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Entradas Etiquetadas ‘Panorama nacional’

Éxodo

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El drama de los desplazados por la violencia es hoy el mayor reto social que afronta Colombia. Es un problema de tal naturaleza, que no será posible lograr la tranquilidad pública y superar los desastres económicos que nos tienen al borde del colapso, sin taponar antes esta vena abierta que representa una sangría permanente en la vida nacional.

La cifra de los desplazados, que todos los días crece con peores efectos, se aproxima a tres millones. Mientras esas corrientes migratorias abandonan a marchas apresuradas los campos y los pequeños municipios, las grandes ciudades, sobre todo Bogotá, reciben el impacto de esa población desestabilizada que entra a aumentar los nudos de pobreza que no logran desatar las autoridades.

La violencia ha desvertebrado el mapa cultural del país al desarraigar a la gente de su hábitat y alejarla de sus costumbres y querencias, creando estados de angustia y frustración en esos seres errátiles y sin horizontes que deambulan como parias por los centros urbanos, sin esperanzas ni ilusiones que les alivien la miseria cotidiana. ¿Qué va a hacer Colombia para remediar esta catástrofe que destruye la dignidad de la vida y para cuya solución no se encuentran a la vista dineros suficientes ni fórmulas eficaces?

Los miles de colombianos que huyendo de las balas asesinas se han ido a las ciudades en busca de seguridad y trabajo, violentan sus almas al romper su identidad con las tierras nativas y renunciar a sus tradiciones y hábitos, que constituyen su razón de ser. El individuo ha de estar atado a lo que orientó sus primeros pasos y le permitió el desarrollo de la personalidad.

Si estos hilos afectivos se destrozan, no puede haber felicidad ni progreso, ni confianza en el país y en las autoridades. Cuando se llega a esa situación nebulosa, donde incluso la fe en Dios se debilita, la propia idiosincrasia nacional se resquebraja. Es aquí donde los gobiernos deben poner todo su esfuerzo por propiciar el bienestar público, para devolver la paz espiritual a los colombianos.

De enero a junio de este año aumentó en doscientas mil personas el número de los desplazados. Los campos se están quedando sin agricultores. La relación con la tierra, que en otros tiempos era una enseña de la patria, es hoy cada día más precaria. Según estudio de la ONG Codhes, tres millones y medio de hectáreas (35 mil kilómetros cuadrados), el equivalente a 14 veces el tamaño de Bogotá, «fueron abandonadas o cambiaron forzosamente de dueño desde 1996 hasta final de 2001».

A los tres millones de nómadas a que se acercan los nuevos habitantes citadinos, hay que agregar el millón más que corresponde a los colombianos que en los últimos cuatro años salieron del país y no regresaron. Son personas desesperadas que van en busca de mejor suerte, aunqu pocos son las que la consiguen. En reciente viaje a Estados Unidos, tuve oportunidad de conversar con varios compatriotas y enterarme de las difíciles circunstancias que viven los desplazados en aquel país, a merced de la explotación laboral, la falta de empleo o la resignación a oficios miserables.

Colombia se está desintegrando. La violencia ha impuesto otro esquema: el del desarraigo y la destrucción de la identidad. Ya ni siquiera sabemos cuántos habitantes somos, tanto en lo regional como en lo nacional, porque el éxodo constante ha distorsionado los mapas y desdibujado las regiones. Colombia es un país paria.

Es una realidad que hay que aceptar. El Gobierno debe buscar medidas urgentes para remediarla. A Nicolás, nacido en días pasados, el capricho de las estadísticas se le antojó asignarle el número 44 millones. ¡Falso! La falta de censo reciente –por falta de dinero para ejecutarlo–, en este país mutilado por los miles de muertes violentas, por los colombianos que se van y no regresan y por otros fenómenos contemporáneos, hace pensar en otra cosa.

No importa si somos 40 o 44 millones. La dolorosa verdad es que los violentos y los gobiernos nos han tratado mal. Veremos si en los próximos cuatro años, que se anuncian de reconstrucción nacional, se eliminan las caravanas de desplazados que hoy hacen invivible el aire de las ciudades y desolador el rostro de los campos.

El Espectador, Bogotá, 10-X-2002.

