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Mujica, sin corbata

martes, 7 de marzo de 2017 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

José Mujica (Pepe, o el Pepe, lo llaman en Uruguay) nunca ha usado corbata. Tal vez eso ha contribuido a mantener auténtica su personalidad. Durante los  años de su gobierno (2010-2015) siempre concurría al despacho en traje sencillo y sin la menor afectación, como si se tratara del más simple de los ciudadanos que recorriera las calles de Montevideo. No cambió su chacra en Rincón del Cerro, donde vivía con absoluta felicidad en compañía de su esposa, por el palacio presidencial, donde se sentiría extraño y cohibido.

Ni quiso cambiar su viejo automóvil Volkswagen Fusca, modelo 1987, por el lujoso de la presidencia. Una vez un jeque árabe le ofreció un millón de dólares por el auto desvencijado, y él rechazó la oferta con esta razón genial: “Ese vehículo nos lo regaló un puñado de amigos que hizo una colecta. Nunca podríamos venderlo, pues ofenderíamos a ese puñado de amigos”.

 Hombre modesto, bonachón, elemental, bromista, y dotado al mismo tiempo de aguda concepción filosófica y gran sensibilidad humana, desconcertó al mundo con su carisma y sus singulares maneras de gobernar en medio de la pobreza, la pulcritud y la renuncia a las aureolas y los bienes materiales. Por encima de su propia condición económica estaba la suerte de la nación y de sus paisanos, y a esa causa consagró todas sus energías y capacidad social, con resultados admirables.

Se jacta en decir que es rico con lo poco que tiene. No necesita más para ser feliz: “Pobre no es el que tiene poco –dice–, pobre es el que necesita infinitamente mucho y desea más y más”. El 90 por ciento del sueldo de presidente lo donó para los pobres, y lo mismo hizo su esposa, la senadora Lucía Topolansky.

Conducta ejemplar y desconcertante frente a los bochornosos sucesos de corrupción y pillaje que hoy se destapan en los países latinoamericanos, en cabeza de presidentes, ministros, altos funcionarios y políticos de toda laya. La ley del momento es llegar a las altas posiciones para enriquecerse.

A Mujica se le conoce como el presidente más pobre del mundo. Difícil, cuando no imposible, que su caso tenga seguidores. Pero de lo que no puede dudarse es del asombro que despierta en un mundo envilecido por la avaricia y la corrupción. Quizás la mayoría de los gobernantes compadezcan a este buen señor de la decencia, la pulcritud y la moralidad, pero algún freno se opera en el campo de los desenfrenos del poder. La semilla está sembrada.

Mujica es un político distinto. De su experiencia como guerrillero y de los largos años pasados en presidio extrajo el conocimiento de la sociedad y la sabiduría del filósofo. Y los aplicó en su tránsito por la vida pública, como diputado, senador, ministro y presidente de la república.

Su lenguaje es claro, sencillo, directo, sin retóricas ni esguinces. Amante de decir la verdad, su discurso llegó a la masa, y la gente supo captarlo y lo siguió como el líder capaz de adelantar la silenciosa revolución que se adelantó en su gobierno.

Por eso, Pepe Mujica, el del pueblo, fue un presidente sin corbata. Con ella, se habría falseado. Así lo analiza Allan Percy en el libro Mujica, una biografía inspiradora, que me obsequió mi nieta Valeria, de 3 años, y que he leído con mucho agrado. Los nietos saben penetrar en la mente de los abuelos.

El Espectador, Bogotá, 3-III-2017.
Eje 21, Manizales, 3-III-2017.
La Crónica del Quindío, Armenia, 5-III-2017.
La Píldora, n.° 187, Cali, mayo-junio/2017.

Comentarios

Excelente y justísima nota sobre un hombre admirable por su sabiduría y su actitud democrática. He leído esta nota con extraordinario agrado. Alpher Rojas, Bogotá.

Hermoso y expresivo artículo en relación con este personaje de tan elemental como ejemplar personalidad. Él es un terrón de la fecunda tierra latinoamericana. Carlos Martínez Vargas, Fusagasugá.

El expresidente Mujica es un ejemplo para el mundo y  para una clase dirigente y política que cada día da peor ejemplo de ambición mezquina, donde imperan la corrupción y las ansias de poder, cuando arrasa con valores sin importar las nefastas consecuencias. Gustavo Valencia, Armenia.

Comparto completamente el sentimiento frente a la corrupción que por estos días no deja de sorprendernos con más casos. Mujica, gran líder y ejemplo de lo que realmente es vivir plenamente feliz sin bienes materiales. Ah, maravillosa la mención de la nieta Valeria, qué alegría disfrutar de su regalo. Diana Muñoz, Bogotá.

Muy oportuna, en el momento por el cual pasan las FARC-EP en Colombia, esta columna sobre el admirable Mujica, cuyo pasado guerrillero en las filas de los aguerridos tupamaros bien podría servir de modelo y ejemplo a los empecinados en desvirtuar, social y políticamente, cuanto ha ocurrido y viene sucediendo con el proceso de paz en nuestro país. Sorprendente este político, quien afirma carecer de religión y ser un panteísta siempre asombrado con el espectáculo de la naturaleza. El director de cine servio-francés Kusturica lleva cuatro años filmando un documental sobre este hombre de alma confuciana a quien considera «el último héroe de la política». Umberto Senegal, Calarcá.

Los nietos saben penetrar en la mente de los abuelos y Mujica lo hizo en su pueblo y en quienes admiramos su manera correcta para actuar, su honestidad y sus principios morales irrompibles. Linda reseña de un excelente presidente y de un ser humano extraordinario. No podía terminar mejor el artículo que con el comentario hacia los nietos y en este caso hacia Valeria. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Un hombre diferente, como lo pinta el artículo y como él se ha dado a conocer en el mundo. Nunca se dejó tentar por el diablo del dinero, a pesar del poder que ha tenido en la vida política de su país. Valeria, tan linda, ya veremos en pocos años lo que esa niña, con la luz del abuelo, el apoyo de los padres y el consentimiento de la abuela, llegará a ser. Inés Blanco, Bogotá.

Valeriano Lanchas, niño prodigio

martes, 20 de octubre de 2015 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nació en Bogotá el 16 de julio de 1976, el mismo día que se estrenaba la Ópera de Colombia. Cuando en el 2006 la entidad cumplía 30 años, le pidió un concierto para celebrar dicha efeméride.

El ciudadano español Felipe Lanchas, su padre, se estableció en Bogotá en 1973 y se casó con la colombiana Marta Nalús, de origen libanés, con quien tuvo 3 hijos. Vinculados al campo docente, los esposos cumplirían destacada labor en varias universidades –dentro del campo de la investigación– y serían los primeros maestros del futuro cantante lírico. Su padre le enseñó a leer música, y de ambos heredó la riqueza de la voz. Dice Valeriano que la voz de su mamá es superior a la de Helenita Vargas, “La Ronca de Oro”.

Marta Nalús me narra el siguiente episodio. A los 6 años lo llevó a la primera ópera en vivo, El matrimonio secreto. Debido a su corta edad, el portero le negó la entrada. “Por favor, déjeme entrar. Yo no molesto”, rogaba el niño. De tanto insistir, logró al fin el acceso al teatro. Sentado en la silla de terciopelo rojo, sus pies no llegaban al suelo. Pero se sentía grande.

