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Los puestos como botín político

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Al doctor Hugo Palacios Mejía hay que considerarlo político honrado y bien intencionado. No existe mo­tivo para pensar lo contrario. Ojalá no se de­je contagiar de las viejas manías de los partidos, que él trata de rectificar.

Esto de decir que los puestos son un botín de los políticos es cosa bien sabida. El clientelismo gira alrededor de las posiciones burocráticas. Quien ofrezca más empleos parece ser el que lleva más éxito asegurado. La gente vende la conciencia por un billete y con mayor ra­zón por un cargo oficial. En sentido inverso, el polí­tico no siente escrúpulos para comprar sus votos por puestos.

Son trucos que nadie ha conseguido eliminar. Se lo propuso el doctor Lleras Restrepo y lo sacrificaron. Ahora hace el mismo anuncio el doctor Palacios Mejía, un político que repudia la corrupción administrativa. Su intención es noble, nunca demagógica, y toca en uno de los puntos más vulnerables de nuestra defectuosa democracia. Hace mucho no oíamos un pronunciamiento tan certero como programa de trabajo.

El empleado público, que no pasa de ser una veleta según el viento que mueva la maquinaria, es un ser desprotegido y angustiado. Aquí se explica por qué existe tanta ineficacia en la administración pública. La gente llega por influencias, con el alma hipotecada al amo político, y no importa tener o no preparación, ya que de todas maneras se funciona dentro de cuotas de poder donde las aptitudes son las que menos cuentan. Vegetar en el Gobierno es el síntoma corriente; producir, es la excepción.

Algunos, menos fosilizados, cuando comienzan de pronto a desarrollar una obra, reciben en el momento menos esperado la orden de retiro, y ahí terminan sus intenciones. No se alcanza a calentar el puesto cuando ya se está de regreso. Adquirir práctica administrativa cuando no hay voluntad ni tiempo para prestarle servicios a la comunidad, resulta una utopía

El rodaje de la rama oficial es lento, perezoso, indiferente a la evolución, y mal podría ser de otra manera si se halla dominado por la inercia. Los menos avispados, tal vez sin ocasión para el fraude, se conformarán con cobrar la nómina limpia; y los que saben que el tiempo apremia y las oportunidades son calvas, escamotearán rápido los bienes puestos a su cuidado.

Es doloroso admitir que el país carece de derroteros honestos. Si los políticos son la fuerza representativa y ellos no consiguen enderezar las costumbres  torcidas, habrá que deplorar la suerte de nuestro sistema democrático. Cuando una voz recta pretende limpiar esos vicios, es posible que no le crean. Pero en la conciencia de todos, y sobre todo en la de los empleados públicos, deben sonar bien estos anuncios purificadores, si son ellos los sacrificados.

La Patria, Manizales, 16-X-1980.

 

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¿Cuáles partidos?

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Seamos sinceros. El país está can­sado de los políticos. Nada nuevo le ofrecen, y menos le cumplen. En vísperas electorales se escuchan los más diversos planteamientos y los más halagadores. Pasada la algarabía de las urnas, todo queda lo mismo y a veces peor. Pero se había prometido el cambio total. Todo lo que el ciudadano tenía que hacer era abrir bien el ojo para no dejarse engañar. ¡Cuidado con votar por el candidato equis, que es godo! Y los godos no dejan avanzar al país.

Otra voz advertía: ¡Mucho ojo a los liberales! Son apasionados y por ellos estamos como estamos. ¿No ven que López Michelsen fue una frustra­ción nacional y Turbay Ayala nos pintó un paraíso y nos salió con un régimen de carestías? El de más allá exclama­rá: Belisario, que anunciaba educa­ción gratuita y vivienda sin cuota inicial, tampoco hubiera cumplido. ¡Para eso se necesita el comunismo! Es el único que entiende los dolores del pueblo y que conseguirá el equilibrio social…

Pero el pueblo no cree. La palabra de los políticos está desgastada. Han pasado los tiempos en que se era conservador o liberal por familia, y acaso por ideas, para llegar a los tiempos presentes donde los postula­dos de los partidos son letra muerta. ¿Habrá alguna diferencia en nuestro país entre ser liberal o conservador o comunista? Los hechos son los únicos que cuentan. Lo demás serán frases vanas e inútiles banderías.

