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Poetas palmiranos

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De paso por Palmira, la acogedora y aromatizada ciudad del Valle del Cauca que hace recordar pretéritas épocas de la corona española –con sus encomiendas de indios y el impe­rio de los hierros de la esclavitud y la negación humana–, alguien ha querido que yo conozca a sus poetas. Esto me sue­na a un símbolo de liberación y se me antoja que en medio de la crueldad de las moliendas, sudadas con el chasquido del látigo y el furor de los hacedores de riqueza fácil, iba a surgir, como surgió, la voz conciliadora de los poetas.

Tras dos meses de estadía en la maravillosa tierra de los paisajes embrujados y los trapiches en eterna eferves­cencia, y donde además me he contagiado con el sabor de su idiosincrasia laboriosa y pródiga, lleno mis maletas del regreso con una muestra de la poesía lugareña, y me voy completo.

Hace pocos días El Espectador publicó mi crónica Palmira señorial  y bien está que transcriba aquí el siguiente aparte que se sitúa en los contornos precisos de la ciudad poética:

«Por las calles se deslizan, con visos coloniales, sus coches tirados por caballos, que hacen pensar en lejanas épocas de romanticismo. Y es que en el sentimien­to de los palmiranos perduran los ecos del ayer romántico. Jorge Isaacs sembró en el corazón del pueblo el amor de María, y sin ella es imposible asimilar la sustancia de la tierra edénica. Y Ricardo Nieto, el inspirado vate palmirano cuyo poema Libros ha resonado tantas veces en el alma del cronista, parece que deambulara por las calles nocturnas del pueblo señorial”.

Es Otoniel Olave Ríos quien ha puesto en mis manos, entre­ga tras entrega y para que los cate mejor, los 25 poemas que según me cuenta serán  pronto recogidos en un opúsculo que desde ya recibe el título de Poesía palmirana. Allí se da­rán cita cinco poetas de la ciudad, cuya producción se ha perdido en efímeras publicaciones, siendo inclusive hoy de difícil consecución el libro denso de Ricardo Nieto, con­siderado como una reliquia bibliográfica.

Cinco poetas. Un patrimonio de Palmira que se ha dilapi­dado por falta de interés cultural. Si hay personas que en verdad se quedan pegadas al alma de los pueblos son el es­critor y el poeta, cuya voz, por más que se silencie por épocas o trate de acallarse, será eterna como la voz misma de la conciencia.  Lo demás es transitorio y perece­dero. Los pueblos se comunican con las sucesivas generacio­nes, más que a través de sus monumentos y sus obras suntua­rias, por boca de sus poetas, sus filósofos, sus escritores. El imperio de la palabra resiste el embate de todos los tiempos.

Despacio, con la delectación con que se debe leer la poesía, he degustado una por una, como en manantial de límpidas aguas, las 25 obras de estos artistas. Obras, en realidad, cada una de estas poesías. Tratándose del género literario maestro por excelencia, supone un acabado perfec­to. La poesía es la síntesis de la literatura y como tal debe llenar, a base de ritmo, de imágenes y elocuencia, el corazón del hombre. Al poeta es al único que se le conceden licencias en el uso del lenguaje, siempre y cuando la expresión sea  estética, pero nunca se le perdonará que su mensaje carezca de sentimiento y belleza.

No concibo la poesía moderna que se mueve más por signos o contorsiones que por manifestación espontánea, y que me perdonen los tales poetas, o seudopoetas, si sus productos me resultan ininteligibles. El mejor arte es el que a uno, personalmente, más le agrada, y lo otro, por más respeta­ble que sea,  es predicar en el desierto. No cambio el soneto clásico por los versos sueltos de esta época, y no porque sean sueltos sino por carecer la mayoría de sentido y es­tar tocados de epilepsia. ¿Para qué salirse de los moldes clásicos de la poseía si ya todo está descubierto?

Simples divagaciones las mías para decir que la poesía palmirana con que el amigo ha querido recrear mis horas de hotel deja un estremecimiento interno en el escritor en marcha. He escuchado el eco de la ciudad a través de la inspiración de sus bardos. La ciudad me ha hablado, y esto es mucho decir, porque hay lugares que sólo murmuran.

