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Entradas Etiquetadas ‘Panorama nacional’

La carretera de la resignación

martes, 13 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A raíz de recientes comentarios de esta columna sobre la suspensión de trabajos en la carretera Central del Norte, a la que le faltan 17 kilómetros para llegar pavimentada a Soatá y 30 a Tipacoque, el doctor José Raúl Rueda Maldonado, representante a la Cámara por el departamento de Boya­cá, me expresa su interés en el tema. Me comenta que el Gobierno nacional giró hace poco $200 millones para adelantar otro tramo. O sea, otra gota de progreso. Esta partida es muy precaria para la dimensión de la obra, la que volverá a paralizarse mientras se obtienen nuevos recursos.

Lo ideal sería que no se presenta­ran estas interrupciones. La inestabilidad permanente no ha permitido el avance dinámico de una de las vías más  importantes para el progreso del país, en cuya ejecución se ha gastado un siglo. Por el representante Rueda he conocido algunas gestiones que ha desplegado para que no se ahoguen dos partidas programadas para el presupuesto del año entrante, de $1.500 millones cada una, para los proyectos Susacón-La Palmera y La Palmera-Málaga-Pamplona.

Eduardo Caballero Calderón, el gran crítico de la desidia oficial, muerto sin haber visto pasar el pavimento por su aldea, recuerda en su libro Tipacoque lo que significaba el viaje de Bogotá a su tierra, primero en tiempos de sus abuelos, cuando la vía sólo llegaba hasta Tunja, de donde debía continuarse por el viejo camino real; y luego, en su niñez, cuando el trazado apenas había avanzado hasta comienzo del páramo de Guantiva, siendo preciso emplear de ahí en adelante una jornada a caballo hasta Soatá, para llegar al día siguiente a Tipacoque.

El escritor, conocedor co­mo pocos de la entraña del país, revive en su libro el capítulo del correo cuando éste era manejado por particulares. Sus abuelos (los contra­tistas para Boyacá y los Santanderes) fijaron en Tipacoque la sede principal de esta actividad, o sea que la hacien­da se convirtió en un cruce de cami­nos.

Los correístas salían mensualmente de Cúcuta, a lomo de mula, y pernoc­taban en Pamplona. Al otro día cruza­ban el páramo del Almorzadero, don­de hacían nueva estación. De allí bajaban a Málaga, y en la tarde estaban en la hoya del Chicamocha. Seguían a Capitanejo y aquella noche dormían en Tipacoque, para prose­guir al otro día a Soatá y Susacón. La otra jornada era a Guantiva, y la siguiente a Belén. Luego a Cerinza y Santa Rosa de Viterbo. En Duitama se detenían dos días mientras llega­ban los correos de Sogamoso y San­tander que entraban por la montaña de Virolín. En Tunja recibían las encomiendas de los valles de Samacá y de Ráquira. En Chocontá descansa­ban varios días. Y finalmente, cuando quedaban con vida –ya que algunos morían a manos de los forajidos–, hacían su aparición victoriosa en Bogotá.

Esas eran las trochas del siglo pasado. Con el avance del progreso se fueron borrando los viejos caminos de herradura para dar paso a la era del asfalto. Y se pasó de la mula al avión. Sin embargo, en muchos lugares de Boyacá aún se anda a paso de mula. Esta sufrida carretera, iniciada hace cien años, denuncia no sólo la inoperancia oficial en la acometida de las grandes obras públicas, sino la resig­nación del pueblo boyacense, que todavía vive esclavo entre las cadenas del atraso.

* * *

Cambio de nombre.–  Soatá, mi patria chica, perdida en aquella leja­na provincia, está de malas. Aparte de no haberle llegado la carretera asfaltada, le cambiaron de nombre en la serie cartográfica que viene publi­cando este diario: Socotá por Soatá. Y ni siquiera le anotaron en la reseña, como sucedió con otras poblaciones, el distintivo con el que se le conoce en el país: el dátil. Ciudad del Dátil. Ojalá se repita el mapa de Boyacá por haberse olvidado no sólo el nombre sino el apellido de Soatá. De lo contrario, mi pobre pueblo no sólo quedará borrado del mapa sino que desaparecerá hasta en las bibliotecas y en las aulas escolares.

