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Alas de papel

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Mi libro está hecho con recortes. Pero no es una colcha de retazos. Estos recortes llevan alas. Sobre mi mesa de trabaje he volcado papeles y recuerdos. Es la manera de volver sobre uno mismo, repasando fatigas y satisfacciones. Frente a mis escritos, trabajados a lo largo de cinco años de recias vigilias, y valerosamente, el ánimo no puede hoy menos de sentirse fortificado.

Fue el 30 de mayo de 1971 cuando la página literaria de El Espectador publicó mi primer cuento. Lo que pudiera haber sido una intromisión en las letras, se consolidaría en empeño inquebrantable. Y al paso de los días continuaron hilvanándose páginas perseverantes hasta plasmar mi vocación literaria. El Espectador, amplia casa del pensamiento y mecenas de escritores, «alborotó» mi entusiasmo. El aliento dispensado a mis escritos me obligó a no retroceder.

En La Patria, de Manizales, cuna de la intelectua­lidad regional, ensayé, con igual suerte, mis afanes espirituales. Allí se ha formado una generación de escritores, y poder siquiera rastrear sus huellas es ya bastante privilegio.

Son cinco años de ejercicios. Cinco años de sudores. Revuelvo ahora recortes como reviviendo emociones. Se entrecruzan crónicas, cuentos, ensayos. Y se agiganta el alma. Es el itinerario de un ciclo vivido con reflexión, puede que con prisas y sobresaltos, pero en todo momento con la mente abierta y el corazón amplio. Procuro hacer del caso común un punto de apoyo para la inteligencia y para la fabricación de ideas. Detesto las cosas pesadas y por eso mis escritos son leves como la espuma.

Entresaco varios trabajos, algunos inéditos, los repaso, los pongo en línea… ¡y ya! Queda hecho el libro. Son temas diversos que pueden leerse en cualquier orden. Tienen la ventaja de permitir saltar páginas para llegar pronto al final, si el lector resiste tanto.

Mi libro no tiene prólogo. Es casi una orfandad. No sé si sea una lástima o una fortuna.

Escribir es actitud del alma. Transitar por los misterios de la palabra, crear imágenes, enhebrar ideas, será siempre, y en cualquier circunstancia, la mayor con­quista del espíritu. La palabra escrita es búsqueda, amor, canto. Es sufrimiento y es triunfo. Es agonía, pero también luz. Y por sobre todo, es vida.

Armenia, 13-II-1976.

 

 

  

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Periodistas con título

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El estatuto del periodista será pronto realidad. Con las velocidades que son características en el final de las sesiones parlamentarias, la ley respec­tiva recibió el último hervor y ya va camino de la sanción presidencial, que muchos es­peran como regalo navideño. Se supone que habrá más ca­tegoría cuando quede promulgado el esta­tuto que reglamenta la pro­fesión de periodista con rango universitario.

Para ser comentarista público se requerirá en el futuro estar acreditado por un carné, que lo expide el Esta­do por conducto de las universi­dades. Y tendrán que satisfacerse determinados requisitos, entre ellos el de una prueba de aptitud dentro de lo que ha dado en llamarse «me­dios de comunicación», otro de los inventos de la época, que no inventan nada.

La palabra ha sido, a través de los siglos, la expresión natural de los pue­blos y su ámbito es tan porten­toso que ha encontrado sus propios canales sin regirse por reglas predeterminadas. Y es que la inteligencia no puede medirse con el test que pa­tentó la era industrial. Hoy todo pretende resolverse a base de test, fórmula engañosa en las más de las veces y que lejos de descifrar casos de personali­dad o de idoneidad, solo consigue, por lo general, enre­dar lo que antes no admitía duda.

Muchos serán los periodistas que en adelante serán descalificados al no conseguir convencer a los calificadores. Periodistas criollos, versados en la magia de la expresión, responsables de un oficio que conocen y al que dedicaron sus energías, se verán enredados entre los garfios de esta ley que, como toda ley, es fría y no puede distinguir, solo con base en fórmulas teóricas, lo auténtico de lo inauténtico. Si acaso existe una profesión difícil de legislar es la del periodista.

El verdadero periodismo corre por la sangre más que por los tinglados de estatutos que, por más fines loables que busquen, no podrán nunca crear la inspiración —el primer ingrediente del perio­dismo—, de la misma manera que forman médicos, abogados o ingenieros, profesiones sujetas a reglas más o menos precisas. El periodismo es ma­teria abstracta que no admitecánones mensura­bles y resulta tan compleja para delimitarla que su so­beranía se confunde mucho con la libertad de expresión que consagran los derechos uni­versales del hombre.