Quedo desconcertado al descubrir este hallaz­go de legítima poesía, pero luego me repongo de la sorpresa al acordarme de que la cultura nacional,  que no quiere sa­lir de los centros y se embriaga hasta el cansancio con las  mismas figuras ya consagradas, mantiene marginada a la provincia. La provincia, de donde emerge todo germen cultural, es en Colombia una cenicienta deprimida. Los directivos de la cultura no tienen el valor de venirse por estos pueblos callados a indagar por los valores ocultos que en todas partes existen, y por eso no es de extrañar que el patrimonio cultural del país se conserve a medias.

Palmira es conocida por su caña da azúcar y su agricul­tura tropical, mas no por sus poetas. Las rotativas oficia­les no han alcanzado para ella, y el peculio de los artistas, como es el triste destino universal, vive menguado. Interpreto en su exacta angustia al afán con qua Olave Ríos –auténtico promotor cultural– trata de salvar este acervo poético. Me cuenta, por ejemplo, que de una tumba parroquial él mismo rescató, para el libro en proyec­to, la siguiente inscripción lapidaria de Pascual Guerrero, uno de los cinco jinetes de la orfandad:

Porque fuiste noble, porque fuiste buena,

guardo de tu ausencia, con amor, la pena;

y en este sepulcro de infinita calma,

dejo suspendida, como flor, mi alma.

¿No es éste, acaso, un tesoro escondido? Ojalá, me digo con optimismo, los palmiranos del mañana sepan apreciar la presencia de sus poetas y valorar la profundidad de sus mensajes. Y quizá adviertan, por ejemplo, que el poema Buenaventura, de Eval Leynoto, está inspirado por la misma densidad humana de un Porfirio Barba-Jacob, y que la producción completa de estos cinco personajes (Ricardo Nieto, Julio César Arce, Eval Leynoto, Pascual Guerrero y Francisco Barona Rivera) está unida por el mismo sentimiento.

Ellos le han cantado a su comarca en hermosos versos de corte clásico. El paisaje, el amor, la mujer palmirana, la miseria ambiental, el dolor de patria, todo se confunde para enmarcar la existencia humana.

Conforme avanzo en estas lecturas y converso con mi contertulio, me nace la habilidad de sospechar que en Otoniel Olave Ríos hay más que un simple intermediario de la cultura. Agazapado en el seudónimo (que él formó con la  alteración de su propio nombre de pila), lo identifico de pronto como uno de los cinco poetas del opúsculo, secreto que quiso guardar hasta el momento mismo de mi revelación. Pien­so que así es el arte: discreto y en ocasiones anónimo.

No soy, sobraría decirlo, crítico de poesía, ni crítico de nada, y Dios me libre de semejante pretensión. Pero de­claro, a fuer de buen lector, que la poesía palmirana re­presenta ese pedazo de Colombia que le falta a la cultura nacional. Como ésta es una crónica viajera, más satisfecho me siento de poder dialogar con los poetas sin ataduras académicas.

El País, Dominical, Cali, 14-IV-1985.

* * *

LIBROS

 ¿Para qué los libros, para qué, Dios mío,

si este libro amargo de la vida enseña

que el hombre es un pobre pedazo de leña

que arrastra en sus andas fugaces un río…?

¿Para qué los libros, para qué, Dios mío?

Leí muchos libros, leí tanto, tanto,

que al fin se cansaron de hacerlo mis ojos…

¿Qué resta de todo…? Un poco de llanto,

una honda amargura y un hondo quebranto,

un bosque de espinas y un bosque de abrojos.

¿Qué sabio ha podido mecerse en la bruma?

¿Qué artista una gota formar de rocío?

¡Oh, pobres poetas, romped vuestra pluma,

mirad cómo escribe sus versos la espuma

y oíd cómo canta sus versos el río!

En vano con libros tu mente torturas,

en vano a las puertas cerradas golpeas;

no hay astro que alumbre tus noches oscuras,

si buscas en ellos capullos de ideas

¡tendrás el veneno de las desventuras!

Lee sólo este libro: la naturaleza,

embriágate de aire, de luz y de rosas,

sé humilde, sé bueno, recógete y reza,

y pide a la augusta, serena belleza,

te muestre su imagen en todas las cosas.

Debajo de un árbol medito y espero…

¡Cuán poco a los hombres que pasan les pido!

La vida es un viaje; yo soy un remero

cansado de todo… ¡dormir sólo quiero

el último sueño de paz y de olvido!