Y existe algo curioso, que debería alarmar a nuestros dirigentes: la inmensa mayo­ría del pueblo no tiene partido. Los estudiantes son adictos a la protesta y cerrados a las ideologías. Cuando se levantan censos en la empresa privada (la oficial siempre es gobiernista) para conformar los jurados de vota­ción, casi todos resultan apolíticos. Así lo manifiestan de palabra y así lo demuestran en la realidad. A la gente le da lo mismo que gane el rojo o el azul, y ni siquiera le tiene miedo al comunista, que antes era símbolo del terror.

Gastan el tiempo nuestros líderes incitando las pasiones sectarias de un conglomerado amorfo y apático que solo cree en la causa del estómago. Con el estómago vacío, y los hijos sin educación, y la familia sin techo y sin salud, no se puede pensar en colores. El hambre es negra.

Dejen, pues, los políticos de esfor­zarse en zumbones discursos que a nadie convencen y acuérdense de que al electorado sólo lo conmoverán las causas grandes. No le hablen con lenguaje demagógico, porque este se volvió intraducible. Cuando vayan a las Cámaras, los Cabildos o las Asambleas, traduzcan en hechos sus promesas.

Solo cinco representantes, según informe dado al público, cump­lieron cabalmente con sus obligaciones; asistieron con rigor a las sesiones, presentaron proyectos de importancia, intervinieron en los asun­tos públicos. ¿Los demás? El informe agrega que algunos no pronunciaron una sola palabra en todo el período.

El pueblo recela de quien habla mucho en las campañas, porque se acostumbró a la charlatanería políti­ca, o sea, a las mentiras sociales. Lo mismo en el panorama nacional que en el marco de la provincia, el verdadero político, al que reconoce y sigue el pueblo, es el que hace obras. No le interesa que sea conservador o liberal o socialista. Los electores buscan gente capaz, gobernantes honestos y progresistas, y al no encontrarlos, se abstienen.

Progresa, mientras tanto, la inconfor­midad de masas, la que crea traumatismos e impone dictaduras. Hay que temerle al pueblo pasivo y sin derroteros. Colombia pasa por preocupante crisis de valores cuando la juventud carece de ideas y solo se interesa por la perturbación de las aulas y las calles.

El maestro Echandía, filósofo de las ideas liberales, se avergüenza del liberalismo colom­biano. Los más enardecidos protago­nistas de la política de su partido estrellan contra él guijarros de todas las dimensiones y lo condenan por blasfemo. Pero ha dicho la gran verdad colombiana, común a los dos partidos, porque las banderas de auténtica transformación social de nuestras colectividades están recogi­das hace mucho tiempo. Se necesita quién las agite, pero sobre todo quién convenza a las inmensas legiones de gente descreída.

Cosa seria le está sucediendo a nuestra democracia cuando de doce millones de electores no vota siquiera la mitad. La representación popular vive ausente porque no consigue quién la conmueva. Mientras tanto, quiérase o no, no hay quórum en Colombia.

El Espectador, Bogotá, 9-I-1980.

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Lavado de las conciencias

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La democracia de Colombia, a pesar de sus grandes defectos, ha demostrado que no es fácil sustituirla por otro sistema. Pero queda al descubierto que necesita reformas. Los dos par­tidos históricos, enfrentados en acalorada competencia por el poder y estimulados, de lado y lado, por el triunfalismo, midieron sus fuerzas en esta reyerta difícil y terminaron dis­tanciados apenas por es­trecho margen de votos.

Algún deterioro ha ocurrido en el partido que se dice mayoritario, si en solo cuatro años ha disminuido su electorado en un millón de votos, cifra voluminosa dentro de la costumbre de votación del pueblo. Por el contrario, es evidente que el Par­tido Conservador, que salió a las plazas con un estilo diferen­te al tradicional, conquistó adhesiones al obtener resultados elocuentes, que por poco le hacen ganar el poder.