Está bien que los aspirantes al periodismo comiencen desde aprender a sumar y restar, y a no cometer burradas con las sintaxis y la ortografía, y a distinguir lo fundamental de lo accesorio. Está bien que el oficio tenga normas de comportamiento y que haya responsa­bilidad y se establezcan san­ciones para actos que riñan con principios éticos. Está bien que se exijan conocimientos sobre la evolución de las comunicaciones. Está bien que el periodista se capacite y se supere. Pero sería absurdo que a los veteranos de la profesión se les desconociera, de pronto, su habilidad para el oficio que han ejercido durante muchos años y que dominan mejor que los diplomados de última hora, que comienzan a ensayar sus primeros pasos.

Se llega, una vez más, a la distinción entre la teoría y la práctica. El empirismo no anda equivocado al considerar que la experiencia es la suprema fuente del conocimiento. Cuando la experiencia está ro­bustecida por estudios superiores, tanto mejor. Si para el escritor la mejor regla es que escriba, y para el crítico literario que sepa criticar, para el periodista su mejor universi­dad es el recorrido por los periódicos. Ser o no buen discí­pulo de estas disciplinas depende de cada cual.

Ha sido Colombia escuela de periodis­tas. De periodistas serios, pro­bos y destacados. Figuras descollantes del país tuvieron comienzos humildes en el periodismo. José Salgar comenzó en un oficio elemental, hasta llegar a ser director del periódico. En la casa de los Cano se han formado varias generaciones de periodistas.

Ni líos mejores periodistas ni los mejores escritores se graduaron en ninguna universidad. Aprendieron el oficio entre tintas y galeradas; ejercitaron la mente ante la página en blanco, uno de los peores suplicios de la vida; recibieron las mejores enseñanzas de quienes los antecedían en el mismo trajinar, y llegaron a ser auténticos periodistas —muchos insuperables—, sin estatutos ni aderezos.

Fueron, y seguirán siéndolo, periodistas a secas. También se es escritor a secas. En días pasados un grande escritor del continente decía que él era especialista en nada. En li­bro de José María Gironella que leo en el momento, encuen­tro los siguientes datos personales: tres años de seminario, aprendiz en una droguería, botones de un banco. ¡Y ha escrito 14 libros!

Hay periodistas consagrados que saben periodismo con carné o sin él, y ojalá la sabi­duría del estatuto logre codi­ficarlos sin auxilio distinto al del mérito propio. Dejemos el test, o la prueba de aptitud —si es que sirve para algo—, para los novatos.

El Espectador, Bogotá, 20-XII-1975.

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La mala prensa

viernes, 17 de junio de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando los periodistas ex­tranjeros nos ponen el dedo so­bre la llaga, suele el país reaccionar con la socorrida argumentación de lo que ha da­do en calificarse como la ma­la prensa. Pero no siempre los despliegues periodísticos que recaen sobre Colombia son tan sensacionalistas como algunos los acusan, ni tan irreales como los quisiéramos.

Se exagera, es cierto, y a veces se le da cuerda a la fantasía, con algunos apuntes, sobre todo en la llamada prensa amarilla. De esta contingencia no está exento ningún país, y ni siquiera pueblos más civilizados que el nuestro. Vimos hace poco, en primera página de un periódico bogotano, la reproducción de un titular publicado en el ex­terior con gran despliegue y con énfasis sobre ciertas peculiaridades de la accidenta­da vida bogotana, y en general de Colombia. Se nos tilda de ser país inseguro y medio selvá­tico, donde no solo peligra el bolsillo, sino también la in­tegridad física. Es una advertencia al turista para que se de­fienda, si es que después de la lectura se arriesga a deslizarse por nuestras calles plagadas de angustias y de sobresaltos. ¿Será eso mala prensa?

Todos sabemos que vivimos sometidos de continuo al asalto, al engaño, a la in­timidación y hasta la muerte, en el pequeño o gran Chicago en que se han conver­tido las ciudades colombianas. Para consuelo de tontos, cuando men­cionamos a Chicago como el centro por excelencia del crimen, estamos jactándonos con ser menos delincuentes que otros. A Chicago no se le hace mala prensa destacándole —si eso es una manera de destacar— su vida azarosa, la mejor escuela del gangsteris­mo del mundo.