Ricardo Nieto

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No más versos

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El doctor Virgilio Barco, aspirante a la Presidencia de la República, hace a los liberales de Antioquia unas cuantas reflexiones sobre el estado actual del país y exclama, parodiando al general Rafael Uribe Uribe: ¡No más versos, por favor!

Fueron estas las palabras que en 1907 dirigió el general Uribe a un grupo de jóvenes de Manizales que le solicitaban su colaboración para una revista literaria que acababan de fundar. Les encarecía además que se asomaran a los campos y comprobaran si el arado hacía progresar la tierra, y se acer­caran a la pobre mesa del pueblo para compartir la tristeza, y asumieran una actitud defensiva del hombre para luego enaltecer la existencia y justificar el sentido de ser inte­lectuales.

No podía el general Uribe Uribe rechazar la poesía, en sí misma, sino que primero reclamaba de aquellos jóvenes aspirantes a poetas el con­tacto real con la dimensión del hombre. No les pedía que cambiaran las musas por el azadón, ni las páginas de la revista por el almácigo inaccesible, ni la estética por el campo desolado. Les recomendaba, sí, que antes de escribir versos, como tanto poetastro errátil, aprendieran a leer a Colombia y traducir al hombre.

Uribe Uribe, el guerrero, el político, el parlamentario, el orador, también era poeta. Su espada estaba salpicada de humanismo. Pocos ejemplos hay que puedan asimilarse a su contex­tura humana e intelectual. Periodista y escritor, militar y caudillo, acadé­mico y jurisconsulto, ¿cuántos go­bernantes reúnen tantas condiciones?

Cuando se quiera encontrar en nuestra historia al hombre integral, por fuerza hay que mirar a Bolívar, a Nariño, a Santander, a Núñez… Y en esta pléyade estará siempre Uribe Uribe. La elocuencia oratoria —política y filosófica— tiene en nuestro país destelles luminosos: Laureano Gómez, Jorge Eliécer Gaitán, Gabriel Turbay, Carlos Arango Vélez… En esta nómina preclara sobresale Rafael Uribe Uribe.

Lo que él buscaba era comprometer a los intelectuales con la suerte de Colombia. Él, que había traducido de Camoens el poema En la muerte de Nathercia, no podía ser antipoeta. Si al decir de Marco Fidel Suárez fue erudito académico y polígrafo fecundo, su vocación era nítida. «Exponente de la cultura humana» lo define Carlos Lozano y Lozano.

*

Nunca la poesía le sobra al país. Por el contrario, hay que estimularla. El Imperio romano se montó sobre pirámides de cultura. Grecia, sin sus artistas y sus poetas, no habría al­canzado el grado de civilización que le legó a la humanidad. «Si el mundo anda es porque la poesía lo ha puesto a caminar», señala Ramiro de la Espriella a propósito del mensaje que el Senado de la República le acaba de transmitir al país al reunirse para escuchar la voz inspirada de Eduardo Carranza.

El mundo moderno, dado a los tecnicismos y la crueldad de la ci­bernética, ha descuidado el huma­nismo. La empresa es hoy una máquina de amasar cifras. El hombre, en ella, es un ser disminuido, insignificante, triturado por las ga­rras de las computadoras.

Estamos en pleno apogeo del hombre máquina, donde la sensibilidad humana se vo­latiliza para engendrar asombrosas pero desnaturalizadas tecnologías. Quizás algún día el hombre se rebele contra los desvíos de su ciencia, al comprender que se ha convertido en simple procesadora de datos.

La poesía, maestro Carranza, es la que permite hallarle el sentido a la vida. Usted, con ella, descubrió al hombre y saboreó la patria. Sin poesía no podemos respirar. Hacer versos, como los aspirantes de Ma­nizales, no significa  vivir en las estrellas. El general Uribe Uribe también hubiera con­currido al Senado de la República, en esta época desflecada, a percibir el aleteo de la patria en la inspiración de Carranza.

*

Tampoco el doctor Barco quiere desterrar a los poetas. Sólo que sus palabras se prestan para confusiones. Ante la deshumanización de la era actual, donde los fierros de una máquina se han vuelto más impor­tantes que el hombre, provoca pedir: ¡Más versos, por favor!…

El Espectador, Bogotá, 23-VII-1984.

