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Entradas Etiquetadas ‘Panorama nacional’

Promesas al viento

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Los políticos, que en otras circunstancias se mantie­nen tan distantes del puerto, son ahora las personas más risueñas, más simpáticas y abraza­deras. Sus asesores de imagen, verdaderos maestros en los trucos de la simulación, les enseñan a caminar con elegancia, sonreír con gracia y mirar con seducción. A unos les pintan canas para reflejar madurez, y a otros se las borran para mostrar ímpetu juvenil (secuelas del kínder). Los candidatos deben moverse con ritmo y hablar con fluidez para que causen impacto. Con garbo deben manejar ojos, brazos, pecho y caderas, como en un reinado de belleza. Si el porte no es sexy, están perdidos. La cabeza, por más hueca que esté, debe parecer digna del cetro.

No importa que se carezca de ideas propias ya que los magos de la publicidad las fabrican, las pulen y las colorean (trátese o no del rojo de Samper). En esta campaña no cabe una promesa más. Ya se ha prometido el cielo y la tierra, y cualquier lema nuevo perdería originalidad. Sin embargo, la mayoría de los programas son repetitivos, y algu­nos insulsos. Si se hiciera una comparación minuciosa, se vería que todos ofrecen las mismas co­sas, con ligeros retoques.

La moral, la cruzada contra la corrupción, el rechazo del clientelismo, el combate de la delincuen­cia, la defensa del medio ambiente, la creación de empleo, la redención de las clases más necesitadas, la lucha contra las altas tarifas de los servicios públicos, las campañas educativas, la recuperación del cam­po, la rehabilitación de Bogotá… son puntos primordiales de todas las agendas. Con esto se demuestra que se conoce muy bien a Colom­bia. Y se busca, al poner el dedo en la llaga (lo que no deja de ser buen diagnóstico), curar todos los entuertos.

Pero como el común de la gente no cree en tanta promesa fácil y en tanta palabra bonita, no votará. Es lo que se escucha por todas partes. La pereza electoral se ha adueñado de los colombianos como conse­cuencia de la cascada de impuestos y los desequilibrios sociales que se viven, situación que se prometió corregir en la campaña anterior. Y en todas las campañas.

Hay declaraciones tan sensibles y expresivas, que hasta provoca alzar en hombros a sus autores. Veamos algunas: Pablo Salazar: «Me propongo favorecer a los secto­res más desprotegidos, dándole én­fasis a las áreas social y agrícola para lograr la seguridad y la rehabi­litación urbana y rural». Gabriel Camargo: «Mi meta es el progreso, la construcción de una nación don­de prime la moral política y social». Julio César Turbay Quintero: «Lu­charé contra el abuso de las tarifas de los servicios públicos».

Gloria Quiceno: «Vamos a legislar por un país de propietarios, en el que quepamos todos». Alfonso Angarita Baracaldo: «Defensor de los pensio­nados. Autor de la mesada adicional del mes de junio» (mesada que estableció una odiosa discriminación al no ser para todos los jubilados). Íngrid Betancourt Pulecio: «Seremos fisca­les de Bogotá, denunciando a quie­nes roban o malgastan nuestro presupuesto». Alirio Gómez Lobo: «¡Ya no más clientelismo! Un candi­dato de película para una ciudad olvidada».

Cerca al lugar de mi residencia, en ángulo muy apetecido por la cantidad de vehículos que por allí circulan, se tendió, comenzando la actual agitación política, un llama­tivo pasacalles. Al día siguiente se fijó la imagen de otro candidato. Y de pronto desaparecieron, misterio­samente, ambas propagandas. Más tarde volvió a ocuparse el sitio con nuevos pregones electorales. Una noche sorprendí al vecino que baja­ba la publicidad y le pregunté por qué lo hacía. Me repuso: «Porque no creo en los políticos y menos en sus promesas, que se las lleva el viento. Además, nos contaminan el paisaje…”

El Espectador, Bogotá, 12-III-1994.

 

La guerra del dinero plástico

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El avance de la cibernética ha representado verdadera revolución en el país. El hombre, por lo mismo que la máquina piensa por él (y lo que es más grave, piensa mejor que él y lo supera mil veces en habilidad, precisión y rapidez), ha dejado de ser razonador en esta era de impulsos magnéticos que nos man­tiene perplejos frente a al mundo de deslumbrantes prodigios.