El Espectador, Bogotá, 2-VII-1993.

 

¿Colfuturo tiene futuro?

martes, 13 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay que establecer la duda que plantea la interrogación sobre una entidad que nació coja. No importa que se trate de “una noble idea”, como el periódico El Tiempo califica el nacimiento de Colfuturo, si lo que aquí se discute es la desviación de recursos públicos hacia un organismo de carácter privado, favorecido con donaciones que prohí­be la nueva Constitución. No en cualquier cuantía: son doce millones de dólares (9.360 millones de pesos colombianos), aportados, o prometi­dos aportar, por tres dependencias del alto Gobierno. Es obvio que detrás de ella está el Presidente de la Repú­blica, el supremo artífice, junto con su esposa, de esta operación gigante.

Tanto el Gobierno como los miem­bros de la junta directiva de Colfuturo aducen ahora, después de largos días de silencio, que la entidad tiene carácter mixto y que por consiguiente no se está violando la norma constitucio­nal. Cosa distinta piensa el fun­cionario de la Procuraduría que inició la investigación. Y como él, opinan otros respetables juristas. No se cues­tiona, por otra parte, que los recursos no se estén manejando con “transpa­rencia y honestidad”, como lo afirman los miembros de la junta directiva.

Hay que aceptar la palabra de la primera dama cuando manifiesta que las personas favorecidas con las be­cas han pasado con altas calificacio­nes los requisitos exigidos. Puede formularse otra pregunta: ¿cuántos, con iguales o superiores méritos, pero sin padrino, han sido excluidos del programa? En este caso los amplios poderes de doña Ana Milena pueden imponer diversos criterios de selección, que por lógica se mantienen ocultos. Las influencias se manejan siempre con hilos muy sutiles.

Como la imaginación popular vue­la con la experiencia vivida en otros casos, desde tiempo atrás se rumora que el sistema se presta para la discriminación; o dicho en otras pala­bras, para pagar favores políticos. Por eso fueron prohibidos los auxilios parlamentarios. ¿Y éstos no serán acaso auxilios disfrazados? Recuér­dese el capítulo de las becas ficticias que en el Quindío sacaron del Icetex –hasta donde se conocen datos– par­tidas por $135 millones para finan­ciar una campaña política, y sobre lo cual nada se volvió a saber. ¿A cuánto subirá el costo total de esta argucia cometida en todas las regiones del país?

Se le ha quitado al Icetex la función de otorgar las becas del exterior con el argumento de que debía vigorizarse este programa. Para eso se creó una nueva entidad con nombre pomposo: Fundación para el futuro de Colom­bia. “Bienvenidos al futuro”, dijo el doctor Gaviria en su discurso de posesión. Futuro dudoso, como lo sabemos por la amarga reali­dad de todos los días. En la política del revolcón han desaparecido o se han fusionado varias empresas ofi­ciales, con miles de empleados despe­didos. A otras se les ha cambiado el nombre. El virus de la reformitis –cambiar por cambiar– ha creado grandes confusiones y traumatismos en el servicio público.

Con la doctora Alicia Eugenia Sil­va, directora del Fondo de Promoción de la Cultura del Banco Popular (en ese momento yo ignoraba que fuera al mismo tiempo la directora de Colfutu­ro) traté de comunicarme hace varios meses. No pasó al teléfono con la disculpa de que estaba muy ocupada. Insistí más tarde,  esta vez suministrando mi identificación y el objeto de mi llamada (una misión que me había encargado un museo arqueológico), y seguía muy ocupada. En vista de eso le envié una carta deplorando que la cultura en el Banco Popular, que fue una de sus banderas institucionales, se hubiera desdibujado en forma tan sensible. La carta tampoco obtuvo respuesta.

Hoy lo entiendo todo: la directora no tiene tiempo para duplicarse en dos entidades, y menos para hablar con desconocidos. Sus contactos son de más alto nivel. Ojalá no suceda que, por dedicarse al despacho de los estudiantes al exterior, deje la cultura de capa caída.

El Espectador, Bogotá, 1-VI-1993.