Una de las inclinaciones naturales del hombre es la de vivir haciéndoles apologías al delito y a las cosas absurdas, como ocurre en series de tele­visión, una de ellas, Las Calles de San Francisco, o en libros como El Padrino, ambos importados, con su fondo de atrocidades y de cosas ciertas.

En Colombia, como en cualquier país, existe delin­cuencia. No nos alarmemos del todo cuando nuestros visitantes regresan a sus lugares de origen con crónicas sobre lo que les ha ocurrido, o han visto, o les han contado. Detrás de esas noticias hay verdades imposibles de ignorar. Ciertas protestas no conducen a nada bueno, si no es a acentuar más nuestros defectos.

Bogotá es ciudad invivible, nadie lo ignora. Lo mismo ocurre con la mayoría de nuestras ciudades. En cada esquina, a cada paso, lo mismo en la oscuridad que a plena luz del día, amenazan el raponero, el estafador, el sádico, el asesino… Este articulista se re­fería, no hace mucho, a la violencia urbana que «asusta» en nuestras ciudades.

Antes que continuar viendo siempre mala prensa en las verdades que nos dicen desde el exterior acerca de nuestro agitado y a veces tenebroso vivir, clamemos a las autorida­des por que se brinden mejores garantías; por que el turista no sea asaltado en la propia baja­da del avión; por que el extran­jero pueda recorrer nuestras calles sin miedo  y con optimismo; y por que, al tomar el avión de regreso, se marche grato con la mala prensa que traía en la cabeza.

La mala prensa no es mala cuando es real. Y puede con­vertirse en buena, en construc­tiva, cuando es capaz de es­timularnos el sentido patriótico para corregir los yerros de esta sociedad desquiciada.

El Espectador, Bogotá, 19-III-1975.

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Con el doctor a cuestas

domingo, 15 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Poca gracia le deben causar a Jorge Santander Arias los movimientos que se han formado para que la Universidad de Caldas lo designe «doctor honoris causa». El claustro docente, que desde hace mu­cho tiempo ha debido tomar la iniciativa, sin apre­mios y sin el incordio de respetables memoriales del momento, se siente sin duda incómodo ante el tar­dío reconocimiento que hará de un honor que hubie­ra sido más destacado de haberlo conferido por pro­pia idea.

Para nadie es secreto que Jorge Santander Arias representa un patrimonio de la cultura y es uno de esos genios que nacen por generación espon­tánea, de esos cultores del espíritu que entran solos en el campo de la inmortalidad, sin ostenta­ciones ni el apoyo de caducos pergaminos. No se sabe qué admirarse más en él, si su vasta erudi­ción, fortalecida por su silenciosa voracidad de biblioteca, o su innata predisposición como artista movido por misteriosas irradiaciones que le arrancan páginas de desconcertante sabiduría, unas veces im­pulsadas por el gracejo y la sátira, y otras, forjadas con los rigores del más exigente tallador de piedras preciosas.

Con razón se le considera un esteta del pensa­miento, orfebre en su propia universalidad del saber humano. Es, como lo proclama un intelectual a quien debe creérsele, a más de brillante periodista, el me­jor ensayista del país. Posee, como pocos, ese quis­quilloso talento para afilar los aconteceres más tri­viales y moldearlos en sapientes píldoras de consu­mada estrategia. El suceso ordinario, la noticia pro­caz son tratados con la maestría del filósofo que es capaz de arrancar una chispa donde solo había esterilidad.

Ignora la frase ramplona y desconoce la cursilería, terreno tan próximo al humor mal dosificado. Y se profundiza, en cambio, con el lenguaje que brota con la fluidez del manantial, o con la es­pontaneidad de un vocabulario muy característico suyo, porque a nadie imita, y que, no por elevado a veces, es jamás torturante, para serlo, al contrario, sonoro y majestuoso.

Tal el Santander Arias a quien no conozco en persona, pero que leo y admiro. Es, para este asiduo lector de La Patria, personaje familiar, algo metido en el cerebro, con su barbilla torcida que le pinta el periódico, sus anteojos de catedrático taciturno y su talante doctoral. Resulta una figura cer­cana y distante al propio tiempo, quizás ahora algo constreñida en el físico, si él mismo goza con los doce kilos que acaba de perder, o de ganar, en saluda­bles invasiones plásticas.

