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Laureano Gómez, monstruo de la moral

martes, 5 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace cuatro décadas, el 13 de julio de 1965, falleció en Bogotá, a los 76 años de edad, Laureano Gómez, el líder conservador más destacado del siglo XX. Sobre él escribió Hugo Velasco Arizabaleta en 1950 –una de las épocas más agitadas de la política colombiana– el libro Biografía de una tempestad, título que refleja el temperamento del caudillo. A raíz de su tempestuosa vida pública y sus encendidas arengas parlamentarias, que alternaba con fulgurantes escritos periodísticos, fueron varios los apelativos que le endilgaron a Laureano Gómez: monstruo, máquina infernal, relámpago, basilisco, águila, tempestad…

Estremecedor en la tribuna, su voz vibraba en el país con ímpetu arrollador, y tanto los gobiernos liberales como los conservadores, que lo temían y lo respetaban, y asimismo lo odiaban o lo amaban, sabían que era el implacable catón que denunciaba la deshonestidad pública y condenaba con furor a los transgresores, en cualquier sitio donde se hallaran.

Recuérdese la censura proferida contra el presidente Marco Fidel Suárez, su copartidario, por haber vendido a un banco extranjero sus sueldos y gastos de representación, para atender los costos de traslado del cadáver de su hijo, fallecido en un accidente en Estados Unidos. Esta venta fue calificada por Gómez como una indignidad, y fue uno de los motivos que llevaron al Presidente a renunciar al poder, dominado por profundo abatimiento. A la muerte de Suárez, su crítico severo, cicatrizado ya aquel episodio, escribió bellísima página donde exalta las grandes cualidades del patriarca.

La mejor expresión que se ha expresado sobre Gómez la dio Guillermo Valencia: “Formidable este Laureano Gómez. Como una racha huracanada, firme, impasible y sonoro como un yunque propio para forjar los más finos montantes, las mejores corazas, las más audaces quillas. El hombre tempestad, a quien sólo se puede amar u odiar. Que deslumbra y hiere como el rayo y con el trueno de su voz hincha y colma las sordas oquedades del abismo y del pecado”.

Nunca conoció la claudicación y vivió siempre convencido de sus principios, aun en medio de los peores riesgos y de las graves equivocaciones en que a veces incurrió. Es común equivocarse en la política y en el trato con los hombres. Lo que él no admitía era que se pudiera resbalar en la moral.

En épocas adversas, cuando el poder se alejaba de sus manos y los amigos lo abandonaban, que no fueron pocas, más se robustecía su voluntad y crecía su fibra espartana. Jamás transigió en materia doctrinaria, porque el pensamiento estaba por encima de mezquinas circunstancias. Prefirió la cárcel, el oprobio y la pobreza, e incluso el destierro cuando lo derrocó la dictadura militar, al desdoro de la dignidad.

Formado con los jesuitas, de ellos aprendió la solvencia intelectual. Frente al clero y la religión mantuvo distancia en algunos momentos cruciales, pero acataba la divinidad y solía repetir que “el hombre es una brizna en la mano de Dios”. Lector impenitente de los clásicos, incursionó en los rigurosos caminos de la dialéctica, de donde extrajo la erudición y el bello estilo que forjaron al maestro de la elocuencia y del lenguaje castizo.

En la Revista Colombiana y los periódicos El Siglo y La Unidad, fundados por él, explayó la mente y escribió páginas memorables. Allí hizo célebres varios seudónimos: Jacinto Ventura, Cornelio Nepote, Eleuterio de Castro, Juan de Timoneda, Gonzalo González de la Gonzalera. Ocupó las más altas dignidades de la República y de su partido y en todas desplegó posiciones radicales, que a unos fascinaban y a otros exasperaban. Los campos más acordes con su carácter demoledor eran el parlamento y el periodismo, desde donde vigilaba al país con ojo de águila. Era hombre diverso y desconcertante.

Hoy, tanto tiempo después de aquellas épocas turbulentas, todavía quedan rezagos de la pasión sectaria que no ha dejado purificar la conciencia nacional de viejos resquemores. Los adversarios no podían ver al caudillo avasallante, al periodista fiscalizador, al tribuno grandilocuente, al estadista intelectual y probo. Ni admitir que era el orador más brillante que ha tenido el parlamento colombiano, dotado de vasta formación humanística y admirado en los países latinoamericanos.

