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Hace 10 años

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos días antes de su muerte, hace 10 años, Guillermo Cano me había entregado una carta donde me acreditaba como columnista de El Espectador. Como entonces las relaciones con Venezuela eran tensas (situación que, triste es señalarlo, aún subsiste en los días actuales), el objeto de dicha carta era el de defenderme, llegado el caso, por los azarosos y atractivos caminos que iba a recorrer con mi familia en viaje terrestre hasta Puerto La Cruz, y de allí, por mar, hasta la Isla de Margarita.

La víspera de nuestro ingreso a la hermana república, aquel 17 de diciembre de 1986, departíamos en Cúcuta, al calor de un mitigante vaso de whisky –tras la ardua jornada cumplida desde Bogotá– en la casa amiga donde nos habíamos hospedado. Cuando los hijos regresaron de su paseo nocturno por la ciudad y nos hallaron embebidos en ambiente de alborozo, supieron que éramos ajenos al drama que conmovía al país.

Al conocer el asesinato de Guillermo Cano, que acababa de perpetrarse a su salida de las instalaciones del periódico, me sentí petrificado. Dominado por la impresión de saber que quien había pre­tendido allanarme caminos ajenos caía abatido en su propia tierra, la dimensión del crimen se hizo más dantesca por el contacto perturbador, hasta altas horas de aquella madrugada, con las noticias ra­diales.

Don Guillermo Cano, el escritor más valiente del periodismo colombiano, el crítico más decidido de la corrupción social, el fustigador más implacable del nar­cotráfico, a quien nunca le tembló la plu­ma para denunciar los peligros que se cernían sobre la patria, era inmolado por representar la conciencia más recta y estremecedora que salía de la prensa na­cional.

Mientras otros callaban, él gritaba, se enardecía, clamaba a todos los vientos por el imperio de la ley y la depuración de las costumbres. Su Libreta de apuntes, que debería ser libro de oro de todo periodista y de toda facultad de periodismo, contiene los enfoques más claros sobre la realidad contemporánea, y los ataques más en­cendidos contra los corruptores de la so­ciedad.

De entonces a hoy, aunque buena parte de quienes tramaron su muerte hallaron más tarde la suya propia (en la ley inexorable del talión: ojo por ojo y diente por diente), poco es lo que ha cambiado en este horrendo capítulo del narcotráfico. Falta otra voz aguerrida como la del pe­riodista sacrificado, faltan sus vibrantes editoriales, faltan su entereza y diafanidad para hacer reflexionar al país.

Nadie ha podido superarlo en sus ba­tallas intrépidas, que mucho tenían de temerarias en esta nación que se resignó al silencio cómplice y que convive con la impunidad y el desenfreno, en medio de la clase dirigente que se obnubiló con el becerro de oro de la concupiscencia. Desde la noche que lo eliminaron, Colombia perdió las esperanzas que le que­daban para reconquistar su pasado digno. Podrá haber periodistas valerosos y ba­talladores, aprestigiados y sobresalientes (que los hay), pero se perdió el liderazgo de las grandes causas.

Hace 10 años me adentré, casi ador­mecido, por los caminos de Venezuela. Dicho sea de paso, no tuve necesidad de exhibir en parte alguna la carta aquella que me haría superar dificultades –y que se me volvió histórica– y además pasé con los míos una de las vacaciones más inol­vidables en tierra extraña, mientras la propia patria se desangraba. Antes de partir de Cúcuta, remití a El Espectador el siguiente mensaje:

«Con su propia sangre escribió Gui­llermo Cano su supremo editorial sobre moral, valentía y patriotismo que ojalá haga reaccionar al país, en esta larga noche de horrores. Perplejo y adolorido expreso mi solidaridad con los Gano y mi fe en Colombia».

El Espectador, Bogotá, 15-XII-1996

 

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De periodismo y periodistas

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Me gustó, por lo razonada y categórica, la respuesta que da Carlos Gustavo Cano, presidente de El Espectador, a la columna de D’Artagnan publicada en la edición de El Tiempo del 24 de noviembre. Cuando algo se pone de moda, todo el mundo habla de eso incluso sin conocerlo, y suele incurrir lo mismo en excesos que en omi­siones. Pocos son los que guardan verdadera línea de equilibrio y por eso resulta a veces tan difícil distinguir la verdad entre las montañas de información y desinformación que se levantan en los propios periódicos.

