y Turbay

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En El Espectador del pasado 18 de septiembre, Héctor Osuna dedica todas las caricaturas de Rasgos y rasguños al presidente Julio César Turbay, muerto cinco días antes. No es usual que el caricaturista ocupe todo su espacio con la misma persona o el mismo tema, pero lo hizo en esta ocasión por estar ligado a Turbay por vieja historia, de ingrata recordación. Por supuesto, volvieron a escena los caballos de Usaquén, emblema de turbulenta etapa política ocurrida en el cuatrienio presidencial 1978-1982.

Dos corceles con caras taciturnas aparecen con un lazo de tela adherido a las piernas, en señal de duelo. Dicho atuendo, con figura de mariposa, representa el corbatín histórico del presidente fallecido. El caballo más acongojado –¿o más arrepentido?– cavila con esta frase entrecortada: “…y una nostalgia que me tortura”. Los famosos caballos adquirieron popularidad durante aquellos días accidentados, y hoy, tres décadas después, salen de nuevo de sus establos para darle el último adiós al patriarca.

Osuna, con sus trazos veloces e incisivos, nos ubica en los tiempos del Estatuto de Seguridad implantado por el gobierno de Turbay, norma que se caracterizó por un enconado militarismo bajo el mando del general Camacho Leyva, ministro de Defensa, a quien se consideró el superpoder dentro del Estado. Nefasta época de terror, donde muchos enemigos del régimen fueron a dar a las caballerizas de Usaquén, en las que se les forzaba a confesar sus actos de oposición con el empleo de torturas, entre ellas, por medio de caballos amaestrados que embestían a los presos y les causaban heridas.

La arbitraria detención de dos sacerdotes jesuitas que en septiembre de 1978 fueron vinculados como cómplices del asesinato del ex ministro Pardo Buelvas, movió a Osuna a declarar la guerra periodística, por medio de sus caricaturas demoledoras, contra el atroz estatuto que violó los derechos humanos y escribió una de las páginas más oscuras en la democracia colombiana.

Y se convirtió en crítico severo del Gobierno. Sus líneas punzantes denunciaban la ola de atropellos desatada contra la población civil, en medio del silencio de los organismos de vigilancia. El cardenal Aníbal Muñoz Duque le restó importancia al escándalo de faldas que Turbay protagonizó en un club de Cúcuta (acto reprobado por el obispo de la diócesis), y le envió una carta donde lo absolvía de tan deshonrosa conducta. Por curiosa ironía, aquel obispo de Cúcuta fue la misma persona que presidió las honras fúnebres de Turbay en la catedral de Bogotá: el hoy cardenal Pedro Rubiano Sáenz.

Por aquellos días, el militarismo desaforado arremetía contra la cúpula del M-19, la que causaba graves trastornos con episodios tan perturbadores como el robo de más de 5.000 armas en el Cantón Norte y la toma de la Embajada Dominicana. El M-19 vio gratificada su lucha con el apoyo de Cuba, hecho  determinante para que Turbay rompiera relaciones con dicho país.

En medio del vendaval de críticas y protestas, y de innumerables chistes de sabor sarcástico que corrían a lo largo y ancho del territorio nacional, el Presidente soltó algunas frases que pasaron a la historia y que definen su muy peculiar estilo: “El único preso político soy yo”, “reduciré la corrupción a sus justas proporciones”, “el mío es un gobierno hormonado y testiculado”.

Osuna puso en los labios del Presidente otras frases que guardan coherencia con los actos oficiales de la época, como ésta, a una comisión de Amnistía Internacional que vino en plan de averiguación sobre los derechos humanos en Colombia: “¿Preguntan ustedes por los derechos humanos?… No, no los hemos visto”.

Osuna fue en 1979 el ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, al que renunció bajo un claro imperativo de su carácter: no podía permitir que la presea le fuera entregada por Turbay, a quien fustigaba con sus dardos implacables. En cambio, al serle conferido en 1983 –en el gobierno siguiente– el Premio Nacional del Círculo de Periodistas de Bogotá al mejor caricaturista, lo aceptó, porque no pasaba por las manos presidenciales.