En aquellas calendas, Colombia vivía una terrible época de rivalidad política, con muertos diarios a lo largo y ancho de la nación, que hoy ensombrecen las páginas de aquel pasado fratricida. De esa ferocidad no se libró ninguna de las dos colectividades. Quienes sin mucho análisis de la historia sólo han visto en el líder conservador un terror de la lucha partidista, y acaso interpretan el mote de El Monstruo como equivalente a hombre cruel, deberían considerar que la denominación va más allá, bajo esta acepción del diccionario: “persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada”.

Tanta era la garra de Laureano Gómez para la lucha y tanta su jerarquía nacional, que en momentos aciagos para la democracia, cuando el país se derrumbaba en 1957 entre los peores actos de la dictadura, pactó con Alberto Lleras Camargo los acuerdos que terminaron con el régimen militar y crearon el Frente Nacional.

Monstruo de la moral: quizá sea la nota precisa que puede dársele a Laureano Gómez. Todos sus actos estaban subordinados a la cátedra de la pulcritud y la honradez en la vida pública, norma que no se cansó de sostener con denuedo. Su lucha fue infatigable e inclemente, porque la moral no podía tener esguinces. No puede tenerlos, a pesar de la disolución social de la época actual.

Cuánta falta le hace hoy Laureano Gómez al país. Si él viviera, la corrupción chocaría contra una roca. Colombia sería otra.

El Nuevo Siglo, Bogotá, 31 de julio de 2005.

* * *

Comentarios:

Soy tu lector impenitente. Divulgaré entre mis alumnos, desde mi orilla liberal, el conocimiento del “monstruo”. Utilizaré para ello tu columna, si así me lo autorizas. Olympo Morales Benítez, Bogotá.

Siquiera me hiciste caer en la cuenta de que Laureano Gómez ya hace 40 años que murió. Creo que ya podemos irle perdiendo el miedo. En cuanto a los seudónimos del caudillo conservador, creo que te faltó Fray Jerónimo, con el que se autoentrevistaba en El Siglo. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Leí sus escritos sobre Laureano Gómez y Marco Fidel Suárez. Magnífica labor desarrolla usted, al igual que muchos otros, no muchos, compatriotas, tratando de rescatar la verdadera historia de Colombia. Ojalá todos los colombianos pudiéramos, más temprano que tarde, llegar a conocerla. Alberto Segura Rojas, Lima (Perú).

Nunca miré con simpatía a Laureano Gómez, porque me parecía un sectario y por lo que le hizo a Marco Fidel Suárez. Pero leyendo tu artículo sobre él pude apreciar una serie de facetas desconocidas para mí y mi concepto varió mientras te leía. ¡Trascendencia de la palabra, que puede edificar o destruir, arrancar o sembrar! Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

Explosión de egoísmos

domingo, 25 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En Estados Unidos, luego de una elección presidencial, los candidatos perdedores no solo se apresuran a felicitar al ganador, sino que le ofrecen su apoyo para el buen éxito de su administración. Eso sucede en las democracias avanzadas del mundo: el bienestar del país está por encima de eventuales diferencias políticas.

Quedan entonces zanjadas las discordias surgidas en la etapa electoral, y al margen de ideologías, posiciones personales o banderas partidistas, todos piensan en el bienestar de la patria. Esto no significa que se renuncie a los propios principios, ni dejen de ejercerse los canales de la controversia y la oposición.

“Menos política y más administración”, clamó el presidente Reyes, acosado por los agudos obstáculos que frenaban el progreso de su gobierno. Ha pasado un siglo y la frase continúa teniendo la misma vigencia que tuvo en aquellos días.

En los recientes sufragios, fuera de la demora de los perdedores en aceptar el veredicto de las urnas, las palabras de dos de ellos –y de varios dirigentes políticos– carecieron de grandeza. No hubo gallardía para reconocer el triunfo abrumador de Uribe. En cambio, abundaron los dardos envenenados, las suspicacias malignas, las expresiones arrogantes de los malos perdedores.

