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El derecho a opinar

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Este periódico, en su edición del mes junio pasado, invitaba al personal a vincularse con sus escritos a este órgano de comunicación creado para ser vocero de las inquietudes generales. En efecto, desde que Mensajero existe, y ya va para dos años, la mayoría de los empleados vive ausente de la vida del periódico. Con razón, sus direct­ores, que se propusieron establecer el enlace, censuran la apatía y se extrañan de que en este ambiente amplio y considerado culto,  como es el Banco Popular, no afloren las inquietudes intelectuales.

¿Será que falta materia en el magín? No, por cierto. Y ojalá haya quienes me hagan quedar bien. Voy a intentar definir el porqué de esta falla.

Pueden presentarse circunstancias como las siguientes: a) falta de interés y pereza mental para elaborar un escrito; b) ser poco atractivo el periódico; c) cierta resistencia para colaborar, por diversos motivos, lo que también podría interpretarse como signo ambiental reinante en el Banco.

Sea lo que fuere, resulta deseable que los empleados con capacidad para pensar y transmitir ideas demuestren que pueden ser redactores de una noticia, de un raciocinio y hasta del propio editorial del periódico. El derecho de opi­nar es tan sagrado como el derecho de disentir. Sólo se requiere que las opinio­nes o las críticas se expresen con altura, en lenguaje respetuoso y con argumen­tos que resistan la controversia seria. Opinar por opinar, criticar por criti­car, sin ton ni son, a nadie beneficia. Esto se llama en el argot popular «echar corriente», algo bien distinto a fabricar ideas.

La mente, que tiene poderes porten­tosos, es semillero que por lo general se deja sin cultivo. Si se  ejercita, sa­bremos de lo que es capaz. Hay necesi­dad de pulirla. La inteli­gencia es don del hombre, y además es espontáneo. Cualquiera puede pensar, pero no todos piensan bien, porque no se imponen disciplinas mentales. Acaso no sobre señalar que las ideas se expresan mejor cuando no se atropellan las reglas básicas de la sintaxis y la or­tografía, cuando hay buena dosis de razonamiento y cuando se logran esos brochazos del ingenio y la elegancia que les ponen colorido a las palabras.

El periódico del Banco Popular no busca maes­tros de la literatura. Solo aspira al acto de presencia. Quiere fomentar el sentido de participar, de ser deliberantes. Las ideas, por simples que sean, son camino para la unión humana. Los hechos grandes de la humanidad han arrancado de pequeñas inquietudes. Los grandes escritores tuvieron que dañar antes mu­chas cuartillas.

Opinar es atributo que diferencia al hombre de los seres irracionales. Disentir con fundamento y seriedad es saber pensar. Desde las columnas de Mensajero podrían debatirse, con sol­vencia mental y espíritu constructivo, no pocas preocupaciones laborales. Pero el personal no ha encontrado esta tribuna, o no quiere encontrarla. Sin embargo, está abierta a todos.

No obstante, la mayoría pre­fieren ser pasivos y olvidan que para sobresalir es preciso apartarse del mon­tón. Otros aspiran a ser escritores, y se jactan de poseer habilidades, pero dejan enmohecer el cerebro y atrofiar la voluntad. Son hábiles en ocasiones para los vocablos detonantes y agresivos, pero torpes para manejar el castellano y saber expresarse con distin­ción. Esto es una manera de vivir entre tinieblas.

La pereza mental debiera estar des­terrada del Banco Popular. Construir el artículo, aunque no sea modelo de perfección, es el medio indicado para realizarnos y demostrar que nues­tro cerebro también puede pensar.

Mensajero, Banco Popular, agosto de 1980.

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Periodismo social

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La figura de Germán Castro Caycedo resultaba atractiva para el M-19 como intermediario del mensaje dirigido a las autoridades y al pueblo colombiano. En su elección se tuvieron en cuenta la trayectoria del periodista audaz, su vocación humanitaria, su prestigio profesional y el impacto que habría de significar su secuestro, de solo 36 horas. Si en el periodismo social que él ejerce con brillo, con valentía y sin tapujos, viene denunciando las injusticias y los atropellos que ocurren en el país, por ese medio se oiría, mejor que por otros canales, el comu­nicado del movimiento revolucionario.

Germán Castro Caycedo es el periodista de la denuncia social, el de la constancia histórica. Su libro Colombia amarga, donde re­coge varios reportajes sobre las angustias de la gente, no en vano fue laureado con los premios Mergenthaler, de categoría internacional, y Nacional de Perio­dismo.

Es cronista castizo, recur­sivo, claro en los planteamientos y dueño de natural disposición para convencer y aleccionar, con desenvoltura y ameno estilo. Dentro de su labor de reportero ha logrado penetrar al grueso público, que lo lee y lo escucha con respeto, y le cree.