Belisario Betancur le diría: “Gentes de talento e independencia mental como usted, sí le cuentan al gobernante cómo va él y cómo va el país. Gracias por sus urticantes aunque sonrientes lecciones. Saludos de la monja”. (La obesa y simpática monja palaciega, que parece sacada de un cuadro de Botero, fue la figura de combate creada por Osuna en el gobierno de Belisario Betancur).

Queda por decir que la administración de Turbay ha sido una de las más controvertidas de la vida colombiana. Pero no todo es negativo en su obra de gobierno. Se le abonan varios actos notables, que hoy, en la distancia del tiempo y bajo otra óptica, se distinguen mejor que cuando ocupaba la silla presidencial, sacudida por los ventarrones que provocó el estatuto represivo. Entre las notas favorables están la prudencia y el acierto con que manejó el conflicto de la Embajada Dominicana.

Su habilidad y astucia, como “animal político” que siempre fue (maestro en las artes del caciquismo), le permitieron rodearse de gente capaz en el ejercicio ministerial y diplomático. Tuvo varios ministros de alta calidad. Fue auténtico y excelente amigo de sus amigos. Se distinguió por su espíritu equilibrado y conciliador y su sentido de patria. Así penetra en la historia. Y Osuna, con sus caricaturas memorables, se ha ganado el título de agudo historiador.

El Espectador, Bogotá, 27 de septiembre de 2005.

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Comentarios:

Excelente tu columna. Osuna es admirable como caricaturista. El país necesitará siempre, para su progreso moral, intelectual, político y social de mentes lúcidas y críticas que abran nuevos horizontes y que venzan el oscurantismo arribista y feroz de los intereses creados alrededor de los que mandan. Sólo con ellos dejaremos de mirar en una sola dirección, como los caballos cocheros. Hernando García Mejía, Medellín.

Interesante su artículo sobre Turbay, pero no queda uno convencido que manejara con “tacto” la toma de la embajada. Más bien, se debe reconocer que Estados Unidos no le hubiera permitido jamás que pusiera en peligro la vida de su embajador. De Turbay sí podría decirse que escupió la mano de quien lo ayudó. Cuando Cuba desea aliviarlo aceptando los guerrilleros, Turbay paga cortando las relaciones. Y “sentido de patria”, por Dios, la patria de los poderosos tal vez. Los colombianos no le pudieron ver su generosidad y compasión por los humildes y desamparados, al menos durante su gobierno de triste recordación. Javier Amaya, Washington.

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La era de Santos

martes, 29 de junio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Creer que Mockus gana la elección presidencial el próximo domingo, como todavía lo pregonan algunos columnistas desenfocados y lo martillan por internet algunas voces rezagadas, es pensar con el deseo y no con la realidad. 

La opinión contundente que expresó la inmensa mayoría de los sufragantes en la primera vuelta, sumada a los nuevos hechos que han ocurrido en las tres semanas siguientes, hacen presagiar el triunfo holgado de Santos. La campaña del voto verde, que se mostraba como un fenómeno político difícil de detener, y que ganó sorpresivas y voluminosas adhesiones, se fue desinflando al paso de los días por carecer de coherencia, de claridad y de la fuerza necesaria para convertirse en una real fórmula de salvación nacional.        

Para conquistar el voto ciudadano no es suficiente ser transparente, que tal es la divisa principal del profesor Mockus (la que de tanto repetirse se volvió machacona y perdió eficacia). Tampoco lo es arremeter contra la clase política, ni abominar de los vicios y corrupciones incrustados en el Gobierno, ni ofrecer paraísos de decoro y prosperidad. Esto de considerarse el único dueño de la verdad y el dechado absoluto de la honestidad, al tiempo que se despotrica contra el resto de los mortales y se hacen recaer en el presidente Uribe todos los males existentes, es errar la puntería.

A través de los diferentes debates, donde se escucharon ideas y propuestas, se fijaron criterios y planes de gobierno, se diferenciaron estilos e identidades, se destaparon aciertos y desaciertos, la opinión pública fue madurando sus preferencias y rechazos, hasta forjarse, más allá de los pregones y los artificios publicitarios, la imagen del candidato que más llenaba los propios ideales. El derrumbe de Mockus en la primera vuelta, después que las encuestas le daban el triunfo o el empate técnico, obedeció, sin duda, a la fragilidad de sus planes y a las imprecisiones, ambigüedades o deslices que cometió.