 

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Las definiciones de Beatriz

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Este poemario de Beatriz Zuluaga, la delicada poetisa manizaleña, se puede leer en un soplo pero demanda mucho tiempo para meditarlo. Es poesía que se desgrana como lluvia silenciosa, o como el amanecer penetrante. Busca las palabras, las acaricia y las perfora, con honda insistencia, para que hechas imágenes definan el lenguaje del alma que quiere comunicarse, que desea ser al mismo tiempo puente y ánfora.

Se nota el esfuerzo artístico por desentrañar la esencia del vocabulario, por darle consistencia y sonoridad para que el amor y la angustia, la alegría y el tedio, que ella encierra entre límites conocidos, salga de las profundidades del ser y hablen sus confi­dencias. El arte poético consistirá siempre en trocar lo prosaico de la vida, redimir las bajezas del hombre, dar colorido a la emoción.

Beatriz Zuluaga maneja una poesía sentimental y romántica, de sutiles formas, sin rebuscamiento y llena de ondulaciones. Engarza metáforas como bajando es­trellas.

Monta sus versos sobre pedrerías, y por eso relampaguean y adquieren brillo. No se enreda con el sentido oscuro de las palabras, ni con lo ambiguo o lo ordinario, porque va en persecución del estilo, del nuevo encuentro con la poesía. Por eso, ha querido que el opúsculo que le publica la Gobernación de Caldas en los 75 años de fundación del departamento, y como homenaje a la mujer culta de la tierra, se llame Definiciones. Es su cita con el idioma y sobre todo con la rea­lidad poética que quiere otros caminos. Antes había publicado Este cielo boca abajo y La ciega espe­ranza.

El poeta debe buscar la verdad y ha de imponerse rigores y disciplinas que le ha­gan decantar las riquezas estéticas y le conquisten ban­deras para proclamar los derechos humanos. Beatriz, que también es periodista, sabe que las miserias del hombre necesitan de la palabra exacta como de un imán de salvación, lo mismo que el fibroma requiere del bis­turí. Ella pretende encerrar su pensamiento en una síntesis, en el fulgor de su Flash, su columna periodística, donde las imágenes son veloces y pre­cisas.

Mucho tiempo gasta fabricando el breve poema, pero no el poema que se lleva el tiempo, sino el que cin­cela la mente. Se lee en minutos o segundos y, si  cumple su misión, hace pensar y queda grabado como mensaje perenne. Beatriz, en mínimas palabras, llega a las angustias de la vida corriente, se encuentra con el gamín y la prostituta («la que llora todas las ma­ñanas sin que nadie lo sepa»), penetra a los salones de la avaricia y la vanidad, se identifica con el pobre y en­cuentra el sosiego en los remansos del amor y la espe­ranza.

Su ternura se vuelve amorosa y esto sólo salvaría su razón de ser poetisa. A su pequeño Juan Fernando le dice: «Cuando tus pasos se sal­gan de la ruta del niño, no olvides ese mundo donde fuiste pequeño, porque quizás mañana de bigote y de barba precises de cometas para elevar un llanto».

La Patria, Manizales, 18-XI-1980.

 

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Elegía sin tiempo

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Le quedé debiendo un comentario al libro de poemas Elegía sin tiempo, de Fernando Mejía Mejía, publicado en mayo de 1978 dentro de la serie de Escritores Caldenses.

Esta, que pudiera ser una nota tardía, no lo es en realidad, si el libro conserva su fragancia original. Hay libros de efímera existencia, y otros que cada vez adquieren mayor dimensión. Creo que el libro de Fernando Mejía Mejía, como los anteriores: La inicial estación  (1961), Cantando en la ceniza (1963) y Los días digitales (1966) han sido trabajados con rigurosa insistencia para resistir la garra del tiempo.

Decir que leí el libro en la época de su nacimiento tal vez parezca frase acomodada. Pero así fue. Y quise comentarlo. Una manera de no realizar los proyectos consiste en aplazarlos. Sentí contrariedad y pena cuando en reciente acto cultural me encontré con la esposa del escritor. Ella me había entregado la obra dos años atrás, con fina dedicatoria de su autor. También ella es artista, como integrante hace veinte años de la Coral Santa María, concierto  maravilloso de voces, de mímicas y de sonidos que abanican el alma.

Releo ahora la poesía del vate salamineño acaso con superior placer, y veo que los subrayados de la primera vez surgen con mayor certeza. La densidad de poeta consiste en que su voz permanezca en el tiempo como  mensaje perenne. La poesía auténtica se defiende sola y nadie conseguirá silenciarla.