Abrumado con la inmensidad del teatro y embelesado con la lámpara y el telón de boca, en un intermedio le dijo a su mamá: “Cuando sea grande, quiero estar donde se paran los señores a cantar”. En ese momento se reveló su vocación musical. El ambiente de su casa vibraba con la música de Garzón y Collazos, con el piano, la guitarra o las rancheras. Los padres cantaban a dúo áreas de ópera o de zarzuela. Esa mezcla entre la música clásica y la popular afinaba el oído, y sobre todo el alma, de quien ya era niño prodigio.

Por aquellos días iniciaba Marta Senn su carrera de mesosoprano, y más adelante ponderaba el talento vocal de Valeriano y su hermoso e inconfundible timbre de voz. Consideraba que “si sabe aconsejarse bien por sus maestros y si sabe evitar la manipulación de los directores de casas de ópera y de los agentes de artistas, sus rutas por el panorama internacional de la lírica le están abiertas”.

En 1986, cuando Hernando Valencia Goelkel cerró la ópera y les dijo a los amantes del género que debían ir al Metropolitan de Nueva York, Valeriano, de 10 años, fundaba la nueva ópera en Colombia. Ópera infantil que se presentaba en reuniones de familiares y amigos con títulos como Rigoletto, Carmen, La flauta mágica.

A los 12 años, daba su primera conferencia de ópera en una fundación cultural de Bogotá. A los 14, metió la ópera –representada en plastilina– en la canastilla de la basura situada al frente de la casa y, ante el estupor de todos, anunció: “Se acabó la ópera de plastilina y empezó la ópera de verdad”.    

A los 19, entró por los caminos de la fama como ganador del concurso dirigido por Pavarotti, cuya finalidad era descubrir talentos jóvenes. En tal escenario cantó Tosca al lado del tenor italiano, que lo calificó como el bajo más joven del mundo. Era su debut internacional. Había abierto el cielo con la voz. Después vendría la cadena de éxitos incesantes por los teatros más prestantes del orbe.

En diciembre próximo será el primer colombiano que cantará como solista en el Metropolitan Opera de Nueva York, la mayor institución de música clásica de Estados Unidos y uno de los recintos más importantes de la ópera mundial. Sitio reservado a figuras consagradas del canto: Plácido Domingo, Luciano Pavarotti, José Carreras… Ahora entra el colombiano a compartir honores con los famosos.

Este recorrido al vuelo por la vida de Valeriano Lanchas permite resaltar su talento innato, que sacó a relucir a los 6 años, cuando Marta Nalús lo llevó al Teatro Colón de Bogotá. Allí quedó seducido por el mundo fascinante que se abría ante sus ojos. El arte lo llevaba por dentro.

Su vida ha estado gobernada por la disciplina, el estudio, la reflexión y la entrega apasionada al bel canto. Por otra parte, es lector empedernido y pintor aficionado. Escribe una novela, que puede suponerse basada en la gran novela de su vida. De chico era aficionado a la colección de gafas y de billetes del mundo. En suma, una inteligencia inquieta y aguda.

Hoy, a los 39 años, Valeriano Lanchas es un niño grande. Goza con los dones de la vida, ríe con las cosas gratas, se complace con los hechos simples. Y ama a su familia. Dueño de exquisito sentido del humor, esa condición la transmite con naturalidad a los personajes bufones que encarna en la ópera. No ha dejado de ser el niño prodigio de los 6 años.

No lo marean los aplausos, ni se deja envanecer por el éxito. Lo emocionan, pero no lo desquician. Sabe que lo que cuenta, por encima de todo, es la conjunción de su arte con su mundo interior.

El Espectador, Bogotá, 16-X-2015.
Eje 21, Manizales, 16-X-2015.

Comentarios

Historia inspiradora. Trataré de ver a Valeriano en el Met. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Lo he oído un par de veces en vivo y varias en grabaciones y sin lugar a dudas es uno de los mejores bajos de la actualidad. Alberto Lozano Torres, Bogotá.

Qué gran talento Valeriano Lanchas. Está joven y cuenta con amplios horizontes. Carlos Martínez Vargas, Fusagasugá.

¡Adiós, mi General!

martes, 8 de julio de 2014 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos días antes de su muerte, el 23 de diciem­bre, lo llamé a su pieza de enfermo del Hospital Mi­litar a desearle feliz Navidad. No era fácil poder ha­blar con él. Dos operaciones seguidas lo mantenían prácticamente aislado y apenas se le permitían bre­ves visitas de sus familiares. Mientras la línea tele­fónica hacía el primer contacto con el conmutador del hospital, yo pensaba en las hazañas del ilustre hombre que en un día ya lejano había hecho tremo­lar nuestros colores patrios en las cúspides belige­rantes de Corea. Por mi mente desfilaban las conde­coraciones y símbolos de su brillante carrera mili­tar que él mantenía con discreto orgullo en el museo abierto en la intimidad de su hogar.

En ese momento oí el retumbar de la artillería atronando los cielos de una Corea convulsionada por el turbión de la guerra. Allí, en pleno campo de batalla, jadeante e intrépido, como coloso enfada­do, nuestro glorioso Batallón Colombia ganaba posi­ciones con el ardor de un puñado de valientes que bajo el mando del entonces teniente coronel Jaime Polanía Puyo había traspuesto los mares y desafiado el peligro para luchar por la libertad. A paso de tita­nes este grupo de hombres aguerridos se abrió cam­po por entre brigadas enfurecidas que pretendían sembrar la barbarie en un planeta todavía convaleciente de la última hecatombe mundial. La mayor nostalgia del soldado es, sin duda, la ausencia de su patria y de su hogar. Recuerdo que alguna vez me contaba Jaime Polanía Puyo las penalidades que se viven al pie de un cañón de guerra, lejos de lo que más se ama.

Y este 23 de diciembre, mientras el hilo telefó­nico buscaba comunicación con el héroe de Corea, ahora reducido a un duro lecho de hospital —¡él, que había sido todo vigor!—, pensaba yo en lo efí­mero de la gloria. Trabajo me costaba admitir que este hombre templado en los rigores de un campo de batalla y que había clavado en lo más alto de la cumbre la bandera del heroísmo, tuviera que acep­tar su propia inexorable decadencia ante el asedio de una tenaz enfermedad.

Un pariente suyo me había advertido que era difícil hablar con él. La buena suerte me per­mitió, sin embargo, que le expresara de viva voz el saludo navideño. Algo me decía que era un adiós definitivo. Supe que sus compañeros de armas lo habían visitado y, como en sus tiempos de comba­tientes, habían hermanado sus emociones y rememorado tácitamente las gestas de sus días glo­riosos. El soldado muere reposado cuando puede acu­mular al final de la jornada los recuerdos fortifi­cantes de una misión bien cumplida.

Viajero de los caminos del mundo, un día se estableció en Armenia. Había concluido una eximia carrera militar que le hizo ganar los más altos ho­nores no solo de su patria sino de otras naciones. El presidente Truman le otorgó la Estrella de Pla­ta, por «extraordinario heroísmo», y la Legión del Mérito, en grado de Legionario, las dos distin­ciones más altas que otorgan los Estados Unidos a oficiales extranjeros. A su regreso de Corea pasó a comandar importantes guarniciones del país y fue gobernador del Valle en el final del régimen militar.

