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Dos poemas inéditos de Carmelina Soto

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En octubre de 1979 –dentro de las fiestas aniversarias de Armenia–, la Gobernación del Quindío otorgó a Carmelina Soto la Medalla al Mérito Literario, ocasión en que la poetisa expresó lo siguiente: «Otras voces se escucharán en este recinto en el devenir constante de los días. Yo estaré en otro sitio, pero estaré, porque el universo es un estallar continuo de soles y semillas que no deja sitio libre ni siquiera para morir. Si somos, siempre se­remos. No hay forma de borrarnos ni de deshacernos. Vivir no es necesario: es un acto irreversible».

Aquel día, un grupo de amigos le ofrecimos a Carmelina, en su propio apartamento, un coctel para congratularla por el justo galardón con que la Gobernación del Quindío premia desde entonces el mérito de sus escritores. Al calor de los whiskys, Carmelina me enseñó dos poemas inéditos que mantenía guardados en un libro: Llama y Brasa. A pesar de mis ruegos, no quiso regalármelos. Ante su negativa, localicé el libro y de allí los extraje. Si la acción ha de llamarse robo, que lo sea. No me avergüenzo de ella: robar para la literatura es un placer delicioso.

Carmelina Soto, muerta en marzo 1994, elaboraba sus versos en silencio –los pulía y repulía–, y los dejaba olvidados en los libros. Su obra cenital –Tiempo inmóvil– certifica su morosa decantación lírica. Quince años después, aquellos dos poemas continúan inéditos. Siempre que los leo, siento que se me incendia la piel. El robo valía la pena.

* * *

LLAMA

Ardiente. Solitaria. Lumínica.

Inquieta. Agonizante.

Nunca en sosiego.

Suicida claridad

por oscura resina alimentada.

Una noche compacta la limita, la cerca

con sus anillos férreos

y su espacio de luz

queda medido con la medida exacta.

Llama temblorosa,

arrebatada, urgente, lacerante.

Me bañó su fulgor. Me hechizó su esplendor.

Su lengua hendió mi piel.

Sentí su quemadura.

Sufrí un instante.

Ella. Yo. Yo. Ella. Una llama

sin extinción posible.

Voraz, secreta llama inextinguible.

BRASA

Al mover el rescoldo su violenta semilla

estalló en mil estrellas

de chispas crepitantes.

La descubrí en nido de rubíes efímeros

de pura sangre transparente.

Ella estaba escondida

en mundos de cenizas pesadas,

disimulando en frágiles pavesas

su cuerpo rojo, comburente.

Brasa viva. Luminosa. Enterrada.

Guardando en sí latente la fuerza de la chispa.

Las lenguas retorcidas del fuego. Los cónicos proyectos de la llama

y las grandes conflagraciones.

Yo la robé: miradme las manos laceradas.

Revista Manizales, enero de 1995

 

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A los 3 años de la muerte de Germán Pardo García

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

(Carta al escritor boyacense Vicente Landínez

Castro, en su escondida y callada Barichara).

La añoranza que haces so­bre los últimos días de Balzac, cuando casi ciego y moribundo le garrapateó a su amigo Teófilo Gautier aquel men­saje doloroso –»ya no puedo leer ni escribir más»–, ha despertado en mí otro recuerdo: el del mis­mo Gautier quien años después moriría con la pluma en los dedos, a pesar de la prohibición que le había hecho el médico para que siguiera es­cribiendo. Gautier, vencido por terrible enfermedad, estaba casi paralizado. Y no se sometió a la inactividad. Ambos hechos, que enaltecen la pasión de escribir, los protagonizan seres superio­res. A ellos se suma Germán Pardo García, cuyos últimos días (hablemos de todo un año) representan una grandiosa tragedia griega, digna de los dioses.

Esto, sin embargo, no lo han apreciado los colombianos. Al­gunos ni siquiera saben que el poeta nació en Colombia. Sus cenizas duermen olvidadas en un cementerio ajeno, muy cu­biertas de cemento para que no se las lleven a su patria verdade­ra: Choachí. Por eso, Vicente, mi libro sobre Germán Pardo Gar­cía –que el Instituto Caro y Cuer­vo pondrá pronto en circulación– es importante. No por su valor literario, sino por lo que defiende y deja como testimonio de admiración.

