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El animal político

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una larga y encarnizada lucha por el poder comienza a despegar desde todos los rin­cones del país. Será una carrera frenética donde cada cual pon­drá algo del ser irracional que llevamos en el trasfondo de los instintos primarios. Querámoslo o no, este desborde de las pasiones partidistas se convertirá, como ya sucede apenas iniciándose la contien­da, en causa común, en tema obligado de todos los días. Nadie estará ausente del debate, y por más que se pre­tenda hacerse a un lado, a todos nos afectará, en mayor o menor grado, el turbión de la de­mocracia que se pronuncia con ímpetus arrolladores.

La paz de la República se pone a prueba entre tanto aparato electorero que se mon­ta hábilmente y busca im­presionar la voluntad del electorado que no siempre dis­tingue, en los artificios de las máquinas publicitarias, lo auténtico de lo absurdo. Las ideas se movilizan con sus pregones triunfalistas y lo mismo arremeten contra el establecimiento, denigrando a pulmón en pecho de los gobernantes y sus obras, que pro­meten cambiar, como por obra de encanto, todo un andamiaje que se dice equivocado, por otro que remediará los problemas del país.

Otros, más cautos y con igual ánimo triun­falista, buscan su apoyo en el propio Gobierno, así se discrepe de él en privado, como fórmula salvadora que produzca los apetecidos rendimientos electorales.

En poco tiempo, según la promesa general, el país se enderezará por senderos de redención. Se critica la reforma tributaria porque no se han palpado sus frutos, y se anuncia una revolución en materia fiscal si el pueblo aprende a escoger bien a sus personeros. En el ramo educativo habrá cupos para todos los aspirantes y hasta universidad gratuita. La bonanza cafetera dejará de ser solo para los cafeteros y entrará a solucionar las penurias hasta de los que nada producen.

Habrá baja de impuestos, se dará empleo, se extinguirán los privilegios de clase y los pobres recibirán el techo que no les han dado los otros gobiernos. No habrá serruchos, ni mafias, ni tráfico de influencias, ni deshonestidades. Todo, en fin, cabe en un programa de gobierno que se lanza de afán, con ribetes de suficiencia, y recorre las plazas con sus oropeles de delirio.

Los políticos errátiles tratan de ubicarse al lado del mejor padrino, y cuando este pierde la buena estrella, lo abandonan sin dificultad y se agarran de otra esperanza. En esta bús­queda incesante traicionan, de paso, los votos que habían co­menzado a calentar y se des­lizan al predio vecino, así sea este el del adver­sario que habían prometido aniquilar en pleno campo de batalla.

El manzanillo de la gran ciudad, lo mismo que el del pueblo remoto y el del último barrio, encabezan protestas contra la vida cara, contra el azúcar que las autoridades no restituyen a la canasta familiar, contra la sal que está fugándose por las fronteras… Cuando ellos man­den, le pondrán orden a la casa y castigarán a los explotadores del pueblo. Todo eso y mucho más cabe en programas de gobierno que se anuncian como la alternativa para tanto atropello.

Entre denuncias y promesas el país mira atónito los días por venir. En medio de tanta pla­taforma no se sabe cuál planteamiento escoger. Nunca la palabra, como en las vís­peras electorales, es más re­sonante. Es un huracán de ofen­sas personales, de entusiasmos repentinos, de odios y flaque­zas. La personalidad se des­madeja, la elegancia se des­morona, el carácter flaquea.

Los valores morales se venden por una curul, los ideales se sacrifican, se alquilan o se canjean por una ventaja electoral, y el animal político, que ignora las inhibiciones y se nutre de convencionalismos, le da sa­lida a sus pasiones al amparo de la democracia que todo lo tolera, todo lo olvida y lo per­dona.

El pueblo queda perplejo en­tre la alharaca y se deso­rienta con la verbosidad. No cree en los ofre­cimientos de última hora, pero estimula la trapisonda política con sus vítores campantes. El sectarismo, de tan ingrata recordación, aflora en estos malabares, mientras las men­tes serenas tratan de impedir que el país se deje compro­meter en absurdas alucina­ciones.

Llegará después, en la hora de nona, el coro de las lamen­taciones, cuando las falsas promesas no resistan la prueba y se liquiden sin remedio. Solo el lenguaje elevado, las ideas maduras, el carácter infran­queable a los bajos instintos saldrán adelante. Esta nota le pone énfasis al animal político, el de las pasiones primarias, el del fácil desdoblamiento moral. Él es el enemigo del pueblo.

