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El Jetón Ferro

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Chiquinquirá, la patria chica de Antonio Ferro Bermúdez (el Jetón), realiza en estos días el décimo en­cuentro de escritores colombianos. Allí funciona, bajo la presidencia de Javier Guerrero Barón, la Fundación Cultural Jetón Ferro, que se ha encargado de per­petuar la memoria de este artífice del gracejo y las fra­ses donosas, personaje imprescindible de la Gruta Simbó­lica. En ella se reunían, bajo el mandato del ingenio y la bohemia, en las postrimerías del siglo XIX y comien­zos del actual, los más célebres poetas, novelistas y humanistas de la época, quienes nos enseñaron cómo se sonreía con elegancia en aquellos tiempos.

Al decir de Calibán, fue la primera y la última ter­tulia literaria que en Colombia ha florecido. Se diferen­cia, por lo bohemia, del Mosaico. Se vivía en el régimen dictato­rial de Marroquín, y para eludir las rondas nocturnas que buscaban conspiradores, los jóvenes literatos amanecían bebiendo y recitando en la casa de Rafael Espinosa Guzmán, mecenas incondicional. El simbolismo estaba en su apogeo, y con dicho pretexto se creó esta escuela del repentismo y el buen humor, que escribió, sin mayores pretensiones, uno de los capítulos más celebrados de la li­teratura colombiana.

Sus integrantes eran románticos trasno­chadores para quienes la vida debía conjugarse con gra­cia, y la literatura compartirse con regocijo y solidari­dad. En estos cabildos de la inteligencia, cuyos miembros pasaban de 70, contestaban a lista personalidades como Luis María Mora (Moratín), Julio Flórez, Rafael Pombo, Clímaco Soto Borda, Alfredo Gómez Jaime, Enrique Álvarez Henao, Carlos Villafañe, Federico Rivas Frade, Aquilino Villegas.

Entre chispazos y ademanes galantes se disipaban los rigores políticos de la época y se saludaba el rostro amable de la luna; la cual, con honores, era despedida a los toques de campanas que llamaban a la misa de cinco en la Tercera. En la puerta de entrada a la Gruta apare­cía este letrero: «Se prohíbe entrar con animales». Veri­ficadas las personas y excluidos los animales, alguien iniciaba la ceremonia: «Entró Inés hecha una sopa / al bodegón Santafé, / y al primero con quien topa / dice al­zándose la ropa: / –Caballero: ¿me lavé?»

En 1903 llega a la cofradía un extraño visitante. Se presenta como el Jetón Ferro. Y explica que sus amigas Bertha y Clema, de Ráquira, al notar que su boca te­nía dimensiones mayores que las de la Venus de Milo, lo habían bautizado «Jetón». Con semejante presentación, ob­tiene de inmediato pase de honor. Hoy su nombre engalana una casa cultural de Chiquinquirá y se solaza por los textos de la literatura colombiana.

Corridos los años, José Vicente Ortega Ricaurte y el Jetón se unen para reconstruir aquellas tertulias de la Gruta Simbólica. Contratan con Editorial Minerva, en 1952, la publicación del libro que recoge las sesiones, y cuyo costo es sufragado por el Jetón, otro mecenas alborozado. Cuando está a punto de concluir el trabajo editorial, muere el Jetón, en noviembre de 1952. Dicho libro vuelve a editarse, en segunda edición, dentro de la serie bibliográfica del Banco Popular, con la asesoría de Luis Carlos Aclames, que lo enriquece con valiosos comentarios, en el año 1981.

El Jetón había tenido tiempo de escribir su testamento literario. Era propietario de un islote de cinco fanega­das en la laguna de Fúquene, bautizado El Santuario, y que en verso reparte entre sus contertulios de la bohemia romántica. Para su tumba dispuso esta lápida: «Aquí duer­me en paz completa / Jetón, que fue entre mil cosas / calavera de alma inquieta, / con la rima a flor de jeta / y la risa entre las fosas».