El poeta es un apéndice del tiempo. Su clamor, o su protesta, o la denuncia de su alma enamorada o afligida golpean con igual fuerza en los tiempos idos que en los presentes, y su eco nunca se extinguirá. La mayoría de los seres del montón se desvanecen como partículas inertes: no conocen la modulación del espíritu. En cambio, el poeta vive, vivirá siempre. Y además transmite vida.

Fernando habla el lenguaje del amor, la soledad, el olvido, la desesperanza, la luz, y lo hace con recursivas metáforas y fácil entonación. Sus imágenes son fuertes y definidas. No sabe de la frase oscura, y al revés, es nítido y expresivo, a la par que original y romántico. Toma al hombre como lo que es: una creación errátil, angustiada, a veces alegre y casi siempre desolada. Su canto es, entonces, una Elegía sin tiempo, porque la humanidad conserva los mismos perfiles de las épocas inmemoriales y habrá de pro­longarse entre idénticas aflicciones y pasajeros rego­cijos. Sólo la salva el amor, y el amor es poesía.

Se puede guardar el poemario en paz con la concien­cia y seguro de haber  afirmado la calidad del poeta que no necesita presentación, porque su obra tiene conquistado lugar seguro. Y llegará más lejos.

La Patria, Manizales, 19-X-1980.

 

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Augusto León, poeta

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Quién en su juventud no ha pecado en poesía? ¡Estado delicioso este de poder prender el acróstico en el corazón de la amada! La vida nos hace románticos a los quince, a los dieciocho años, la edad del pestañeo seductor, del flirteo audaz, de la eterna primavera. Quien después de los veinte años sigue escribiendo versos, es poeta. Ya no retrocederá. La vena puede mantenerse oculta, adormecida o en remojo, pero no se interrumpirá.

Augusto León Restrepo Ramírez, el ilustre exdirector La Patria, glosador de la vida cotidiana, buen prosista y además político, publica a sus 39 años sus primeros versos. Siempre ha sido poeta. Era la suya una actitud discreta, quizá temerosa, que lo mantenía como vate clandestino que apenas osaba libar entre amigos la copa romántica que se escapaba de la mano, hecha canción y quimera.

Se descubre ahora ante la opinión pública, rompiendo sus timideces –primera condición del novel artista–, con un breve y delicado acopio que confirma su sensibilidad poética.

Las letras de Caldas cuentan con un nuevo bardo que en su primera salida muestra calidad para lanzarse en conquista de futuros laureles. La vida del poeta no es, no puede ser fácil. Si en la poesía se compendia toda la literatura,  se trata del arte más exigente. Ya dijo Valencia que es preciso sacrificar un mundo para pulir un verso.

Y Augusto León, con su estro inflamado, repasa la existencia del hombre en los quince poemas que acaban de aparecer en la serie de Escritores Caldenses. Su palabra es de hondo sentimiento. Es su palabra emo­cionada, con ese ardor de los primeros versos, cuando ya se ha pasado por los arrebatos de la juventud y co­mienza a probarse el néctar de los dioses.

Siente la vida como una esperanza y sabe que vivir inútilmente es negar la claridad que se hallará en el paso siguiente. Si le ha tocado conocer la desesperanza de este siglo veinte, hecho de odio, de soledad y angustia, preten­de redimir al hombre de la guerra del napalm y del conflicto del alma, para dispensarle un bálsamo y enseñar­le la luz.

Augusto León, el poeta que mira por encima de la guerra, pero que va marcado por esta época brutal, se detiene ante el compañero caído para tomar aliento, pa­ra dar el paso siguiente, el que descubrirá la claridad. La esperanza es cierta, lo afirma con convicción. Su grito sale de la propia soledad del ser. Y si define el tiempo como un invierno eterno, con más sombras que lu­ces, es porque su canto busca la vida.

Se me ocurre que Augusto León es el poeta de la esperanza. Y no sólo en el sentido de ser una revelación, una página que se abre como una promesa, sino porque sus poemas son afirmativos. Las palabras que no tienen coraza –título de la obra– le muestra al hombre su angustia, su postración, sus derrotas, pero sólo para hacerle conquistar la alegría.

La Patria, Manizales, 5-X-1980.

 

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