Ahora la moda es hablar de El Es­pectador. Para muchos, el diario se halla al borde de la quiebra y además quisieran verlo desaparecer. Para otros, la disminución de su brío editorial es la que ha causado –más allá del desgaste de las cifras– la crisis económica. D’Ar­tagnan, que parece ubicado en ambos terrenos (aunque no desea la muerte de El Espectador, del que se confiesa «lector voraz»), enjuicia la idoneidad de varios columnistas –muchos de ellos jartísimos, según su expresión, y otros, políticos frus­trados–, falla que deteriora la calidad del producto.

Olvida el espadachín de El Tiempo que también en su diario, por floreciente que sea, hay columnistas jartísimos –al­gunos impotables– y además políticos frustrados que se apropian del espacio que deberían ocupar los verdaderos profesio­nales del periodismo. En esto de los gustos personales, cada lector es una opinión. D’Artagnan tiene la suya pro­pia, muy respetable –y además muy vehemente– sin que por esto se pueda considerar dueño de la verdad revelada.

Él ya no reconoce en El Espectador al competidor tradicional, «simplemente porque el producto periodístico de los Cano comenzó a aflojar y a perder recursos humanos vitales, no cabalmente rempla­zados». Eso mismo fue lo que días atrás afirmó la revista Semana, de la que D’Ar­tagnan es también lector. En seguida anota cuáles son los periodistas buenos y cuáles los malos. Añora a importantes figuras que se fueron y enumera los de­fectos más visibles de los que no están en la lista de sus preferidos. Y se va más allá al manifestar que a periodistas de la talla de Antonio Panesso no les pagan ninguna cantidad por honorarios profesionales.

Sobre esto, el presidente de la entidad le aclara al amigo mal informado, con tono paternal: «Cuando afirmas equivocada­mente que no les pagamos un peso a nuestros colaboradores, olvidas que las cuentas de cobro se pasan en facturas privadas y no en artículos de prensa». Por otra parte, el doctor Carlos Gustavo Cano destaca su compromiso de salvar, con el grupo de dirigentes expertos en banca, industria y docencia universitaria que hoy dirige la entidad, el futuro de El Es­pectador.

Este par de columnas reflejan dos po­siciones contrarias: una, urticante, que despotrica contra nombres y sistemas y todo lo ve oscuro; la otra, constructiva, que examina los puntos débiles de la empresa y refrenda la intención de defender el patrimonio periodístico del país que en­carna la centenaria institución de los Cano. Una casa hecha en mil batallas, que no puede dejarse hundir en las bataholas del momento, si lo que se busca salvar es la propia democracia del periodismo colom­biano.

El Espectador, Bogotá, 7-XII-1996

 

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La Crónica en Bogotá

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Serias dificultades tuvo que sor­tear La Crónica hasta lograr, como ocurre hoy, su circulación oportuna en la capital del país. No pocas veces comenté con los directivos del periódico las fallas que en tal sentido se presentaban, y que ellos hacían todo lo posible por remediar. Muy rara vez, en los inicios del periódico,  publicación, el diario llegaba el mismo día al lector de la capital. Por lo general se entregaban números atrasados, que ni siquiera venían completos.

Hoy el sistema de reparto hace po­sible que La Crónica se lea el mismo día de su edición. Un diario atrasado, como sucede con el pan viejo, no sabe bueno.  Por eso se habla, como una fortuna, del pan nuestro de cada día. La noticia tiene que ser inmediata; al día siguiente ya está desplazada por otra noticia. La colonia quindiana en Bogotá ha apreciado este avance significativo y celebra, como he tenido oportunidad de escucharlo en boca de varios amigos, que los aires de la tie­rra cafetera lleguen frescos en las pri­meras horas de cada día.

