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Testamento lírico de Óscar Echeverri Mejía

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nació predestinado para la poesía. Casi un niño, ya hacía sus primeros versos  furtivos. Lo descubre el intelectual Fabio Vásquez Botero, quien en carta  secreta al diario La Patria, de Manizales, anota: “Tiene un trino vacilante que denuncia al pichón, pero la idea –honda y purísima– revela que él es también de la ‘Real Casa de Madrid’. En la poesía está amaneciendo. De trucos y primores idiomáticos ignora lo mejor. Carece de información. Eso sí: su edad biológica lo absuelve del pecado: tiene 17 años”.

Y han corrido 60 años. Hoy, ya informado de los menesteres del sagrado oficio,  Óscar Echeverri Mejía es uno de los poetas grandes de Colombia. Lleva 22 libros publicados. Su obra es ejemplo de casticidad y galanura gramaticales. En sus co­lumnas de prensa ha batallado siempre por la pureza del idioma. Esto le hace conquistar, a los 38 años de edad, su ingreso a la Academia Colombiana de la Lengua, y sobre todo el respeto de sus colegas y la admiración de sus lectores.

A su descubridor literario es preciso reconocerle el don de la profecía. El pupilo se fue lejos y ya coronó los nimbos de la gloria. Tras una vida de total entrega al arte de los dioses, el adolescente de los 17 años, que ahora recrea la edad dorada en un predio campestre de Buga, ha demostrado asombrosa vitalidad entre surcos sentimentales y copiosas cosechas líricas. Su pasión por el campo se la transmitió su padre, un poeta y elemental –“a la manera del pájaro que canta sin recordarlo luego”–, quien le hirió el alma con las embriagueces de la naturaleza y lo incitó a ser cantor de montañas y paisajes.

El mundo cotidiano ha sido capturado por la honda sensibilidad de este viajero de encantados caminos; unas veces fueron las sendas de su tierra colombiana, y otra, las lejanas geografías a donde se desplazó con su valija diplomática y su maleta de ensueños. Con su Lección lírica de Colombia, que es un viaje emotivo por el alma de la patria, fue recibido con aplausos en la Academia Colombiana de la Lengua. Con España vertebrada, un canto a la tierra ajena que le dio albergue maternal y le ensanchó los horizon­tes poéticos, refrendó su amor por la historia y los pueblos.

Óscar Echeverri Mejía, de raza an­dariega, no fue hombre de residencia fija. Transitó muchos senderos y pro­bó muchos vinos. Nace en Ibagué, y a los tres meses se traslada a Pereira,  la que considera su cuna verdade­ra. Se moviliza por distintos lugares de Colombia. Como diplomático visita España, Méjico, Venezuela y Pana­má. Trotador de mundos y experien­cias diversas, en la edad del sosiego se afinca, con la piel curtida y el corazón lozano, en su parcela idílica de Aguasabrosa.

Analicemos el significado de esta morada: agua sabrosa. El agua ha sido para él obsesionante. El mar siempre lo ha seducido. En su alma resuenan, y lo abisman, las gaviotas, las caracolas, los oleajes, las barcas, los arrecifes, los cielos abiertos, con sus ecos de eternidad. Botella al mar se denomina su columna de prensa, y dos de sus libros reciben los nom­bres de Mar de fondo y Escrito en el agua.

Uno de sus poemas más her­mosos es el titulado El mar inmóvil de los Llanos, donde establece el símil entre las aguas embravecidas del océano y el embrujo de las llanuras. Allí sitúa al hombre con sus deslumbramientos, soledades y borras­cas interiores.

Este maestro de la palabra, artífice del soneto clásico y la metáfora de fina estirpe, y romántico por naturaleza, le ha cantado a todo. Su alma no tiene país, ni fronteras. Tal es el fin de la auténtica poesía. Su primer libro, Destino de la voz (1942), publicado a los 24 años de edad, sería premoni­torio de su vocación irrenunciable. Pudo haber sido hombre de negocios, pero prefirió serlo de versos. Su pa­rábola está escrita. Sin embargo, si­gue enhebrando emociones en su paraíso de Buga. Es un alma cau­dalosa como los ríos y los mares que se deslizan por su obra.

