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Día del Periodista

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hoy, Día del Periodista, amanecí sin tema. Es sábado, y en este día acostumbro escribir la columna semanal de El Espectador. Repaso mi libreta de apuntes en busca de luces, pero no encuentro el hilo conductor para forjar mi artículo. Un escritor con la mente en blanco, y sobre todo un periodista sin ideas en su día institucional, es un desastre.

De repente, me acuerdo de mis remotos orígenes en el periodismo y me digo con ánimo triunfal, como si hubiera aparecido la llave perdida, que el tema está a la mano. Voy a localizarlo en el viejo legajo que mantengo protegido contra la pátina del tiempo. Contar la historia de mi nacimiento en el periodismo será motivo noble para recrear la mente, y la ocasión servirá además para rendir tributo a los periodistas en esta fecha que les hace revivir, como a mí, los propios principios y las propias convicciones.

En Tunja, hace 47 años, escribí por primera vez un artículo de prensa. No es usual que un muchacho que no ha llegado a los 20 años de edad tenga tal inclinación. Si la tiene, posee sin duda esa llama interna que se conoce con el nombre de vocación periodística.

En 1955 circulaba en Tunja un periódico mensual que poca gente recordará hoy en la comarca boyacense: El Momento, fundado por Alberto Mantilla Vargas, oriundo de Norte de Santander y líder estudiantil de la Universidad Tecnológica y Pedagógica, que se dio el lujo de crear su propio medio de comunicación en una ciudad monacal, sumida en los rezos y el silencio, y donde sólo existía El Demócrata, periódico perseverante del político Antonio Ezequiel Correa.

Varios jóvenes simpatizamos con la gaceta de Mantilla Vargas y formamos un grupo de solidaridad hacia su valerosa empresa, convirtiéndonos no sólo en sus colaboradores permanentes, sino en abanderados de su idea audaz. Mantilla Vargas, gran relacionista y hombre creativo y batallador, se abría campo en los círculos boyacenses con su dinamismo y su don de gentes, y así mismo conseguía la publicidad para hacer posible la vida del periódico. Se trataba de una publicación pulcra y bien elaborada, cuyo enfoque certero de los asuntos regionales le hacía ganar crecientes simpatías.

La vida de El Momento fue efímera. Es lo que suele acontecer con los periódicos de provincia. El propio nombre de la gaceta parecía reflejar la fugacidad de aquel esfuerzo colosal y solitario. Pero el entusiasmo y la porfía de quienes colaborábamos con la empresa, movidos por el ardor vitalizante con que ejercíamos nuestro cometido, nos causaba satisfacción.

Cuando apareció el último número y días más tarde salí de Tunja hacia otras latitudes, deposité en el fondo de un baúl de recuerdos juveniles, que una amiga se ofreció a cuidarme hasta mi regreso, los doce o quince números que constituían la colección. Al reclamar años después mi archivo secreto (donde además había guardado los borradores de mi primera novela), experimenté dolor profundo al descubrir que la humedad inmisericorde de Tunja había destruido todos los ejemplares. ¡De mis primeros pasos por el periodismo no quedaba nada, excepto el recuerdo!

Mucho tiempo después, en Bogotá, me tropecé un día con Alberto Mantilla Vargas, en medio del atafago estrujante de un ascensor. El feliz encuentro nos hizo retroceder en el tiempo para rememorar con emoción aquellos intensos días de agitación intelectual en la ciudad de Tunja, que le dieron vida a un sueño perenne: este sueño que no ha logrado desvanecer el paso voraz de los años.

El amigo se había graduado de abogado y ejercía su profesión en el edificio donde por accidente volvimos a encontramos. Le pregunté si conservaba los doce o quince ejemplares evaporados por el frío tunjano, y me dijo que los de él también habían desaparecido.

No sé si alguien posea algún vestigio de aquel momento fugaz del año 1955, vivido por un grupo de quijotes en la apacible capital boyacense. Es posible que la memoria sobre ese hecho remoto se haya borrado y sólo quede la semilla que vuelve a germinar hoy (47 años después), Día del Periodista, con la presente evocación.