Estos hechos serán materia, a lo largo de los febriles días por venir, de numerosas y con­tradictorias versiones de quienes son especialistas en el acontecer político, y aun de los desaforados acomodadores de noticias, que gustan brindar, a su acomodo y por lo general con pasión, cuanta suposición pueda caber en los confusos guarismos que comienzan a ser digeridos.

Vendrá un largo período de recriminaciones en la intimidad de los partidos, donde se incul­parán mutuamente los cabe­cillas por  presuntas o reales fallas de estrategia, y tampoco faltarán las voces de quienes, marginados del debate por uno u otro motivo, se atribuyen el triunfo moral de la contienda, así sea en presencia de la de­rrota.

Para decirlo de acuerdo con la opinión callejera, el afán triunfalista que se coreaba an­tes de las elecciones, por ambos partidos, se derrumba ante la evidencia, en primer término, de una preo­cupante abstención, y luego, por no haberse logrado consolidar una fuerza decisoria. Para que la victoria deje plena satisfac­ción, lo mismo en la guerra que en la política, tiene que ser con­fortante y nunca lánguida.

Ante este cuadro que es el resultado de la voluntad ciudadana desnutrida y descon­fiada del fantástico porvenir que todos los candidatos, sin ex­cepción, nos dibujaron con tan­ta euforia en los días de fervor electoral, las clases dirigentes tendrán que recapacitar con hondo escrutinio para recom­poner, entre liberales y conser­vadores, las cuerdas que andan flojas, antes que comenzar a tirarse piedra por supremacías que no tienen razón de ser.

La suerte está echada para dentro de cuatro años,  y si exis­te habilidad para entender el mensaje del pueblo, tanto por lo que se dijo en las elecciones como sobre todo por lo que no se dijo, es preciso comenzar desde ya a preparar nuevas estra­tegias.

El hecho más cierto es que el pueblo necesita programas. A los partidos les hacen falta es­tructuras  más acordes con es­tos tiempos de evolución. El país debe reestructurarse. Los anuncios sobre grandes sucesos sociales resultan gaseosos para los sufridos colombianos que dejaron hace mucho tiempo de creer en halagos. El dilema no es ser conservador o liberal, comunista o apolítico. El reto está en los ocho millones de colombianos silenciosos que no se acercaron a las urnas.

Aquel «yo acuso» que fustigó la conciencia de los gobernan­tes de Francia, hace eco en este país insatisfecho que no se con­forma con su suerte y le pide reparaciones al porvenir. En los muros públicos ha comen­zado el agua a bajar las efigies de los candidatos, con sus to­neladas de promesas. Es como si de un solo golpe se diluyera un estado artificial para que regrese la realidad a presidir la angustia de cada día.

El agua, que limpia las fa­chadas de los edificios devol­viéndoles su normalidad, ojalá penetre en la intimidad de las conciencias. Hay que hacer una pausa en el camino para que, borradas las asperezas y su­perados los ardores de la hora del arrebato, volvamos todos a ser colombianos. Se nota un ambiente de paz y confraternidad entre los partidos, y un sano propósito de convivencia, que ojalá sean duraderos y sirvan para impul­sar la República esperan­zada hacia nuevas experien­cias que Dios quiera sean de bienandanzas.

El Espectador, Bogotá, 19-VI-1978.

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Rasguños del sectarismo

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En vísperas del desmonte del Frente Nacional nadie quiere confesar que la pasión partidis­ta vuelve a apoderarse de los hábitos colombianos. Por do­quier se escuchan, tanto de prominentes figuras de la política como de caciques de pueblo, censuras a los viejos rencores que dividieron al país en dos partidos irreconciliables.

Muchos afirman que sus posiciones no son sectarias y hasta agregan presagios sobre el surgimiento de una patria mejor al término del Frente Nacional, pero siem­pre que sea su propio partido, y jamás el contrario, el que dirija los destinos de la República durante el incierto cuatrienio que se aproxima, y ojalá duran­te interminables períodos de predominio de su causa.