Severino Cardeñoso Álvarez, escri­tor y periodista español, rinde tributo al ilustre colombiano en espléndida edición de 400 páginas que recoge no sólo un gran volumen de la poesía de Óscar Echeverri Mejía, sino juicios críticos y valiosas referencias sobre su vida y sus libros. El homenajeado no conoce personalmente al editor, lo que representa un milagro dentro del mundo avaro de las publicacio­nes. Este hecho insólito, y desde luego envidiable, pone de relieve la valía de la obra. Con la grata sorpresa para el vate de que la tierra lejana a la que cantó en sus poemas, hoy retribuye su afecto. El libro es un testamento lírico. Pero el poeta resiste aún muchas travesías.

Boletín de la Academia Colombiana, Nos. 187-188, enero-junio de1995.
Revista Manizales, diciembre de 1995.
Dominical – La Tarde, Pereira, 11 de febrero de 1996.

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El ritmo de la emoción

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Palabras en el libro Al paso de los días)

Este libro intimista y melodioso que escribe Homero Villamil Peralta con ánimo evocador –Al paso de los días– se hizo para soñar y querer. Es un libro enamorado. He repasado su obra publicada y encuentro que el amor es la columna vertebral de toda su producción.

Incluso el titulado Hoy es día de cantarle a todo, siendo un himno social de batalla –en el que, al decir de Vicente Landínez Castro, «el verbo se hace látigo vengador y silbante»–, está inspirado por el amor. En él se pinta el Apocalipsis del mundo actual movido por el odio y las pasiones, para clamar por la armonía del planeta y la convivencia de los espíritus.

Este quinto libro que hoy ve la luz probará el aserto popular de que no hay quinto malo. Tiene la virtud de engrandecer lo elemental, y por eso en él se recrean los menudos sucesos que giran a los cuatro vientos por la vida del hombre.

Villamil Peralta no hace otra cosa que ennoblecer los sentimientos y hermosear la palabra. Es un sembrador de esperanzas, pero antes ha sido un encantador de cosechas. ¿Y qué es el poeta sino un hechicero, un mago, un curador de almas?

Este sacerdote del verbo iluminado se va por los senderos de la existencia y, cual otro samaritano, riega las semillas de la fraternidad humana. Da consuelo a los seres tristes, levanta a los caídos, ríe con las auroras y las almas puras. Posee el poder de la metamorfosis para volverse niño y adulto, hada y embeleso, rosa e ilusión. Explora y entiende los secretos del mundo y sobre todo el significado de los seres simples y los hechos triviales. El abuelo poeta se mete en el corazón de su nieta Heidi, de quien dice que no es un genio, y afirma: “Apenas una flor. O si acaso un suspiro. Cuando más un rumor».

Al paso de los días es un cofre de emociones. Los temas que toca están henchidos de calidez y dulzura. Villamil Peralta no sólo entiende la ternura como un requisito para ser humanos, sino que la lleva por dentro como una estirpe de su fibra creadora. Es la suya una refrescante actitud ante la vida, penetrada de deslumbramientos, conmociones y asombros. Sus emocionados cantos a las sencillas criaturas y las cosas tenues que dulcifican la existencia, y que ignoran los seres anodinos, son reveladores de su mundo interior, imbuido de música, paisajes y fantasías.

Sin el poeta, el orbe no existiría. Para no sucumbir en los despeñaderos de la ruindad espiritual, el hombre necesita elevar el alma hacia las estrellas. Para romper las ligaduras con la bestia, una maldición que pesa sobre la especie humana para obligarnos a ser racionales, debe ennoblecer los sentimientos. Para que la conciencia no sea tortuosa, hay que ponerle lumbre al corazón. Para que la mirada no sea opaca, hay que iluminar el panorama. Aquí es donde el poeta se justifica. Y donde Homero Villamil proclama su trono de sortilegios, que hemos de decantar al paso de los días para salvarnos de la desesperanza.

Todo en este libro, repito, está impregnado de amor. Y conduce al amor. Es una poesía vibrante, a veces con apariencia de prosa lírica, que enaltece los vínculos de la sangre cuando gira en torno de los seres queridos; o le canta a la comarca nativa representada en la radiante reina chiquinquireña y en las sensuales ollas de barro de Ráquira; o se desliza, llena de musicalidad, detrás del agua que se hace lluvia, manantial y río; o refunde su saudade en la Nochebuena que pasó y en el rostro desvanecido en la distancia; o declara, en fin, que no puede haber poesía sin amor.