El Espectador, Bogotá, 14-II-2002

 

 

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Las mil vidas de El Espectador

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Bien lo dijo el valiente director, doctor Carlos Lleras de la Fuente, en el editorial donde anunció el propósito de no desfallecer ni detenerse, al iniciar la etapa actual: «Peores momentos hemos vivido, y hemos sobrevivido a ellos; de ahí que nadie pueda hablar de que se cerró El Espectador, ni de que murió el decano de la prensa colombiana; sólo se transformó, como lo ha hecho varias veces durante su larga existencia».

No hay en Colombia, y es posible que en el mundo entero, otra publicación que tenga una vida más accidentada que la de El Espectador. Vida llena de heridas y golpes bajos, de persecuciones y atropellos, de censuras y cierres forzados, de agresiones y furias arrasadoras, de incendios y mutilaciones, de cárceles y asesinatos.

Después de cada percance, de cada estallido del odio, de la sinrazón o de la dinamita, este periódico de las mil batallas y las mil vidas heroicas ha surgido de las cenizas, como el ave fénix, con la misma consigna que hoy sale de los labios de su director, otro Cano de los nuevos tiempos: «¡Seguimos adelante!».

El 8 de julio de 1887, tres meses después de su nacimiento, El Espectador fue suspendido durante un semestre por el presidente Núñez. Eran apenas cuatro páginas endebles que aparecían dos veces por semana, pero de tal firmeza y verticalidad, que el Gobierno regenerador no podía resistirlas. Poco tiempo después llegaba nueva orden de cierre, por seis meses más, decretada por el presidente Holguín.

En 1893, el gobernador de Antioquia vuelve a amordazarlo y ordena encarcelar a su director, don Fidel Cano. A partir de octubre de 1899 le llega una suspensión de cuatro años, y en diciembre de 1904, otra de ocho años, impuesta por el general Rafael Reyes. A lo largo de su existencia se han presentado ocho interrupciones, que en total representan 17 años de receso.

El 6 de septiembre de 1952, el periódico es incendiado. A comienzos del 56, en los días más agudos del régimen militar, es sancionado con $ 600.000 (cifra desorbitada) por presuntas inexactitudes fiscales. Un mes después, Alberto Lleras Camargo entra a dirigir El Independiente, ante el cierre temporal de El Espectador, que reaparece en julio de 1958, hasta nuestros días.

A partir de 1982, el Grupo Grancolombiano le inflige tremendo golpe al retirarle los avisos publicitarios, en razón de las denuncias hechas por el periódico debido a los abusos cometidos por el pulpo financiero. En 1986, el narcotráfico, monstruo de nuestros días, asesina a don Guillermo Cano, y en 1989 destruye las instalaciones con 150 kilos de dinamita.

Maltrecho el diario y con riesgo de extinguirse, el Grupo Bavaria lo adquiere en 1997. En febrero de 2000, el doctor Carlos Lleras de la Fuente asume la Dirección, y finalizando el mes de agosto pasado, ante la imposibilidad de nuevos recursos que salven el deterioro de las cifras, pasa a ser dominical (sin dejar de ser diario, ya que se sigue elaborando todos los días por internet, el sistema moderno de comunicación masiva que consultan miles de visitantes).

De esta manera se sintetiza esta densa trayectoria de caídas y levantadas, de padecimientos y recuperaciones, de luchas y glorias, donde la porfía y el carácter de un ideal consiguen el milagro de la supervivencia. Nunca El Espectador ha transigido con la corrupción y los abusos públicos, ni se ha dejado abatir por las adversidades y los ataques del destino. Y siempre ha mantenido incólume la regla de oro de su fundador, don Fidel Cano: «No hablar a los dueños del poder el lenguaje de la lisonja, y no tributar aplausos ni a los hombres ni a sus actos sino cuando la conciencia nos lo mande».