Condecoraciones, documentos y todo un acervo de libros, cartas y fotografías con personalidades del mundo los guarda hoy celosamente su familia y fueron mantenidos por él con entrañable afecto, y nunca con vanidad, de no ser el sano orgullo de haber sido un hombre que les dio lustre a su patria y a los suyos. Amante de las disciplinas humanísti­cas, era un asiduo lector de historia y él mismo escribió importantes trabajos sobre la materia.

En el Quindío, tierra de cafetales y de ensoña­ciones, se volvió soñador. Labró la tierra y apelma­zó su sensibilidad en estos predios de la exuberan­cia. El héroe busca siempre el reposo del atardecer. Por eso, cambiado el fusil por la dócil herramienta del trabajo, rastrilló las entrañas de la tierra y dis­trajo sus horas entre crepúsculos y arrobamientos. Persona sencilla, dadivoso y envuel­to en una radiante campechanía que le abrió pronto el aprecio de estas gentes que rechazan los modales afectados, discurrió con naturalidad por entre sur­cos y minerías, siempre con el gracejo en los labios y con el ánimo abierto a la camaradería.

Le dio por volverse minero. Y como minero que se respete, nunca hizo capital. Pero al lado de la minería montó un mundo de anchas vivencias, aca­so irreal, pero siempre eufórico. Los estudios que levantó sobre yacimientos de la zona de Salento, que algún día serán realidad, constituyen valiosos puntales que deben ser aprovechados para explotar esta riqueza. A Jaime Polanía Puyo se le recuerda rodeado de funcionarios del Gobierno, a cuyas puer­tas vivía tocando para despertar el interés oficial, de misiones extranjeras, de mapas, de gruesos volú­menes en varias lenguas y de misteriosas pedrerías que, junto a sus blasones, constituían su razón de ser.

 Espíritu inquieto, nunca se conformó con la improductividad. Al abrigo de sus ilusiones, ilusio­nes de hombre visionario y tenaz, recorría el país con inusitada obstinación —¡la quijotesca terque­dad del minero!— y estaba pronto para opinar y aconsejar siempre que sabía de la aparición de un nuevo filón. Era invitado principal en toda reunión o congreso sobre minería.

Nunca se dejó vencer por los incrédulos. Y mu­rió en su ley, batallando al pie de las minas y aca­riciando sus glorias pretéritas. Su casa es hoy un baluarte de grandezas, que guarda con igual auten­ticidad las medallas ganadas en buena lid, que los filones de una vigorosa personalidad que lo mantu­vo alerta, en el reposo del guerrero, ante las perspectivas de un horizonte vivificante. Su mejor bla­són, una familia envidiable, se levanta hoy como testimonio elocuente de las andanzas del héroe que supo ser grande para hacer grandes a los suyos.

 La Patria, Manizales, 2-II-1976.

El caballero de Tipacoque

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Eduardo Caballero Calderón sobresale en las letras por la profundidad de sus ideas. Pocos escritores como él han trabajado la literatura con tanto denuedo y convicción, con tanta entrega y pasión, con tanto arte y esplendor. Hay personas que nacen marcadas para un destino, y Caballero Calderón lo fue para las lides del pensamiento. Con la mente libró todas sus batallas.

Era un caballero de caminos, al estilo de los caballeros andantes de la España legendaria, y como tal se le veía recorrer lo mismo las sendas polvorientas que lo llevaban a su lejana provincia boyacense, que los amplios horizontes que le abrieron los mundos encantados de Francia y España. Más que turista de países, era viajero por el alma de los libros. Nunca dejó de leer y estudiar, porque no concebía al hombre como un ser intrascendente, sino dotado de inteligencia y apto para todos los retos del espíritu.

El universo de los libros

Pocos días antes de su muerte lo visité en su apartamento capitalino, en el cual vivía como un ermitaño en medio de libros, de recuerdos y nostalgias. No se veía que se hallara próximo su final, si bien se dolía de la soledad y de la postración física que desde dos años atrás lo tenían reducido a su tradicional silla de cuero, provista de la tablilla añeja donde apoyaba los libros que leía, frente a una ventana ancha y luminosa

Su obsesión por los libros era la medicina mágica contra el tedio, y su mejor consuelo en la vejez. Al cumplir los 80 años de vida así se expresaba en Lecturas Dominicales de El Tiempo: «La vejez es la soledad. Yo leo y releo. Releer es encontrarse con viejos amigos. Yo me pregunto cómo hacen las personas que no estuvieron acostumbradas a leer, cómo hacen para pasar la vejez».

La inmensa biblioteca se extendía por los pasillos del apartamento, por la sala, por las habitaciones y por el cuarto de estudio en el que transcurrían sus horas silenciosas. Eran miles de volúmenes —fuera de los otros miles que guardaba en Tipacoque— conservados con amoroso esmero; preciosas ediciones en español, francés y otras lenguas, que en orden admirable refulgían en los anaqueles a los que sus manos ya no lograban llegar. Para entender la armonía de ese universo de libros debe adivinarse la presencia invisible de sus hijas solícitas, que le disipaban la soledad con sus visitas frecuentes.

Pero su alma ya no era de este mundo desde la muerte de su esposa, Isabel Holguín, ocurrida en noviembre de 1980. El náufrago sobreviviría 12 años en tremendo desconsuelo. Este dolor se hizo más agudo por haber contado con la suerte de una compañera inmejorable. Desaparecida ella, quedó con las alas rotas. En 1983 escribió en El Espectador una hermosa página dolorida, que es viva demostración de su angustia de vivir, donde declara:

Duré un año entero, más de un año, sin atreverme a escribir cuando murió mi mujer. Mi soledad era espantosa y la necesidad de dialogar con ella, de preguntarle por qué me había dejado solo, por qué no me había dejado ir primero, puesto que yo, sin ella, soy un minusválido (…) Muerta ella, dentro de mí murió lo mejor de mí mismo. Mi soledad es su ausencia. Pero volví a escribir para escapar a la locura, a la melancolía, al terror.

El noble ancestro

Eduardo Caballero Calderón nació en Bogotá el 6 de marzo de 1910 en el hogar constituido por el general Lucas Caballero Barrera y doña Carmen Calderón Tejada. El padre de doña Carmen, Aristides Calderón Reyes, oriundo de Soatá, era eximio líder político que ocupó las posiciones de presidente del Estado Soberano de Boyacá y ministro de Gobierno del presidente Rafael Núñez. Su esposa, Ana Rosa Tejada Mariño, había recibido en herencia la hermosa y extensa hacienda Tipacoque, jurisdicción entonces de Soatá, mi pueblo natal.

Si bien el lugar de nacimiento de Caballero Calderón fue la ciudad de Bogotá, siempre se consideró boyacense tanto por la sangre como por el espíritu. A Tipacoque viajaba varias veces al año y allí forjó su mundo literario. Hacia el final de su vida adquirió en Tibasosa, otra bella y reposada población de Boyacá, la casa solariega que bautizó con el nombre de Santillana, la que le compró el municipio, poco tiempo antes de su muerte, para construir un centro de cultura como homenaje al escritor.