Su vena lírica esparce, en ciertos trozos, filosóficas nostalgias. Oigamos esta reflexión sobre las estrellas de enero: Pienso que la vida es así: en el enero de todos los hombres, el mundo es claro y bello. Y hay estrellas que traen ilusiones. Pero llega la hora del invierno y todo se va volviendo lluvia. Lluvia de penas y recuerdos. De fantasías inconclusas. De las mañanas que hace rato murieron.

Además, descubro en el libro un recóndito tono de memorias manejado con la lira de la añoranza. Es lo que hacen los vates cuando quieren consentir sus sueños huidizos. Tal, por ejemplo, el caso de Gabriela Mistral en Páginas memorables; o de Pablo Neruda en Confieso que he vivido; o de Rafael Alberti en La arboleda perdida; o de Rosario Sansores en Rutas de emoción.

El ritmo del corazón, el de Homero Villamil Peralta, vibra en estas páginas como perenne canto a la vida.

Revista Cultura, N° 138, Tunja, diciembre de 1995

 

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Herencia de recuerdos y llanuras

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Pedro E. Páez Cuervo, poeta boyacense nacido en 1908, no había cum­plido los 30 años cuando cono­ció los Llanos Orientales. Evo­cando aquel viaje, cuenta que su sed de aventura lo hizo mar­char en busca de El Dorado, que no encontró, pero en cambio, dice, «saqué el material para el libro Casanare, el que fue conce­bido por el mágico esplendor de los paisajes llaneros».

En el momento en que un hijo suyo escribe estas líneas de res­cate de su poesía, han corrido 57 años desde que un boga le sembró en el alma la emoción llanera, gracias a la cual forjó el libro Casanare. Dicho libro no se publica nunca, si bien la mayoría de los poemas ven la luz en periódicos y revistas. En 1989, Germán Pardo García exalta esta poesía en Méjico, en brillante página de su revista Nivel.

El bardo alterna sus días en los Llanos entre el ejercicio de la medicina y el contacto con la tierra bravía. En medio de tora­das y yeguadas salvajes, al son de corridos y joropos, siente que la manigua lo su­byuga cada vez más. Mientras aspira paisajes y cultiva la pa­sión estética, se le ensancha el corazón en aquellos contornos del silencio y la inmensidad.

Su vida arde en fiebre de poesía. No concibe la existencia sino bajo la inspiración de las musas. No lo atrae lo material, abomina lo prosaico y se apasiona por los dones del espíritu y los destellos de la belleza. Su lira es un canto perenne a la mujer, los paisajes, los ríos, las pampas soberbias, los cielos majestuo­sos.

Moldea sus poemas con rigo­res de orfebre, bajo el efluvio de los amaneceres hechizados, y los decanta en las tardes sedo­sas y en las noches secretas. Sabe muy bien que la poesía, como las piedras preciosas, no necesita extensión sino magia. Él, que había viajado a los Lla­nos en pos de El Dorado, descu­bre la misma Tierra de Promisión que inspiró a José Eustasio Ri­vera. Ambos poetas, cuya voz lírica es lícito parangonar –con los matices propios de cada es­tilo–, describen paisajes interio­res junto con los panoramas de la tierra mítica.

Por épocas se ausenta de los Llanos, y a ellos regresa, con amoroso empeño, porque ese es su reino sentimental. Allí muere en su ambiente, en soledad de poeta. Como guardados en un arca, deja sus versos protegidos contra la impiedad del mundo. A sus hijos nos había hecho llegar, a través de los años, la herencia de poemas que hoy amuralla­mos en letras de imprenta con­tra la voracidad del tiempo.

Cuando en 1971 lo enterra­mos en Villavicencio, por los aires de las pampas se elevó una voz doliente que declamaba el soneto Interrogante y pregun­taba con las propias palabras del autor: ¿Quién cuidará mis versos cuando muera? El libro que hoy se pone en circulación gracias al patrocinio de Luis Alberto Páez Barón, sobrino y contertulio del poeta en una finca llanera, es la respuesta a ese clamor estreme­cido.