El Espectador, Bogotá, 22-XI-2001.

 

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Los abismos de la ira

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La guerra declarada contra El Espectador por el narcotráfico no se detuvo con el asesinato de don Guillermo Cano en 1986, ni con el atentado dinamitero contra la sede del diario en 1989, sino que se trasladó, con la mayor sevicia que haya existido contra cualquier otro periódico, ¿quizá en el mundo entero?, al departamento de Antioquia.

En agosto de 1990 estuve en la ciudad de Medellín, y como viejo lector y colaborador de El Espectador solicité en la recepción del Hotel Nutibara, donde me hospedaba, que todos los días se me pasara dicho periódico. Mi sorpresa fue mayúscula al enterarme de que el diario, desde meses atrás, no circulaba ni en Medellín ni en Antioquia, debido a la época de terror impuesta por Pablo Escobar.

En efecto, los representantes locales del diario habían sido asesinados por el narcotráfico, y los voceadores, amedrentados, no se atrevían a anunciarlo por las calles. Para evitar más represalias y sin duda nuevos asesinatos, El Espectador prefirió retirarse en forma temporal y prudente de la tierra paisa, donde un siglo atrás había nacido con signos tormentosos. Ante semejante noticia, me sentí perplejo y descorazonado.

¿No conseguir el diario de los Cano en su propia comarca antioqueña? Esto era inaudito. ¡Hasta tales abismos habían descendido los fermentos de la ira! Era el único lugar del país donde el periódico estaba amordazado, en plena libertad de opinión del siglo XX, y no por los gobiernos represivos de Núñez, de Reyes o de Rojas Pinilla, sino por el amo y señor de los narcóticos.

Me privé, pues, de leer mi diario el mismo día de su aparición, y este placer tenía que postergarlo, con desazón y dolor, para cada fin de semana, cuando regresaba a Bogotá con aires de libertad. Así, por espacio de dos meses.

Más tarde descubrí que la directora de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, Gloria Inés Palomino, recibía todos los días tres ejemplares sigilosos, por correo inmediato, que devoraban en secreto algunos lectores privilegiados de la entidad. Algún día encaminé mi curiosidad a la Piloto, y presencié un espectáculo conmovedor: sobre el mismo ejemplar se inclinaban varios contertulios ansiosos, y podría decirse que en aquel ambiente de peligrosa clandestinidad, ocultos a la ira inexorable del capo, paladeaban el banquete suculento del día.

Cualquier día encontré sobre el escritorio de un alcalde de la región el libro titulado También fui espectador, cuyo autor, José Yepes Lema, al retirarse resentido del periódico, escribió dicho libelo contra los Cano en sus vidas privadas. El libro tuvo escasa circulación nacional, quizá por la intención baja con que había sido concebida la obra, pero en Antioquia llegaba por aquellos días a todas las alcaldías en forma misteriosa. El remitente, según me explicó aquel alcalde, no podía ser sino la mafia reinante, interesada en desacreditar a sus enemigos periodistas en su propia tierra.

El alma me volvió al cuerpo cuando pocos días antes de mi regreso definitivo a Bogotá, acodado en la ventana del Hotel Nutibara, oí de repente que alguien voceaba en plena calle el nombre de El Espectador. Desde la altura en que me hallaba pude presenciar que el valiente muchacho corría por la calle borrosa con un paquete del diario, seguido de numerosos transeúntes que querían adquirirlo. Cuando bajé en busca de mi ejemplar, ya la edición estaba agotada.

Desde entonces, el grito de los repartidores de Medellín fue cada día más vigoroso, y al fin pude hacerme a un ejemplar. En Antioquia estaba a punto de extinguirse la horrible noche cargada de odios viscerales.

Hoy, cuando el periódico vuelve a recibir otro golpe increíble, dentro de su larga y accidentada historia de epopeyas, se me antoja asimilar aquella voz callejera a un grito de libertad, y se me ocurre pensar con optimismo que no será ni imposible ni lejano el día en que El Espectador vuelva a cantarse a diario y con júbilo, como en aquel lejano agosto de mi estancia en Medellín, por todos los caminos de la patria.