Fueron primero las grandes em­presas las que rompieron sus moldes tradicionales para ade­cuarse a la guerra de los sistemas. Y como éstos no se detienen, las empresas no consiguen estar por completo actualizadas. Quien se descuide en este frente, queda fuera de combate. Hoy la rentabi­lidad empresarial hay que medirla en proporción a la capacidad tec­nológica. Dentro de esta transfor­mación vertiginosa, que produce escalofrío, el sector bancario ha implantado los métodos más no­vedosos.

Entre éstos se cuenta el denomi­nado dinero plástico. Con la tarjetica mágica –bien aceitada, se entiende–, el hombre moderno abre todas las puertas. En cual­quier calle, en el almacén de víveres, en la bomba de gasolina, en el aeropuerto y en plena carre­tera, en el hotel y en el motel, en la clínica y en la funeraria, estará a la mano la fórmula para salir de apremios. El total de tarjetas bancarias en el país pasa de dos millones. Y en todo el orbe, de 560 millones.

A las grandes redes mundiales (Mastercard, Maestro y Cirrus), que tienen 10,5 millones de establecimientos en 220 países, se encuentran afiliadas las tarjetas que en Colombia portamos con orgullo (aunque no tengamos plata) para contemporizar con el mundo plastificado. Las entidades financieras compiten a brazo partido por la conquista del cliente, y para esa finalidad ofrecen premios halagadores (o señuelos) que se divulgan en costosas publicaciones.

Falta, sin embargo, buen cami­no por recorrer para conseguir la excelencia de servicios que se pregona. Veamos algunos de los lunares más visibles. En primer lugar está el de los daños constan­tes de los cajeros. Nada tan anti­pático como el aviso ya rutinario de que el cajero se halla fuera de línea. Los usuarios, que pagan sustanciosas cuotas al esta­blecimiento, tienen derecho a pe­dir que se modernicen los equi­pos, y además que se mantengan con dinero disponible a toda hora. Otra falla es la lentitud de algunos cajeros. La limitación en las entre­gas del dinero frena el servicio. ¿Por qué, en lugar de hacer tres retiros de $100.000, no se hace uno de $300.000?

En el caso de compras con tarjeta de crédito, la comisión que debe pagar el comerciante suele trasladársele al comprador; y si éste se niega a reconocerla, no hay negocio. ¿Para qué sirve entonces la tarjeta? La cuota inicial del 30%, rechazada por usuarios y comerciantes, es otro adefesio que debe rectificarse.

*

El dinero plástico se convirtió en nego­cio redondo para los bancos y demás entidades administrado­ras. En octubre pasado la cartera total valía 433.000 millones, y 50.000 millones las comisiones recibidas en el año (rubros que se incrementaron en el 54% y el 62% en comparación con el año preceden­te). Por todo se cobra comisión: por poseer la tarjeta, por usar el cajero, por ascender de categoría, por efectuar operaciones telefóni­cas (en el caso de Davivienda), por asegurar la tarjeta contra pérdi­da…

Algunas campañas de promo­ción ofrecieron sin costo alguno la modalidad del servicio extendi­do a otras personas bajo la responsabilidad del titular princi­pal. Y cuando por este medio fue recolectada buena cantidad de consumidores adicionales (que significaban estupen­do negocio para los promotores), se separaron los estados de cuen­ta y se impuso el cobro de comisio­nes aparte. Entre tanto, la Superintendencia Bancaria, la en­cargada de controlar estos exce­sos que rayan con el abuso, se muestra ajena a la guerra del dinero plástico, un avance de la tecnología que todavía no ha lo­grado hacer en Colombia las ma­ravillas que produce en otros paí­ses.

El Espectador, Bogotá, 1-II-1994.

 

Guerra de cielos abiertos

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay que aplaudirle al Go­bierno su política de cielos abiertos. El monopolio que ejercía Avianca tan­to en los aires colombianos como en los internacionales –poder que cada vez se debilita más con la competencia que se ha acentuado en los dos últimos años– impuso en el país unas de las tarifas más elevadas del mundo. Mediante la apertura aérea, que ha atraído a nuestro territorio a diversas empre­sas americanas y europeas, los usuarios han ganado en economía de costo y en eficiencia.

Lástima que Avianca, nuestra industria insignia que tanto renom­bre tiene en el continente, hecho del que nos sentimos orgullosos, no haya aprovechado su situación de privilegio para brindar mayores ventajas a los colombianos. Con el campanazo que se ha dejado sentir, la empresa no ahorrará esfuerzos para mejorar su imagen. El incum­plimiento persistente de sus hora­rios, cuando no la cancela­ción de algunos vuelos por causas distintas del mal tiempo o el cierre de aeropuertos, había llegado, due­le decirlo, a límites desesperantes. Ojalá esa falla se supere, si aún no ha sido superada, con medidas ejemplares.