El Espectador, Bogotá, 6-III-1995

* * *

Comentarios:

Pedro E. Páez Cuervo se hartó de paisa­jes, de llanuras, de ríos embravecidos, de garzas y de joropos y escribió poemas, relatos y leyendas del Llano. Ejerció la medicina, penetró en el alma de su gente, contó con humor pasajes de su vida meritoria, y alguna vez se interrogó a sí mismo y dijo: «¿Quién cuidará mis versos cuando muera?». Pues bien, 23 años después, Luis Alberto Páez Barón y Francisco Martínez Olmos han entregado un libro, Herencia de recuerdos y llanuras, que recoge todo aquello que nació de esa vida matizada de quijotescas andanzas y del sentimiento de un hombre boyacense, que asistió a la cita con la parca en Villavicencio y se fue pensando en que su trabajo quedaría al amparo del viento.

Gustavo Páez Escobar, un banquero que se cansó de ba­lances, de debes y de haberes, ha tenido la gentileza de ha­cerme llegar ese libro que trae un libérrimo mensaje, trozos de música, atardecer, reflexiones y vuelos majestuosos de albas aves. Veintitrés años después de la muerte del médico, poeta, periodista y escritor, aparece esta Herencia de recuerdos y llanuras. Gracias, Gustavo, por este gozo y este deleite. Guillermo García (redactor de El Espectador, 19-II-1995).

Leyendo esos sonetos de limpia factura parnasiana, donde los versos –briosos como los potros impetuosos– pasan «tascando frenos áureos bajo las riendas frágiles, recordamos, de inmediato, por el colorido, por el arrobamiento ante el  paisaje y por la sabiduría métrica con que están construidos, los rotundos de  José Eustasio Rivera en Tierra de Promisión. Y no solamente sentimos, al leerlos, las saudades de la vida eglógica y agreste de la Colombia de ayer, sino, a la vez, echamos de menos el estremecimiento romántico –los espasmos del alma – tan caros a nuestros padres y abuelos; y nos percatamos, no sin tristeza, de cuánto ha cambiado la sensibilidad, la temática y las apetencias de nuestros poetas y gentes contemporáneas. Vicente Landínez Castro (Repertorio Boyacense, Academia Boyacense de Historia, abril de 1995).

Por allá en 1872, a la temprana edad de trece años, empezó a brillar en el  firmamento de la literatura mexicana un astro de primera magnitud: Manuel Gutiérrez Nájera, reformador de la poesía en lengua castellana. De él bien puede afirmarse algo que Pedro Páez Cuervo, poeta colombiano, afirmó al hablar de los grandes escritores: «Las plumas elevan a los hombres lo mismo que a las aves: hacia el cielo». Hermosa figura ésta en que la palabra plumas –las de las aves y las que utilizan los escritores– son fundamentales. Luis D. Salem (Últimas Noticias, Ciudad de Méjico, 9-II-1995).

Don Pedro E. Páez Cuervo, nacido en un pueblo de Boyacá, Colombia, en junio de 1908, sintió sobre sus espaldas el peso de su misión al ser ungido divino bardo, y en busca de su inspiración, se escapó para los Llanos Orientales colombi­anos donde finalmente en Villavicencio, después de plasmar su obra poética rindió su vida al Creador a la edad de 63 años, el 29 de julio de 1971. De su Antología de Sonetos a Colombia y España quizás tengamos algunas muestras en el libro Herencia de recuerdos y llanuras publicado por sus hijos los hermanos Páez Escobar (entre ellos se encuentra nuestro gran amigo, banquero-novelista y periodista don Gustavo Páez Esco­bar). Este afortunado libro cuya pub­licación responde al clamor del pa­dre poeta: «Pero tiemblo de horror en el instante en que surge el tremendo interrogante: ¿Quién cuidará mis versos cuando muera?», resca­ta para la posteridad esos impecables sonetos y epigramas contenidos en los cinco apartes de la obra. Vicente Jiménez (La Semana, Orlando, Florida, 18-V-1995).

Para mí ha sido una grata sorpresa el encontrarme con un poeta fino, respetuoso de la rima y del idioma, y autor de impecables sonetos. Leyéndo­lo me he encontrado con un hermano en el amor a los Llanos colombianos y con un fino humorista, quien recuerda a ratos a Luis Carlos López. Óscar Echeverri Mejía, Occidente, Cali, 17-XI, 1995. El Colombiano, Medellín, 9-I-1996).