Al decir Serpa, por ejemplo, que Uribe “venció, pero no convenció”, mostró tremendo desatino, aparte de abrupta soberbia. Esto es no saber perder. Y al ignorar la contundente realidad, le faltó nobleza para admitir la derrota y felicitar al contendor. Del mismo ex candidato es esta frase salida de tono: “Hitler también fue elegido por la mayoría”. Comparar a Uribe con Hitler es, por supuesto, un exabrupto que apenas cabe en la mente confundida.

Carlos Gaviria, cuya ubicación en el segundo puesto electoral lo lanza a un futuro promisorio (a él y a la izquierda), también fue mordaz y presuntuoso en su discurso triunfalista. Ambos discursos tuvieron tono desdeñoso: el de Gaviria (con el 22 por ciento de la votación) y el de Serpa (con el 12 por ciento), mientras la alocución de Uribe (con el 62 por ciento) mostró espíritu sereno, noble y conciliador. Antanas Mockus exhibió sensata compostura, con lo que puso en evidencia sus lecciones ciudadanas.

“Perdedores sin gallardía” es el título que le da Marcela Monroy Torres a su columna de El Espectador, días después de las elecciones. Es la voz más nítida que he leído como respuesta a las exaltaciones de ánimo que presenció el país. Un lector de El Tiempo, Carlos Castillo Cardona, manifiesta en la edición del 4 de junio: “Los que perdimos debemos evitar toda actitud agresiva o vengativa”. Queden estas dos manifestaciones como constancia de las actitudes sensatas.

Vivimos llenos de egoísmo. Con esta venda en los ojos es imposible reconocer, y menos tolerar, el mérito ajeno. El egoísmo, tan común en los predios de la política –y que también campea en ciertos espacios periodísticos–, es una ponzoña que carcome la vida nacional. Está bien ejercer la oposición,  pero la oposición razonable, la crítica de altura.

El presidente Uribe ha ganado en franca lid. Su triunfo es inequívoco. No pueden ignorarse los aciertos que ha tenido en temas relevantes de su gobierno, como la seguridad pública, la economía y la recuperación de la imagen internacional.

Bajo esa captación, la inmensa mayoría de los colombianos respaldó los resultados de este cuatrienio, a pesar de las dolencias que subsisten en varios terrenos cruciales, y le abrió margen de confianza para que en el próximo período se ejecuten mayores realizaciones, sobre todo en el terreno de la seguridad social.

Qué fácil es destruir y qué difícil construir. Cuando todo se ve negativo, o nebuloso, o catastrófico, no hay espacio para la mesura y el buen juicio. Los profetas del desastre encuentran tempestades por todas partes y pretenden que solo sus ideas o sus líderes son los valederos: el resto no cuenta. Este mar de egoísmos y vanidades tiene ahogado al país.

La ceguera de la pasión sectaria no deja ver el camino. Todo lo obstruye y todo lo arrasa. Y Colombia necesita avanzar. Ahora, lo importante es facilitarle al Presidente el desarrollo de la misión a que se ha comprometido. Si frustra la esperanza nacional, el mismo pueblo que lo reeligió será su juez implacable.

El Espectador, Bogotá, 13 de junio de 2006.

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El año de Alberto Lleras

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con motivo del centenario del presidente Alberto Lleras Camargo, que se cumple el 3 de julio, Villegas Editores publicará, con prólogo de Otto Morales Benítez, una antología compuesta por cinco volúmenes, con el siguiente título: Alberto Lleras, 100 años: presencia cultural, política e internacional de la democracia colombiana.

El día del aniversario, la Academia Colombiana de Historia exaltará en sesión solemne la memoria del estadista y presentará el libro Sendero histórico y humanístico de Alberto Lleras, de la autoría de Morales Benítez.  Por su parte, el Club de Abogados editará el libro Sentido democrático de lo jurídico, en el que se analizan diversos asuntos relacionados con el Derecho, ocurridos en el gobierno de Lleras. Estos son tres proyectos en marcha (y aparecerán otros), con que se busca engrandecer el suceso que se aproxima.

Morales Benítez, uno de los colombianos que estuvieron más cerca del personaje, tanto en lo político como en lo intelectual, sugiere que el gobierno decrete este año como el “año de Lleras”, para realzar el significado histórico del gran colombiano en las diversas facetas de que es tan rica su existencia: en la democracia, en el ejercicio del poder, en el manejo de la palabra, en el empleo de la inteligencia.