El candidato verde sembró desconfianza por sus planteamientos inconsistentes sobre temas neurálgicos del país, como el de su admiración por Chávez, la posibilidad de extraditar al presidente Uribe al Ecuador, el manejo de la guerrilla, el alza de impuestos. Salido de cauce, ofreció explicaciones o rectificaciones poco convincentes, y cada vez se enredaba más. Se le vio no solo impreciso y dubitativo, sino además desconectado de puntos esenciales sobre la seguridad democrática (recuérdese su anuncio de reducir las fuerzas militares), y como si fuera poco, carente de conocimientos técnicos sobre el manejo de la economía. 

En la primera vuelta, las urnas registraron una notable distancia entre los dos candidatos con mayor votación. Es posible que esa diferencia se agrande en la segunda. Haber visto el país entero, la noche del escrutinio, al candidato perdedor lleno de agresividad y coreando estribillos ofensivos y viles –indignos, por supuesto, de la cultura ciudadana que él mismo predica–, le hace perder puntos en el resultado final que se aproxima.  

Días después, en una confrontación televisada entre ambos candidatos, Mockus repitió su actuación retadora y pugnaz. Con el mesianismo que lo acompaña, hizo blanco de sus dardos en el presidente Uribe, en su equipo de funcionarios y, desde luego, en Santos, a quien calificó como una copia reducida del Presidente, al ser continuador de sus políticas esenciales. Mucha gente sabe que estos desbordes orales nacen del temperamento del personaje, pero no por eso consideran adecuada su conducta histriónica y temen que tales gestos se reflejen en el serio manejo gubernamental.

Hay que admitir, sin embargo, que se trata de un ilustre hombre público, de un ciudadano ejemplar, que en general obtuvo buena nota en sus dos alcaldías y que ha dado muestras de honradez en la vida pública. Sus críticas contra la politiquería, la corrupción, los asaltos del erario, las desviaciones éticas y morales, son válidas y le hacen bien a la democracia. Servirán de norte para que el próximo Presidente, incluso si lo fuera él mismo, sepa encauzar sus actos.

Todo parece indicar que la segunda vuelta será ganada por Juan Manuel Santos, por amplia mayoría. Su paso brillante por los ministerios de Comercio, Hacienda y Defensa representa un valioso ejercicio de la vida pública. Experto en economía y con alta visión sobre los graves problemas que atraviesa Colombia en los campos del empleo, la salud, el campo, la vivienda popular, la pobreza y la miseria, tendría el reto de buscarles remedio pronto y eficaz a estas calamidades.

Su experiencia en el control de las guerrillas permitiría que los planes trazados por el presidente Uribe, que tantos éxitos han logrado para la seguridad de los colombianos, tuviera no solo continuidad en su administración, sino feliz culminación. Cabe esperar que en su gobierno se normalizarían las relaciones con Venezuela y Ecuador, como soporte para la armonía entre pueblos hermanos y como palanca para incrementar el intercambio comercial.

Sus amplias mayorías en el Congreso (todo lo contrario de lo que acontece con Mockus) serían una coyuntura formidable para sacar adelante reformas de envergadura que favorezcan a las clases más necesitadas y engrandezcan los principios de dignidad y justicia.

Además, tendría la oportunidad de demostrar que es continuador de Uribe en lo bueno, y depurador de lo malo. Los mayores retos en este sentido están en combatir la corrupción, castigar con mano fuerte a los depredadores de la hacienda pública y a los funcionarios corruptos o incompetentes. Todo le sería propicio para hacer un gran Gobierno.

Dijo Maquiavelo: “Ninguna cosa le granjea más estimación a un príncipe que las grandes empresas y las acciones raras y maravillosas”. 

El Espectador, Bogotá, 16 de junio de 2010.  
Eje 21, Manizales, 16 de junio de 2010.

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Comentarios:

Es un artículo que refleja una realidad política sin ningún tipo de pasión personal, lo cual permite enfocar a quienes lo leemos, en la realidad electoral que vive el país actualmente. Juan Manuel Guerrero, Miami, 16-VI-2010. 

Su columna es un análisis desapasionado de la realidad política que vive el país después de las elecciones del pasado 30 de mayo, un acertado examen de por qué se desinfló en primera vuelta la ola verde. José Miguel Alzate, Manizales, 18-VI-2010. 