Los grupos poderosos, los integran­tes de mafias y monopolios, que tam­bién lo leen y lo escuchan, con temor y ojeriza, han visto en él al enemigo para desenmas­cararlos y denunciar las corruptelas del capital mal administrado, que apabulla la existencia de los humildes y los oprimidos. Con ojo crítico ha recorrido los altos y los bajos escena­rios del país y no le han temblado ni la voz ni la mente para pregonar a los cuatro vientos que Colombia es una nación amarga, dividida por hondas distancias económicas; generosa con los ricos y despótica con los pobres –los nueve millones que carecen de los bienes más indispensables–; triturada por los explotadores de la hacienda pública y dura para encontrar fórmulas justas que hagan digna la vida. ¿Para qué tanto alboroto sobre nuestra dudosa de­mocracia, piensan muchos, cuando el estómago no da tregua?

Se ha especializado en los temas sociales. Entiende las necesidades y tristezas de la gente, las expone con vigor periodístico, con angustia, y no desfallece en sus derroteros de desnudar la verdad na­cional como camino para hallar la liberación del hombre. Es un perio­dista que vive cerca al pueblo, que comparte sus dolores y entiende sus melancolías.

El M-19, grupo inconforme que también persigue la redención del pueblo, según lo proclama, y que dentro de sus planes acomete el acto osado de tomarse una embajada para llamar la atención del país y el mundo, demuestra que es capaz de mucho, cuando mantiene en suspenso la vida nacional. Critica, a la vez, desequilibrios y arbitrariedades, y su causa se hace sentir. El mo­vimiento extremista, parapetado en sus pregones sociales, una manera de decir que también cuenta con opinión pública, tiene en jaque al Gobierno y ha puesto a pensar a muchos.

La acción de los guerrilleros, condenada desde diferentes ángulos, y sobre todo desde el Gobierno, pero con simpatías en otros, despierta la conciencia de quienes saben que Colombia es amarga.

Se encuentran dos voceros de igual inconformidad. Los secues­tradores sueltan al periodista, provisto de abundante material, después de haber sostenido con él fructíferas conversaciones, en las puertas de El Espectador. Sean cuales fueren las reales intenciones del M-19, ha conseguido sintonía para lanzar sus tesis. Y echa mano de este periodista experto en promover inquietudes sociales y muy identificado por sus campañas en fa­vor de la comunidad, para hacerse escuchar mejor.

El periodismo de ideas, que acaudilla con coraje y altura El Espectador, y prac­tica con  prestancia y arrojo Germán Castro Caycedo, le hace bien al país y servirá para controlar los abusos y dignificar al hombre.

El Espectador, Bogotá, 29-IV-1980.

 

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El doctor Ovidio

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No logro imaginarme a Ovi­dio Rincón disfrutando a gusto de su doctorado honoris cau­sa. Sé que si de él hubiera de­pendido, jamás habría sido po­sible ese título. Y es que el nue­vo doctor en ciencias de la lite­ratura es hombre sencillo en el más amplio sentido del término. Ha huido de los ho­nores y ha hecho de su vida la más elocuente parábola de la modestia. Para ser humilde no se requiere de­cirlo sino demostrarlo. Quizá en eso se distinga el ser supe­rior del mediocre.

Por espíritu superior ha de entenderse aquel que se esconde a los oro­peles de la vanidad y no se deja convencer de nombradías efí­meras. Sólo vive en función de su mundo interno, de sus po­tencias ocultas. Suele dudar de sus capacidades y hace de la sorpresa la mayor interrogación sobre lo que a él se le antoja que son sus propias ignorancias. Dudar es ca­mino seguro que conduce a la sabiduría.

Conocida reticencia para buscar y entender los honores, lejos de alejarlo de la ponderación con que los demás califican su obra, más significación le hace ganar, sin que él lo intente ni logre evitarlo. El reconocimiento público, que con tanto juicio se ha pronunciado acerca de la trayectoria de Ovidio Rincón como escritor y periodista, no consulta, no puede consultar, el querer del elegido para dispensarle o no los títulos que tiene conquistados.

La Universidad de Caldas, vocero respetable de la región, recoge el general beneplácito para honrar la realización de esta vida consagrada al cultivo de la inteligencia. Es justa la decisión, porque el mérito es grande. Lo mismo ocurre con Adel López Gómez, otro ejemplo de superación, como sucedió en el pasado con Jorge Santander Arias, «uno de esos genios que nacen por generación espontánea, uno de esos cultores del espíritu que entran solos en el campo de la inmortalidad, sin ostentaciones ni el apoyo de caducos pergaminos». Con estas palabras puse, en 1974, a recorrer las empinadas calles de Manizales a Santander Arias con su difícil docto­rado a cuestas, como parece que ahora ocurrirá con Ovidio Rincón, que mucho daría por­que no lo hubieran graduado.