El Espectador, Bogotá, 13-IX-2001

 

Los rasguños de Osuna

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El periódico El Tiempo se inventó un año sabático para explicar la salida de Héctor Osuna de la revista Semana. Para el descanso le asignó el oficio ideal: la pintura. Sin embargo, el caricaturista da otra versión de los hechos en carta enviada a la revista:

«El propietario y el novel director del semanario saben muy bien que no me voy porque tenga nuevos proyectos y que fueron muy otras las circunstancias en que se produjo mi desvinculación como colaborador de Semana, las cuales pasa­ron por el no va más de la columna ‘personalísima’ de Lorenzo Madrigal, lo que forzó mi retiro, y siguieron con nuevas condiciones, sorpresivas e inaceptables, que ni siquiera consideré».

Quienes conocemos a Héctor Osuna sabemos que es hombre de una sola pieza. De carácter altivo e inquebrantable. A lo largo de su labor periodística, que acaba de pasar la barrera de los 40 años, lo que más ha defendido ha sido la libertad de expresión.

Vale la pe­na aclarar que El Espectador nunca le coartó la libertad para censurar u opinar, por más que en muchas ocasiones no siguiera el pensamiento editorial del periódico. Sin el requisito de la independencia conceptual es imposible que Osuna, o Lorenzo Madrigal, permanezca en algún medio de comunicación.

Osuna ha sido siempre caricaturista político, cam­po en que ha esgrimido con bizarría y porte de gladiador romano armas contundentes para el cabal desempeño de su oficio: irreverencia, firmeza de las verdades, claridad de los conceptos, arremetida contra lo divino y lo intocable. La caricatura exige estar en línea de oposición para que conserve su real espíritu contra los desmanes del poder y los desvíos de la moral pública. No se puede ser buen caricaturista cuando se es complaciente o débil con los gobernantes.

«El golpe debe ir a la mandíbula», recomienda Don Wright, ganador del Premio Pulitzer. «Un caricaturista reverente no se llama caricaturista sino jefe de relaciones públicas», agrega Daniel Samper.

Con estas reglas, que jamás han desmayado en la confección de sus figuras de combate, Osuna hizo célebres la perrita Lara, en el gobierno de López Michelsen; los caballos de Usaquén, en el de Turbay; sor Palacio, en el de Belisario. Cuando esta monja culta y obesa (hija de Botero) fue retirada de los salones palaciegos, la sustituyó en el gobierno de Bar­co sister Alice of the Saints –religiosa gringa y santista–, y hasta ahí llegaron las monjas.

No hay que aguzar demasiado el cerebro para de­ducir que la salida de Osuna de la revista Semana obedeció a presiones políticas. La razón es clara: co­mo sus trazos y comentarios herían determinados intereses que el semanario no quería lastimar, y el autor no estaba dispuesto a modificar su tradicional conducta crítica, la publicación debía tomar medi­das. Por lo tanto,  al colaborador se le fijaron nuevas pautas, y como él no podía aceptarlas, se fue. Luego la revista publicó una galana nota de despedida, que para el “homenajeado” contenía una oculta píldora amarga, nota que éste interpreta co­mo «la descarnada separación de cuerpos a la que se llegó en la nueva etapa santista».

Ahora Osuna se ha quedado sin puesto, circuns­tancia que eleva a 21 por ciento el índice de desempleo del país. Queda fácil pensar que al maestro le han llegado varias propuestas atractivas, pero el meollo está en que pocas resultan coherentes frente a su concepción filosófica de la caricatura y la ética profesional. Aquí no se trata de dinero sino de principios, y éstos no tienen precio.