(Además, llegaron 121 comentarios, de remitentes anónimos, a El Espectador.com)

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De la humildad a la grandeza

miércoles, 2 de diciembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A 150 años del natalicio de Marco Fidel Suárez y 78 de su muerte, el tiempo se ha encargado de mantener su nombre como el de uno de los hombres más ilustres del país en los campos de las letras, la cultura y la política. Su período presidencial se vio afectado por serios contratiempos, muy propios de aquella época –como la ferocidad de las guerras civiles, las discordias de los partidos y la crisis económica de 1921–, pero la historia le reconocería sus dotes de gobernante y sus acendradas virtudes humanas, intelectuales y patrióticas.

Nace el 23 de abril de 1855 en Hatoviejo, hoy municipio de Bello, en una desmantelada choza donde su madre, Rosalía Suárez, se gana la vida en el oficio de lavandera. Con los precarios ingresos que recibe, y que años después incrementa con el amasijo de galletas que el propio Marco Fidel vende antes de ir a la escuela, la humilde mujer atraviesa una etapa amarga, que no logra superar a pesar de sus esfuerzos por obtener otro nivel de vida.

Este ambiente de pobreza y abandono ensombrece los primeros años del infante y le transmite acerbas sensaciones sobre la sociedad. La condición de hijo natural, tan grave en aquella época, es un estigma que lacera su juventud. Ya en la cumbre del poder, superado con su férrea voluntad aquel maltrato social, y orgulloso con ser el hijo de la lavandera, siente agrado al llamarse a sí mismo el “presidente paria”, y se refiere a su madre como “mi abejita diligente”.

El amor por Rosalía es tan arraigado, limpio y noble, que la ha entronizado en el corazón como su reina irrenunciable. El padre de Marco Fidel, José María Barrientos, esclarecido miembro de la sociedad antioqueña, que no había reconocido a su hijo por gazmoñerías de la época, un día le propone que use su apellido. Pero él le contesta que, si durante tanto tiempo se ha dado a conocer con el sólo apellido de su madre y así ha adquirido notoriedad, no tiene por qué cambiar de denominación, y por tanto conservará su autenticidad.

De las experiencias de la niñez y la juventud se deriva el temperamento tímido y nervioso, movido por ocultos brotes de insatisfacción e hiperestesia, que tendrá toda la vida. Ciertos gestos sombríos y actitudes hostiles nacen de su carácter inseguro y le crean inestabilidad emocional, circunstancia que en la edad adulta, tal vez como una represalia contra la desigualdad humana, lo lleva a empuñar la pluma mordaz contra sus detractores. Esta conducta se refleja con mayor acento en varios pasajes de los Sueños de Luciano Pulgar, obra deslumbrante sobre las letras, la filosofía, la historia y la condición humana, donde campean la sátira, la crítica política y el bello estilo, dones que motivan a don Juan Valera para declararlo como “el Cervantes de nuestro siglo”.

A los 14 años se matricula en el Seminario de Medellín, donde se descubre su precoz inteligencia. No sólo sobresale en la gramática y el arte, las matemáticas y la física, la teología y el derecho canónigo, sino que abriga la firme ilusión de ser sacerdote. Deseo que se trunca al negársele ese destino. En vista de lo cual, ingresa como maestro a la escuela de varones de Hatoviejo. En 1879 se alista en la guerra y es nombrado teniente en el campo de batalla. Derrotado su ejército, regresa a la vida civil con tres frustraciones: la de no haber podido ser sacerdote, la del fracaso militar y la de haber perdido el puesto de maestro.

Resuelve entonces irse para Bogotá. Un año después irrumpe en el mundo de las letras con un ensayo sobre la Gramática Castellana, que resulta premiado por la Academia Colombiana de la Lengua. A partir de entonces su nombre vuela como un meteoro en el panorama cultural: reemplaza a Miguel Antonio Caro como director de la Biblioteca Nacional, se desempeña como amanuense de Rufino José Cuervo, es elegido miembro de varias academias y escribe eruditos ensayos sobre diversas materias. Con Caro, Carrasquilla y Marroquín integra la nómina  de los retóricos, que tanto lustre le dará al país.