El enredo del Seguro Social

sábado, 12 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un amigo mío, que fue ope­rado con todo éxito en el Seguro Social, se volvió acérrimo defensor de la institución. Se trataba de una cirugía de alto riesgo que él venía aplazando tanto por el temor ante las con­tingencias de la operación, como por su elevado costo, que no hubiera sido inferior a $10 millones en clínica particular. En Colombia, donde la medicina dejó de ser humanitaria para volverse mercantilista, está prohibido enfermarse.

Mi amigo, que no creía en el Seguro Social, al que cotiza hace cerca de 40 años, fue convencido de las ventajas que se le ofrecían. Descartando las colas fatigantes, la incomodidad de las habitaciones, la restricción de las visitas al paciente y otros tropiezos menores, encontró esmerada atención al contar con un cirujano idóneo y eficientes equipos médicos. Este optimismo terminó moviendo mi curiosidad. Como viejo sufragante que también soy de la entidad,  cuyos servi­cios sólo los había utilizado en provincia, en forma esporádica, me di a indagar las bellezas pregonadas por mi amigo.

El exceso de demanda de servicios provoca, sin duda, la conocida congestión del instituto. Llegar al consultorio del médico, entre multi­tudes abigarradas en espacios es­trechos y con el mínimo de comodi­dades, resulta desesperante. Dentro de estas prisas es natural que la medicina se preste a medias. Este gigantismo arrasador le crea la peor imagen a la entidad. La fórmula de pagar algún valor por la consulta no estaría mal si después no se abusara de ella. Se evitarían así infinidad de consultas inútiles. Es­te sistema, a costo mínimo, lo tiene implantado Colsánitas, la mejor organización que existe de medicina prepagada.

Satisfactorio el servicio de urgen­cias, lo mismo que el del laboratorio y el banco de sangre. Y pésimo el suministro de drogas. Hasta medi­camentos corrientes permanecen agotados. Si se trata de una droga de control, es preciso recorrer un camino engorroso para obtenerla. Y además doloroso, si el medicamen­to lo paga (como ocurre con fre­cuencia) el propio paciente. Cuan­do éste es remitido a un especialista, debe concurrir dos veces, en día distinto, ante ventanillas atestadas de público: una para dejar la orden del médico y otra para reclamarla con una firma adicional.

Luego viene lo peor: hay que esperar uno o dos meses para que el especialista lo atienda. Si el enfermo no se muere antes, debe soportar con estoicismo el peso de la dolencia, o buscar un médico particular. Triste situación. Así se desnaturaliza el sentido del Estado como dispensa­dor de la seguridad social.

La filosofía del Seguro Social es excelente. Pero su prácti­ca, deplorable. No hay capacidad, ni económica ni humana, para tanta desmesura. La dilapidación de bienes tiene a la empresa en quiebra permanente. No es raro hallar entre los funcionarios perso­nas hurañas y descorteses, y algu­nas tan prepotentes, que tratan a los pacientes como esclavos. Vi a un enfermo aquejado por fuertes dolores que iba de oficina en oficina en busca de auxilio y nadie le dispensaba mínima atención. Se le miraba con indiferencia y fastidio.

He sacado una conclusión después de la experiencia de mi amigo resucitado: una cosa es la alta cirugía y otra la atención ordinaria. Por eso, al Seguro Social hay que reformarlo. Hay que inyectarle ciencia social. Es deber del Estado. Debe crearse sensibilidad en estos ámbitos del dolor (y no me refiere sólo al Seguro, sino a la generalidad de las clínicas y hospitales), tan carentes de solidaridad y calor humanos.

El Espectador, Bogotá, 20-III-1993.

Una gran esperanza

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nadie duda de las calidades del doctor Jaime García Pa­rra como persona empren­dedora que ha dejado huella de progreso en cuanta posición ha desempeñado. Su vocación de servicio al país lo ha llevado a puestos claves de la economía, las finanzas y la diplomacia, donde ha sobresalido por su criterio gerencial. Se ha mantenido alejado de las vanidades publicitarias y los apetitos burocráticos, sin dejar de poseer una imagen sólida como hombre de Estado, que lo es por excelencia, y una clara identidad como miembro de partido.