El otro, el auténtico conductor, el que por encima de su propia conveniencia ve el bienestar de la patria, será localizable si se pone sentido común en su búsqueda. Que Dios y los verdaderos caudillos de la democracia conduzcan a Colombia a lo largo de este can­dente debate que comienza a cortarle la respiración al país.

El Espectador, Bogotá, 28-III-1977.

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El carnaval del voto

jueves, 12 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay palabras sueltas que dibujan la exacta imagen de los sucesos mejor que tanta palabrería ociosa con que nos empalagan, en determinadas circunstancias, los agentes de la noticia. En este histórico domingo 21 de abril en que el pueblo colombiano determina en las urnas su destino para el próximo cuatrienio, la palabra «carnaval» revolotea como paloma mensajera de buen presagio. Es, en efecto, auténtica la demostración de carnaval realizada por nuestro pueblo ante los ojos del mundo.

No es menester adentrarse demasia­do en las ondas radiales o de televisión para comprender la atmósfera democrática que respira la nación. Democracia envidiable para tanto corresponsal extranjero que, afanoso de noticias turbias, se ha encontrado con este país alegre y dueño de alto grado de civilización políti­ca, que parece utópico cuando en otras latitudes que se dicen más cultas que la nuestra no existen la tranquilidad, la sensatez ni la jovialidad de que ha hecho gala Colombia.

Como apuntaba una periodista co­lombiana días antes de los comicios, los corresponsales extranjeros estaban impresionados al no hallar las calles invadidas de tropas y carrotanques, ni sorprender metralletas parapetadas en los edificios, ni respirar el ambiente contagiado de desconfianza y de los temores comunes en las vísperas electo­rales.

Ahora, cuando esos representantes de los órganos noticiosos, muchos de ellos acostumbrados a presenciar y sufrir acontecimientos siniestros en sus propias patrias y en las patrias ajenas, y acaso autores de la mala prensa con que se nos castiga en ocasiones, llegan, ven y viven un espectáculo re­publicano pleno de colorido y eu­foria, no solo deben sentirse confusos y perplejos, sino también envidiosos y de pronto apenados.

Colombia padece, sobre todo en le­janos confines donde solo se nos nom­bra, si es que se nos nombra, por los hechos negativos, una crisis de buena prensa. Si en ingrata época de nebulo­sos recuerdos, distanciados por fortuna por el tiempo y el cambio de hábitos, hizo carrera la frase de país de cafres, ese concepto dejó de existir, así persista en la mente de ligeros intérpretes de ultramar otra sensación.

La madurez que ha ganado la nación tras estos 16 años de pactos políticos no solo de­muestra ante propios y extraños lo que vale la  conciencia colectiva que desvió así el curso de la historia para superar el pasado erróneo, sino que se presenta como ejemplo, que tiene mucho de reto, para los países que no han aprendido que la conviven­cia solo es posible por los canales democráticos.

Diáfana quedará la cara de Colom­bia después de este certamen caracte­rizado por la cordialidad. Los pe­riodistas del exterior, que han comen­zado a transmitir saludables mensajes, tendrán que completar sus corres­ponsalías afirmando nuestra decisión de paz y rechazo a los procedimientos violentos.

He visto, entre múltiples expresio­nes captadas por la televisión, una real­mente elocuente, y es la del locutor abriéndose paso por entre la  hetero­génea multitud que desfila en nutrido carnaval de vítores, de bombas, de ser­pentinas, y estimulada la animación ca­llejera con la implacable lluvia de ha­rina que no respeta y que pretende im­poner silencio, o música, mejor, en me­dio de semejante algarabía. La misma que se agita en el país entero y que es imposible acallar pues por todos los ca­minos suenan los tambores del carnaval en este memorable suceso polí­tico que pocas naciones pueden exhibir.

La Patria, Manizales, 25-IV-1974.

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La tinta política

jueves, 28 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay algo de pintoresco en la arreme­tida con que las brigadas de los distin­tos sectores políticos se han dado a la tarea de embadurnar, en múltiples tonalidades, la cara del país. Cada parti­do, cada grupo, cada fracción de gru­po tienen signos caracterizados pa­ra identificar, a veces con el simple brochazo estampado de afán y al filo de la penumbra, la omnipresencia de su candidato.