Con Tipacoque y Diario de Tipacoque conquistó la celebridad internacional que después la consolidarían sus otros libros. Adoraba el campo y detestaba la ciudad. Su creación terrígena la amasó con barro boyacense, y los personajes de sus novelas los tomó sin rebuscamientos —porque eran reales— del ambiente de la comarca donde conversaba a diario con los campesinos sobre la cosecha que se negaba a madurar, el ojo de agua que amenazaba morirse, o sus afectos por la comadre Santos. Con tal veracidad pintó este mundo cotidiano, que lo hizo de carne y hueso.

El escritor procedía de elevada casta de donde salían los hombres de Estado, los personajes de los clubes, los capitalistas, los políticos oligarcas. Su padre era  abogado y general de la República, que combatió en la Guerra de los Mil Días, y su nombre sonaba con muchas campanillas en las altas esferas nacionales. Fue representante del general Benjamín Herrera en el Tratado de Wisconsin, y al morir su esposa en 1924 se puso al frente de la hacienda de Tipacoque.

A lo largo de su obra, Caballero Calderón nombra con mucho afecto a sus abuelos Aristides y Ana Rosa, quienes ejercieron especial influencia en su vida. A Eduardo le correspondió romper la línea del privilegio en lo que se refiere a la tenencia de la tierra. Desde las aulas del Gimnasio Moderno —regentado por un pariente suyo, Agustín Nieto Caballero—, donde estudiaban los muchachos de la alta sociedad, y en el que realizó su bachillerato, comenzó a analizar la sociedad colombiana. Luego ingresó al Externado de Colombia y tres años después interrumpió la carrera de Derecho y Ciencias Sociales para dedicarse por completo a la exploración del hombre con la fiebre literaria que le vibraba en la sangre. Captó las desigualdades sociales entre oligarcas y plebeyos, entre terratenientes y proletarios, entre poderosos y explotados, y descubrió el engaño de nuestro mundo político y social.

“La política en Colombia —manifestó— parece un sida intelectual. A mí siempre me interesó el pueblo, la gente humilde, y eso se ve en mis personajes. Me duele el olvido en que se tiene al pueblo en este país. Los políticos nombran al pueblo pero siempre lo desconocen. Le prometen esta y la otra vida, pero lo único que les interesa son sus votos. Yo soy liberal, pero apolítico, porque la política no me gusta: sobre todo como la han vuelto».

Cuando le llegó el momento de ejercer el feudalismo que había heredado, donde él era el amo y sus trabajadores los esclavos sin esperanza, se posesionó de su papel justiciero. Fue parcelando y vendiendo la tierra entre los obreros hasta reducirla a mínima parte. Y a la postre, la inmensa hacienda quedó convertida en la casona, la capilla y un terreno simbólico. El resto pasó a manos de quienes trabajaban la tierra. La hacienda es hoy un retazo de historia. Un emblema espiritual. La casona, donde rumbo a Cúcuta pernoctó Bolívar el 5 de diciembre de 1826, fue declarada monumento nacional por el presidente Carlos Lleras Restrepo.

Borrada en Tipacoque la institución de los encomenderos, la atmósfera comarcana se volvió de libertad. Con razón comentaba algún campesino, a la muerte de su amo, que todos los tipacoques habían recibido algo de él. Y que por eso el pueblo había quedado huérfano de padre.

Siervos sin tierra

Este redentor de los humildes plasmó en Siervo sin tierra, con brochazos geniales (y recordemos de paso que fue maestro de la brevedad elocuente), el drama del campesino pisoteado por la miseria, la crueldad, la ignorancia y la injusticia. Compenetrado con las adversidades del trabajador rural y la idiosincrasia de patronos y gamonales, el novelista desentraña la angustia del hombre que entre inclemencias suda el pan de cada día y con frágil esperanza anhela un pedazo de tierra para menguar su penuria.

Al campesino colombiano, y en realidad a los campesinos de todo el mundo, suele ocurrirles lo mismo que le pasó a Siervo Joya: que mueren a la orilla de la carretera por no tener otro sitio donde caer muertos. Con este símbolo, el novelista trasplanta a nuestro suelo la desgracia universal de los desheredados de la vida. En la mayoría de sus novelas se repite, bajo diferentes marcos, la figura de los labriegos humillados por patronos y políticos, víctimas del analfabetismo y la pobreza. Son seres abandonados por la sociedad y carentes de defensas propias, que para salvar su alma —ya que el cuerpo languidece todos los días sin remedio— caen con facilidad en los fanatismos religiosos que los sacerdotes les predican inculcándoles miedos terribles, lo cual constituye otra clase de tortura.

Nervio palpitante de su obra lo constituyen los conflictos político-religiosos que durante largos años sembraron en Colombia una pavorosa época de violencia partidista, estimulada desde los púlpitos por curas torpes y sectarios. Contra dicho medio de injusticia social clama en sus obras este caballero andante que creó el ancho mundo de Tipacoque como símbolo al mismo tiempo de la esclavitud y la liberación. Un mundo que abarca al hombre total, el de todas las razas y todas las latitudes, con sus odios y amores, sus purezas y lujurias, sus miserias y grandezas.

Estos hombres despojados de toda esperanza son los que recorren las páginas de las novelas de Eduardo Caballero Calderón, en las cuales resuenan los mismos conflictos sicológicos denunciados por Dostoiewski en sus obras.

El escritor de Tipacoque no hizo otra cosa que insistir sobre las diferencias sociales. Esta tesis la ventiló con gran patetismo en Siervo sin tierra, y la repitió en El Cristo de espaldas, Manuel Pacho, El buen salvaje, Historia de dos hermanos. Con esto se comprueba lo dicho por Schopenhauer: que el novelista, por más libros que produzca, en realidad sólo escribe una novela. En las demás no hace sino ahondar en el planteamiento principal.

Obsérvese bien el caso de Caballero Calderón y se notará que el tema de la violencia y la injusticia es reiterativo a lo largo de sus libros. El campesino es la espina dorsal de toda su creación. La atmósfera y las costumbres de las breñas bravías y taciturnas del Chicamocha —donde, según palabras suyas, «los hombres son buenos, transparentes y silenciosos como el agua»— son las mismas que se hallan en la mayoría de pueblos de Colombia. Los dramas humanos que allí se viven son los mismos que existen en cualquier lugar del planeta. Pero se necesitaba la lente del artista para inhalar un mundo. Sus descripciones están henchidas de calor y vivacidad, y en sus personajes se plasman las honduras y reconditeces de la naturaleza humana.

El castellano de Tipacoque

En prosa castiza y esplendente, llena de vigor, claridad y sencillez, redactó su obra. Era un genio solitario que no se sentía satisfecho con lo que a borbotones le surgía de la imaginación y luego trasladaba al papel, sino que modelaba sus creaciones con el rigor del artesano. Esto le permitió lograr escritos de tal perfección, que la crítica, desde hace mucho tiempo, lo tiene catalogado como uno de los clásicos del idioma.

Fue un intelectual puro que se dio el lujo de no pronunciar discursos en su vida: ni cuando concurrió como representante a la Cámara, donde nunca habló nada; ni cuando los tipacoques lo aclamaron en la plaza principal como el primer alcalde del pueblo, ocasión en la que se limitó a levantar con humildad los brazos al cielo… Siendo académico nato, era antiacadémico en su manera de interpretar esos recintos: le chocaban los cuerpos colegiados. Al Congreso lo consideraba un club de turistas. Actuó en política, pero contra su voluntad.

