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El poeta de Aguasabrosa

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Aguasabrosa, el refugio campestre de Óscar Echeverri Mejía en el Valle del Cauca, se ha vuelto un apelativo necesario de su personalidad. Cuando se dice Aguasabrosa, sus amigos sabemos que en esa palabra va oculta la vida íntima del poeta. En ese predio pasa sus serenas horas del ocaso entregado al  placer de leer y escribir.

Así como no puede haber Juan Ra­món sin su Platero, ni García Márquez sin su Macondo, ni Cervantes sin su Quijote, ni Caballero Calderón sin su Tipacoque, no  puede concebirse a Echeverri Mejía sin su Aguasabrosa. Ahora que el poeta llega a la cumbre de sus 80 años, no se sabe a quién festejar más: si a él o a su tierra sentimental. Óscar, que bautizó la parcela  con significado de embrujo y sosiego, de mar y oleaje, de evocación y distancia, convirtió la tierra en su álter ego.

Nació en Ibagué, pero de tres meses fue trasladado a Pereira, ciudad a la que considera su verdadera patria chica. Allí le surgió su vocación de poeta. En 1942, cuando contaba 24 años de edad, publicó su primera obra, Destino de la voz. El nombre del libro es como el anuncio de su vínculo eterno con la poe­sía, irrompible como todo matrimonio de la sangre.

Y se dedicó a escribir versos, con amor y pasión. Ambos sentimientos van unidos cuando el alma habla el lenguaje de las emociones. Al paso del tiempo brotaron de su pluma libros y más libros, como cosechas en perenne floración. Hoy van más de 20 obras publicadas. Varias de ellas reposan en mi biblioteca, y las leo de tarde en tarde (eso es la poesía: un delei­te pausado) cuando quiero activar las fi­bras del corazón. Cuando quiero comu­nicarme con el amigo distante en sus silencios de Aguasabrosa.

Descansa ahora de sus travesías por el mundo en la placidez de su edén tropi­cal. Visitó muchos países y asimiló di­versas culturas, lo que le permitió enten­der mejor al hombre. Esta visión itinerante le dio a su poesía resonancia universal. En España, donde como diplo­mático y soñador se detuvo durante una fructífera temporada, dejó honda huella. Tanta, que Severino Cardeñoso Álvarez, escritor y periodista de aquel país, reco­gió los pasos del colombiano en maravi­lloso libro antológico (de 400 páginas) publicado hace dos años.

Hoy, cuando Óscar llega a la cima es­pléndida de los 80 años, mira hacia atrás y encuentra que la vida ha sido para él y los suyos una parábola grata. Su des­tino de poeta está cumplido, pero todavía le faltan muchas cosas por tejer en los hilos del sueño. Su alma está joven, y esto le garantiza muchas travesías más. Si dejara de hacer poesía, entonces sí le entrarían los años de la inercia, peores que la muerte.

Celebremos, en el ámbito de Aguasabrosa, este magno suceso de la poesía colombiana. Cuando el bardo recibe el tributo de su propia pro­ducción, se ennoblece el sentido de ser poeta.

La Crónica del Quindío, Armenia, 3!-III-1998.
El Diario del Otún, 2-IV-1998.
Occidente, Cali, IV-1998.

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El derecho y las letras

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El jurista Óscar Londoño Pineda, exalcalde de Tuluá y exmagistrado, ha sido escritor toda la vida. Como estudiante de bachillerato en su pueblo natal y más tarde de derecho en la Universidad Na­cional, su vocación literaria era contun­dente. Con esto se prueba que la vena del escritor nace desde la cuna.

A lo largo del tiempo y no obstante su compromiso laboral con las posiciones ocupadas en las ramas ejecu­tiva, legislativa y judicial del poder públi­co, nunca se desvió de su destino de es­critor. Así lo demuestra la firme labor que ha tenido a partir de 1975, cuan­do publicó su primer libro, Los pasos de Egor, que le hizo ganar franca pondera­ción de la crítica.