Alterna las tareas académicas y literarias con la penetración en el derecho internacional, y un día descubre la política, que no es su campo de acción, pero que llega a seducirlo. En 1885 es nombrado funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores, organismo del que será ministro en tres ocasiones, lo mismo que ministro de Instrucción Pública y encargado del Ministerio de Hacienda. En 1914 es presidente del Congreso y director de su partido. Y en 1918 es elegido Presidente. En este mismo año fallece en Estados Unidos su hijo Gabriel, de 19 años, pena de la que, junto con la pérdida de su esposa en 1899, nunca se repondrá.

El cadáver de su hijo es traído en barco al año siguiente, y para atender los costos de la repatriación ha tenido que vender sus sueldos. Esto da lugar a furiosas manifestaciones de protesta, a la cabeza de las cuales está Laureano Gómez, que tilda el acto como una indignidad. En noviembre de 1921 renuncia a la Presidencia, forzado, ante todo, por las presiones políticas que recibe a raíz de la aguda crisis económica y financiera que vive Colombia, de la que no es responsable, y en segundo lugar, por los ataques de Laureano Gómez a raíz de la venta de los sueldos. En acto de decoro –y al mismo tiempo de humildad–, Marco Fidel Suárez, al dejar la Presidencia, devuelve las condecoraciones que le habían sido conferidas por varias naciones.

Ya por fuera del poder, se suscitan encendidas controversias bajo el fragor de las pasiones políticas. Pero el devenir de los años hace fulgurar su figura como la del gran estadista que tuvo que ejercer el gobierno en medio de un país destrozado por la guerra y carcomido por el sectarismo. Se le escarnece hasta extremos inauditos, incluso por parte de sus secuaces. Sufre la adversidad con temple espartano, y al mismo tiempo con inmensa tristeza. Su honradez y dignidad son superiores a su tiempo. Una personalidad de su época, situado en terreno contrario –Luis Eduardo Nieto Caballero–, proclama, apartándose del montón, que Suárez “es un excelso patriota”. Este juicio lo redime de la iniquidad.

Marco Fidel Suárez muere en Bogotá el 3 de abril de 1927, a los 72 años de edad. En Bello, convertida en monumento nacional, se conserva la modesta choza, visitada todos los años por miles de turistas e intelectuales, donde el personaje llegó al mundo y engrandeció la historia.

El Espectador, Bogotá, 2 de agosto de 2005.

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Comentarios:

Bello y bien documentado tu artículo sobre Suárez, una de las figuras humanas más puras y apasionantes de la historia colombiana. Hernando García Mejía, Medellín.

Leí sus artículos sobre Laureano Gómez y Marco Fidel Suárez. Magnífica labor desarrolla usted tratando de rescatar la verdadera historia de Colombia. Ojalá todos los colombianos pudiéramos, más temprano que tarde, llegar a conocerla. Alberto Segura Rojas, Lima (Perú).

Me ha conmovido mucho lo que escribiste sobre Marco Fidel Suárez porque desde niña mis padres me enseñaron a quererlo y a apreciarlo. Admito tu ecuanimidad para narrar los sucesos y las desdichas de este compatriota sin igual. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

Los dos Uribes

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace veinticinco años me obsequió Rafael Gómez Picón el libro de su autoría titulado “Rafael Uribe Uribe en la intimidad”, obra que he vuelto a leer en estos días junto con otros documentos valiosos -entre ellos varios ensayos de Otto Morales Benítez- que me propuse unir para rastrear con mayor enfoque la extraordinaria personalidad del inmolado líder antioqueño. De esas lecturas he sacado certeras señales tanto sobre la época tormentosa que le tocó vivir al héroe, y que produjo a la vez una implacable tormenta interior en su alma, como sobre las estrechas similitudes que existen entre él y otro Uribe de nuestros días: el doctor Álvaro Uribe Vélez, presidente de la República.

Debo confesar que la correspondencia dirigida por el general Uribe a su esposa entre los años 1885 y 1895 me causó honda conmoción. Difícil hallar un epistolario tan entrañable y enternecedor, tan lleno de afecto, ideas y sabiduría. Esas cartas constantes, muchas de ellas escritas en la prisión o en el fragor de las batallas, no solo revelan las angustias y esperanzas del aguerrido político, sino que pintan la temperatura de aquellos tiempos dominados por los odios y la pasión sectaria.