Su fuerza residía en la palabra escrita, y su ámbito era la soledad. Amó a España como su segunda patria y sobre ella escribió uno de los libros más bellos que se hayan elaborado en las letras castellanas: Ancha es Castilla, Obra clásica por excelencia, y la que más méritos le señala como artista del idioma. Su adoración por don Quijote y lo que él representa como maestro de la vida la demostró de múltiples maneras, tanto en su permanente aventura intelectual a lomo de los libros, como en su peculiar forma de vivir, amar y soñar.

En el Breviario del Quijote queda constancia de su pericia como intérprete del genio inmortal. En España, donde residió por espacio de cinco años y estuvo encargado de los negocios de Colombia, fundó la Editorial Guadarrama, que  desempeñó notable papel en el mundo intelectual madrileño. Allí fue amigo de Ortega y Gasset y de otros egregios escritores.

Muchos de los rasgos físicos de Eduardo Caballero Calderón lo asemejan al «caballero de la triste figura». Con su pierna coja recorría los caminos pedregosos que lo llevaban a Tipacoque, y hasta tal punto hizo célebres sus cojeras, que éstas se hallan ligadas a su personalidad como la lanza a la figura de don Quijote. Su barba enmarañada le creaba aspecto singular y le imprimía visos de misterio y dignidad.

Con fino humor recuerda sus andanzas como diputado a la Asamblea de Boyacá:

Después, en el automóvil de don Miguelito, que es la única persona que en Soatá tiene un automóvil, vino el diputado Alvarado, médico también y con una pierna tiesa; y por último hizo su aparición en una mula barrigona el diputado Vera, que por una circunstancia maravillosa es médico también y también cojo. El tercer diputado era yo, aunque me faltaba ser médico.

Era hombre silencioso, pulcro, cordial, gran observador, parco en palabras y elocuente en gestos. Prefería escuchar a hablar, y cuando expresaba algo, todos guardaban silencio. Le gustaba ser opaco, pero su presencia irradiaba fulgor. Con una sola palabra lograba pintar toda una situación. En privado era ingenioso y humorístico.

A veces su humor se tornaba sarcástico, y con él enjuiciaba los desvíos públicos y el derrumbe moral de la nación. Todas las semanas se reunía con sus amigos íntimos. A partir de las cuatro de la tarde de los jueves se daba comienzo al diálogo vitalizante y en él se hablaba de lo divino y lo humano. Con sus pequeños ojos inquisidores, que mostraban los destellos de la bondad y escondían la mordacidad del felino, y con su leve sonrisa burlona que en lugar de chocar atraía, este quijote moderno era la atracción de grandes figuras del mundo intelectual que lo visitaban semana tras semana para curarle el hastío y ensanchar la amistad al calor de un buen vaso de vino o de whisky.

Le quedaron debiendo el Premio Nóbel. Como era hombre humilde y discreto, que siempre se apartó del mundanal ruido para vivir su mundo interior, se mantenía alejado de ambiciones y no se prestaba para los artificios de la fama. Su literatura, que no fue de concurso, vale por sí sola. Hoy se halla traducida a la mayoría de lenguas universales y ha llegado a pueblos tan lejanos como el chino, el japonés y el ruso. Fue criticado, controvertido, ensalzado. Nunca respondía ni al ataque ni a la alabanza y nadie lograba sacarlo de su postura de escritor inalterable.

Noble, generoso y desprendido de los bienes materiales, se dispensaba a los demás con elegancia caballeresca y de sus labios no salía nunca un agravio. Conforme era impecable su idioma, lo eran también su porte y su vida. Por la literatura vivía y moría: era su pasión vital. Y como tenía a Proust como su maestro de cabecera —de cuya obra tomó el seudónimo de Swan—, su mayor afán era la búsqueda del tiempo perdido, en el mundo de la evocación y la batalla del espíritu, de la ilusión y el desengaño, que nace y desaparece todos los días.

Periodista de combate

En forma magistral combinó la literatura con el periodismo. Sostenía que el periodismo restringe la calidad del escritor ya que los temas deben tratarse sin mayor profundidad y al vuelo, y aconsejaba escribir la nota periodística de prisa y con emoción, para luego corregir despacio. El periodista —no cesaba de repetirlo— debe ser un eterno insatisfecho, que nunca se deje halagar por los poderosos y que mantenga su independencia con dignidad y altivez, y con la suficiente superioridad moral e intelectual para convertirse en pregonero de las angustias populares.

Si el periodista se entrega o se vende, o carece de capacidad para la guerra, debe cambiar de oficio. Fue el vigía y el crítico implacable de la moral pública. Se mantuvo a prudente distancia de los gobiernos porque consideraba que para señalar sus errores era necesaria una autonomía insobornable. De esa línea de combate nadie lo desvió.

Con su pluma acerada reprimía los abusos del poder y denunciaba, cual otro catón, a los eternos explotadores del pueblo, a los saboteadores del tesoro público, a los corruptos de las administraciones. Como no tenía compromisos con nadie —y sólo con su conciencia de bien—, sus dardos eran demoledores. Siempre estuvo con los justos y los humildes. Y fustigó a los depravados, sobre todo cuando más alto se hallaban en la sociedad o en el gobierno. Con su verbo encendido conseguía, como don Quijote, enderezar entuertos al paso de sus caballerías.

En sus tiempos de estudiante del Gimnasio Moderno fundó el periódico El Aguilucho, que todavía se conserva, a pesar de los años transcurridos, como el órgano oficial de la institución. También se desempeñó como director-fundador del radioperiódico Contrapunto, en el que adelantó recias campañas por la depuración de las costumbres. Como periodista de combate era temible. Su voz resonaba en el país con ecos moralistas.

Siempre mantuvo una tribuna abierta a todas las inquietudes nacionales y allí recreaba —entreverando la crítica pública con la vena del diletante— sus eruditos y amenos ensayos literarios, cargados de gracia, sobriedad y profundidad. Como había llegado al pleno dominio de la palabra, lograba transmitir en breves líneas torrentes de ideas. E insistía ante los columnistas de prensa en la necesidad de pulir el lenguaje y escribir con donaire y concisión, con fuerza conceptual y, sobre todo, con elevados principios.

La agilidad, claridad y brevedad, unidas al bien decir, que reclamaba de los periodistas como normas indispensables del oficio, son virtudes brillantes en las miles de cuartillas que redactó para la prensa. Fue colaborador de El Tiempo, El Espectador, La Razón, Revista de las Indias, entre otros órganos en que escribió con mayor asiduidad.

De todas partes buscaban sus colaboraciones. En 1977, cuando dejó su espacio en El Tiempo en asocio de su hermano Lucas –el famoso Klim–  y de su primo Enrique Caballero Escovar, y los tres se trasladaron a El Espectador ante la censura que se aplicó a un artículo de Lucas sobre el gobierno del entonces presidente López Michelsen, así habló en el homenaje nacional que se les tributó en el Hotel Tequendama para enaltecer sus altas dotes intelectuales y críticas:

¿Podríamos esperar de un Estado pragmático y mercantilista algo distinto de una justicia tuerta, una Universidad descuartizada, una inseguridad creciente y una moral en quiebra?, ¿de un Estado que no representa a la Nación y es sólo el cáncer administrativo que la está devorando?