Hoy, entre cuento, novela, ensayo y poesía, lleva seis libros editados y otros se encuentran en camino. Además, ha escrito artículos en periódicos y revistas y ha dictado conferencias en foros culturales y universitarios, todo lo cual señala un claro itinerario intelec­tual.

Nos sorprende ahora con su última obra, Las palabras necesarias, que mantuvo oculta durante todo el tiempo que lleva haciendo poesía. Desde siem­pre, porque Londoño Pineda nunca ha dejado de cultivar el género poético (y quizá fue esa su primera llama como cultor de la palabra), aunque no se había atrevido a revelarlo en público. Con esta obra re­frenda su calidad lírica, consentida y depurada en horas de reflexión y soliloquio, mientras veía pasar la vida y el alma se le llenaba de embeleso.

La nota predominante de este libro es su hondo romanticismo. Romanticismo que se vuelve deli­cado y ardiente, clamoroso y sensual, sin las estridencias morbosas con que tan­to falso poeta de los tiempos actuales asesina el amor. Es el suyo un fino y emotivo sentimiento, “jadeante como la lla­ma», según sus propias palabras, que recorre los caminos de la emoción y el arrebato. El amor jubilado del poeta grita hoy sus gozos por la amada ideal y por el hijo par­tícipe de callados júbilos.

Librode evocación y silen­cios. De nostalgias y estremecidas interioridades. Libro de presencias y de fu­gas; de travesía por los ríos de la sangre; de retorno al «claro varón de perfeccio­nes» que marcó la existencia; de temblor ante la rosa lejana que «sólo quisiera ser perfume». Libro de luces y sombras,  penetrado de amor, donde el corazón, en últimas, hace florecer el sueño.

La Crónica del Quindío, Armenia, 23-II-1998.

 

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Ritornello

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Buen suceso el de este libro de poesía de Roberto Pacheco Osorio que lleva por título Ritornello. ¿Por qué Ritornello?’, se pregunta Enrique Medina Flórez, autor del prólogo y secretario perpetuo de la Academia Boyacense de Historia: «¿Es algo que retorna? ¿Es algo que retiñe como un caracol de luz? ¿Es algo que viene del modo itálico o de las modas y madonas florentinas? ¿Habla de un Renacimiento? ¡Múltiple significación; sagrada polifonía del arte!».

El autor de la obra, asesor laboral de empresas, se retira de la profesión a los 75 años de edad y recibe una hoja de laurel con este su primer libro,que sin embargo ha escrito a lo largo de su existencia, en los entreactos de su actividad de abogado y en sus recorridos por la patria y por la geografía universal. Ya en el ocaso de la vida se gradúa de poeta, con lo que demuestra, de paso, que el arte no tiene edad.

Su esposa, Merceditas Medina de Pacheco, escritora y académica, con quien Roberto ha cumplido la parábola del amor ideal, y con quien además ha acariciado múltiples emociones en sus travesías por diversos países, ha sido la guardiana de este tesoro que hoy, ella misma y tal vez sin el consentimiento de su esposo, divulga en las páginas del libro.

Si el destino de la poesía es permanecer en el universo, mover sentimientos e irradiar belleza, esta obra oculta, forjada bajo el fuego silencioso del amor conyugal, realiza su cometido cuando llega al público.

Leyendo el libro, se encuentra uno con el hallazgo de una poesía cincelada con los rigores del orfebre, donde todo está medido, meditado, elaborado. Las palabras son exactas y las imágenes, fascinantes. El manejo de las metáforas, que relucen como piedras preciosas, ha sido, quizá, el mayor afán del poeta. Se sale él de los lugares  comunes para crear el aleteo invisible de las hadas, en copiosa lluvia de estrellas, que cautiva el sentimiento. Si el poeta no es un enajenado –acaso un ser extraterrestre– no logrará pulsar los misterios del alma.

