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El lenguaje de las urnas

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las principales lecciones que dejan los pasados comicios es la que señala el deterioro de los partidos tradicionales. Es un desgaste corro­sivo que ha tenido lugar en las últi­mas décadas como consecuencia de los vicios y corrupciones que se han dejado infiltrar en las costumbres del país y que repercuten, con efectos desastrosos, en la vida de los parti­dos.

Estas instituciones eran semille­ros de ideas que irrigaban atrayentes principios y propendían, con emi­nente sentido social, al bien comunitario. Con orgullo y decisión, los ciudadanos se matriculaban en una u otra colectividad según sus personales coincidencias, y a veces por tradición de familia, con el pro­grama elegido.

Esto no excluía las pasiones y fa­natismos, inevitables en la confron­tación de ideas, pero de todos mo­dos había organización y disciplina partidista. Y sobre todo, había líde­res que eran los motivadores del en­tusiasmo popular. Ambos partidos emulaban en ideas sociales, y los go­biernos ejecutaban los programas trazados desde la respectiva casa po­lítica. Hoy, todo esto ha desapareci­do.

Con el paso del tiempo avanzaron vicios nefandos que fueron carco­miendo el sano sentido de hacer polí­tica. La ambición, el ansia de riqueza y poder, la politiquería, el clientelismo, la inmoralidad y tanto pecado que se apoderó de los dirigentes, die­ron al traste con las filosofías de gru­po.

Este mal produce los mismos de­sastres que la roya en los campos cafeteros. Por eso, los partidos, que son las mayores víctimas –a la vez que los mayores culpables– de la di­solución y la falta de creencias impe­rantes en nuestros días, son hoy en­tidades moribundas que se quedaron sin dolientes.

¿Acaso no se ve patética la repulsa nacional que han mostrado las ur­nas hacia ambos partidos? Al ciuda­dano de estas calendas no le importa ser conservador ni liberal, ni lo atraen las manidas prédicas secta­rias, ni lo seducen los jefes de uno u otro bando. Lo que sí sabe, a ciencia cierta, es que el país va mal y él, peor. Mal desde hace mucho tiempo. Y co­mo así marchan las cosas –sin dinero para los colegios y el mercado, ni oportunidad de empleo, ni derecho a vivienda y otros menesteres de la vi­da elemental– perdió la fe en los polí­ticos.

Los grandes perdedores de estas elecciones han sido, sin duda, los dos partidos. Aquí no entra en conside­ración quién puso más votos o ganó más posiciones, porque de todas ma­neras el descalabro general es evi­dente. El pueblo, escéptico y deso­rientado, se cansó de los mismos.

Y ha buscado otras salidas. Los verdaderos ganadores son los grupos cívi­cos y las alianzas estratégicas. En esto se apoya la lección de Mockus, líder ‘visionario’ que consigue aglutinar alrededor de sus pos­tulados – progresistas y li­bres de mañas y cartas ocultas– grandes núcleos de descontentos que creen en su palabra apolítica. Y esperan soluciones.

La misma lección, repetida en muchos lugares del país, debe poner a pensar a los dirigentes que es nece­sario recomponer la casa para poder competir. Hay que remendar la polí­tica. A la democracia le hacen falta las agrupaciones partidistas como campos ideológicos y guías de la opi­nión pública. Necesita verdaderos partidos, no rótulos de ficción. Y que no sea vana la última frase de Bolí­var: «Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.

El Espectador, Bogotá, 3-XI-2000.

También se cae Colombia

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La caída de puentes es una radiografía del país: Colombia está caí­da. Viene en lento derrumbe desde hace mucho tiempo y sólo ahora, cuando se desplo­ma un puente por semana, se aprecia mejor la obsolescencia nacional. Todo anda herrum­broso, carcomido por el come­jén, obsoleto. Este comején material y moral arruina los cimientos de los puentes y los cimientos de la patria.

Nuestros dirigentes piensan con sentido caduco, con afán de momento, por el término de un período, y por eso las obras no se proyectan hacia el futuro. No se les pone cemento con­sistente. No se supervisan. Se fingen severas interventorías y se pagan magní­ficos honorarios. Por no hacer nada. Por firmar actas.