Su figura, que se pone de actuali­dad con la exaltación que hizo de sus méritos el doctor López Michelsen, sale prístina a la opinión nacional. Es de esos colombianos recatados y al mismo tiempo brillantes que inspi­ran, por sus actos y su credibilidad, espontáneas simpatías. Como desco­noce la demagogia y no se ha dejado desviar por la pasión sectaria, y además ha dado muestras de inde­pendencia y de firmes principios éti­cos, su nombre penetra sin dificultad en grandes sectores ciudadanos que reclaman, en la campaña presiden­cial que se inicia, una tabla de salvación.

García Parra, como lo define al­guien, es un técnico con amplia trayectoria política. Por política se entiende todo lo concerniente al hom­bre como ser social, cuya vida está regida por derechos y deberes y orientada por normas morales. Bien distinta es la politiquería (cáncer que corroe al país), que es la degeneración de la política mediante el empleo de sistemas viles y corruptores. Oportuna esta diferencia a propósito de García Parra, cuyo nombre, que se halla por encima de afanes mezquinos, despierta interés para la búsqueda de soluciones na­cionales.

El ciudadano mira con angustia el porvenir. Le duele la suerte de la patria y su propio males­tar. Vive frustrado de los partidos y de los políticos –en su mayoría politique­ros irredimibles– y trata de encontrar, entre tanta tiniebla, una luz de espe­ranza. Elección tras elección escucha las mismas palabras y las mismas promesas falaces, y más tarde descu­bre el eterno engaño con que lo explota la clase dirigente. Conforme pasa el tiempo, es más evidente la distancia entre quienes todo lo po­seen y los que sufren desamparo social. Por eso, la mayoría de los colombianos no tienen (no tenemos) candidato presidencial.

Cuando aflora en el juego de las posibilidades una opción seria como la de Jaime García Parra, hay lugar al entusiasmo. Es una carta con futuro político, y en ella habrá que meditar. Como impulsor de la legislación petrolera en el gobierno de López Michelsen afianzó la riqueza nacio­nal. A Acerías Paz de Río, empre­sa quebrada durante años, la colocó entre las más rentables del país. Como ministro de Hacienda en el gobierno de Turbay Ayala cumplió excelente manejo de la política cafete­ra, lo que le hizo ganar la Cruz de Boyacá. Con estas realizaciones se sitúa en el más alto nivel como líder indiscutible de la economía colombia­na.

En el campo diplomático e inter­nacional, donde se ha desempeñado como ministro plenipotenciario ante la Organización Mundial del Café, director ejecutivo del Banco Mundial, embajador ante la Gran Bretaña y embajador actual en Washington, le ha dado prestigio a Colombia. Existe en él esta característica poco común: sobresale en cualquier puesto.

Si se lanza al ruedo político, como es lo deseable, romperá el hielo que invade a los colombianos. La gente, cada vez más apática, no vislumbra un horizonte promisorio. No tiene ganas de votar. Hay demasiada con­taminación de vicios políticos, mu­chas ambiciones, muchas pugnas entre personas y entre partidos, y poco talante (palabra tan del gusto del doctor Gómez Hurtado). Se echa de menos un verdadero candi­dato nacional que aglutine la opinión pública y canalice los votos inconformes. Ojalá ese candidato fuera García Parra. Hay que oírlo.

El Espectador, Bogotá, 28-I-1993.

Año oscuro, gobierno gris

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Con sabor amargo termina para los colombianos el año 92. A 19 meses de concluir el mandato del presidente Gavina, pe­ríodo que para el Gobierno será de inevitable y progresivo desgaste ante la agitación política que se inicia, la gente, desencantada, se pregunta si va a mejorar la situación, o por el contrario se tornará más dramática.

Por lo vivido en los meses preceden­tes, no existen demasiados motivos de optimismo para esperar sustancia­les progresos. No es que seamos profetas del desastre o casandras equivocadas, como califica el señor Presidente a sus críticos, sino intér­pretes realistas de la desazón nacional.