Ritornello es verdadera poesía. No es el viaje del regreso, como pudiera pensarse, sino la introspección, la mirada al universo del poeta, alimentado con el torrente de placeres estéticos que lo han llevado a vislumbrar paisajes y recrearse con sus desasosiegos espirituales. Es, también, el testimonio, la afirmación de sí mismo, que sirve para que otros, en el decurso del tiempo, reciban y entiendan el mensaje de esta vida consagrada al arte. Aquí hay reminiscencia, amor, peregrinaje, luz. No hay   sombras, ni laberintos, ni abismos, porque para el autor todo es armonía y diafanidad.

Bien lo advierte el poeta al comienzo del libro: «La poesía es un acto de amor». Y siéndolo, Roberto refrenda en sus poemas que el amor no puede ser borrascoso, sino meridiano. El amor es vida y sueño y canto. Esta obra es un himno al amor.

Revista Manizales, N° 681, febrero de 1998.

* * *

A  TI,   MERCEDES,

INSPIRADORA  DEL CANTO

Gota amarga, salobre.

 Sino y destino.

Eterna muerte sin paz,  sin alegría,

     sin esperanza.

Estaba solo.

De pronto,  la montaña fue fresca

y me entregó su entraña de musgo.

Surgieron arroyuelos.

La piedra se hizo viva

y el aire transparente.

Habías nacido tú en las nubes,

en el viento,

en el grito de los montes,

en la abscóndita selva,

   y en mi tierno corazón de niño.

Te sigo amando.

Roberto Pacheco Osorio

Junio de 1978

 

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Celajes contra el azar

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Bernardo Pareja, hijo de uno de los fun­dadores de Quimbaya, donde nació en 1918, ve transcurrir sus días del atarde­cer en un predio cafetero cercano a dicha población. En época lejana ejerció la polí­tica y fue concejal de su pueblo y diputado a la Asamblea de Caldas. Como caficultor que siempre ha sido, ha vivido ligado a los vaivenes del grano y conoce, por consiguiente, las angustias y recompensas de esta actividad azaro­sa.

Su fundo es más sentimental que eco­nómico. Allí ha pasado la mayor parte de su vida dedicado a pensar y soñar. Sus libros nacieron entre surcos y paisajes cam­pesinos. Antes que cafetero ha sido poeta. Desde que adelantaba los estudios prima­rios en Cartago ya era poeta. Después se volvió lector voraz. Y escribíaen periódicos y revistas de la comarca.

Sus dos primeros libros –Arcilla ilumi­nada y Limo constelado– le dieron celebridad. Sus títulos parecen emerger de la propia entraña de la tierra. Sobre el prime­ro dice el crítico antioqueño Anto­nio Mora Naranja: «Sus versos suben a esferas apenas vislumbradas por el sue­ño, son ellos como sutiles vuelos de gavio­tas espirituales, cadenciosos y armónicos, llenos de humanidad y divinos acentos».

Recibo ahora su tercera obra, Celajes contra el azar. Bella edición patro­cinada por el Comité de Cafeteros del Quindío y que lleva el sello de Fudesco, empre­sa editora que se distingue por el esmero de sus publicaciones.

Bernardo Pareja, a quien conocí en mis remotas andanzas por lo caminos quindianos, me llega en las páginas de este libro con su palabra iluminada y su estampa de soñador, de la que es im­prescindible su pipa irrevocable. De ella salen versos telúricos como volutas de ilu­sión. Libro memorioso, de evocación y nostalgia, que se desliza por las simien­tes de su parcela y el alma del tiempo y escribe el testimonio de un andador de emociones estéticas.

Hondos sentimientos, bellas imágenes, dolorosos recuerdos afloran al borde del camino, unas veces en el verso leve y otras en el soneto perfecto, de este poeta itinerante por las tierras cafeteras, que se pega a su propio fundo para ennoblecer el tránsito humano.