La historia en cuentos

A los niños de todas las edades —hasta los noventa años— les deja preciosas joyas literarias para asimilar la historia y refrescar el alma juvenil que todos deberíamos cultivar, y que por desgracia dejamos languidecer en el curso de la vida. En las series Memorias infantiles y La historia en cuentos aprende el pequeño lector —al igual que el lector adulto— que la patria vive en todas partes, lo mismo en la montaña hirsuta que en el valle florido, y lo mismo en la gesta que ya pasó y dejó lecciones de grandeza, que en el menudo acaecer cotidiano que nosotros mismos, con nuestra acción o nuestra indiferencia, hacemos grande o sombrío. Y el lector aprende, sobre todo, que la patria vive ––debe vivir– en el alma de cada cual.

Caballero Calderón fue gran patriota, y lo demostró de muchas maneras. Su obra de escritor es un canto perseverante a la patria. La narración de las costumbres y los conflictos rurales, presentada con la simplicidad del maestro que sabe interpretar la entraña campesina con descripciones al alcance de todas las mentes, es el resultado de hondos escrutinios sociológicos sobre la idiosincrasia colombiana. Era él, ante todo, profundo analista de la vida nacional. Y lo mismo que Gaitán se enfurecía ante la pobreza del pueblo y decía que el hambre no es liberal ni conservadora, Caballero Calderón sostenía que la costumbre de la violencia nace de la miseria.

En sus cuentos crece el amor a la patria con una leve poesía a la infancia, y el autor aprovecha el enternecimiento del alma para despertar interés por los héroes y respeto por los símbolos nacionales. Cuando pinta paisajes y hace brotar las emociones épicas, estimula la fibra del patriotismo. Para qué abundar en más argumentos sobre las calidades de maestro –maestro de las letras, de academias, de escritores, de la vida– que no tuvo necesidad de pronunciar discursos grandilocuentes –y vanos– para hacer trascender su palabra. Mientras la palabra de los políticos se la lleva el viento, la suya permanecerá como un faro inextinguible.

En relatos tan fascinantes como El caballito de Bolívar, El zapatero soldado,  Todo por un florero o El corneta llanero, cualquiera aprende a leer en el alma de la historia. En El arte de vivir sin soñar nos hace transportar a una de esas fantasías orientales de Las mil y una noches. A sus amigos del campo les inculcó la visión del mundo a través de la dimensión de su propia aldea. Y los convenció de que el paisaje no es mejor en Europa que en Tipacoque. Así los hizo pegar más al terruño, o sea, a la patria. Su obsesión por el agua, que se manifestaba en sus reprimendas a los labriegos por la tala de los árboles y la consiguiente sequía de los campos, es otra refrendación de su espíritu nacionalista.

Bolívar era el símbolo supremo en quien conjugaba el sentido de la libertad. Y para que los tipacoques no lo olvidaran, les descubrió, con estas palabras, la piedra que recuerda el paso del héroe por la hacienda:

Cuando alguien trate de engañarlos a ustedes, piensen en el Libertador. Cuando alguien que los gobierne falle en el camino, piensen en él. Bolívar es el ejemplo y el padre. Nadie puede ser bueno ni grande en Colombia si no lleva al Libertador en el pecho. El Libertador no está ausente, tipacoques, pues no morirá en esta tierra mientras vivan quienes lo recuerden. Su memoria es como esta piedra, que durará más que nosotros. El Libertador es la patria, tipacoques. ¡Viva el Libertador!

Pintor de paisajes

Era un alma enamorada de la naturaleza. Los paisajes embrujados que recorría varias veces al año entre Bogotá y Tipacoque, y que sólo dejaron de aparecer en su retina cuando ya sus piernas no le obedecieron, se habían quedado en su espíritu como un soplo de vida, como un aire de inspiración. Luchó como un león por la pavimentación de la carretera Central del Norte, cuyo punto final es la ciudad de Cúcuta, y no consiguió verla llegar a sus predios a pesar de que los trabajos arrancaron hace un siglo.

Al eterno defensor de esta carretera interminable lo dejaron morir sin que se cumpliera su sueño de verla pasar por su aldea. En la parsimonia desesperante de esta vía se sintetiza la mansedumbre del pueblo boyacense —tan bien analizada por Armando Solano— que entre soledades y resignaciones ha levantado en Colombia el mayor monumento al venerable Job.

Esta misma vía, polvorienta y traicionera, la transitó el cronista infinidad de veces entre roquedales y precipicios de pavor, y siempre con el alma henchida de poesía. Su contacto con la naturaleza le incitó el nervio del artista. Sin pinceles ni paletas, dibujó con la pluma y su prodigiosa imaginación los cuadros de las tierras indómitas que surgían a su paso como una provocación para el poeta.

La paz y el embrujo de las tierras ariscas y silenciosas, de los desfiladeros soberbios y agresivos, movieron su sensibilidad y le permitieron estructurar una de las obras de mayor belleza bucólica que se hayan escrito en Colombia.

Su prosa lleva el polvo de los caminos y huele a montaña, a trapiche, a perfume de azahar. El país, rico en regiones agrestes y huérfano hoy de pastores y labradores, ha quedado pintado con virtuosismo mágico en las páginas del escritor andante que hizo brotar de la naturaleza una sinfonía de paisajes y de ensueños.

En las laderas taciturnas de Tipacoque aprendió a pensar. Allí desentrañó los misterios de la tierra y del hombre y puso a sus criaturas a representar la comedia humana que se vive en todas las atmósferas del planeta. Descubrió las costumbres y los mitos del campo, las creencias de la gente, sus pecados y candores, las trampas electorales, los abusos de patronos y gamonales. En tal forma se compenetró con la malicia indígena del campesino, con su sencillez y su filosofía, que terminó siendo un campesino más. El colorido de su obra, aun tratándose de los conflictos más serios, nace de la belleza del paisaje. Bien sabía él que los cuentos de aparecidos y almas en pena se desdibujan si no llevan un tinte de belleza; y si lo llevan, el mismo diablo se viste de fiesta.

Adiós al maestro

La muerte súbita lo sorprendió el 3 de abril de 1993. Dos meses atrás, cuando aún no había coronado los 83 años de vida (cumplidos en marzo), me confesó que el almanaque le pesaba. Y más que el almanaque —pensé yo, viéndolo tan lúcido en medio de su postración física— era el cansancio de vivir el que empujaba la hora final que con su proverbial malicia boyacense veía cercana. No sólo presentía la hora de la partida sino que añoraba el diálogo sin fin que había quedado trunco con su compañera eterna.

Al reclamarle su silencio de periodista en los últimos años, me repuso con una expresión tajante: «me jarté». ¡Se había cansado de escribir! Abandonó la pluma el día que asesinaron a Guillermo Cano, el 17 de diciembre de 1986. De esta manera demostraba su protesta contra el país violento que él creía superado, y que ahora veía desangrar como una vena rota en medio de la perplejidad pública y la impotencia oficial. Desde su apartamento de la capital, convertido en inmensa biblioteca como un oasis para sobrevivir, trataba de sosegar su frustración con la lectura permanente. Desde allí miraba con estupor a la Colombia actual dominada por la narcoguerrilla y destrozada por los malos gobiernos y los políticos inútiles.