Pocos compatriotas registran el cúmulo de realizaciones alcanzadas por Lleras en más de 50 años de ejercicio político durante el siglo pasado. Morales Benítez fue dos veces ministro en la segunda administración de Lleras (del Trabajo y de Agricultura), y además secretario suyo cuando el caudillo asumió, casi en la clandestinidad (tras renunciar a la rectoría de la Universidad de los Andes), la jefatura del movimiento que derrocó al general Rojas Pinilla.

La austeridad y la modestia fueron virtudes sobresalientes que enmarcaron la vida de Lleras, tanto en el desempeño público como en su vida privada. Bajo esa norma severa, huía de toda pompa que significara la relevancia de su nombre. En el campo editorial, no fueron muchos los libros que publicó, y siempre fue esquivo a esa vanidad. Pero sus ensayos, columnas de prensa, conferencias y discursos, regidos todos por su estilo magistral, darían lugar a la formación de varios volúmenes que entidades y amigos se encargarían de editar.

En 1987, con el auspicio de la Federación Nacional de Cafeteros y la Flota Mercante Grancolombiana, fueron publicados dentro de la Biblioteca de la Presidencia de la República, en el gobierno de Virgilio Barco, cinco volúmenes de lujo que abarcan buena parte de sus escritos, bajo el título Obras selectas de Alberto Lleras. Y se recogió su propia voz en tres casetes grabados por la emisora HJCK, en los que quedan registrados, en discursos estelares, capítulos memorables de nuestro discurrir histórico.

Dentro de esta serie bibliográfica quedó incluido el primer tomo de sus memorias, titulado Mi gente, que había visto la luz una década atrás. Muy lamentable resulta que el historiador no hubiera continuado con esta obra de vasto alcance, como él se lo propuso en su planeación –y lo cumplió de manera formidable en el libro inicial, dedicado al recuerdo de sus raíces familiares–, y que tuvo que interrumpir por la decadencia de su salud en los años posteriores.

En 1992, con el patrocinio de la Universidad de Antioquia y de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín y con prólogo de Otto Morales Benítez, se editaron dos tomos con el título de El periodista Alberto Lleras, en los que se rescata una muestra significativa de su sus notas de prensa. Una vez proclamó el periodista Lleras: “Soy un laborioso trabajador de este oficio, bueno o malo, pero auténtico”.

Otra selección de su refinada prosa –una de las más castizas y galanas que se hayan dado en el país, a la vez que sobria y concisa– la realizó la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana, dirigida por Eduardo Caballero Calderón, en el libro Sus mejores páginas, escogidas por Alberto Zalamea. En fin, la obra del escritor es un lujo para muchas bibliotecas particulares. (Yo me enorgullezco de poseer los títulos antes mencionados).

Hoy cobra vigencia la figura del patriota intachable en este año que, por supuesto, debe dedicarse a revivir su memoria. Ya tendré ocasión de volver sobre la personalidad del ilustre colombiano en los campos de la política y las letras.

El centenario de su nacimiento debe llevarnos a reflexionar sobre la democracia y la cultura contemporáneas, que a veces andan de capa caída. Al asumir Lleras la primera presidencia del Frente Nacional, en 1958, la poetisa Laura Victoria le expresaba desde Méjico: “Alberto: ahí tienes la Patria, / te la entregamos toda / con sus enormes cicatrices, / su mansedumbre de relámpagos / y la moneda de sus lágrimas”.   

El Espectador, 18 de marzo de 2006.

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Comentario:

¡100 años! Cómo pasa la vida. Lo conocí muy joven, empezando su carrera política, y lo admiré siempre, hasta el final de su meritoria existencia. Fue un político recto, desinteresado, animado por el solo deseo de servir a su Patria. ¡Y cómo lo hizo de bien! Te felicito, pues, por esta página en su honor y en honor de Otto, ese otro colombiano excepcional por su inteligencia, su erudición y su trabajo en pro de la cultura. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.

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Álvarez Gardeazábal: literatura y política

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El crítico norteamericano Jonathan Tittler, experto en literatura hispanoamericana y profundo conocedor de la cultura colombiana, gastó 26 años investigando la obra de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Como resultado de ese escrutinio, publicó el ensayo titulado El verbo y el mando (Colección CantaRana, Tuluá), donde realiza un detenido análisis de los libros y la vida del novelista, con la siguiente conclusión: mediante el uso de la palabra, Álvarez Gardeazábal obtuvo, como se proponía, el peso político que llegó a tener.