El Espectador, Bogotá, 27-IX-1989.

 

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El mar y las palabras

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Jorge Marel, el poeta del mar, va por su séptimo li­bro publicado. Acaba de salir, en homenaje que le rin­de la Gobernación de Sucre, el volumen El mar y las pa­labras, en el que recoge 90 poemas escritos entre 1970 y 1989. En este tránsito literario de 19 años, Marel ha realizado obra valiosa, silenciosa y profunda, que lo señala hoy como una de las revelaciones de la poesía con­temporánea.

En tal forma se ha compenetrado con el mar –que lo mece desde la cuna en su patria chica de Sincelejo–, que terminó cambiándose el nombre de pila. Se apellidó Marel, y así se sumergió para siempre entre oleajes y misterios marinos. Jorge Hernández Gómez (su nombre pri­mitivo) se desintegró entre el furor de los arrecifes.

Ha sido formado con espumas y tempestades. El mar, con sus resonancias eternas, se le fue alma adentro, lo invadió y le impuso sus leyes del asombro y la inmen­sidad. Casi suena a redundancia decir que Marel es el mar. Hoy es su mayor cantor en Colombia. Por poco digo que es su esclavo. No se sabe si el mar ha caído bajo el gobierno poético de Jorge Marel, o si éste, prisione­ro de la belleza de las aguas que lo vivi­fican, se ha proclamado soberano en la cresta de las olas.

Hay variados contrastes en esta obra escrita junto al océano Atlántico. Su mensaje, nítido, encendido de vi­vas emociones, vital y armonioso, crece como la densidad marítima que, cuanto más colosal, también es mas pro­funda. El mar, siempre el mar, brama en esta poesía, se agiganta, se conmueve, se vuelve agua viva. Las naves líricas de Marel van y regresan, besan las olas y se eternizan en el encuentro con la belleza.

El mar se agita en el interior de Marel. Por eso su poesía es rotunda, clamorosa, huracanada; y otras veces, tierna, sensual, sosegada. Situado ante la turbulencia del océano, medita: «Soñamos olivos creciendo / en nosotros: somos tempestades…» «Hacia el mar de la muerte / corremos como ríos: somos sangre». También exclama: «Toda la noche / me sumerjo sin cesar / en tu cuerpo bello / como en el mar».

El universo lírico de Jorge Marel está movido por cargas dinámicas, por gracia vitalizante, por símbolos de lozanía y desolación. Tal será, siempre, el eterno ondular da las aguas marinas, que también saben de rit­mos interiores. El poeta pasa de la soledad al alborozo, y del olvido al amor pleno. Se va por entre lluvias, re­lámpagos, brisas y claridades acariciando sueños y sofre­nando tempestades. El mar le brinda todos sus recursos.

*

La poesía de Jorge Marel está esculpida en fulguran­tes síntesis. Es el poeta de la brevedad. Sus versos son navegantes. Vive enamorado de la palabra. Obsérvense los títulos de sus libros: Palabra en el tiempo, La palabra que amaba, Palabra por palabra, Las antiguas palabras, Palabras cruzadas,  El mar y las palabras. Con otro volumen, Nocturnos del mar, cumple un itinerario sorprendente para sus 43 anos de vida, y como si fuera poco, otros libros esperan edición.

Es trabajador infatigable de la cultura regional. Poeta de tiempo completo. Su tierra de Sucre lo tiene como ejemplo de producción y de valía.

El Espectador, Bogotá, 4-X-1989.

 

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Gabriela Mistral

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nace el 7 de abril de 1889, en Vicuña, importante centro frutícola de Chile. El ambiente de las frutas perece que hubiera impregnado su alma del aroma campe­sino que se respira en su poesía. Su obra, que en 1945 conquista el Premio Nóbel de Literatura, es un canto perenne al amor. Es el suyo un amor universal que se manifiesta en su reverencia a Dios y en su inclinación por los humildes, los niños, los animales, la naturaleza.