Todos en Bogotá nos queja­mos del puente de la 92. Puente que se hizo a la carrera, sin técnica, contra viento y marea. Para colorear una imagen. Este mamotreto, una y otra vez, ha estado a punto de desintegrarse, como castillo de nai­pes, y producir una tragedia incalculable. Cuando la ame­naza es inminente y antes de que se pulverice como tantos otros puentes en el país, los sabios –siempre los sabios– corren, le toman el pulso, le hacen sacar la lengua, lo inyectan, lanzan otro veredicto sensacional, le ponen muletas, lo inmovilizan por unos días, crean otro caos vehicular de infarto, le gastan otra millonada al moribundo…

¿Cuánto se ha gastado en reparaciones de este puente, que parece maldito? Con ellas, ya se habría erigido otro puente, no tan enclenque. Ejemplos como éste se multiplican en el país como prueba de incapacidad, de tor­peza administrativa. Los im­puestos, en lugar de hacer florecer verdaderas obras de pro­greso, se malgastan en par­ches, en remiendos, en rectificaciones inútiles, en serruchos, en despilfarros y, desde luego, en puentes de cartón. Nadie va a la cárcel por robarse el presupuesto. Los juicios de responsabilidades terminan en lo de siempre: en nada.

En Boyacá, una vía básica para salvar la riqueza de grandes regiones inexplotadas lleva cien años construyéndose. Si no hubiera sido por el presidente Rafael Reyes –que sí sabía de obras públicas, y la llevó hasta Santa Rosa de Viterbo–, Soatá (mi patria chica) todavía estaría en el limbo. A la vía pavimentada le faltaban, hace cuatro años, 17 kilómetros para llegar a mi pueblo. Dos años después, le faltaban 15. Regreso ahora, con motivo de los 450 años de la población, y le faltan 13.

¿Alguna vez habrán ido por aquellas sufridas latitudes el ministro de Transporte, Juan Gómez Martínez, y el director de Invías, Guillermo Gaviria Co­rrea, dos personajes de pura cepa antioqueña a quienes no los tumban los puentes? Esta es Colombia, Sancho. País desvertebrado. Tierra do­minada por mafias y caciques, sin rumbos de grandeza. Este es el Gobierno, Sancho. Te­rritorio infiltrado por el narco­tráfico y bailando en la cuerda floja, e incapaz de levantarse.

A Colombia le entró el gorgojo. Está casi paralizada por la rui­na de las vías y, sobre todo, por la ruina moral. Aquí están las peores vías del mundo. A los gobernantes se les fueron las luces. El deterioro del patrimo­nio público es inocultable. Los puentes se caen y sube la ca­restía. Más tarde, a la vuelta de la esquina, aparecerán nuevos impuestos. El tabaco de Perry y las artes de trapecista de Mockus enrarecen el ambiente. Se fuga un criminal y todo el país se va detrás a perseguirlo. Mientras tanto, se deja de hacer gobierno. Colombia está caída, Sancho. Nos llevó el diablo. Nos entró la roya.

El Espectador, Bogotá, 2-II-1996.

 

A la hora de las promesas

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La política colombiana está al rojo vivo. Todos los días y a toda hora los candidatos repiten, a lo largo y ancho del país, con increíble poder de movilización y resistencia, sus mismos discursos cargados de promesas, casi idénticas en todos los movimientos, aunque con diferentes enfoques. Se pro­mete el cielo y la tierra. «En mi gobierno habrá paz, no habrá nuevas reformas tri­butarias, bajará el costo de la vida, se au­mentará el empleo, disminuirá la pobre­za, se fortalecerá la industria, el campo volverá a producir»…, etcétera.

Las mismas promesas de hace cuatro años. Claro que esta vez hay nuevos in­gredientes de perturbación. Como el de los dineros corruptos, que siempre han existido, pero que llegaron al tope en la anterior campaña. Y que luego, en el go­bierno de la gente, infestaron los ámbitos oficiales e impusieron la peor ola de in­moralidad pública que jamás se había conocido.

