Por: Gustavo Páez Escobar
Poca gracia le deben causar a Jorge Santander Arias los movimientos que se han formado para que la Universidad de Caldas lo designe «doctor honoris causa». El claustro docente, que desde hace mucho tiempo ha debido tomar la iniciativa, sin apremios y sin el incordio de respetables memoriales del momento, se siente sin duda incómodo ante el tardío reconocimiento que hará de un honor que hubiera sido más destacado de haberlo conferido por propia idea.
Para nadie es secreto que Jorge Santander Arias representa un patrimonio de la cultura y es uno de esos genios que nacen por generación espontánea, de esos cultores del espíritu que entran solos en el campo de la inmortalidad, sin ostentaciones ni el apoyo de caducos pergaminos. No se sabe qué admirarse más en él, si su vasta erudición, fortalecida por su silenciosa voracidad de biblioteca, o su innata predisposición como artista movido por misteriosas irradiaciones que le arrancan páginas de desconcertante sabiduría, unas veces impulsadas por el gracejo y la sátira, y otras, forjadas con los rigores del más exigente tallador de piedras preciosas.
Con razón se le considera un esteta del pensamiento, orfebre en su propia universalidad del saber humano. Es, como lo proclama un intelectual a quien debe creérsele, a más de brillante periodista, el mejor ensayista del país. Posee, como pocos, ese quisquilloso talento para afilar los aconteceres más triviales y moldearlos en sapientes píldoras de consumada estrategia. El suceso ordinario, la noticia procaz son tratados con la maestría del filósofo que es capaz de arrancar una chispa donde solo había esterilidad.
Ignora la frase ramplona y desconoce la cursilería, terreno tan próximo al humor mal dosificado. Y se profundiza, en cambio, con el lenguaje que brota con la fluidez del manantial, o con la espontaneidad de un vocabulario muy característico suyo, porque a nadie imita, y que, no por elevado a veces, es jamás torturante, para serlo, al contrario, sonoro y majestuoso.
Tal el Santander Arias a quien no conozco en persona, pero que leo y admiro. Es, para este asiduo lector de La Patria, personaje familiar, algo metido en el cerebro, con su barbilla torcida que le pinta el periódico, sus anteojos de catedrático taciturno y su talante doctoral. Resulta una figura cercana y distante al propio tiempo, quizás ahora algo constreñida en el físico, si él mismo goza con los doce kilos que acaba de perder, o de ganar, en saludables invasiones plásticas.
Conciso, penetrante, mordaz. Cada concepto, cada ficción, cada pincelada, son obras del talento. Oigámoslo: «Sus ojos son desconcertantes, grávidos de opalescencias, mestizos entre felinos y acuosos; acusan manchas subrogadas de verdinegros absolutos en mitad de la pupila, y a veces semejan aguas muertas que no reflejan nada y que se tragan todo». Describiendo el alma de Liz Taylor a través de sus ojos de gata, diríase que ha estado cerca de su cuerpo. ¡Bendita agudeza que permite inundar los terrenos de la prohibición!
¿Para qué estériles doctorados, por más honrosos que sean, si él ni los necesita ni los reclama? ¿Por qué, en cambio, no recopilar sus notas periodísticas, profundos tratados del catedrático que hay en él? Y esto para no hablar de sus demás incursiones literarias, a buen seguro escondidas y polvorientas en los anaqueles de su biblioteca. Hacerle mérito publicando sus obras es mejor homenaje que ponerlo a subir las faldas de Manizales con un doctorado a cuestas.
En el mundo hay demasiados doctores, pero pocos doctos. O si no, que lo desmienta el embolador de la esquina. Y es que estos títulos extemporáneos joroban a la persona. No hace mucho García Márquez, camino de los Estados Unidos, a donde viajaba a recibir el «honoris causa», se burlaba del «adiós, doctor Gabito» con que lo saludaban los choferes de Barranquilla, y le comentaba a su amigo: «¿Ves cómo maman gallo? Son como yo: no creen en los doctores».
Recuerdo a mi paisano boyacense, partero sin cartón y el médico de moda de las damas, que se había olvidado doctorarse y que por eso mismo, como tegua de prestigio, provocaba la envidia de sus colegas. En un seminario médico al que había concurrido con fingida cortesía pero con natural recelo, uno de sus envidiosos se acordó de herirlo al calor de las champañas, y en subida disertación sobre el ejercicio profesional terminó brindando por los «médicos sin cartón». El aludido, que aparte de saber manejar con destreza el bisturí y de hacer prolífica a la humanidad, también había aprendido a ser incisivo, devolvió el hervor de la champaña con refinada elocuencia: «Y yo brindo por los cartones sin médico».
La Patria, Manizales, 27-VI-1974.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 7-VII-1974.
Eje 21, Manizales, 20-XI-2020.