Ese libro hace falta, y esto no es ninguna vanagloria mía. Es que, sencillamente, a Pardo Gar­cía han dejado de tributarle los honores que merece. Algunos no sólo lo ignoran sino que además lo menosprecian. Casi nadie se acuerda hoy en Colombia de este genio de la poesía. En Méji­co, en cambio, la poetisa Car­men de la Fuente va a publicar una antología de nuestro com­patriota.

Esa es, por otra parte, la ingratitud humana. En Arme­nia, donde viví por tantos años y donde conocí además el alma de sus escritores, hoy no saben quién es Eduardo Arias Suárez, acaso el mejor cuentista que haya tenido Colombia. Ni Antonio Cardona Jaramillo (Antocar), ni Jaime Buitrago Car­dona, ni Fernando Arias Ra­mírez, ni Baudilio Montoya… Corriendo los tiempos, entran ya en los abismos del olvido, a pesar de que sólo ayer se fueron de la vida, escritores de la talla de Euclides Jaramillo Arango y Carmelina Soto. Esto para no mencionar a Adel López Gómez, oriundo de Armenia y radicado casi toda la vida en Manizales, cuyo recuerdo es cada vez más lánguido en ambas regiones.

Hace pocos años, en un acto académico realizado en Bogotá, me encontré con algunos nota­bles de la ciudad de Ibagué, y uno de ellos me ofreció adelan­tar una campaña para que las cenizas del poeta fueran entre­gadas a Choachí. Había que pedir permiso (creo que permiso político) para que éstas fueran restituidas a su propia tierra. En el momento de la muerte del ilustre poeta habían tomado allí su nombre como bandera para ciertos pregones regionales, por el solo hecho de haber nacido por accidente en la ciudad de Ibagué (a la que él nunca reco­noció como su auténtica patria chica). Por eso, debes saber que los homenajes que allí se le tributaron fueron postizos. La promesa del notable escritor ibaguereño –uno de los promotores que nos robaron las cenizas– se quedó en el fondo de un vaso de whisky…

Sé que eres sensible a estas cosas. Ya quedan muy pocos de estos especímenes. Por eso, es­cribo estas líneas con emoción y franqueza. Por fortuna, Germán Pardo García duerme ya el sue­ño de los justos, ajeno a los simulacros de cultura suscita­dos tras su muerte. Él ya no sufre: los que sufrimos somos los vivos.

El Espectador, Bogotá, 26-IX-1994.

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Gloria a un colombiano

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La principal actividad de Álvaro Orduz León es la publicidad. Es pionero de ese campo en Colombia. Sus contemporáneos recuerdan cuando estableció la primera agencia en Bogotá, por la misma época en que Germán Pardo García también incursionaba en el arte publicitario. Orduz León siguió de publicista toda la vida, hasta consolidar la fama de que hoy goza tanto en el ámbito nacional como en el internacional.

Pocos saben que Álvaro es también poeta. Poeta y escritor, ya que es autor de un libro publicado y de frecuentes comentarios periodísticos. Es una mente versátil y arrolladora –un poco a lo quijote– que se ha prodigado lo mismo a su oficio de publicista que a su pasión litera­ria. Quizá la rama económica opa­có un poco su fibra espiritual.

Con este preámbulo quiero des­tacar el hecho de que Álvaro ha sido enaltecido en Méjico como autor de un soneto maravilloso a don Quijote, a quien tanto le debe. Ahora ambos se deben mutua­mente, ya que el poema del colom­biano quedará grabado en el pe­destal de un grandioso monumen­to que el Instituto Mejicano de la Nutrición (una de las entidades de mayor relieve científico en el país azteca) levanta en su plaza cívica como homenaje al inmortal caba­llero de la lánguida figura.

El soneto, escrito en 1984, lo publicó Álvaro alguna vez en la prensa mejicana. Una tijera acuciosa lo recortó y años después lo incluyó en una antología en honor de don Quijote, donde figuran 147 poemas de autores tan renombra­dos como Unamuno, León Felipe, Rubén Darío, Octavio Paz, Dáma­so Alonso, Gerardo Diego, Óscar Echeverri Mejía, Guillermo Valen­cia, Antonio Machado, José María Pemán, Jorge Luis Borges, Álvaro Mutis.

Al escogerse de esa selección el mejor poema para fundirlo en bronce, la gloria se la ganó el colombiano. Es un gran tanto para él como para nuestra patria. Un académi­co notable, que conoce la vena poética de Álvaro Orduz León, dice que pertenece a la «poesía secreta».