El país puede ser en gran parte anal­fabeto pero sabe leer de corrido estas reseñas que, como por obra de encan­tamiento, aparecen impresas por do­quier, con velocidades desconcertan­tes. Recorriendo los senderos de la pa­tria, la vista se detiene a cada mo­mento en los frágiles pero nutridos mensajes electorales que buscan, con premuras nerviosas, conquistar los vo­tos fugitivos. Nada se respeta en esta guerra de los barnices. Son los postes sitios predilectos para que la imagen del candidato fulgure en la pupila y penetre al subconsciente.

El árbol solitario, la bancada vistosa, la curva forzada, la piedra estratégica, todo resulta retocado, in­vadido por frases y consignas que se interceptan, hablan idiomas dife­rentes y terminan devorándose unas a otras, pues cuando apenas se está retirando la mano diestra del emi­sario que ha podido encaramar en el mejor sitio la efigie de su héroe, llegará el enemigo, que también medra en las noches, a superponer con sigilo las tin­tas de su devoción, que luego serán borradas o barridas por otras aves nocturnas.

A noventa días de las elecciones, cuando el país se mueve entre ideas, incertidumbres, programas y buenas intenciones, la batalla del papel es implacable. La tinta política no solo se riega por carreteras y veredas, atropella la vegetación y afea las ciudades, sino que se ha adueñado de las páginas de los periódicos.

Vivimos el apogeo de la palabra. Nunca el vocabulario, como en las jornadas  electorales, es tan elocuente. Es el momento de las fra­ses de impacto, de las ofensas, de las susceptibilidades, de los arranques hu­racanados, de las interpretaciones ab­surdas. Tal el impulso de estos días irritables, que, de no serlo, no impresio­narían la epidermis del  pueblo que reclama ser aguijoneado para respon­der con entereza y con cierta euforia a las proclamas de los partidos.

La tensión política se acelera con­forme avanza el calendario hacia la ho­ra cero, el día de la claridad y de las lamentaciones. Detrás de cada candida­to se esconde un engranaje publi­citario experto en lanzar carteles, en preparar fórmulas de combate, en inge­niarse máximas que calen en la con­ciencia del pueblo, y hasta en fabricar sonrisas, muecas y poses magnéticas, signos todos que, regados a lo ancho y largo del territorio, levantan el interés que despiertan estos rizos de la demo­cracia

El país, pintorreado y medio bullan­guero, juega a la farándula, con su cor­te de predicadores, de charlatanes y comediantes. Todo cabe en el sano debate electoral. Y es natural que los personeros de los partidos, animados a veces por propósitos sa­nos, aunque no siempre practicables, nos tienten con la vida barata, con la distribución de la riqueza, con la reba­ja de impuestos, con la educación fácil, con la fertilidad de los campos, con el hallazgo de yacimientos petroleros y, en fin, con el engorde de nuestras po­bres vacas flacas. Todo esto, y mucho más, a cambio del voto, del simple voto que se pide a gritos en la plaza pública, en el muro o en la carretera.

Cuando miro tanto barniz, tantos colorines, pienso en mi patria disfraza­da y algo me dice que detrás del hala­go, si es tan profuso, debe haber mu­cho de farsa. Pero me alegro, al mismo tiempo, con estas policromías de la democracia que son capaces de inyectar saludables expectativas, confortables optimismos, así llegue más tarde el agua a borrar, de los muros y de las memorias, tantas promesas imposibles.

La Patria, Manizales, 27-I-1974.

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La era de Santos

jueves, 17 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Creer que Mockus gana la elección presidencial el próximo domingo, como todavía lo pregonan algunos columnistas desenfocados y lo martillan por internet algunas voces rezagadas, es pensar con el deseo y no con la realidad.

La opinión contundente que expresó la inmensa mayoría de los sufragantes en la primera vuelta, sumada a los nuevos hechos que han ocurrido en las tres semanas siguientes, hacen presagiar el triunfo holgado de Santos. La campaña del voto verde, que se mostraba como un fenómeno político difícil de detener, y que ganó sorpresivas y voluminosas adhesiones, se fue desinflando al paso de los días por carecer de coherencia, de claridad y de la fuerza necesaria para convertirse en real fórmula de salvación nacional.