El país de entonces vivía bajo la permanente contienda bélica, y al general Uribe le correspondió participar en las guerras de los años 1876, 1886, 1895 y 1899. Su liderazgo como abanderado de la paz y fustigador de la injusticia social lo mantenía más en la cárcel que al lado de su familia. Hoy, el azote de la guerrilla tiene ensangrentado el mapa de la patria, desde mucho tiempo atrás, y sometido al presidente Uribe a los mismos atentados de que aquél fue objeto.

El general Uribe fue un luchador solitario que en infinidad de ocasiones expuso su vida por la defensa de sus ideas. En 1896 era el único miembro de su partido que asistía al Congreso, y su voz se escuchaba en todo el país. Por su parte, a Uribe Vélez le ha correspondido afrontar grandes cruzadas sin el respaldo de su colectividad, y también su liderazgo se siente en todo el territorio nacional. Las luchas de ambos eran y son lo mismo de audaces, y dirigidas a iguales objetivos: el progreso social, el imperio de las libertades, la condena de la opresión, el fomento del campo y de la economía, la erradicación de la pobreza.

El general Uribe nunca se arredró ante las dificultades, y sus ideas eran claras e incisivas. Desafiaba el peligro con altas cargas de coraje y jamás retrocedió ante el adversario. Sus lides las ganaba más con el filo de la inteligencia que con el filo de la espada. Con vehemencia defendía los principios morales y los valores de la familia. ¿Hay acaso alguna diferencia con el presidente Uribe, uno de los elementos humanos de mayor carácter que haya tenido Colombia? Otra semejanza, muy pronunciada en ellos, es su vocación por el campo.  Finqueros de nacimiento, aprendieron en el ámbito campesino a valorar al hombre y sacar pautas para ennoblecer el ejercicio de la vida pública. La tierra significó para ellos, fuera de un medio de laboreo y sustento, una identidad con las raíces de la patria.

Edificante ejercicio el de leer una por una, como lo he hecho con morosa delectación, las cartas que ubican a Rafael Uribe Uribe en la intimidad de su hogar. Allí se encuentra el esclarecido pensador y el arrojado militar y político que recorre el país dentro de sus propósitos justicieros, y que muchas veces va a dar la cárcel, y al mismo tiempo envía cartas seguidas a su esposa para mantener vivo el afecto familiar y no dejar desfallecer a los suyos en las garras del infortunio. El más optimista y afirmativo de todos es el propio prisionero. “Todavía no ha nacido -le escribe en una de sus épocas aciagas- el que me vea sin bríos o amilanado (…) Tomo las cosas por el lado bueno, y si no lo tienen, presto paciencia y espero”.

En repetidas ocasiones le dice a su esposa que no se deje vencer por el desaliento y que conserve, por el contrario, el ánimo templado para superar los reveses y sacar a los hijos adelante. A ellos les recomienda, con el mismo tesón, que todos los días se levanten temprano, destierren la pereza, hagan ejercicio continuo y aprendan las fórmulas de la vida sana y productiva, como métodos para llegar lejos.

Esas misivas son mensajeras de los mejores consejos sobre la dignidad humana, sobre la guarda de los valores y la derrota de los vicios. No quiere lágrimas en la familia: “Si el lloro y la melancolía son muestras de amor -le advierte a doña Tulia-, creo que, como interesado principal, puedo decirte que no me gusta ese modo de quererme y que ojalá me lo cambies por otro”. Además, desea una esposa bien arreglada y sugestiva, que no se deje engordar ni perder la figura. Todo un tratado de estética y glamour, dictado por un prisionero invencible que nunca se dejó apabullar por el fracaso y que en los calabozos se dedicó a leer, estudiar, escribir y aconsejar.

En diferente escenario, el presidente Uribe Vélez irradia esa misma maravillosa personalidad. Ahí lo vemos todos los días levantándose con las primeras luces del día a practicar la lectura, el deporte y la meditación, para pasar luego a dirigir, con mente clara, mano firme y corazón abierto, los ingentes problemas de un país sumido en la atrocidad de la guerra. Los mismos consejos que el general Uribe daba a sus hijos, son los que inculca en los suyos el otro Uribe,  nacido un siglo después, quien con el mismo talante, altura de miras y concepción filosófica de la existencia y sus complejidades, sigue los mismos derroteros trazados en la historia colombiana por su coterráneo, auténtico paladín de la patria.

El Espectador, Bogotá, 2 de octubre de 2003.

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