Pedro E. Páez Cuervo antes de cumplir los 30 años se fue a los Llanos «a buscar El Dorado” y se enamoró de esa tierra de promisión, “se lo tragó la… llanura” (parodia que a él mucho le habría gustado). Allá escribió su libro Casanare, que dejó inédito –a pesar de que fue elogiado por Germán Pardo García– y que 23 años después de su muerte se publica con el título de Herencia de recuerdos y llanuras (1994). “Es el himno sentimental de un vate olvidado que conjugó la vida con ideales quijotescos”, dice su hijo Gustavo Páez Escobar. Rogelio Echavarría (en su libro Quién es quién en la literatura colombiana).

El homenaje que tú y tus hermanos hacen a la memoria de tu querido padre me ha parecido bellísimo. Deduzco, al leer sus versos y prosas, que tu padre fue un hombre muy alegre, jovial, enamorado de la Belleza y de las bellas…, en fin, una persona muy querida cuyo recuerdo perdura para siempre en cada uno de ustedes. Aída Jaramillo Isaza (directora de la revista Manizales, 19-IV-1996).

 

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Adriano Páez: poeta del dolor

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Antonio Cacua Prada ha publicado con el patroci­nio de la Alcaldía de Chiquinquirá –entidad que cumple extraordinaria labor cultural bajo los auspicios de Napoleón Peralta Barrera– un libro que rescata del olvido la vida y la obra de un destacado escritor boyacense del siglo pasado: Adriano Páez. Hoy pocos saben, incluso en Boyacá, que esta figura de las letras que poco se menciona en nuestros días, so­bresalió en la segunda parte del siglo XIX en los campos del periodismo, la poesía, la diplo­macia, la política y la docencia.

Nacido en Tunja en el año 1844, desde muy joven, apenas de 16 años, inicia su labor lírica. Y a los 20, es periodista. Con su inteligencia precoz despierta ad­miración de quienes lo ven de­sempeñarse en los ca­minos de la literatura. De sus lares nativos se traslada a la población santandereana de Socorro, donde conquista las posiciones de diputado a la Asamblea del Estado Soberano de Santander, subsecretario de Gobierno, secretario general del Estado y procurador del mismo. Más tarde será diputado a la Asamblea de Boyacá. Su sensibilidad lo lleva a identificarse con la causa de los humildes y deja por doquier –lo mismo en los años iniciales de su carrera pública, como a lo largo de toda su vida– pruebas de su bondad humana.

En la rama docente, que ejerce con ejemplar aposto­lado, imprime su carácter de humanista. En Bogotá es nombrado secretario general de la Universidad Nacional. Ya por entonces incursiona con talento y el aplauso de los escritores más notables en las esferas de las revistas y los periódicos de renombre. Sus ideas conquistan creciente interés.

En 1870, se traslada a Fran­cia como cónsul en El Havre, posición que desempeña por espacio de cuatro años. Desde allí colabora con prestigiosos periódicos y revistas europeos y entabla amistad con importan­tes figuras literarias. Se hace amigo de Víctor Hugo, quien años después le expre­sará, al agradecerle el envío de una revista desde Bogotá: «Usted es un noble espíritu, y con mi cordialidad correspondo a la de usted. Usted sabe cuánto amo a su generoso país. Yo tengo, como usted, amor a la luz, y por religión la libertad».

Adriano Páez es de los primeros escritores colombia­nos que luchan por la unidad latinoamericana. En París funda la Revista Hispanoame­ricana, y en Londres, la que bautiza La América Latina. A su regreso a Colombia en 1876, entra como director de El Diario de Cundinamarca, y al año si­guiente dirige la revista La Pa­tria. En sus ensayos da muestra de profunda erudi­ción. Su vena poética de estos años acentúa el dolor humano. Es una herida que se agranda con la tragedia del escritor, ya que en Europa había adquirido la enfermedad de la lepra.

Con los pocos ahorros que trae de su ejercicio diplomático compra en Bogotá, en las lade­ras de Monserrate, la quinta apacible que denomina La So­ledad, en la que se refugia sin perder el contacto con el mundo de las letras. Más tarde, urgido de clima caliente, se traslada a La Unión, camino a Fómeque, donde adquiere la casaquinta Vista Her­mosa. Cuando apremian las necesidades económicas, se ve obligado a vender el terreno para poder subsistir.