Por no compartir la compra de El Espectador por parte del Grupo Bavaria –pulpo empresarial, según el carica­turista, que sólo buscaba concentración de poder–, en noviembre de 1997 se retiró del diario luego de 38 años de solidaridad con los Cano. El Tiempo le pre­guntó entonces si quedaba alguna puerta abierta pa­ra su posible regreso, y él contestó: «Pues inmediata, no. El Espectador seguirá siendo mi casa en tanto vuelva a ser lo que fue. Si, en una hipótesis imposible, volviera a ser El Espectador, sería fácil mi regre­so».

En días pasados el doctor Carlos Lleras de la Fuente lo invitó a volver a casa. Está pendiente la respuesta de Osuna. Como los hechos demuestran que el «pulpo» financiero ha concedido libertad al doctor Lle­ras de la Fuente para el manejo editorial del diario (circunstancia sin la cual él no hubiera aceptado la Dirección), y por otra parte el combativo y caracterizado Director –a la manera de Lorenzo Madrigal– ha recuperado el es­pacio para la crítica vigorosa e independiente de otras épocas, cabría esperar el regreso del hijo pródigo.

El Espectador, Bogotá, 24-III-2001

 

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Nuevos aires en La Crónica

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Ocho años han corrido desde que un grupo de quindianos, animados por el amor a la tierra, fundaron La Crónica del Quindío. En su creación prevaleció, por encima de intereses políticos o económicos, una idea fundamental: el servicio al Quindío. El periódico ha liderado decididas y valero­sa campañas por el progreso regional, haciendo énfasis en los valores propios y atacando la corrupción pública y los desvíos de gobernantes y políticos.

No han sido pocos, por supuesto, los escollos que el diario ha tenido que sortear para mantenerse como atalaya de la opinión pública. Uno de esos obstáculos, común a todos los medios de comunicación y sobre todo a la prensa regional, es el de las cifras. El periódico es una empresa comercial, y como tal debe ser rentable o de lo contrario desapare­ce.

La Crónica no ha sido aje­na a estas vicisitudes, pero la recia voluntad de accionistas y directivos, sumada al espíritu de lucha de los periodistas y del  personal de planta, ha permitido la supervivencia.

No puede haber periódico sin lectores. Obvio. Esta es otra de las columnas vertebrales en que se apoya el periodismo. En lo que respecta a La Crónica, es ma­nifiesto el respaldo creciente que le han brindado los habi­tantes de la región, hasta el punto de que los tirajes son cada vez más amplios y cubren no solo  la geografía quindiana sino que llegan a sitios aledaños, e inclu­so a ciudades distantes, como la capital del país.

Ahora La Crónica, con la asesoría del maes­tro Vladdo, realiza el redise­ño de sus páginas. Nuevos aires se res­piran hoy en el pe­riódico. Aires de renovación y vida. La edición número 2.739 del 2 de marzo, remozada y juvenil, marca un nuevo rumbo para estas pági­nas batalladoras y ágiles, con­cebidas como nervio sensi­ble de la comunidad quindiana.

Rodrigo Gómez Jaramillo, su director, ha puesto al frente de la empresa su larga trayectoria como líder de la comunidad y ha acaudillado nobles causas por el engrandecimiento de la comar­ca y la censura de vicios y co­rrupciones, con alto sentido de independencia y de apoyo a los principios éticos.

Lo acompañan Carlos Alfonso Rodríguez Orozco en la gerencia, joven economista que ha sabido vigorizar las cifras, y Adriana Mercedes Marín en la jefatura de Redacción, persona diestra en las exigencias de su cargo. A esta nómina se suman Vladdo como asesor de diseño y Mauricio Jaramillo como editor gráfico, fuera del personal de periodistas y colaboradores, que pueden ufanarse de su casa periodística y del progreso que ella exhibe para orgullo de la región.

La Crónica, nacida de de un empeño optimista, no ha sido flor de un día. Es periódico respetable, cada vez más pujante, que tiene eco en el país y que está llamado a superiores destinos.

La Crónica del Quindío, Armenia, 21-III-2000

 

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