El programa de cielos abiertos no sólo ha puesto en la onda de la competencia a las compañías ex­tranjeras sino también a las nacio­nales. Antes el costo de un pasaje a Estados Unidos era exorbitante. Ahora, Aces ofrece tarifas modera­das a Miami y Florida. Y adelanta trámites para el desplazamiento hacia Santo Domingo, San Juan de Puerto Rico y otros sitios centroa­mericanos.

La empresa que más ha contri­buido a abaratar costos dentro del país es Intercontinental de Avia­ción. Ha revolucionado el mercado con sus planes de turismo econó­mico. Mientras por Avianca la tarifa corriente de Bogotá a San Andrés y regreso es de $220.780, Interconti­nental vende el mismo servicio por $150.000, e incluye alojamiento y alimentación por espacio de cinco días en hoteles confortables. Con la tarifa de $36.352 a Cartagena, presenta una rebaja del 53% en relación con el pasaje por Avianca, que es de $77.890. Mientras Avian­ca cobra a Cúcuta $62.390, Intercon­tinental lo hace por $28.752 (una economía del 54%).

AeroRepública le sigue los pasos a Intercontinental. A San Andrés vende por $198.000 un plan que abarca el tiquete, el alojamiento por 5 días, media pensión y un día de carro. Y cuando viaja un matrimonio a Santa Marta, San Andrés o Cartagena, da tique­tes gratis a dos hijos menores de 18 años o a los padres, mayores de 65 años, de uno de los cónyuges. A Cartagena tiene la misma tarifa rebajada de Intercontinental.

La audacia comercial de las em­presas jóvenes ha aflojado los re­sortes de las viejas –Avianca y SAM–, que han lanzado al mercado tarifas de competencia. He conocido, al momento de cerrar esta nota, un tiquete económico de Avianca que sólo cuesta $104.000 de Bogotá a San Andrés y regreso. La misma empre­sa promociona el llamado Plan 2×1, que consiste en la ganancia de un tiquete cuando una pareja viaja a Cartagena, Santa Marta o San An­drés. SAM, por su parte, presenta diferentes alternativas para poner­se a tono con el mercado.

Las estrategias que se señalan al vuelo (la palabra cae al dedillo) representan una contraofensiva eficaz para frenar el alza escandalosa de los pasajes aéreos. Al fin se obtuvo algún alivio dentro de las carestías crecientes que asfixian la vida nacional. Las dos empresa mayores deben estar preocupadas con el descenso que muestran sus ventas durante el primer semestre de 1993: 4,6% en el caso de Avianca, y 2,9% en el de SAM. En cambio, Intercontinental superó el número de pasajeros en el 70,9%, y Aires en el 34,9%. La guerra de tarifas apenas ha comenzado.

El Espectador, Bogotá, 16-X-1993.

 

Los resbalones de monseñor

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Las declaraciones que con fre­cuencia formula monseñor Da­río Castrillón suelen producir impacto y a veces levantan llamaradas. La gente se acostum­bró a ver en él a un protagonista de la noticia. Sus actos y opiniones susci­tan controversia y aportan elementos de reflexión en la búsqueda de soluciones para los grandes problemas nacionales. Su apostolado se hace sentir con ímpetu en todo el país. Comprometido como está con los conflictos de orden público, no puede negársele su conocimiento del tema y su capacidad de diálogo entre los alzados en armas y las autoridades.

Al hablar hace poco por televisión, en vivo y en directo, lanzó desde Río de Janeiro una de esas bombas de profundidad que causan conmoción. Se refirió a los abusos de generales que ordenan aplicar la pena de muer­te en forma extrajudicial, ante lo cual los altos mandos militares arremetie­ron contra el prelado al no aceptar semejante acusación. Y lo instaron a que presentara pruebas ante la Fis­calía General de la Nación.

A su regreso al país, monseñor manifestó que no había acusado a nadie en particular y que sus decla­raciones estaban basadas en infor­mes recibidos de personas de su entera confianza. El Espectador cali­fica, en editorial del 2 de septiembre, como aseveración decepcionante la que ha quedado flotando en el aire enrarecido de la violencia colombia­na.