En el estudio que realiza Tittler de las doce novelas del autor, aparece un cotejo entre los temas descritos en estos libros y los hechos sociales que ocurrían en el Valle del Cauca y sobre todo en Tuluá, patria chica del novelista y escenario detenebrosa época de terror. La  ficción, en este caso, es fiel copia de la realidad: en varios episodios figuran incluso nombres propios de personajes de la comarca, y otros simulados son de fácil identificación.

La novela más representativa de Álvarez Gardeazábal, Cóndores no entierran todos los días (1971), está calificada como uno de los enfoques mejor logrados sobre la violencia que vivió el país en los años 50 del siglo pasado. Acción que en Tuluá estuvo dirigida por León María Lozano, jefe de los ‘pájaros’, apelativo que recibieron los matones políticos de aquellos días y con el que pasaron a la nefasta historia nacional. Este testimonio histórico, plasmado en breve novela de escalofriante dramatismo, consagró al autor como agudo intérprete de la realidad.

Toda su obra es de denuncia y está manejada por la insatisfacción y la rebeldía que nacieron en el escritor por el contacto con la barbarie reinante en su tierra nativa. Desde joven presenció la descomposición social provocada por políticos y hordas criminales que, tanto en Tuluá como en el resto del país, produjeron el flagelo del terrorismo, la tiranía y el menosprecio de la dignidad humana. Como escritor contestatario y dueño de un estilo descarnado y mordaz, que hería a sus enemigos y dejaba hondas cicatrices, sus libros y artículos de prensa se enfocaron a combatir a los gamonales y denunciar los abusos de poder y las corruptelas públicas.

Con el éxito de sus novelas, que tuvieron alta repercusión en los años 70 con seis títulos publicados en esa década, crecía su vocación por la política. Dicho ideal, según lo expone Tittler (a quien hay que creerle), lo llevaba latente desde la juventud. El ejercicio vigoroso de la palabra le permitía trabajar su liderazgo regional. Era un político nato que, apoyado por sus actos y escritos polémicos, robustecía su imagen pública y de paso se convertía en historiador.

En las décadas del 70 y del 80 su fama literaria logró las mejores notas de su carrera. Ayudado por esa condición y por su ejercicio como catedrático universitario, conferencista y periodista pugnaz, labores en que predominaba el ánimo combativo demostrado desde los primeros años, puso en marcha la conquista del poder. Fue concejal de Tuluá y de Cali, diputado a la Asamblea del Valle, primer alcalde por elección popular de su ciudad nativa en 1988 y reelegido en 1992.

Más tarde es elegido gobernador del Valle con 780.000 sufragios, la votación más elevada en toda la historia de Colombia. Le quedó faltando la Presidencia de la República. Al abordar en forma progresiva y fulgurante las citadas posiciones, deberes que asumió con ardentía –y con eficiencia en muchos casos–, reafirmaba su estirpe política. Conquistado el poder, vino un receso forzoso en su producción literaria y más tarde un declive en la calidad de su obra, que ha tratado de enmendar.

Este itinerario de éxitos vino a frustrarse con su vinculación al proceso 8.000, hecho que lo llevó a prisión y le hizo perder la posibilidad de volver a postularse para cargos de elección popular. En otras palabras –¡vaya ironía!–, perdió el poder por el cual había luchado con tanto arrojo e indudable voluntad de servicio a la comunidad. El rigor con que fue condenado por la venta de una estatuilla negociada en siete millones de pesos, que le fue pagada con dineros provenientes del cartel de Cali (hecho ocurrido dos años antes de ponerse en marcha el proceso 8.000), lo sacó de escena y representó el triunfo para sus detractores y sus émulos políticos, quienes de esa manera vieron despejado el camino para la lucha por la Presidencia.