La presencia constante del Quindío en la capital del país, lograda a través de su periódico insignia, crea lazos de afecto y solidaridad en quie­nes queremos la tierra quindiana, y en mi caso la sentimos como propia. Es como si viviéramos en el propio escenario de los sucesos. El diario nos cuenta al instante lo que allí ocurre. Nos muestra las imáge­nes de la vida comarcana, con sus triunfos, fracasos y luchas cotidianas. Nos presenta, en sus editoriales, columnas de opinión y espacios noticio­sos, la realidad de los sucesos. Enhorabuena a quienes cum­plen la noble labor de informar y orien­tar a la opinión pública.

Es un lujo que el departamento cuente con un diario serio, bien es­crito y en continuo plan de supera­ción. El progreso se manifiesta, como atrás se dijo, en la eficiencia con que circula hoy el periódico en esta capi­tal, como sin duda sucederá en otras ciudades del país. Del escaso paginaje con que arrancó el diario se ha salta­do a un tamaño notable, y por otra parte las ediciones son cada vez más pulcras y de mayor enjundia.

Antes no circulaba los domingos, y ahora se lanzan en esos días las ediciones más esmeradas de la sema­na, con énfasis en la vida cultural. Esto me ha permitido descubrir el nacimiento de un nuevo cuentista, César Hincapié Silva, que viene dan­do muestras de idoneidad en el difícil género legado a la región por el maes­tro por excelencia: Eduardo Arias Suárez.

La Crónica exhibe su identidad y compromisos con la región quindiana. Hay esmero editorial. La crítica so­cial la formula con altura e indepen­dencia. Han desaparecido ciertos lu­nares de los primeros tiempos, y se nota un periodismo más maduro. No puede ser de otra manera: el diario camina hacia sus cinco años de exis­tencia, y esto no sólo da categoría sino que exige responsabilidad e imprime carácter.

La Crónica del Quindío, Bogotá, 28-VII-1996

 

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Manual de Redacción

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Al Ma­nual de Re­dacción im­plantado por El Tiempo, aparte del sentido prácti­co y pedagó­gico que po­see, hay que abonarle la sencillez y claridad con que fue elaborado para que sirva de herramienta de trabajo a los redac­tores, y de cartilla de estudio al pú­blico en general. No solo se define el estilo del periódico en diversos usos del idioma y se precisan normas de obligatorio cumplimiento, sino que se sientan pautas sobre la ética profesional del periodista fren­te a la comunidad.

Deseo formularle a la obra algu­nas observaciones, como aporte para la controversia constructiva. El señor Fernando Ávila analizaba hace poco el caso de los «micos» que se cuelan en el Diccionario de la Real Academia Española. Caso concreto: cross, con doble ese (cuando esta letra repetida se eliminó del español hace dos siglos). El Manual registra las palabras ciclocross, motocross y similares, grafía que debe corregir­se en futuras ediciones: cros, bicicrós, ciclocrós, motocrós (las tres últimas con tilde en la o final).

El vocablo directiva significa, según el Diccionario Mayor, «mesa o junta de gobierno de una corpora­ción, sociedad, etc». En las empre­sas, por lo tanto, no hay sino una di­rectiva. En El Tiempo he contado 25, cuando se dice, por ejemplo: «Con autorización expresa de las di­rectivas del periódico», «lo pasará con su visto bueno a las directivas de la Redacción». En cambio, no he hallado  a los directivos, que son las personas encargadas de administrar la entidad.

Se cita el término latino júnior –ya ingresado a nuestro idioma–, pero se omite marcarle tilde en la u, por tratarse de palabra llana no ter­minada en n o s. Es importante anotar que su plural es júniors (y como segunda opción júniores: Dic­cionario de Dudas, de Manuel Seco). Se dice que thesaurus no debe usar­se jamás, sino tesauro. Habría que exceptuar el caso de la revista Thesaurus, del Instituto Caro y Cuer­vo. Respecto a whisky, se dice que es la palabra que debe emplearse, y no güisqui, también aceptada por la Academia. Sería conveniente indicar el plural, que se presenta para equí­vocos: whiskys (los mismo que el plural de brandy es bradys).