Para conquistar el voto ciudadano no es suficiente ser transparente, que tal es la divisa principal del profesor Mockus (la que de tanto repetirse se volvió machacona y perdió eficacia). Tampoco lo es arremeter contra la clase política, ni abominar de los vicios y corrupciones incrustados en el Gobierno, ni ofrecer paraísos de decoro y prosperidad. Esto de considerarse el único dueño de la verdad y el dechado absoluto de la honestidad, al tiempo que se despotrica contra el resto de los mortales y se hacen recaer en el presidente Uribe todos los males existentes, es errar la puntería.

A través de los diferentes debates, donde se escucharon ideas y propuestas, se fijaron criterios y planes de gobierno, se diferenciaron estilos e identidades, se destaparon aciertos y desaciertos, la opinión pública fue madurando sus preferencias y rechazos, hasta forjarse, más allá de los pregones y los artificios publicitarios, la imagen del candidato que más llenaba los propios ideales. El derrumbe de Mockus en la primera vuelta, después que las encuestas le daban el triunfo o el empate técnico, obedeció, sin duda, a la fragilidad de sus planes y a las imprecisiones, ambigüedades o deslices que cometió.

El candidato verde sembró desconfianza por sus planteamientos inconsistentes sobre temas neurálgicos del país, como el de su admiración por Chávez, la posibilidad de extraditar al presidente Uribe al Ecuador, el manejo de la guerrilla, el alza de impuestos. Salido de cauce, ofreció explicaciones o rectificaciones poco convincentes, y cada vez se enredaba más. Se le vio no solo impreciso y dubitativo, sino  desconectado de puntos esenciales sobre la seguridad democrática (recuérdese su anuncio de reducir las fuerzas militares), y como si fuera poco, carente de conocimientos técnicos sobre el manejo de la economía.

En la primera vuelta, las urnas registraron una notable distancia entre los dos candidatos con mayor votación. Es posible que esa diferencia se agrande en la segunda. Haber visto el país entero, la noche del escrutinio, al candidato perdedor lleno de agresividad y coreando estribillos ofensivos y viles –indignos, por supuesto, de la cultura ciudadana que él mismo predica–, le hace perder puntos en el resultado final que se aproxima.

Días después, en una confrontación televisada entre ambos candidatos, Mockus repitió su actuación retadora y pugnaz. Con el mesianismo que lo acompaña, hizo blanco de sus dardos en el presidente Uribe, en su equipo de funcionarios y, desde luego, en Santos, a quien calificó como una copia reducida del Presidente, al ser continuador de sus políticas esenciales. Mucha gente sabe que estos desbordes orales nacen del temperamento del personaje, pero no por eso considera adecuada su conducta histriónica y teme que tales gestos se reflejen en el serio manejo gubernamental.

Hay que admitir, sin embargo, que se trata de un ilustre hombre público, de un ciudadano ejemplar que en general obtuvo buena nota en sus dos alcaldías y que ha dado muestras de honradez en la vida pública. Sus críticas contra la politiquería, la corrupción, los asaltos del erario, las desviaciones éticas y morales, son válidas y le hacen bien a la democracia. Servirán de norte para que el próximo Presidente, incluso si lo fuera él mismo, sepa encauzar sus actos.

Todo parece indicar que la segunda vuelta será ganada por Juan Manuel Santos por amplia mayoría. Su paso brillante por los ministerios de Comercio, Hacienda y Defensa representa valioso ejercicio de la vida pública. Experto en economía y con alta visión sobre los graves problemas que atraviesa Colombia en los campos del empleo, la salud, el campo, la vivienda popular, la pobreza y la miseria, tendría el reto de buscarles remedio pronto y eficaz a estas calamidades.

Su experiencia en el control de las guerrillas permitiría que los planes trazados por el presidente Uribe, que tantos éxitos han logrado para la seguridad de los colombianos, tuviera no solo continuidad en su administración, sino feliz culminación. Cabe esperar que en su gobierno se normalizarían las relaciones con Venezuela y Ecuador, como soporte para la armonía entre pueblos hermanos y como palanca para incrementar el intercambio comercial.

Sus amplias mayorías en el Congreso (todo lo contrario de lo que acontece con Mockus) sería formidable coyuntura para sacar adelante grandes reformas que favorezcan a las clases más necesitadas y engrandezcan los principios de dignidad y justicia.

Además, tendría la oportunidad de demostrar que es continuador de Uribe en lo bueno, y depurador de lo malo. Los mayores retos en este sentido están en combatir la corrupción, castigar con mano fuerte a los depredadores de la hacienda pública y a los funcionarios corruptos o incompetentes. Todo le sería propicio para hacer un gran Gobierno.