Al acordarse de sus incursiones por otra Colombia, la de los conflictos político-religiosos plasmada en sus libros, pensaría que esta tierra está condenada a vivir eternamente con el Cristo de espaldas. Tipacoque, convertido en leyenda literaria al igual que Macondo o Comala, es símbolo del hombre. Del sencillo hombre de campo que sufre y sueña. La literatura de Caballero Calderón encarna el país pastoril —hoy arrasado por la barbarie—que trabaja el pan de cada día entre sudores y esperanzas.

Ensañada hoy la violencia en campos y ciudades, el personaje de Tipacoque, preocupado como siempre por los problemas sociales y políticos de la nación, sufría en silencio dolor de patria. Sentía que su lucha había sido estéril. ¿Por qué extrañar que una carretera fundamental dure 100 años en construcción, y falten otros 100 para concluirla? Cosa grave le sucede al pueblo cuando a los escritores públicos, dueños de la altura intelectual y moral de un Caballero Calderón, les da por callar.

Vuelto ya ceniza, Eduardo Caballero Calderón hizo el último viaje de Bogotá a Tipacoque por la carretera que tantas veces transitó. Pidió que lo enterraran en la capilla de la hacienda. Deseaba volver a la tierra que inmortalizó con su pluma maestra. Alrededor de 30 libros (el mismo número de kilómetros que le faltaron a la carretera) entran a fecundar el mito que de ahora en adelante crecerá con más fuerza desde que su creador, también convertido en tierra, no volverá a salir de su territorio sentimental.

A Tipacoque lo rodea por todas partes la grandeza del paisaje. Hasta en la aridez de los campos, carcomidos por las siembras de tabaco, se encuentra poesía. Los farallones parecen centinelas impenitentes que custodian el encanto de la naturaleza. Y allí reposará, y vivirá para siempre, el alma del escritor.

A la entrada del pueblo lo esperaban sus paisanos, vestidos de luto y alegría. Son dos conceptos que en este caso no se oponen. Sentían pena por la muerte del patrono, pero al mismo tiempo alborozo por rescatarlo de la lejanía bogotana. Sus cenizas, entre cánticos religiosos y aires colombianos, como él lo había pedido, recibieron cristiana sepultura en medio de la multitud de tipacoques que desfilaron conmovidos ante la urna y allí depositaron los claveles blancos, frutos de la tierra, con que marchaban desde la entrada del pueblo.

Entre pañuelos blancos, otro símbolo de aquel acto simple y grandioso, se le tributó el último adiós. Y por los cielos de Tipacoque, transparentes como el alma campesina cantada en sus libros, el maestro –humorístico y cariñoso como yo lo había visto dos meses atrás– penetró sereno en la inmortalidad.

Hojas Universitarias, Universidad Central, N° 41, marzo de 1995.
(Una versión abreviada de este texto se publicó, en página de  El Espectador, el 3-IV-1994).   

 

Poeta del dolor

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

En la muerte de Germán Pardo García

Por: Gustavo Páez Escobar

La pena marcó la existencia y la vasta e inspirada obra poética de Pardo García, fallecido en Méjico a los 89 años, el 23 de agosto, donde vivía desde mediados del siglo. El siguiente boceto de su vida atormentada es parte de Biografía de una angustia, libro que publicará el Instituto Caro y Cuervo.

Germán Pardo García nace el 19 de julio de 1902, en Ibagué. El niño recibe el nombre completo de Germán Vicente Pardo García Esponda. Son sus padres el jurisconsulto Germán D. Pardo, natural de Choachí, y la dama Ju­lia García Esponda, nacida en Ibagué. Choachí —o Chiguachía, en lenguaje muisca, que significa «Ven­tana a la luna”— ejercerá enorme influencia en la personalidad del infante.

Germán tiene dificultades de salud a los pocos días de nacido. Le aparece fuerte dolencia en la columna vertebral, a consecuencia de la cual queda paralizado. Los médicos conocen esta enfermedad con el nombre de mielopatía. (Muchos años después los neurólogos llegan a pensar que el niño en reali­dad nació paralizado y hablan de una lesión congénita). Sus padres se alarman. Consultan médicos y curanderos. La angustia de los progenitores, y sobre todo de doña Julia —que tal vez se siente culpable por haber traído al mundo un ser paralítico— es po­sible que se transmita al cerebro de la criatura. Los primeros años son decisivos para formar la persona­lidad, y en ellos se incuban, cuando hay anormalida­des, traumas que a veces no logran extirparse en el resto de la vida.

El año 1903 es de constante tribulación. El niño, lejos de mejorar, muestra signos de franco retroce­so. Sigue paralizado y cada vez su salud es más pre­caria. La medicina de la época es rudimentaria y no consigue mayores adelantos. Se aplican puntos de fuego en la columna vertebral, sistema de tortura que el pequeño debe soportar ante el desespero de sus padres; pero no hay recurso más avanzado y con él se practica la mayor ciencia médica del mo­mento.

Agotadas todas las posibilidades sin que el niño reaccione, su muerte parece próxima. El padre com­pra una cajita mortuoria. Ya todos se han hecho a la idea del deceso inminente, que es la mejor fórmu­la para que el sufrimiento termine. Y entonces se presenta el milagro. Germán exterioriza un movimiento. Luego sus padres observan, con infinito regocijo, que ha movido un dedo de la mano derecha. A los pocos días su cuerpo tiene mayor acción.

El futuro poeta se ha salvado. Ha regresado de la cajita mortuoria, que ya estaba engalanada con sedas angelicales, a la luz. Apenas cuenta un año de vida. Rodando el tiempo, visita en 1928 su pueblo natal —por primera y única vez— y se encuentra con algo terrorífico que le muestran sus familiares: el pequeño féretro. Lo han conservado durante 25 años, por extraño capricho que nada tiene de sentimental, y ahora lo descubren, como una aparición fantasmal, ante quien estuvo a punto de utilizarlo. El poeta no puede contener las lágrimas.

De por vida

Desde entonces, Germán Pardo García no vuelve a Ibagué. La ciudad le pone su nombre a un colegio y él pide que lo retiren. No lo hace por desaire contra su patria chica sino por considerarse indigno de ese honor. Siempre ha huido de los honores. De to­das maneras, el colegio sigue hoy llevando su nombre.

La lesión de la columna vertebral, que parece cu­rada por completo, le deja delicadas consecuencias para toda la vida. Es una enfermedad recurrente que lo ataca por épocas y le produce serios desajustes. Víctima del vértigo de Meniére, su organismo queda alterado por alto grado de sensibilización que no le permite soportar ruidos persistentes ni compañías continuas. Esta irritabilidad lo hace alejarse de la gente para calmar en la soledad el desespero de su desgracia. Su desequilibrio es crónico. La parálisis lo embiste cuando menos lo espera y es posible que entonces se acuerde de la cajita mortuoria que ha debido ocupar.

En Etiología y síndrome de una angustia anota lo siguiente, refiriéndose a él mismo: “Y aunque se volvió consumado gimnasta, su locomoción se perturba con  frecuencia. Es así como ha escrito su obra: con la precipitación de los sobreexcitados, en el clima del quebranto y de la angustia. Esta es la causa de su segregación enorme y su encerrado mutismo”.