Por fortuna, muchos fueron a dar a la cárcel y aún pagan sus condenas (en la mayor parte de los casos, condenas ridículas), pero otros peces gordos, in­cluso el pez gordo, siguen disfrutando de las prebendas y de la impunidad de un gobierno protector.

Todo esto se acabará en el próximo período. Aquí es donde los candidatos, comprendiendo a los que nada tienen qué hacer y nadie los escucha –folclóricos quijotes de la democracia–, arremeten contra la depravación de las costumbres y anuncian pureza absoluta en el manejo del Estado. Desde luego, habrá guerra a muerte contra los ministros negociantes, contra los funcionarios deshonestos, contra los comisionistas de toda laya, contra toda clase de serruchos y componendas.

Cuando el pueblo ya no resiste más cargas y a duras penas consigue para medio subsistir –pero dejando que el Upac cercene la vivienda imposible, crezcan las cuentas atrasadas de los colegios y se corten los servicios públicos–, es bueno hablar de dinero. ¿Cuál es el candidato que no ofrece bajar los impuestos, o por lo menos frenarlos? Cuando uno de ellos ofrece disminuir el IVA, hay incredulidad nacional con sobradas razones; y no faltan quienes piensan que si lo hace será un mago.

El pueblo también escuchó hace cuatro años que habría millón y medio de nuevos empleos. Bajo esa sola perspectiva muchos depositaron su voto esperanzado, y hoy pasan hambre por ilusos. No ha habido mayor desempleo en el país. Tal vez sea éste el problema más palpitante de la actualidad. Generador de miseria, de guerrillas, de delincuencia, de atraso social y económico.

En este carnaval de las promesas electorales en que vemos a los candidatos recorrer el país como ciclones, existe razón para el escepticismo. En las giras no queda pose por mostrar, ni sombrero por exhibir, ni plato por probar, ni niño del  pueblo por besar. Halagos que a veces producen efectos, es decir, votos.

Y no es que se crea en las promesas. El común de la gente sabe que son retozos de la democracia. Volátiles como las falsas ilusiones. Pero hay que votar. Y que Dios nos lleve de la mano.

La Crónica del Quindío, Armenia, 14-V-1998.
El Espectador, Bogotá, 18-V-1998.

 

¡Sálvanos, señor don Quijote!

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Poco les dirá a los colombianos, tan hundidos en otros menesteres, que este 9 de octubre celebra el mundo los 450 años del nacimiento de Cervantes. ¿Quién será ese señor?, se preguntarán los jóvenes de la llamada generación X, generación iconoclasta e indesci­frable que por sus hábitos y su manera de pensar (o de no pensar) ha roto con los nexos del pasado y no está dispuesta a aceptar los ídolos que pretenden incul­carles los mayores.

Esta generación, con todo, es la que mandará en el siglo que se avecina. Esta gene­ración es la que pondrá los gobernantes, los políticos y los delincuentes de una nueva sociedad –marcada por el proceso 8.000, pero dueña de sus propias decisio­nes y libre de ataduras con nada ni con nadie– que emerge entre las veleidades de esta época frívola y violenta –¡qué paradoja!– y los avances impredecibles de la ciencia. Ciencia desconcertante que ya nos tiene delineado el mundo nuevo, espectacular y revolucionario, que en na­da habrá de parecerse a los 20 siglos pre­cedentes.

Se me antoja pensar que en el siglo XXI no ca­brá don Quijote. Además ya fue desterrado de los tiempos actuales, y por eso suena a utopía querer dárselo de ejemplo a una generación que ignora la mística caballeresca, los molinos de vien­to y las castas Dulcineas. El caballero an­dante, que sólo conocía el paso calmoso de su taciturno rocín, fracasaría hoy –para qué dudarlo– entre el estrépito de la ciencia y de las naves espaciales, los arrebatos del sexo y los embrutecimientos de la droga.