Ovidio Rincón, cantor de la aldea colombiana, nació poe­ta para justificar la vida. La pro­vincia, con sus miserias y grandezas, ha sido ensalzada en su prosa galana y recursi­va. El poeta sacude su emotividad cuando ve declinar la tarde y escucha el tránsito del arroyo, ese arroyo que refrescó su ni­ñez con aguas límpidas.

No se resigna al modernismo y la­menta que vientos deteriora­dos se lleven la plaza reverde­cida y atropellen la tupida ve­getación de los campos. Llora con el camino veredal que lan­guidece entre inercias, sin nadie quien lo de­fienda. Sigue con mirada nos­tálgica la extinción de los símbolos que otrora eran faros en su provin­cia lejana, para ser hoy rezagos de algo que se borra de manera implacable. Y es que el poeta nació con la aldea mecién­dole el alma y no puede estar sino allí, entre los suyos, ati­zando los recuerdos para que no se desmoronen al igual que las piedras de sus caminos ya borrosos.

Periodista magistral, se untó de tintas y de prisas reporteri­les desde bien joven. Hurgó aquí y allá para extraer el secre­to del oficio que no puede practicarse sino con tempera­mento. Supo que el periodismo es vocación y sangre, y nun­ca renunció a su destino. La noticia fugaz, el enfoque cívico, el clamor social, nada se ha escapado a su agudo escal­pelo. Desmenuza con igual maestría el acaecer frívolo que la encopetada incidencia eco­nómica o el profundo zarpazo del dolor humano.

Alguna vez le dio por extraviarse en los entresijos de la política, pero solo para buscar la redención del hombre. Fue político honrado. Por fortuna, regresó a sus viejas toldas. Ahora lo sorprende un doctora­do inconsulto. No se le podía pedir permiso, si su tempera­mento es reacio al aplauso. El honor se gana, no se asalta, y bien está que la Univer­sidad de su tierra le entregue, no importa si casi a la fuerza, este  laurel que es mucho más que el simple doctorado.

La Patria, Manizales, 18-III-1980.
Eje 21, Manizales, 19-VII-2015.

* * *

Comentarios:

Conocí y naturalmente leí a Ovidio Rincón. Nunca hablé con él. Estuve muy ligado a La Patria pues Tomás Calderón (Mauricio) era mi tío abuelo y dirigía la Página Universitaria con otros amigos como Mario Calderón Rivera y Rodrigo Marín Bernal, ambos fallecidos. Me gustó mucho tu artículo por ser una semblanza verdadera de Ovidio Rincón. Alberto Gómez Aristizábal, Cali, julio/2015.

Magistral homenaje que rescata la memoria de un hombre íntegro y de gran valor humano e intelectual. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York, julio/2015.

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Un gran caldense

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En las elecciones de 1974 perdió el doctor José Restrepo Restrepo su curul de senador por una inútil división persona­lista. Su partido y su comarca perdieron una voce­ría respetable. Batallador de pura estirpe republicana, aquel golpe no logró sacarlo de la contienda, aunque desde enton­ces se le notó reflexivo y apesadumbrado, que no amar­gado, por el descalabro electo­ral que ni él ni el departamento se merecían.

Al marginarse tiempo después de la activi­dad política, se sintió en Caldas enorme contrarie­dad por esta decisión que no podía aceptarse fácilmente. Reincorporado en fecha no muy lejana al ajetreo partidista, atendiendo el clamor de sus amigos y sus seguidores, que no se resignaban a perder esta bandera, regresó sin resquemo­res ni heridas.

Fue el hidalgo de las nobles causas que creía en los valores éticos y despreciaba las causas bajas. Aprendió la polí­tica de altura y por eso hasta sus adversarios lo respetaban y lo admiraban. Colombia debe­ría tener muchos hombres de su talante y así no andaríamos maltrechos.

Y es que el doctor Restrepo Restrepo aprendió que la política es noble postulado que no puede canjearse por pre­bendas electoreras. Desde su lecho de enfermo miraba con serenidad el recorrido de 40 años en los que practicó las reglas del buen caballero y ganó las mejores batallas, para bien de su comarca, en la fragorosa contienda de la plaza pública y en el escenario de las altas ideas.

Fiel a esa convicción, antepuso al afán burocrático el sentido de servir. Enamorado de su terruño, le entregó la plenitud de sus capacidades en fervientes jornadas de esfuerzo vital. Los caldenses y el país saben que este servidor desinteresado, capitán del pueblo y mecenas de escritores y artistas, está ya inscrito en el libro de los hombres ilustres, porque acumuló méritos suficientes para llegar al corazón de la gente.