Ahora al poeta clandesti­no se le coloca en Méjico la corona de laurel, y en Colombia lo acompañamos con vítores patrióticos. Nada tiene que envidiarle su com­posición a los mejores sonetos clásicos de la lengua. Aquí se transcribe, para que sea el lector quien juzgue:

La cruz y la rosa

¡Oh señor don Quijote, taumaturgo andariego

que tejiendo milagros con los sueños que hilvanas,

conviertes en palacios las fondas al­deanas

y en príncipe engolado al rustico labrie­go!

No das pausa a tu mente, ni a tu brazo sosiego.

En desfacer entuertos te entregas y te afanas.

Eres el héroe noble que todas las mañanas

escribes una página de tu valor manchego.

Regresa, don Alonso, otra vez a esta tierra

hundida en el delito, los odios, el dinero;

y de nuevo vestido de andante caballe­ro

suelta palomas blancas donde truene la guerra

y muéstranos, erguido, en señal de esperanza

una cruz en el pecho y una rosa en tu lanza.

El Espectador, Bogotá, 25-VI-1992

 

 

 

 

 

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Viraje literario

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

 Por: Gustavo Páez Escobar

Estos son los últimos tres libros de Jesús Arango Cano: Emociones del alma (1989), Fantasías del corazón (1991) y Los caminos del ensueño (1992). Salta a la vista el hecho de que en el universo literario del escritor quindiano surge ahora una vena romántica que yo no intuí dos décadas atrás.

A Jesús Arango Cano se le conoce sobre todo por sus textos sobre las culturas aborígenes, tema que de manera reiterada ha tratado en varios libros. En su obra literaria exis­ten otras facetas, como la eco­nomía cafetera, observaciones sobre Estados Unidos, apun­tes de viajes, y algunas incur­siones (en las cuales no insis­tió) en el campo de la narra­tiva.

Me dicen que en los últi­mos años se ha retirado al mundo de la reflexión mística. Ya su nombre no aparece en las páginas de los periódicos y se ha marginado de los actos académicos y sociales. Su compromiso ac­tual es con la poesía y la prosa lírica, como lo demuestran los libros citados, que hoy pongo en serie para comprobar esta extraña y por otra parte admi­rable metamorfosis.

Se sitúa el escritor, con alma contemplativa, frente al susurro de la belleza (el de la naturaleza y el del espíritu) que tal vez no había escuchado antes con la misma emotividad de hoy.

Entrelaza los sentimientos con las palabras para ensalzar los donesdel amor y el recuerdo, ahora que la edad provecta habla el mejor lenguaje del corazón. De un momento a otro, y sin duda como consecuencia de varios años de introspección, Arango Cano dio ante sus paisanos –tan acostumbrados a verlo todos los días deambular por las calles de Armenia– el gran viraje al misticismo, y ellos todavía no lo han notado.

En la edad de los sueños y las fantasías el alma toma ac­titud de vuelo. Es cuando se renuncia a la vida prosaica para coronar las mayores altu­ras del espíritu. Este vuelo tiene al mismo tiempo sentido de liberación, como lo define Arango Cano en su último libro: «Ser libre es soñar con campos abiertos; es estar en paz consigo mismo. Ser libre es dominar las pasiones pro­pias, a las que todos, en una u otra forma, estamos es­clavizados».

La Crónica del Quindío, Armenia, 24-III-1992

 

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El vuelo de Hirondela

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el momento de escribir la presente nota —diciembre de 1987—, el bello poemario Hirondela, de Octavio Rodrí­guez Sosa, se encuentra inédito. Existe la intención de publi­carlo por cuenta de la Academia Boyacense de Historia. Hay que admitir que en ocasiones el mérito es tardío por parte de las entidades promotoras de la cultura regional, como ocurre con este libro escrito hace más de quince años y que no ha conseguido, aunque se le ha prometido en varias oportunida­des, el favor de la imprenta oficial. Boyacá es, de todas maneras, tierra benefactora del escritor y el poeta; por eso, aunque el tiempo en este caso ha sido parsimonioso, ya le llega su hora a Hirondela. (Esto todavía no ha ocurrido, lamentablemente, y estamos finalizando el año de 1991).