Entre los principios que estable­ce El Tiempo para sus periodistas está la prohibición de aceptar rega­los o dádivas de una fuente informa­tiva. Excelente norma Y a quienes se dedican a la crítica literaria se les indica que los libros que reciban de­ben ser entregados a la Biblioteca Eduardo Santos. Esto suena exage­rado y parece contradecir el consejo que se da más adelante cuando se dice que el periodista «debe leer todo lo que pueda conseguir y todo lo que caiga en sus manos».

Creo que un libro regalado no soborna a nadie, ni por más dedica­toria excedida que lleve (que sue­le producir efecto negativo). El libro es insuperable como elemento culturizador. Véase, en concordancia con este concepto, cómo remata el acápite anterior del Manual: «Un pe­riodista ignorante jamás tendrá éxito en su profesión».

Prensa Nueva Cultural, Ibagué, septiembre de 1996

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Raza de periodistas

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De los 109 años cumplidos por El Espectador, este columnista lleva 25 de venir vinculado a la ilustre casa de los Cano. Y muchos más, que ya se pierden en la fragilidad de la memo­ria, de ser lector asiduo de sus pági­nas. Si para el diario es un triunfo su itinerario de combates por la demo­cracia colombiana, ¿cómo no rememo­rar el escritor su cuarto de siglo en el sufrido y glorioso ejercicio del perio­dismo?

No se trata de vanagloria per­sonal, por más que ya se cuentan por centenares las cuartillas elaboradas en la lucha de las ideas, sino de seña­lar el hecho de que, como colaborador fiel y acucioso del diario, también al columnista le asisten razones para compartir, como si fueran suyos, los triunfos de su casa de letras.

Al tomar hoy las páginas de El Es­pectador y encontrar una edición remozada, donde la maestría de la diagramación juega con la calidad de los escritos, y la frescura de las tintas con el aire renovador que se respira en todos los espacios, es como sentir­se uno mismo joven y rebosante de vida.

Sin embargo, hasta hace poco no faltaban los profetas de desastres que predecían el derrumbe del periódico. Se hablaba de la inminente quiebra y las alianzas extrañas. No aconteció ni lo uno ni lo otro. Y El Espectador, otra vez, como ha sido su estilo a lo largo del tiempo, surgió airoso, no ya de las cenizas que le causaron las bombas incendiarias, que apagó al día siguiente, sino de su raza de titanes.

Hace 25 años veía la luz en el Magazín Dominical la primera colabo­ración con que el ignoto escritor de provincia, entonces gerente de banco en la ciudad de Armenia, iniciaba larga travesía. Tiempo después, tras seguros escarceos en el suplemento literario, uno de mis artículos pasaba a la página editorial.

No conocía a nadie del periódico. Había llegado solo, con la única carta de presentación de las cartillas tra­bajadas con empeño y convicción. Los eternos envidiosos de la literatura me atribuían padrinos y palancas que no poseía, y que yo, para guardar el enigma, nunca revelé. Quizá esta experiencia sirva de lección para los noveles periodistas que bus­can el acceso presuroso a los medios de comunicación.

Años más tarde, cuando ya el dia­rio le había dispensado mucha tinta al escritor en cierne, vine a conocer en persona a Guillermo Cano y José Salgar, maestros de periodistas, que­ con generosidad y reto me tenían abiertas las puertas de su casa.

Y aquí he permanecido hasta el día de hoy. Gracias a ellos, en primera instancia, he podido rea­lizar la clara vocación de perio­dista.

En 1986 asesinaron a Guiller­mo Cano por atacar la corrup­ción del narcotráfico que por aquellos días irrumpía en el país, y que tantos desastres causaría en los años sucesivos. Murió en defensa de sus principios como el periodista más valiente que haya tenido Colombia. No tuvo la satisfacción de celebrar en 1987 los 100 años del periódico, pero abonó con su sangre el terreno de la dignidad y de las causas que otros preten­den vulnerar. Esta es su gloria.

La nave no quedó a la deriva. Al mando saltaron dos jóvenes ti­moneles de la reserva, Juan Gui­llermo y Fernando, preparados por su maestro para desafiar las tempestades.

Hoy son los nuevos capitanes que dirigen este invicto barco de papel, retocado de tintas y vigoroso de entusiasmo, hacia las aguas procelosas del siglo XXI.

La Crónica del Quindío, Armenia, 19-V-1996

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