En 1880, contrae matrimonio con Carolina Baños, mujer admirable que ha de acompa­ñarlo hasta sus últimos días. La pareja se instala en Agua de Dios a fines de 1889. El poeta escribe allí el libro Viaje al país del dolor, estreme­cido testimonio de su angustia espiritual y física, que soporta con enorme fortaleza. Cuando se prepara a visitar a sus compañeros de infortunio para llevarles una palabra de con­suelo, como es su costumbre diaria, el brioso alazán lo lanza al suelo y le produce mortal herida. Muere pocos días des­pués, el 2 de abril de 1890, a los 45 años de edad.

Antonio Cacua Prada, al reca­pitular esta vida insigne, le hace justicia al escritor y periodista que cien años atrás enalteció el nombre de Colombia, y que hoy, como un estigma del propio dolor del poeta, su recuerdo yace sepultado en las sombras del olvido.

El Espectador, Bogotá, 20-XII-1994

 

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El eco eterno de la poesía

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Herencia de recuerdos y llanuras)

Pedro E. Páez Cuervo, poeta boyacense naci­do el 14 de junio de 1908, no había cumplido los treinta años cuando conoció los Llanos Orien­tales. Evocando aquel viaje, cuenta que su sed de aventura lo hizo marchar en busca de El Dorado, que no encontró, pero en cambio, dice, «saqué el material para el libro Casanare, el que fue concebido por el mágico esplendor de los paisajes llaneros».

El primer poema de esa época data del año 1937, y en él dibuja, con alma emotiva y místi­ca, su excursión por el río Meta hasta la pobla­ción de Orocué. En el momento en que un hijo suyo escribe estas líneas de rescate de su poesía, han corrido 57 años desde que el boga le sembró en el alma aquella canción nostálgica:

Esa luna que mis ojos

están mirando…

¡que se jarrome!

¡que se jarrome!

pa que no me vea

que toy yorando…

que toy yorando…

¡Aayayayaay!…

Tres años después, envía a los suyos, con amorosa dedicatoria, la noticia alborozada so­bre el libro en marcha, que espera editar pron­to. Sin embargo, dicho libro no se publica nun­ca, si bien la mayoría de los poemas ven la luz en periódicos y revistas y en bellas postales que hace imprimir para sus parientes y amigos. En octubre de 1989, Germán Pardo García exalta esta poesía en brillante página de su revista Nivel de Méjico.

El bardo alterna sus días en los Llanos –o el Llano, que de ambas formas se conoce la región– entre el ejercicio de la medicina y el contacto con la tierra bravía. En medio de yeguadas y toradas salvajes, al son de corridos y joropos, siente que la manigua lo subyuga cada vez más. Mientras aspira paisajes y cultiva la pasión estética, se le ensancha el corazón en aquellos contornos del silencio y la inmensidad. Embelesado con los encantos de la naturaleza virgen, que nunca engaña y siempre seduce, re­nuncia a todo por el placer de pulir un verso.

Su vida arde en fiebre de poesía. No concibe la existencia sino bajo la inspiración de las musas. No lo atrae lo material, abomina lo pro­saico y se apasiona por los dones del espíritu y los destellos de la belleza. Su lira es un canto perenne a la mujer, los paisajes, los ríos, las pampas soberbias, los cielos majestuosos. Ante tanta magnificencia, busca conquistar con sus rimas el sortilegio de las llanuras. No siempre lo consigue de entrada. Entonces escucha la voz de sus dioses:

¡Escribe y persevera! No te asombres…

que las plumas elevan a los hombres,

lo mismo que a las aves: hacia el cielo.

Moldea sus poemas con rigores de orfebre, bajo el efluvio de los amaneceres hechizados, y los decanta en las tardes sedosas y en las no­ches secretas. No fabrica demasiados versos, y en cambio les dedica –durante días y años– el celo, la paciencia y el cariño necesarios para el ajuste perfecto y la completa armonía. Sabe bien que la poesía, como las piedras preciosas, no necesita extensión sino magia.

Él, que había viajado al Llano en pos de El Dorado, descubre la misma Tierra de Promisión que inspiró a José Eustasio Rivera. Ambos son cantores de la misma emoción. El arte les permite interpretar el ambiente y crear mundos de ensoñación y rea­lismo. El secreto consiste en saber mezclar la luz, el color y el sentimiento para conseguir la expresión ideal. El arte del pintor y del poeta va más allá de captar paisajes: retrata las intimi­dades del alma. Ambos poetas, cuya voz lírica es lícito parangonar –con los matices propios de cada estilo–, describen paisajes interiores junto con los panoramas de la tierra mítica.