Con este capítulo de la picaresca política se pone en evidencia uno de los dramas más amargos del servicio público. Pocos colombianos, como Álvarez Gardeazábal, han tenido que sufrir un revés tan apabullante e injusto, que significó para él la inhabilitación vitalicia de su nombre para las contiendas electorales. Dice Tittler que en el mundo entero no existe una pena similar. Comentario que entraña dura crítica a muchas de nuestras enrevesadas leyes que, manejadas a veces de afán y con pasión política (vicio muy colombiano), estropean la democracia e inmolan víctimas propicias que se exhiben ante el país entero, aparentando así la aplicación de castigos ejemplares.

El Espectador, Bogotá, 17 de febrero de 2006.
El Nuevo Día, Ibagué, 12 de marzo de 2006.

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Comentarios:

Muchas gracias por tan entrañable artículo sobre el libro del profesor Tittler. Hoy mismo lo he remitido a su correo y al del profesor Bolaños. Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Mil gracias por la concienzuda y rigurosa reseña que usted ha hecho de mi libro sobre la vida y obra de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Da gusto entregarse al trabajo cultural cuando los lectores ejercen sus oficios con tanta lucidez como usted ha demostrado en su artículo reciente en El Espectador. Jonathan Tittler, Estados Unidos.

Este artículo tiene para nosotros, los que hemos tenido conocimiento de la labor de Gustavo Álvarez Gardeazábal, un sabor a reivindicación que debemos difundir. Le pido muy cordialmente me dé la posibilidad de publicar este artículo. Para su información, estoy ubicado en Londres y tengo comunicación con las revistas y periódicos del medio. Jorge Luis Puerta, Londres.

A Gardeazábal lo cegó la política. La búsqueda y obtención del poder cambió su verdadero rumbo: la literatura. En este país es imposible no salir manchado de la política porque los intereses particulares siempre terminan primando sobre los de la gente. Gardeazábal se equivocó, pues con la literatura estaba transformando la conciencia de la gente y ejercía como vigilante de la situación social colombiana. Erró al creer que con el poder en la mano podía cambiar el mundo. Creo que si hubiese seguido escribiendo, ya lo hubiera logrado. Gobernar no es la mejor herramienta del hombre para combatir las desigualdades sociales. Nadim Marmolejo Sevilla.

Me gustó mucho tu columna. Le haces justicia a la obra de Gustavo, a quien veía con mucha frecuencia en vida de Euclides Jaramillo. Íbamos a visitarlo a su casa en Tuluá. Esperanza Jaramillo García, Armenia.

Semblanza de Eduardo Santos

martes, 20 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar*

El historiador boyacense Gustavo Mateus Cortés, gran promotor de la cultura regional, publica un detenido estudio sobre las raíces familiares y el entorno afectivo del presidente Eduardo Santos. El linaje Santos, del que hace parte la heroína y mártir de la Independencia Antonia Santos (y en línea más lejana, el autor de la biografía), tiene sus orígenes en el departamento de Santander y se vincula a Boyacá en el siglo XVII.

Francisco Santos Galvis, padre de Eduardo, ocupó en Santander importante posición política y social a finales del siglo XIX, y en el año 1879 se casa con la dama tunjana Leopoldina Montejo Camero, quien por su simpatía, distinción y acendradas virtudes se hace célebre con el apelativo cariñoso de “Polita”. En 1888 nace en Tunja el futuro presidente de Colombia, y luego la familia se traslada a Bogotá.

La niñez de Eduardo Santos transcurre en el barrio de La Candelaria. Se gradúa de bachiller en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, y en la Universidad Nacional obtiene el título de abogado. Después viaja a París, donde adelanta estudios de literatura y sociología. En Tunja, lugar de su nacimiento, sólo había residido los dos primeros meses de su vida. Esto determina que a lo largo del tiempo no se le conozca como tunjano sino como bogotano.

No figuraba, por supuesto, en la galería de presidentes boyacenses, aunque notables escritores como Germán Arciniegas y Juan Lozano y Lozano sabían que era nativo de aquella región. Así lo habían revelado en algunas ocasiones, pero sin mayor resonancia ante el público. En el año 2000, Mateus Cortés daba en Repertorio Boyacense, órgano oficial de la Academia Boyacense de Historia, un avance sobre este descubrimiento.