Dijo Maquiavelo: “Ninguna cosa le granjea más estimación a un príncipe que las que las grandes empresas y las acciones raras y maravillosas”.

El Espectador, Bogotá, 16 de junio de 2010.
Eje 21, Manizales, 16 de junio de 2010.

* * *

Comentarios:

Es un artículo que refleja una realidad política sin ningún tipo de pasión personal, lo cual permite enfocar a quienes lo leemos en la realidad electoral que vive el país actualmente. Juan Manuel Guerrero, Miami, 16-VI-2010.

Su columna es un análisis desapasionado de la realidad política que vive el país después de las elecciones del pasado 30 de mayo, un acertado examen de por qué se desinfló en primera vuelta la ola verde. José Miguel Alzate, Manizales, 18-VI-2010.

La imagen presidencial

jueves, 11 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Pretendiendo el senador Gustavo Petro demostrar una serie de irregularidades del presidente Uribe en el manejo de las Convivir cuando fue gobernador de Antioquia, le causó serio daño a la imagen de Colombia ante la comunidad internacional. Y sobre todo ante Estados Unidos, país con el cual mantenemos relaciones fundamentales.

Si las acusaciones que formuló el señor Petro estuvieran basadas en hechos de absoluta certeza, su triunfo como opositor del gobierno sería inobjetable. Pero no sucede así. La mayoría de los cargos esgrimidos en su habilidosa intervención parlamentaria, que se prolongó por espacio de dos horas y media, hacen parte de sucesos de presunta gravedad que una y otra vez, a través de más de diez años, se han imputado al antiguo gobernador, sin establecerse prueba valedera en su contra.

La denuncia sobre nexos del Presidente y de su hermano con paramilitares, reiterada por el senador con la elocuencia y la serenidad que lo caracterizan, desató en Estados Unidos una tormenta de imprevisibles consecuencias para Colombia. El primero en reaccionar fue el ex vicepresidente de Estados Unidos Al Gore, persona muy influyente en la vida pública de su país, quien anunció su retiro de un foro en Miami sobre temas ambientales, por no desear estar al lado del presidente Uribe. Y canceló la visita a Colombia que estaba programada para el mes de septiembre, cuando vendría a pronunciar una conferencia.

Desde luego, la actitud de Al Gore significa un desplante para el presidente de Colombia, que encarna la majestad de la patria. En este caso pudieron más las denuncias sin confirmar, y tal vez la explosión de rumores negativos atizados por una corriente política empeñada en desacreditar al adversario, que la presunción de inocencia que debe proteger a todo inculpado mientras no se demuestre lo contrario.

Es extraño que esto suceda con un personaje como Al Gore, de tan alta calificación en la administración pública, cuando la conducta sensata sería la de esperar el fallo de la justicia, si a ello hubiere lugar. Su postura inadecuada hace pensar que, en su condición de demócrata,  buscaba desacreditar a Bush como gran aliado del mandatario colombiano.

Fue en este terreno de los sucesos que el presidente Uribe resolvió convocar en Bogotá a una rueda de prensa para someterse a las preguntas que quisieran hacerle  las agencias internacionales, y trasladarse al día siguiente a Estados Unidos para el mismo efecto. En uno y otro caso rechazó las falsas imputaciones de manera rotunda y con argumentos contundentes, aclaró puntos oscuros o polémicos y defendió el honor suyo y el de su familia. Al hacerlo, luchaba por mantener en alto el buen nombre de Colombia. Y lo consiguió.

Al presentarse Uribe al foro donde se iban a debatir asuntos ecológicos, y del cual estaba ausente Al Gore por la razón que le pareció oportuno argumentar, los asistentes brindaron a nuestro mandatario una aclamación unánime. De esta manera, le expresaron –y de paso expresaron a Colombia– una sentida constancia de desagravio. Es la misma constancia que se advierte en los registros de opinión ciudadana al día siguiente de ocurridos estos lamentables hechos.

El país vio en las pantallas de televisión a un Presidente preocupado por el giro de los acontecimientos, y acongojado por el maltrato que le daban sus enemigos políticos. Y sobre todo, a un Presidente que, pensando en los superiores intereses de la patria, no dudó en enfrentar la adversidad en la forma franca y valiente como lo hizo, para salvar el prestigio del país. Lo demás lo dirá el tiempo.

El Espectador, Bogotá, 23 de abril de 2007.

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