Y en carta del 3 de octubre de 1986, presa de inmenso dolor, me confiesa: «Mi salud se está agravando lentamente. La mielopatía que padecí al nacer, y que jamás se me curó y permaneció oculta durante 84 años, ha vuelto a atacarme y me paraliza sin que haya modo de obtener gracia del cielo o del infierno para que yo no sufra más».

El 5 de junio de 1905 muere su madre al dar a luz a Julia. A la niña se le pone el mismo nombre de la mamá. Germán queda huérfano de madre cuando todavía no ha cumplido los tres años de vida. Dice que no conserva recuerdo alguno sobre ella. En reportaje que le hago en 1986 le pido que me dé una definición sobre su madre, y me respon­de a secas: “No la conocí”. El mismo concepto le so­licito sobre su nodriza y su madrastra, que han de­bido convertirse en madres sustitutas, y las califica de la siguiente manera: “Mi nodriza: una bruja de la Noche de Walpurgis. Mi madrastra: la esposa de Sa­tán».

Hecho poeta, y cuando ya han corrido muchas aguas turbias bajo sus puentes, en 1954 publica su Teoría de la noche americana —recogida en el libro U.Z. llama al espacio—, en la cual proclama su tre­menda orfandad y declara que la noche de América es su única madre.

Motor poético

Su mayor estigma ha sido el dolor. En la antigüe­dad, a los esclavos se les hacía una señal con un hie­rro candente. Así quedaban condenados a la esclavi­tud. Cuando el punzón se aplica en el alma, ya na­die lo borra. Por eso, casi toda la poesía de Pardo García está signada por la angustia. Sin el dolor, na­cido de la tragedia íntima del poeta, no hubiera lle­gado a elaborar una de las poesías más bellas que se hayan escrito sobre la tierra. El sufrimiento ha sido el cristal que le ha permitido ver y manifestar la ancha realidad del ser humano.

Adel López Gómez me anota lo siguiente en carta de febrero de 1986: “Germán Pardo García, el poeta del dolor, que cualquiera podría confundir con un espíritu en pena eterna, es uno de esos genios que le hacen falta a la humanidad para escribir la di­mensión de la vida».

Acudí al escritor de Manizales, que en sus crónicas de La Patria se había ocupado de la vida y la obra de Pardo García, en demanda de datos para elaborar el presente esbozo biográfico. Adel no sólo había leído su obra completa sino que lo había visitado en su domicilio mejicano. Y por toda respuesta me remitió la clave que necesitaba: Etiología y síndrome de una angustia.

Desde entonces no he hecho sino profundizar en este documento dantesco. He mantenido intensa co­rrespondencia con el maestro, hablé con él en Méji­co, le hice un reportaje que causó impresión, he pre­guntado por él a quienes lo conocen y lo admiran —e incluso a quienes no lo admiran, porque de todo hay en la viña del Señor—, y siempre ha surgido, ní­tido, el mayor signo de su tragedia: el dolor. La an­gustia, en definitiva, es el motor de su excelsa pro­ducción poética. Sin esa angustia existencial el pla­neta se hubiera perdido de un genio.

Confesión final

La poesía de Germán Pardo García tiene múlti­ples y maravillosas facetas —de amor por los seres, de amor por la naturaleza, de misticismo, de viajes por las regiones del asombro, de temblor fascinado frente a los arcanos de la ciencia y el misterio—, y siempre, de principio a fin, está movida por el is­mo sentimiento: la angustia. Al hombre hay que pin­tarlo con veracidad. En Pardo García la angustia es su entraña más íntima. Sacarlo de ella sería desdi­bujarlo. El autor de estas líneas, por más que ha in­tentado verlo de otra forma —acaso para suavizar el tono lúgubre de su trabajo— sólo ha hallado en él un hombre afligido. La angustia, sin embargo, es su mayor grandeza. Siendo su terrible epopeya perso­nal, con ella ha plasmado en el arte la tragedia hu­mana. Sin ella sería un ser opaco.

Sin el dolor no habría ciencia, ni poesía, ni escri­tores, ni arte. Es el mayor crisol que existe para fun­dir el espíritu y generar las ideas. El dolor hace in­dagar al hombre por los orígenes de las cosas, pro­duce desacomodo, y con él, inquietud y búsqueda, caminos que llevan al descubrimiento. La sensibili­dad se estimula con el dolor y se atrofia con la moli­cie. Lo grave del dolor es no saber soportarlo, ni encauzarlo para que sea productivo. Gracias al sufri­miento el hombre se levanta de la tierra y busca so­luciones en las alturas. Todo lo contrario de lo que causa la comodidad: quietud y letargo.

Esta dimensión de la angustia escrutadora de mundos —que puede desgarrar al hombre sin que por eso renuncie a ella el artista— resulta manifies­ta en una frase de Germán Pardo García: «Yo no soy sino un alma enamorada de la angustia «. Es una confesión que hace al final de sus días, cuando ya todo está consumado. Cuando está escrita su obra cumbre.

(Pardo García fue colaborador asiduo de este suplemento, donde pu­blicó muchos de sus poemas. El siguiente soneto —inédito— lo envió hace poco especialmente para L.D.)

Flores enfermas

Esa rosa se muere de hermosura.

Aquel lirio, de azules soledades,

y en un mar de doradas tempestades

el laurel se deshoja de amargura.

 En todo altar padece la figura

del jazmín del amor sin igualdades,

un nardo sobre el pecho les supura.

 El trébol en las sombras se marchita.

La angustia de una flor es infinita.

¡Oh clavos del Dolor, que ya se han visto

en todo cuando nace a la Belleza

y envía, cual la dalia, su tristeza

al huerto en que padece Jesucristo!

Germán Pardo García

El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá, 1-IX-1991

* * *

Comentarios:

De repente alguien penetraba en aquellos recintos misteriosos, que él le abría sin recelo quizá porque encontrara interlocutor idóneo a sus confidencias. Lo hizo con Gustavo Páez Escobar, en un reportaje terrorífico en que Pardo narró de su propia voz, con lenguaje descarnado, los acontecimientos que revelara de soslayo en la autobiografía introductora de su Apolo Pankrátor de 1.400 páginas, en el cual recogiera en 1977 su obra entre los años de 1915 a 1975. Belisario Betancur (palabras tomadas de su artículo Memoria de Pardo García, El Colombiano, Medellín, 30-VIII-1991).

Quizá la característica más pronunciada de la personalidad de Germán Pardo García fue la autenticidad. Poeta inmenso, conocedor insondable de la lengua castellana, artista del verso en sus más depuradas formas estéticas, por más de 60 años Pardo García ocupó un lugar de vanguardia como insomne creador de belleza, el más consagrado forjado de imágenes poéticas en el vasto panorama de la literatura hispanoamericana contemporánea. En representación de ésta, muchas veces surgió su nombre en los círculos intelectuales como el más digno de ser consagrado con el Premio Nobel. El Tiempo, Bogotá, 25-VIII-1991.

Compartimos tu honda pesadumbre por la muerte del genial poeta Germán Pardo García, quien seguirá viviendo en el presente y en el porvenir, gracias a la biografía que le escribiste. Lástima grande que el maestro no hubiera alcanzado a mirarse en ese fiel reflejo. Vicente Landínez Castro, Laurita, Barichara.

Congratulaciones por elogiosos artículos sobre el gran vate cósmico cuya poesía tiene soplo de eternidad. Jorge Franco Vélez, Medellín.