Octavio Rodríguez Sosa ha cultivado la poesía desde su más tierna infan­cia. Nació poeta. No se ha apartado una línea del mandato de la sangre y eso le ha permitido afirmar a través del tiempo su destino romántico, que ese, en general, es el sello de su producción. Se graduó de arquitecto siendo ya poeta recono­cido; y años más tarde abandonó la profesión, pero no la poesía. La arquitectura, rama importante del arte, se convirtió en mayor apoyo para su vocación de esteta, pero no podía renunciar a la poesía, el medio ideal para elevar el alma.

Octavio Rodríguez Sosa siempre ha sido poeta. Algunos apenas lo son de juventud o de afición efímera y luego se eva­poran. Como tal lo conozco desde nuestro primer encuentro en Tunja, hace 35 años, cuando compartíamos en alegres tertulias las iniciales andanzas por los caminos del espí­ritu. Caminos que se mantuvieron firmes —para Octavio en sus afanes poéticos y para mí en los compromisos con la narrativa y el ensayo—, y que han dejado, para fortuna de ambos, la constancia de una obra ya definida al final de este itinerario inconcluso. El escritor y el poeta nunca consideran concluida su faena y morirán al pie de sus pertrechos, como los viejos árboles mueren pegados a la sustancia nutricia.

¡Hirondela, Hirondela…! Palabra musical, que sugiere un susurro o un vuelo. Me quedé meditando en ella cuando el libro cayó en mis manos, tratando de hallarle su significado. Y al rato de bucear por sus entrañas, como se busca encontrar la explicación de los manantiales cantarinos, descubrí a hirondelle, en el habla francesa, o sea, golondrina. Ya no me quedó duda de que Octavio había creado, en español, su Hiron­dela volátil. Su golondrina amorosa. Y eso, en efecto, es su libro: un vuelo de golondrina. Un susurro del viento, unas veces esquivo, otras, cadencioso, otras, sensual.

El amor, siempre el amor, recorre en alas de la golondrina los 34 poemas escritos en el viento. Parece como si el poeta, que en 1965 había publicado El pasaje, libro también amo­roso pero de angustias y de palabras torturadas en el laberinto de la soledad, desencadenara la pasión sombría para transfor­marla en brisa y cosmos. De El pasaje a Hirondela se pro­duce una metamorfosis en el alma del autor. En el primero hay un asomo de pesimismo, de pesadilla, de encrucijada, donde el amor es duro y al propio tiempo absorbente, y en el otro se libera la golondrina, que no está hecha para los espa­cios cerrados y vuela por las regiones del éter y el resplandor.

Creo que la golondrina, o sea, Hirondela, es la mensajera de toda la poesía de Octavio Rodríguez Sosa. Es como un alien­to invisible que está vivo en toda su producción, y que lo mismo aletea en los miedos y los llantos del poeta, cuando el alma se sofoca, que en sus auroras y sus esperanzas, cuando revienta el amor pleno. Octavio le da énfasis en sus cantos, bien sean éstos doloridos o jubilosos, al sentido del vuelo, ese ir y venir por los espacios de la fantasía, del dolor y el gozo. Así lo proclama:

El amor es muerte y vida: es ir y retornar;

es un morir aquí y nacer más allá;

es un viaje feliz donde la vida nos regresa

a ese lugar del cual hemos partido

y al cual habremos de llegar.

El amor es inmóvil. Siempre será dolor y placer. Será sexo y espíritu. Muerte y vida. Y es preciso vivirlo a plenitud, palparlo, padecerlo, escanciarlo en sus amargas y exquisitas embriagueces. El amor no tiene tiempo, ni hora, ni condición. Es estallido, y tormenta, y sollozo, y misterio. También es éxtasis, y frenesí, y arrebato, y sosiego. En la permanente unión de los cuerpos, donde el sexo se acopla para producir la chispa de la vida, y donde las venas se hinchan para descargar emociones, estará siempre Hirondela, la golondrina sensual, con su ramo de olivo portador de paz y de perfumes de mujer.

Eso es Hirondela: ave armoniosa y escurridiza, sutil y voluptuosa, que pica aquí y allá, siempre en majestuoso vuelo, y que imitando el girar de la circunferencia e infatiga­ble ante el amor sin tiempo, ante la pasión inmóvil, revolotea por los ríos de la sangre como un suspiro indescifrable.

Revista Cultura, N° 135, Tunja, segundo semestre de 1991

 

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