Conservadores y liberales, en el fondo una misma cosa, y apenas diferenciados por ligeros matices de color, consideran por separado que su doctrina es la mejor y se ufa­nan de ser los abanderados de programas de avanzada. Al grito de los par­tidos vuelve a resucitar, casi sin propósito, el morbo del sec­tarismo y tal pareciera que veinte años de receso en la pug­na brutal y fratricida del pueblo no han sido suficientes para cicatrizar las heridas que flagelaron la vida del país durante épocas de dolorosa recordación.

Triste sería admitir que la terapia del Frente Nacional, habiendo  impuesto una tregua en mitad de la guerra de los partidos, no logró la cura com­pleta. El país actual es diferen­te al de hace veinte años, y mucho más civilizado, en el trato de los partidos, al de épocas distantes incrus­tadas en otros estilos de im­posible vigencia en nuestros días.

Ya, por lo menos, liberales y conservadores se saludan de mano. El milagro del Frente Nacional no puede desconocer­se cuando ha sido capaz de tor­nar corteses y hasta cordiales a enemigos furibundos que per­petuaban, de familia en familia y de generación en generación, el fermento del odio y la per­secución.

Duele, y hay que confesarlo con sentimiento patriótico, que ciertos lenguajes que se es­cuchan a lo largo del país, y no únicamente desde la tribuna de barrio sino desde respetables órganos de la prensa, estén azuzando al animal político que todos quisiéramos dejar sepul­tado para que no termine de­vorándonos. Los candidatos presidenciales se acusan mu­tuamente de sectarios y se declaran exentos de esa ali­maña.

Parecen olvidar que una manera de hacer sectarismo es el invocarlo. Las masas, que se dejan contagiar de las emociones que les transmiten sus jefes, ter­minan adoptando posiciones de prevención y recelo, cuando no de franca hostilidad para con su contendiente ideológico, quien en la más de las veces no pasa de ser el simple observador o el inofensivo practicante de la abstención o el escepticismo.

A liberales y conservadores solo debiera unirnos la suerte de la República. Los rótulos banderizos, en momentos tan azarosos como los actuales, no aportan ninguna fórmula reden­tora. Aparte del voto en blanco, a los colombianos poco les interesa, en su inmensa mayoría, votar por el peor can­didato con tal de complacer su recóndito afán de emulación partidista.

La gente movida por el sec­tarismo y ansiosa de hegemonías –no impor­ta de cuál partido, si en ambos hay barbaries y cruces–, de­fiende su intransigencia, sin detenerse a pensar si mañana tenga que llorar los infortunios del país y los suyos propios.

Cualquiera puede equivocarse. Lo grave es equivocarse por sectarismo, una fiera que suponíamos de­rrotada y que ha vuelto a arañar en el subfondo de las pasiones. Y ojalá que esos arañazos solo sean para recor­darnos el horizonte de barba­ries y cruces que los dos par­tidos, sin excepción, no pueden suponer que no resurgirá si se incentiva, y que nadie ha de desear para sus hijos.

El Espectador, Bogotá, 29-V-1978.  

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Tiempos de espejismo

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Estado ideal que todos quisiéramos disfrutar es el que prometen los candidatos pre­sidenciales. Nunca el país se ve más al vivo como en las vísperas electorales. Es entonces cuando afloran, con sus amar­gas realidades, las penurias que el pueblo no soporta más, y cuando los candidatos, con sus torrentosos ofrecimientos, pin­tan espejismos de inmediata desaparición.

Si desmenuzamos el lenguaje de cada uno de los candidatos, hallaremos diferencias de estilo y de presentación y muchas coin­cidencias de fondo. En líneas generales todos concuerdan en los halagos con que arman fan­tásticos programas de gobierno que el viento des­barata al día  siguiente. El viento, con sus trenzas lison­jeras, va y viene repitiendo fór­mulas y borrando promesas.