Los políticos, ante el discurso de las armas y las letras, si tuvieran paciencia de leerlo, se preguntarían: ¿Quién es ese se­ñor que pretende enseñarnos lecciones de gobernabilidad cuando aquí tenemos nuestros propios Mogollones y dictamos nuestras propias leyes? Los violentos, an­te las palabras del iluso señor cuando dice que «las armas requieren espíritu como las letras», se mofarían de él y pondrían a funcionar sus fusilerías. Ellos están muy distantes de saber que el personaje que así peroraba, a quien han oído mencionar como un loco de viento era un guerrero intelec­tual, no un guerrillero asesino.

Por eso te digo, noble caballero de la triste figura: no se te ocurra asomar tus ilustres barbas por este mundo nuestro, deshumanizado y atroz, tan diferente del que forjaste por los anchos caminos de La Mancha, porque aumentarían tus tristezas. Duerme en tu paz solariega y no salgas nunca de allí porque se te enfriaría el alma.

Sin embargo, te digo que tu mensaje ha calado hasta los huesos a quienes en verdad lo leímos y asimilamos. El quijotismo, que es una religión, una norma del buen vivir y del dulce soñar, nunca morirá.

El Espectador, Bogotá, 11-X-1997.

El cinismo del Presidente

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La imponente serenidad que el periodista español Bastenier le encuentra a nues­tro Presidente en reportaje publicado por El Espectador se aprecia en las respues­tas dadas por el mandatario a varios de los interrogantes sometidos a su conside­ración. Esa serena imponencia ante los descalabros que sufre el país en su go­bierno no le ha permitido rectificar el ca­mino equivocado.

Para él, los equivocados son sus contradictores. Según sus propias pala­bras, él nació para ser Presidente: «Mis padres tuvieron cinco hijos, para que cada uno nos dedicáramos a un oficio distinto y hubiera de todo como en botica. Y yo soy el hijo que por no alcanzar a ser pe­riodista, tuve que decidirme a Presiden­te». A Colombia le tocó en suerte, según esa apreciación, sufrir el destino del un­gido. El oficio de periodista era para Da­niel, y por cierto que él ha sabido desem­peñarlo con altura.

Los seis meses que duró el juicio ade­lantado contra Samper en la Cámara de Representantes, al final de los cuales fue absuelto –como era de esperarse cuando existe capacidad para manejar las fichas de la política–, no fueron perdidos para el país. Oigamos lo que dice al respecto: «Me han robado seis meses de presidencia, aunque en ningún momento dejé de go­bernar».

Entre gobernar y gobernar bien hay mucha diferencia. Hoy la gente se pregun­ta cómo puede vivir tranquilo un gober­nante que llegó al poder con el apoyo del narcotráfico; que pervirtió la moral pública; que consumió al país en tremendo desajuste; que ocasionó el défi­cit fiscal más agudo de las últimas tres décadas; que aumentó el desempleo en 800.000 personas; que desestabilizó la industria y traumatizó la agricultura; que agravó el enfrentamiento con los grupos alzados en armas; que perdió credibilidad en Estados Unidos y deterioró nuestra imagen internacional…

¿Qué puede pensarse de un país como el nuestro, dirigido por un hombre predestinado (al que mejor le hubiera correspondido ser periodista) que ocupa el ter­cer puesto entre los más corruptos del mundo? ¿Y que es vetado en el exterior por su fla­grante violación de los derechos humanos?

Samper dice que a su salida del Gobierno se radicará en España, donde piensa escribir un libro en el que re­velará unas cuantas verdades. ¿Más verdades? ¡Como las del elefante! Luego se pondrá a dis­posición del presidente de turno (que desde luego espera que sea Serpa) para continuar siendo útil a la patria. ¿Qué hará un ex pre­sidente de 48 años?, le pregunta el periodista. Y él dice que será jefe del Partido Liberal…

Adelantando en mis lecturas dominicales, me encuentro con otro reportaje, en terreno diferen­te: el de Libertad Lamarque.

Ella, que hoy tiene 88 años (40 más que Samper) y que goza de envidiable serenidad, dice que desea ser recordada como lo que siempre fue. «Nunca mentí –dice–, ni al público, ni a mis amigos, ni a mí misma. Yo soy toda verdad». ¿Podrá decir lo mismo nuestro Presidente?

La Crónica del Quindío, Armenia, 6-X-1997.