Su inspiración lírica, movida por poderosa fuerza emo­cional, es tersa como la propia atmósfera de sus campi­ñas chilenas. Su poesía brota espontánea y se desliza co­mo agua tranquila y refrescante. En ella han bebido los enamorados de todo el mundo, porque sus versos se vol­vieron patrimonio de la humanidad.

De su padre heredó la vena poética. Era éste hom­bre instruido y buen conversador, que divertía a sus ami­gos cantándoles coplas improvisadas con ayuda de la guita­rra. Era el auténtico gaucho argentino. Gabriela siente desde su más tierna edad la vocación de la maestra y de ahí nace su predilección por los niños y las cosas simples. Más tarde, cuando llega a ocupar posiciones destacadas en la diplomacia y en el gobierno de su país, e incluso alcanza el mayor galardón literario del mundo, proclama que no es más que una maestra de escuela.

El símbolo de la escuela le ha quedado impreso en el corazón como un estigma al mismo tiempo amable y doloro­so. Nunca podrá olvidar que otra maestra de escuela la había acusado en su niñez del robo de unas hojas de papel que ella nunca había tomado, al tiempo que movía a los alumnos a tirarle piedra y a considerarla como enferma mental.

De ese dramático episodio cosecha la noción de la crueldad humana y su espíritu se vuelve sensible –como con tanta densidad lo traduce en sus versos– al dolor, a la desprotección, a la injusticia. Más tarde recibe duro golpe con la muerte de Romelio Urueta, el joven con quien mantiene relaciones amorosas y que se suicida por caprichos con otra mujer, según parece. Esa experien­cia le hace crear el libro Desolación (1922), su obra cumbre. En esa época recibe influencias, para su estado de soledad y desesperación, de las lecturas de D’Annunzio y Vargas Vila, el uno cantor de la muerte y el otro, del erotismo.

En 1924 publica Ternura, donde le da un vuelco a su alma. En este libro sublima la maternidad, el hijo, la gracia de los animales, la tierra amorosa. Su tono se vuelve vital. Aflora la ternura de la voluptuosidad. En Tala y Lagar, sus otras producciones memorables, se nota el influjo de la Biblia, de la cual, y desde mucho tiempo atrás, es lectora constante.

Viaja de seguido por los países de América. Desprecia posiciones oficiales en su propia nación para alimentar su ansia de explorar mundos. Todo esto le da mayor bagaje a su universo poético, ya que se trata de la aguda ob­servadora y la fina receptora de emociones. A Méji­co la convierte en su segunda patria americana.

Sus biógrafos describen su temperamento como franco, cordial, resuelto; su risa, deslumbrante y armoniosa; su alma, bondadosa y sutil. Conserva siempre el aspecto de maestra rural, y con ese emblema llega a los tiem­pos actuales, en el primer aniversario de su nacimiento.

El 10 de enero de 1957 muere en los Estados Unidos y sus restos son trasladados a Chile, donde reposan en Monte Grande, donde pasó su infancia feliz. Sus poemas, llenos de pasión amorosa y hondo contenido espiritual, siguen y seguirán resonando con la magia de la ternura y el encanto de lo sobrenatural.

El Espectador, Bogotá, 13-IV-1989.

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Comentario:

Como admirador de la gran poetisa Gabriela Mistral celebro la noble y hermosa evocación de su vida y de su obra. Jorge Marel, Sincelejo.

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¡Bienvenida, Laura Victoria!

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La insigne lírica colombiana, que cumple 48 años de residir en Méjico, acaba de regresar a su patria, por breve temporada, en compañía de su hija Beatriz –la cé­lebre Alicia Caro del cine mejicano–. Laura Victoria, a lo largo de este duro destierro, ha vivido nostálgica de Colombia y siempre ha deseado el retorno definitivo, aunque esto ya no será posible por cuestiones de índole familiar.