Casanare, el libro que aquí se rescata en aso­cio de poemas diversos, es el himno sentimental de un vate olvidado que conjugó la vida con idea­les quijotescos. Como la poesía pertenece al pue­blo, y sobre todo a la tierra que incitó al autor, este legado regresa al Llano, la génesis de estos versos.

También se inserta el cuento Tragedia llanera, el único que escribió en su larga vida literaria, y que constituye por eso una rareza en mitad de su obra lírica. Esta estampa de la vida llanera, presentada con vigoroso poder descriptivo, tiene como fondo un duro cuadro de pasio­nes que se confunde con la propia bravura de la tierra. El relato, escrito hace más de medio si­glo, se hubiera perdido si no lo salvamos para estas páginas del baúl de los recuerdos.

En la obra poética de Pedro E. Páez Cuervo se distinguen varias facetas: la amorosa, la sen­sual, la paisajista, la humorística, la política. Con excepción de esta última, no incluida aquí, la presente antología recoge su producción fundamental. Su libro estelar es Casanare. En el go­bierno de Rojas Pinilla adopta el seudónimo Kasimiro, que hace famoso en las páginas de El Siglo, con el cual firma contra la dictadura ve­hementes ataques en verso, llenos de humor incisivo. Con ellos conforma los libros Saetas azules, El látigo y Parodias y plagios.

Adelanta con deleite espiritual el tra­bajo titulado Constelación de sonetos (anto­logía de 100 sonetos de España y 300 de Co­lombia, clasificados por temas), obra que merece edición. Veamos algunos de sus capítu­los: A los ojos, Al dolor y la tristeza, A la muerte, Al sueño y al amor, A ellas, Laura Victoria o la mujer desnuda, Sonetos descriptivos, Sonetos íntimos, Buen humor, Curiosidades líricas.

También deja una novela inédita, en prosa y verso: La dama de perfume. De esta conservamos sus hijos los cuadernos manuscritos donde escribió la obra, los que llevan impresa en la cubierta la figura de don Quijote, el personaje que más admiró y que, de tanto asimilar, convirtió en su álter ego. Pe­gada a la novela hallamos una simpática página donde este quijote moderno esboza su persona­lidad, página que se transcribe más adelante como muestra de su aguda y grata vena humo­rística.

En la mujer personifica el símbolo de la belle­za. A la poesía la proclama como su amada se­creta. Poeta romántico por excelencia, hace del amor un tributo a la vida. Sus nostalgias y sin­sabores los apura en copas de ambrosía. Su te­soro son los versos. Y los cambia por una sonri­sa:

Yo cambio un soneto por una sonrisa

que alivie las penas de mi soledad.

Y encimo un poema que le hice de prisa

a los bellos ojos de una poetisa…

¡Doy todos mis versos por una amistad!

Por épocas se ausenta de los Llanos Orienta­les, y a ellos regresa, con amoroso empeño, por­que ese es su reino sentimental. Allí muere en su ambiente, en soledad de poeta. Como guar­dados en un arca, deja sus versos protegidos contra la impiedad del mundo. A sus hijos nos había hecho llegar, a través de los años, la he­rencia de poemas que hoy amurallamos en le­tras de imprenta contra la voracidad del tiempo.

En los opúsculos que poseemos, escritos por él mismo a máquina y empastados, colocaba siempre de final el poema Interrogante –que no dudo en calificar como su mejor soneto tanto por su perfecta factura como por su hon­do contenido–, en el que refleja su dolor por te­ner que abandonar su patrimonio de versos. Jorge Alberto, en soneto que se publica a conti­nuación, contesta en nombre de todos el tremen­do interrogante, y de paso le cuenta que él tam­bién es poeta.

Cuando el 29 de julio de 1971 lo enterramos en Villavicencio, por los aires de las pampas se elevó una voz doliente que declamaba aquel soneto inmortal y preguntaba con las propias palabras del autor: ¿Quién cuidará mis versos cuando muera? Este libro es la respuesta a ese clamor estremecido.

Bogotá, 27-X-1994

 

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