Discípulo de León de Greiff, es pes­quisidor del idioma que crea vocablos y metáforas plenas de ritmo y vivacidad, de destello y sinfonía. En sus notas de pesa­dumbre deja jirones del alma enamorada: enamorado de la mujer, de la tierra, del paisaje, del afecto y la esperanza. Le canta al dolor, a la muerte y al olvido para recordar que el hombre es transeúnte de su propia soledad.

La Crónica del Quindío, Armenia, 25-IX-1997.

 

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Visita a Julio Flórez

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 130 años, el 22 de mayo de 1867, nacía en Chiquinquirá el poeta más popular que ha tenido Colombia: Julio Flórez. Fue, al decir de Javier Arango Ferrer, el último caballero andante del romanticismo. Tal vez por considerarlo demasiado popular, hay críti­cos que desdeñan al autor de melancólicos versos que marcaron la época más sentimental de los enamorados: la de finales del siglo XIX y comienzos del actual. Andrés Holguín –en su Antología crítica de la poesía colombiana– lo ignora. Esto no le resta mérito a la trascendencia de este legítimo trovador.

Para calificar a Flórez, como a cualquier escritor, el primer requisito es situarlo en su momento histórico. Obras que en otro tiempo fueron aclamadas, pueden ser hoy anacrónicas. El Quijote fue escrito para un mundo de picaresca y caballerías que ya no existe. Lo cual no le quita su carácter intemporal. Las cuitas del corazón, en el caso de Flórez, no tienen época.

En leguaje llano, espontáneo y emotivo, el poeta le cantó al desengaño, la amargura, la tristeza, la añoranza, la humildad. Su poesía vibra con el alma del pueblo. Fue el gran intérprete de las dolencias y las ansias del corazón, y por eso se volvió poeta de multitudes. Guillermo Valencia lo llamó el divino. Título que sólo pueden conquistar los un­gidos de los dioses.

Sus fallas idiomáticas dejan de ser valederas si lo que él traducía era el pálpito de las emociones. Su hon­da sensibilidad le hizo descubrir al hombre que ama y sufre, que sueña y espe­ra, que tiene agonías y resurreccio­nes. Se valió de muchos símbolos de la en­traña popular para mejor conjugar la vida. No se requiere saber si era culto o inculto: su verdadero título es el de poeta.

Flórez se convierte en alma y nervio de La Gruta Simbólica. De sus actos allí quedan registros formidables. Fue amigo de notables poetas de aquellos días, como Valencia y Silva. Cuando éste muere, Flórez escribe el poema Por qué se mató a Silva. Viajero por países de América y Euro­pa, en todas partes se le recibe como ído­lo. Es gran recitador y ejecuta el tiple, el violín y el piano. Famosos poemas suyos –Mis flores negras, Gotas de ajenjo, Altas ternuras, Idilio eterno, Bodas negras– vuelan de boca en boca. Todos quieren escucharlo y tocarlo y proclamarlo. Es el divino.

Soñador eterno, bohemio y enamo­rado, poeta de las lágrimas y el abatimiento, sigue vivo con su pureza lírica. No podrá hacerse ninguna antología auténtica donde se excluya su nombre. El jesuita Manuel Briceño Jáuregui, presidente de la Acade­mia Colombiana de la Lengua, exalta al poeta en el libro Boyacá en las letras.

Cuando Flórez se siente enfermo, busca el clima cálido de Usiacurí, pequeño caserío cercano al mar, para recuperar sus fuerzas. Y exclama: «He quemado las naves de mi glo­ria. / Hoy en un monte milenario vivo / el resto de esta vida transitoria, / a todo halago mun­danal esquivo». Allí se le corona poeta pocos días antes de su fallecimiento. Muere el 17 de febrero de 1923, a los 56 años de edad.

La Academia Boyacense de Historia, en comisión encabezada por Julio Barón Or­tega y Homero Villamil Peralta, se traslada a Usiacurí, con moti­vo de los 130 años de su nacimiento, a visi­tar su tumba y llevarle el mensaje de la tierra boyacense. Que es el mensaje de toda Co­lombia.

El Espectador, Bogotá, 19-V-1997.

 

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