Conciso, penetrante, mordaz. Cada concepto, ca­da ficción, cada pincelada, son obras del talento. Oigámoslo: «Sus ojos son desconcertantes, grávidos de opalescencias, mestizos entre felinos y acuosos; acusan manchas subrogadas de verdinegros absolu­tos en mitad de la pupila, y a veces semejan aguas muertas que no reflejan nada y que se tragan todo». Describiendo el alma de Liz Taylor a través de sus ojos de gata, diríase que ha estado cerca de su cuerpo. ¡Bendita agudeza que permite inun­dar los terrenos de la prohibición!

¿Para qué estériles doctorados, por más honrosos que sean, si él ni los necesita ni los reclama? ¿Por qué, en cambio, no recopilar sus notas periodísticas, profundos tratados del catedrático que hay en él? Y esto para no hablar de sus demás incursiones literarias, a buen seguro escondidas y polvorientas en los anaqueles de su biblioteca. Hacerle mérito publicando sus obras es mejor homenaje que poner­lo a subir las faldas de Manizales con un doctorado a cuestas.

En el mundo hay demasiados doctores, pero pocos doctos. O si no, que lo desmienta el embolador de la esquina. Y es que estos títulos extemporáneos joroban a la persona. No hace mucho García Márquez,  camino de los Estados Unidos, a donde viajaba a re­cibir el «honoris causa», se burlaba del «adiós, doctor Gabito» con que lo saludaban los choferes de Barranquilla, y le comentaba a su amigo: «¿Ves có­mo maman gallo? Son como yo: no creen en los doctores».

Recuerdo a mi paisano boyacense, partero sin cartón y el médico de moda de las damas, que se había olvidado doctorarse y que por eso mismo, como tegua de prestigio, provocaba la envidia de sus colegas. En un seminario médico al que había concurrido con fingida cortesía pero con natural recelo, uno de sus envidiosos se acordó de herirlo al calor de las champañas, y en subida disertación sobre el ejercicio profesional terminó brindando por los «médicos sin cartón». El aludido, que aparte de saber manejar con destreza el bisturí y de hacer prolífica a la humanidad, también había aprendido a ser incisivo, devolvió el hervor de la champaña con refinada elocuencia: «Y yo brindo por los cartones sin médico».

La Patria, Manizales, 27-VI-1974.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 7-VII-1974.
Eje 21, Manizales, 20-XI-2020.

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Periodismo carcelario

sábado, 30 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Llegó a Armenia un director de cárcel con alma de periodista. Per­sona activa, amable, humana. Dicen que hizo buena obra. No sé por qué salió del puesto. Fun­dó un periódico. Estaba bien editado; demasiado bien para ser impreso en el penal. Pero el periódico murió con la salida del director. ¡Lástima grande porque la sociedad necesita periodismo en las cárceles! Repasando mis archi­vos encuentro un grato recuerdo, que no me resisto a transcribir:

Armenia, junio 10 de 1972. Señor don Fabio Gómez Gómez, director del periódico Cultura. Amigo director: Me hallaba en mora de hacerle llegar mi voz de aplauso por la aparición del periódico Cultura, que, fundido en los talleres carcelarios, hace evidente el sentido de la rehabilitación del hom­bre. Causa asombro y admiración el encontrar que sea la propia mano del preso, la misma que a lo mejor se exaltó en el torbellino de la vi­da, la que ahora acomoda con pacien­cia y reflexión las hileras del plomo que fabrica ideas, en lugar de causar estragos.

Llegado el periódico a su cuarto nú­mero, en tan corta existencia, sorpren­de ante todo la tenacidad de la empre­sa, y luego es preciso destacar el esfuer­zo de quienes hacen posible la apari­ción de estas páginas de maravilloso contenido periodístico.

Encuentro en el último número los generosos conceptos que sobre mi no­vela Destinos cruzados escribe el pe­riodista Ariosto Cardona A. Sus pala­bras me alientan y entusiasman. Me parece extraordinaria la ocasión para sentirme orgulloso al ver comentada mi obra en el órgano que busca rehabilitar al hom­bre. La esencia de la novela es la rehabilitación.

Mil gracias al amigo Cardona por el buen enfoque de sus comentarios. «Pueda ser que no sea usted un hués­ped de paso en la literatura», me re­cuerda el periodista. Yo le contesto que confío no serlo, pero si así fuera, estoy ya recompen­sado sabiendo que mi libro ha llegado a manos del recluso, llevándole un mensaje de esperanza en la vida.

Una cordial congratulación. Me apropio la idea del amigo Ariosto para decirle a usted: “Pueda ser que no sea usted un huésped de paso en el periodismo”. ¡Adelante! Cordialmente, GPE

La Patria, Manizales, 4-II-1974.

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