En momentos en que el salario mínimo, antes de comenzarse a dis­frutar, queda pulverizado por el alza precipitada de la gasolina, con la consiguiente arremetida de toda la canasta familiar, los entusiasmos pre­sidenciales no convencen al pueblo. Menos al trabajador de los $81.510, el eterno sacrificado por la insensibilidad oficial, a quien se regatean dos o tres puntos mientras los congresistas, por obra y gracia del Gobierno negociador, entran a devengar $3’500.000 (43 salarios mínimos).

Migdonia Barón, combatiente li­beral de tiempo completo, muerta hace poco en estado de insatisfacción (quien suscribía su columna periodística con el seudónimo de Criticona, o sea, una casandra equivocada), iniciaba así su última nota que no alcanzó a publicar: «Nunca he creído en brujas, espantos, duendes, fantasmas, gnomos, hadas, zombis u otros monstruos, pero lo cierto es que nos han pasado tantas cosas en este desventurado año bisiesto del 92, que va a ser una herida siempre abierta y que empañará nuestra historia, nuestra conciencia y nuestra dignidad».

Con tres lastres mayúsculos se cierra este año oscuro que ya pasó (sin saber si habrá luz al final de la cisterna): el fracaso con la guerrilla y el aumento de la violencia, hecho que tiene desangrado al país; la crisis energética, atribuida a imprevisión gubernamental, y la fuga de Pablo Escobar, el suceso más penoso para Colombia ante el mundo entero, y que sin embargo no produjo siquiera – por hábiles arreglos con la clase política– el veto que alcanzó a proponerse contra el ministro de Defensa. Aquí todo lo borra la impunidad. También la Comisión de Ética del Congreso se ha convertido en figura inope­rante.

Nos sobran leyes y nos falta rigor –y sobre todo valor– para aplicarlas. En lugar de buenas intenciones nece­sitamos realidades tangibles. Se cam­bió un Congreso mediocre por otro mediocre. En este campo nada logró la nueva Constitución: continúa el viejo país político manejado por las mañas, las componendas y la corrup­ción. En los festines palaciegos queda fácil, como lo hemos visto con estu­por, conseguir votos para determina­dos propósitos, a cambio de embaja­das y otras canonjías. En varios de estos tratos el señor Presidente ha actuado más como diestro político que como equilibrado estadista. So­bre él gravitan las miradas de todos los compatriotas.

Con campos arrasados por la gue­rrilla, éxodo constante hacia las ciudades y, por consiguiente, sin la necesaria producción de alimentos, la política agraria es un fracaso. Mientras tanto, el ministro del ramo se vuelve, desde su escritorio privilegiado, terra­teniente de ricas tierras petroleras. El indolente y festivo ministro de Ha­cienda, tan ducho en malabarismos, ya no tiene terreno dónde escarbar para crear nuevos impuestos. Confor­me crece la voracidad fiscalista, se rebasan las angustias hogareñas. Con el IVA al 14 por ciento nos pone a estrenar el año.

No puede negarse que ha habido aciertos. Bajar la inflación al 25 por ciento es un resultado plausible. Pero no lo es el crecimiento del 3,3 por ciento en la econo­mía, ya que los países de América Latina tuvieron el 4,3 por ciento en promedio. Con la llamada modernización del Estado, que saca de la nómina a 25.000 funcionarios (cuyo costo por indemnizaciones supera los $70.000 millones), se obtendrá a largo plazo, según se dice, una economía de $250.000 millones.

Los funcionarios despedidos, engolosinados hoy con las cifras ilusorias de la marcha, entran taciturnos a engrosar las filas del desempleo. Esto se llama cambiar plata por seguridad. ¿Se conseguirá más eficiencia estatal con la cacarea­da reforma? Habrá que verlo. Lo que no se ve es la austeridad en el gasto público.

En reciente encuesta, el señor Presidente fue calificado con 2,7 por ciento por su desempeño en 1992. O sea, perdió el año. Esto no lo dicen las casandras equivocadas sino la opi­nión pública. Como en medio de las desgracias somos optimistas (los co­lombianos no sólo somos optimistas sino resignados a morir), confiamos en que la nota se recupere en el 93.

El Espectador, Bogotá, 12-I-1993.