Ahora, así sea en forma fugaz, vuelve a tocar suelo colombiano y siente que la patria se le agranda en el sentimiento. Uno de los poemas más hermosos que elaboró en la distancia es el llamado Canto a Colombia, donde repasa palmo a palmo la geografía nacional y derrama so­bre ella lágrimas de ausencia. Estar de nuevo en Colom­bia es reencontrarse con lo más íntimo que el ser lleva en el alma. Es despertar de nuevo a la juventud y sen­tir, como si fuera ayer, los aplausos con que los públicos emocionados aplaudían su poesía amorosa.

Volver a Colombia será para ella, sin duda, y así mis­mo sucederá con Beatriz, un renacimiento de su tierra maternal, tierra ancha y absorbente que las aca­rició con sus aires frescos y ahora las abraza con efu­sión en el reencuentro. Laura Victoria nunca quiso acep­tar la nacionalidad mejicana que le ofrecían, porque ha­cerlo era tanto como renunciar a su comarca nativa. Pien­sa, sin embargo, morir en Méjico, al lado de sus hijos y de sus nietos, pero invocando el nombre de Colombia.

En los años treinta la fama de Laura Victoria resona­ba por los vientos de América como un eco de Colombia. Ella, con sus versos sensuales, había revolucionado nues­tra poesía y se había puesto a la altura de otras famosas líricas latinoamericanas –Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario Sansores–, con quienes escribió los poemas más bellos de la emoción femenina. Dueña de magníficas do­tes de declamadora, don tan espontáneo en ella como su propia inspiración romántica, viajó de país en país, de pueblo en pueblo, y en todas partes escuchaba las ovaciones clamorosas de los públicos enardecidos.

En el mejor momento de su actuación fulgurante, cuan­do todo le sonreía, tuvo que suspender, por dificulta­des con su esposo, sus giras internacionales. Así que­dó truncada su carrera de éxitos y desde entonces, por defender la patria potestad de sus hijos, se radicó en Méjico. Para poder educarlos, y rodeada como se hallaba de apremios económicos, se ganó la vida como periodista y más tarde ingresó al servicio diplomático.

Hoy está en Colombia. Viene a recibir el homenaje que le tributarán, con la publicación de sus tres úl­timos libros inéditos, la Universidad Central, la Aca­demia Boyacense de Historia y el municipio de Soatá, su patria chica.

Su obra completa es la siguiente: Llamas azules (Bo­gotá, 1933). Cráter sellado (México, 1938), Cuando flo­rece el llanto (España, 1960), Viaje a Jerusalén (Méji­co, 1985), Itinerario del recuerdo (Soatá, 1988), Actua­lidad de las profecías bíblicas (Tunja, 1989) y Crepúscu­lo (Bogotá, 1989).

Alicia Caro

Siendo muy joven fue contratada en el cine mejicano para el papel de Alicia, la heroína de La Vorágine. A esta circunstancia, que iba a abrirle las puertas de la popularidad, obedece el nombre artístico que desde en­tonces adoptó. Su desempeño como estrella al lado de las figuras más destacadas de la cinematografía mejicana, la hizo famosa. Actuó en cerca de 40 pelí­culas y su memoria ha seguido viva en el recuerdo del pueblo. Está casada con Jorge Martínez de Hoyos, uno de los artistas más renombrados del cine azteca.

Laura Victoria y Alicia Caro, cada cual en su campo, le han dado honor a Colombia en el exterior. Sean bienvenidas a su patria.

El Espectador, Bogotá, 25-I-1989.

* * *

Comentarios:

Me alegra tener en mis manos Crepúsculo, su precioso y denso libro cuya primera hojeada me hizo sentir con igual intensidad el estremecimiento juvenil de Llamas azules. Vicente Landínez Castro, Barichara.

Qué alegría: vino Laura Victoria al país, y con ella, su leyenda y su poesía. Óscar Londoño Pineda, Cali.