Todo se ofrece en una cam­paña presidencial. Los pro­blemas se extinguirán como por conjuro cuando el candi­dato llegue al poder. Bajará el costo de la vida, habrá acceso a la universidad, de pronto educación gratuita, se frenará la inmoralidad, se rebajarán impuestos a los empleados y se trasladarán a los ricos…

Días de prosperidad y de equilibrio, de oportunidades para todos, garantizan cada uno de los candidatos. El colom­biano tendrá vivienda, empleo, salud, educación. Todo a cam­bio de una papeleta. ¿Qué más podría esperarse de la vida? El viento lleva palabras y extin­gue espejismos…

Un candidato de la oposición suministraba la fórmula perfec­ta para acabar con la carestía de la vida. Era tan sencilla, tan elemental y casi ingenua, que a ninguno de sus competidores se le había ocurrido. Pero él la pondría en práctica como primer acto de gobierno. Con­siste, ni más ni  menos, que en congelar los precios de los artículos de primera necesidad y aumentar al mismo tiempo  los sueldos de los trabajadores. Tan solo, según él, se requiere un general estado de defensa propia en cada consumidor para no pagar un centavo más de los precios oficiales.

Con plataformas tan delez­nables pretende conseguirse el favor popular. Habrá, desde luego, quienes se dejen enga­tusar con estos sortilegios que suponen de avanzada, sin de­tenerse a meditar si el costo de la vida puede conseguirse por decreto.

Otro candidato atacaba la reforma agraria y presagiaba días de bonanza para este país agrícola de nuestros antepa­sados, si el pueblo le correspon­día con el voto. ¡La papeleta a cambio del paraíso! En su gobierno habría equidad en el campo para que el pequeño parcelero, desposeído y re­sentido, vuelva a tener precios de dignidad en sus cosechas, y el latifundista, aca­parador de los grandes recur­sos del crédito, se reduzca a las justas proporciones de la con­vivencia humana.

Todos los candidatos lanzan recetas milagrosas para que el país recupere el ritmo de producción que corresponde a suelos fe­races por excelencia, y el campesino raizal, perdido en las fic­ciones de los infiernos de ce­mento, regrese a sus fundos.

¡Promesas, promesas! Las mismas escuchadas siempre que hay necesidad de acordarse de la existencia del pueblo. En los momentos de la cruda realidad, cuando se pierde el empleo, y aumentan los im­puestos, y no se consigue universidad, y no aparece  la casita sin cuota inicial, y ni siquiera con ella, y el tendero es im­placable con la especulación que nadie detiene, y en las al­tas esferas trituran el presu­puesto, y se acentúan los de­sequilibrios sociales, es cuando el pueblo piensa que mejor hubiera sido votar por Regina, con sus malabares de pitonisa, o por Goyeneche, otro ilusionista, ahora tristemente olvidado en su decadencia vital.

Ambos, auténticos ex­ponentes de un país folclorista. Mejor no haber votado, o haber votado en blanco, concluye esa inmensa población de escépticos que perdieron la fe en los gobernantes. Realidad dura, pero al fin realidad.

No hay que hacer demasiadas distinciones en los programas que se exponen en estos días de ajetreo proselitista. Las diferen­cias están en otra parte. O dentro del tarro, como dice alguna propaganda. Los lugares co­munes son frustrantes. La repetición empalaga. Los ademanes, las poses y los trucos no convencen. El pueblo, mientras tanto, mira con angustia el porvenir. Trata de hallar una esperanza en la oscuridad.

No se crea que esta nota es derrotista. Es, en cambio, un reto de gobierno para el próximo presidente, cualquiera que sea, para que desde ahora se prepare a enfrentarse con el desgano del pueblo des­creído que aumentará su animadversión si de nuevo lo engañan, o su marchito entu­siasmo, si le cumplen siquiera el veinte por ciento de lo que le prometieron.

Es esta la triste radiografía de Colombia. ¿Por qué ignorarla? La gente se esfuerza por encontrar el candidato que le dé soluciones. La verdadera transformación la conseguirá quien sea capaz de devolver la fe a los colombianos.

El Espectador, Bogotá, 6-V-1978.

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