Con tal hallazgo, Boyacá pasa a tener 14 presidentes, en lugar de los 13 en que estaba detenida la cuenta desde el mandato del general Rojas Pinilla. Al cabo de los años y de paciente búsqueda, que parece tener artes de magia, la partida de bautizo fue localizada en los libros parroquiales de la catedral de Tunja, con enorme dificultad, ya que en el índice no aparecían los apellidos del bautizado, sino sus dos nombres de pila: “Eduardo Fructuoso”.

En 1913, Santos adquiere El Tiempo de manos de Aquilino Villegas, su futuro cuñado. Cuatro años después contrae matrimonio con Lorencita Villegas, con quien tiene a su única hija, Clarita, muerta en 1926 de manera trágica, pena de la que nunca logran recuperarse sus padres. Con la compra del periódico, se inicia la vida pública de Santos. Este medio se convierte en su gran enlace ante la sociedad y le permite ganar mucha imagen en el país.

Su itinerario político no conoce eclipses. Es concejal, diputado, parlamentario, gobernador de Santander, presidente del Congreso, diplomático, director de su partido, primer designado. Y en 1938, Presidente de la República. En el campo de la diplomacia, se recuerda su brillante actuación en la Sociedad de Naciones en Ginebra en torno al conflicto de Leticia. Y en el campo académico, su larga vinculación a la Academia Colombiana de Historia, de la que fue cuatro veces presidente.

Los despojos de su padre, Francisco Santos Galvis, quien en 1900, a la edad de 51 años, se suicida por causa de una enfermedad incurable, reposaban en el cementerio laico de Curití (Santander). Su hijo, al llegar a la Presidencia 38 años después, los hace trasladar a Bogotá. El biógrafo incluye en su trabajo la dramática carta que don Francisco escribió a una hermana suya el día anterior de la fatal determinación: “Cuando al corazón se le presentan grandes torturas ofrécese hermosa ocasión para viajar hacia lo desconocido, y mañana a las seis de la tarde estaré dormido a la sombra de mi árbol favorito”. En la plaza de Curití fue levantado un busto suyo como tributo de la población.

Los últimos años de Eduardo Santos, alejado de pompas y vanidades, los pasa  en medio de silencio y reflexión, entre la academia y la biblioteca. Ayuda en secreto a personas vergonzantes y sigue patrocinando las obras sociales de su esposa, muerta en 1962. Es un mecenas discreto de escritores y poetas. Hace poco vino a saberse que a Gabriela Mistral, perseguida por un gobernante de su país, le prestó valioso apoyo en medio de las angustias económicas que entonces agobiaban a la poetisa.

El autor de la semblanza enfoca su mirada hacia otros miembros prestantes de la familia. Entre ellos, Enrique Santos Montejo –el famoso Calibán–, hermano de Eduardo. En 1909, Calibán funda La Linterna en la ciudad de Tunja y allí ejerce un brillante periodismo de combate, que le trae varias excomuniones en aquella época inquisitorial de ingrata recordación. Luego, su hermano se lo lleva para El Tiempo, donde será su mano derecha  y  escribirá la columna más leída de la prensa: La daza de las horas.

Del exgobernador de Boyacá Carlos Eduardo Vargas Rubiano es la siguiente frase ingeniosa: “Con la ida de Calibán, se apagó La Linterna, pero se encendió El Tiempo”. Un hijo del segundo matrimonio de Calibán, Enrique Santos Molano (en esta dinastía abundan los Enriques), sigue las huellas de su padre y es hoy destacado periodista e historiador, autor de varios libros de renombre.

Eduardo Santos, el tunjano ilustre –y bogotano por adopción–, murió hace tres décadas, en marzo de 1974. Se trata, sin duda, de una de las figuras políticas más importantes del siglo pasado.

El Espectador, Bogotá, 14 de diciembre de 2005.

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Aclaración:

No sé si los errores son suyos o del citado Mateus Cortés, pero Eduardo Santos recibió su grado de la Universidad Republicana y su cuñado era Alfonso Villegas Restrepo y no Aquilino. Luis Enrique Nieto.

Es mío el error de decir que el cuñado de Eduardo Santos era Aquilino Villegas, en lugar de Alfonso Villegas. En cuanto a sus estudios en la Universidad Nacional, dicha información la tomé del libro de Mateus Cortés. Así figura, además, en otras fuentes que he consultado. Puede deducirse que el dato equivocado se ha reproducido en diversos textos. Gustavo Páez Escobar.

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