Maravilloso el libro de Laura Victoria, el cual me ha puesto en paz con la poesía. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

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Eliot, más allá del tiempo

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A cien años del nacimiento de Thomas Stearns Eliot –cuyo nombre literario se ha hecho famoso con la abre­viación de T.S. Eliot–, ocurridos el 26 de septiembre de 1988, hay clamor universal alrededor de esta figura relevante del mundo de las letras, famosa como poeta, ensayista y autor de teatro. Para muchos el pa­so del tiempo significa el olvido; para otros, que lo­gran derrotar la pátina del olvido, la posteridad los consagra como mitos de la inmortalidad.

Tal el caso de Eliot, cuya fama crece con los años. Su poesía no es para todos los públicos, y hay que admi­tir que pertenece más a las altas esferas intelectuales. Hay poetas populares, en el sentido de ser asimilados con amplitud por las masas, y otros, como sucede con Eliot, de más difícil penetración en el grueso público. Si se me permite, Eliot es poeta elitista, lo cual no reduce en absoluto la vastedad de su pensamiento y la resonancia de su nombre.

El ensayista y poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio, estudioso constante de Eliot, elabora perfiles valiosos sobre el carácter y la obra del autor, y además la traducción de varios de sus celebrados poemas, en libro publicado por el Centro Colombo Americano. No es fácil trasladar el arte plasmado en otro idioma. Cuando se vierte a otra lengua, han de conservarse su ritmo, emoción, filosofía y autenticidad. Traducir literalmente sería un desatino. Hacerlo con idoneidad, manteniendo la intención y penetración originales, es crear otro arte. Alvarado Tenorio sale airoso de tan delicado compromiso y nos permite, en castellano, recrearnos en un universo encantado.

Y además sabe encuadrar al personaje en su época y en sus conflictos para buscar las motivaciones e in­fluencias que determinaron su obra. Es preciso, para entender un legado cultural, efectuar la disección del personaje. Sin conocer su ambiente y mundo interior no se captará a plenitud su mensaje. La época de Eliot fue de conmoción, agitada por los choques de la guerra y las frivolidades de la sociedad inglesa. Las costumbres relajadas de su medio ambiente, para este hombre de profun­da formación humanista y filosófica, herían su sensibi­lidad y le hacían apetecer un mundo superior, que nunca encontró.

Sufrió angustiosas circunstancias económicas y sen­timentales, entre ellas el desajuste conyugal con su esposa Vivien, y esto lo mantuvo amargado y al borde del desespero. Hallando el mundo vacío y hostil, estaba desadaptado para la felicidad. Rodeado de frivolida­des y asperezas, su obra es el reflejo de su momento histórico, de su estado del alma. Es incomprensible el hecho de que el poeta, célebre ya en los medios intelectuales, pasara varios años en el estéril oficio de ban­quero, que le permitía ganarse el sustento pero a costa de su tranquilidad y de su salud.

En sus versos describe la vacuidad de la existencia e insiste en la muerte. La angustia lo ha tocado de cer­ca, y él, alma sensible, no puede ignorarla. ¿Qué se­ría del mundo sin seres superiores que nos pintaran la tragedia humana? «Eliot –dice Alvarado Tenorio en su denso ensayo– pudo resolver este conflicto apenas refu­giándose en la idea de un reencuentro con la divinidad. Su exilio voluntario, su conversión al catolicismo in­glés y su poesía muestran cómo fue un iluminado en un siglo de avaricia».

Su aguda desazón espiritual le deja al mundo una obra magistral, que vista hoy con el análisis que suscitan su inteligencia y su emotividad refinadas, nos coloca ante el crítico reformador que no consiguió, sin embargo, cambiar su propio rumbo. El eterno deseo de cambio es connatural a todos los tiempos, pero el hombre será siempre inmutable en sus vacíos y en sus frustraciones.

El Espectador, Bogotá, 4-V-1989.

 

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