Como alcalde de Manizales y gobernador de Caldas adelantó decisivos programas de bienes­tar colectivo. Bajo su administ­ración se vio progresar esta región dinámica, tan cara a los afectos de los colombianos. Y desde su curul de parlamenta­rio fue activo impulsor de su provincia, atento lo mismo a la aislada aspiración del municipio olvidado, que a la obra de envergadura o a la angustiada petición del hombre común.

Su vocación de servicio no hizo distingos entre las prioritarias proyecciones del departamento y la menuda necesidad del emplea­do o la persona cesante. Al caminar por las calles de su Manizales del alma, como yo lo vi, o recorrer los caminos de su comarca, las gentes se acostumbraron a salir a su paso, afectuosas y reverentes, en reconocimiento del bienhe­chor público que supo gobernar sin sectarismos y prodigar el bien con generosidad.

Situado por encima de afanes mezquinos, no reparó en que para ser hombre público debía sacrificar su sosiego personal. Creador de empresas, las hizo crecer y las impulsó al margen de sus menesteres políticos. Manizales cuenta con un periódico importante, soste­nido por él no solo para que le sirviera de tribuna ideológica, sino para que los intelectuales de la provincia culta contaran con este órgano de expresión nacional. En La Patria se han formado muchos escritores de fama que encontraron en ella, y en su propie­tario, la brújula y el hogar espiritual.

Al honrarlo el Gobierno Na­cional con la Orden de San Carlos, y el de Caldas con su más alta presea, a las que se han unido no pocas mociones de entidades y gentes de su depar­tamento, se le da categoría al político de casta, género en extinción. Sobre la tumba del gran caldense y del insigne colombiano se deposita la esperanza de este país que cree en sus hombres buenos.

El Espectador, Bogotá, 29-XI-1979.

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Otro caballero a bordo

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Swann en El Espectador

 Por: Gustavo Páez Escobar

El regreso del escritor Eduardo Caballero Calderón a las páginas de El Espectador es un hecho que los lectores reciben con gran complacencia.  Significa un acontecimiento para la casa periodística el volver a contar con la colaboración do uno de los talentos más destacados del país, conocido no solo dentro de nuestras fronteras como escritor prolífico, sino además admirado por fuera de ellas.

La vida del insigne colombiano es motivo de orgullo para un país que parece en ocasiones perder el sentido de sus actos cuando se olvida de la tradición culta y moral que ha sido, y que ojalá continúe siéndolo, el alma de nuestro pueblo. Hay que rendir honor a las personas que a pesar de la descomposición de los tiempos se mantienen íntegras en su dignidad y no permiten que la conciencia se desintegre en medio del vendaval de nuestros días.

Novelista de aquilatado prestigio que ha llevado a otros confines el nombre de Colombia como tierra culta, a la par que ensayista y crítico de las desviaciones que ocurren en los manejos públicos, su nombre es garantía para la inteligencia y el honor del país.

Más que el profundo pensador que se ha detenido a escrutar el alma del campesino y que en sus obras, numerosas y penetrantes, lo rescata del olvido y le restaña las heridas, quiero ver ahora en Eduardo Caballero Calderón al luchador vigilante que no se conforma con la mediocridad y mantiene el alma y la pluma rebeldes contra la descomposición social.

Ayer, nada más, lo veíamos empuñar sus armaduras para defender sus principios y reafirmar su categoría moral en momentos que consideró impropios para su trayectoria de escritor independiente. Ojalá no suene a ditirambo –que no se busca ni se necesita– el afirmar que la vida ética de Eduardo Caballero Calderón no ha conocido eclipses y aun en circunstancias precarias ha sabido resguardar su decoro a toda prueba.

Dueño de prosa vigorosa y diáfana, la ha utilizado no solo para crear personajes y paisajes que se incrustaron en nuestra historia literaria, sino para censurar las equivocaciones oficiales. Su pluma, que en el pasado se deslizó por las tierras anchas de Castilla y descubrió en ellas un venero de inspiración, creó a Tipacoque, pueblo que se levanta maltrecho y adolorido en medio de desesperanzas y frustraciones. Caballero Calderón ha paseado su imaginación por las laderas de ese pueblo literario y real y ha hecho brotar allí al hombre, el sempiterno personaje agobiado por olvidos y privaciones que necesita quien lo redima.

Reconforta el retorno de este caballero victorioso a la casa de los Cano, que dignifica la soberanía del espíritu. Habrá que insistir, una y otra vez y hasta el cansancio, que no es posible preservar la libertad de los pueblos y las virtudes ciudadanas si desaparecen los valores morales que los tiempos tratan de ignorar.

El Espectador, Bogotá, 20-VIII-1977.

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