Según se deduce, monseñor sabe muchas cosas pero no las revela. Ha debido, por lo tanto, guardar silencio si no estaba en condiciones de respal­dar sus palabras con hechos concre­tos. Su alta jerarquía le impone el deber de la prudencia y la objetividad. Le faltó seguir el sabio consejo de don Quijote: «Al buen callar llaman, San­cho».

No es la primera vez que incurre, dentro de su conocido protagonismo, en posiciones extremas. La espectacularidad con que a veces actúa lo conduce a cometer errores. El país no ha olvidado la presión injusta que ejerció en 1975 ante el gobierno de López Michelsen por el nombramiento de Dora Luz Campo como gobernadora de Risaralda. Se trataba de una dama digna, ausente desde años atrás de su departamento y que, separada de su matrimonio católico, había constitui­do unión civil con su segundo esposo. Por ese solo hecho el entonces obispo de Pereira la lanzó a las tinieblas exteriores y provocó un escándalo social.

No tuvo en cuenta que se trataba de un hogar respetable. La vida privada de Dora Luz Campo, que gozaba de paz, se vio invadida por lo que se conoció como el baculazo pastoral. Los párrocos de Pereira amenazaron con el cierre de templos si no se revocaba el nombramiento: hasta tal extremo llegó la beligerancia del obispo. Aunque el público respaldaba a la gobernadora, el nombramiento terminó echándose atrás, medida incomprensible en persona de la avanzada social de López Michelsen. Y la dama en desgracia, a quien se despojó de su honra, y que careció de la caridad cristiana que se predica en los púlpitos, tuvo que someterse con sus hijos a cura médica.

Más tarde vimos a monseñor en predios de Armenia bendiciendo la Posada Alemana (propiedad de Car­los Ledher), servicio que éste no había conseguido del obispo local, Libardo Ramírez Gómez. Eran los tiempos en que Ledher, desen­mascarado en su papel de narcotraficante, se ganaba indulgencias ajenas con el reparto de donaciones generosas para obras pías.

*

Sin embargo, estos resbalones no le han dejado perder el equilibrio a este líder de la Iglesia a quien hay que abonarle su capacidad de lucha. En otro sentido, se preocupa por la suerte de los indefensos. Recibe dar­dos y sigue adelante. Curtido como se encuentra en los campos de batalla, es posible que rectifique en adelante sus estrategias.

Tras el enfrentamiento con los militares, hay que aplaudir­le la siguiente declaración que represen­ta un llamado a la concordia nacional: «La única intención del arzobispo de Bucaramanga es buscar verdaderos caminos de paz. No es justo que la población campesina inocente conti­núe siendo la víctima del fuego entre­cruzado de la guerra criminal y de las fuerzas del orden».

El Espectador, Bogotá, 5-X-1993.

 

Lección turística

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El lento deterioro del turismo colombiano ha hecho crisis. Ya vimos el aspecto de sole­dad que en la pasada época de vacaciones presentó la Costa Atlán­tica, la mayor mina de esta industria. En playas y en hoteles, donde se miden las corrientes de turistas, el vacío fue impresionante. Cartagena, uno de los sitios privilegiados por sus encantos naturales y el embrujo de su ambiente, se vio castigada por la peor disminución de visitantes de los últimos años.

Los extranjeros ya poco nos visi­tan, no por miedo a la violencia sino porque no sabemos hacer turismo. Dejamos de ser competitivos frente a otros países expertos en conquistar al cliente. Los colombianos, asustados por las tarifas exorbitantes de aviones y hoteles, descubrieron que era más llamativo viajar al exterior, donde se ofrecen programas maravillosos, que sufrir aquí las carestías, las incomo­didades y los abusos que nuestra decaída Corporación Nacional de Tu­rismo no ha logrado controlar.

Pero es que además de frenar tales despropósitos que año por año viene denunciando la opinión pública, a la corporación le corresponde promover al más alto grado la imagen de Colombia. Si nuestra fama en el exterior es pésima por culpa del narcotráfico y la inseguridad coti­diana, ahora, para colmo de males, también los turistas nos voltean la espalda. Esto significa en buen ro­mance que dejamos de recibir los dólares viajeros que enriquecen la economía de otros países con supe­rior conciencia turística.

El ministro de Hacienda, que mete las narices en cuanto filón rentable encuentra, debería, antes que seguir subiéndonos los impuestos, escarbar un poco en esta mina sin explotar.

El Espectador, Bogotá, 31-VII-1993.