Brevedad y desmesura

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La verbosidad en Colombia se ha convertido en vicio nacional. Son pocos los que hablan o escriben con brevedad, tal vez por suponerse que el exceso de palabras imprime importancia. Los discursos kilométricos están a la moda del día. Los políticos y los gobernantes creen que hablando largo convencen más, y sucede todo lo contrario: aburren más. Hay escritores, sobre todo cuando están en la cumbre de la fama (cuando menos tiempo se dedica a pulir las palabras y condensar el pensamiento) que elaboran textos farragosos e insoportables, que nadie lee. Lo mismo ocurre con algunos columnistas de prensa.

El discurso de posesión del presidente Uribe, de solo 20 minutos, rompió con estos esquemas. De entrada, le enseñó al país el arte de la brevedad, como parece que va a ser el estilo de su gobierno. Brevedad sustanciosa, claro está. Dijo lo que tenía que decir y no incurrió en el hábito común de las promesas desmesuradas, dichas con tono de encantamiento.

Así, le evitó al país la fatiga de las interminables oraciones de otros tiempos, matizadas de frases refulgentes y retóricas floridas, que suelen quedarse en el papel, con escaso cumplimiento en la práctica. Otro modelo de concisión y sindéresis fue el discurso de Luis Alfredo Ramos, presidente del Congreso. Buen comienzo del ritmo paisa que se instaura.

El hombre contemporáneo, movido por la prisa y la frivolidad, carece de espacio para la reflexión y la síntesis. Como para escribir breve se necesita tiempo, se escribe largo. De esta tendencia moderna nació la palabra «ladrillo», que significa cosa pesada o aburrida. Si bien se mira, la actual Constitución es un ladrillo. No hubo tiempo, como sí sucedió con la de 1886, de pulir la escritura, ajustarla y abrillantarla. Se puso más énfasis en las discusiones bizantinas que en el contenido de la obra, y a última hora se votó contra reloj y al unísono, cuando se había agotado el calendario.

El texto hubiera podido redactarse con mayor claridad y eficacia, en menos de la tercera parte de lo que representa el mamotreto aprobado. La frondosidad idiomática de nuestra Carta Magna es modelo de desmesura: así es el país actual. Las sociedades modernas del mundo entero no se diferencian mucho de la colombiana, porque la moda universal ha elegido el exceso y el frenesí como norma de vida. De esta manera caminamos hacia la superficialidad y el disparate. «Las puertas del exceso –dice Jorge Edwards– nos han llevado al caos, a una especie de proliferación indigesta».

La ampulosidad, tan deslumbrante como engañosa, seduce a los falsos profetas. Las palabras huecas, pero que suenan bien, estallan en todos los escenarios y atrapan a los incautos. En los mercados del libro, la exageración es mareadora. Tanta basura se produce en este medio, que es fácil incurrir en el engaño. Vaya usted por las librerías de Madrid y sentirá, no asombro por las montañas de volúmenes que se acumulan como si se tratara de pesados cargamentos de puerto, sino escozor. La abundancia de la palabra se convirtió en una peste. La tonta idea de que la inteligencia se mide según la dimensión de los escritos y de los discursos, trastoca la realidad.

Al colombiano se le olvidó la sentencia de que «lo bueno, si breve, dos veces bueno». Ahora llega un gobernante con poder de síntesis y precisión, que huye de la palabrería y de los espejismos, para ejecutar actos contundentes y realizaciones tangibles. No busca impresionar con la elocuencia tropical que otrora se evidenció en el estilo grecocaldense, sino con la acción. Sin embargo, a algún político no le gustó el discurso presidencial por hallarlo «telegráfico». Ese político olvida que lo que necesita el pueblo no son palabras vanas sino hechos ciertos.

El Espectador, Bogotá, 22-VIII-2002.

La olla raspada

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En los cambios de gobierno suelen presentarse características similares a las ocurridas en los días finales de la administración Pastrana: maratónica entrega de obras, cortes de cintas, descubrimiento de placas, entrega de medallas, discursos laudatorios. Es escaso el funcionario que se sustrae a esta feria de las vanidades, y son muchos quienes buscan perpetuar su nombre (como si esto fuera fácil cuando no existe verdadero alcance histórico) mediante tales actos de la cursilería oficial.

Al final de su mandato, el presidente Pastrana contrató propaganda por seis mil millones para acrecentar su imagen desprestigiada. Así se dilapidó una suma cuantiosa que de, haberse destinado a obras sociales, habría remediado innumerables angustias populares. Como paradoja, el nivel de popularidad del mandatario siguió igual, ya que los pregones artificiales nunca logran modificar la realidad. Lo que se hizo bien, o mal, así quedará. El maquillaje (esto lo saben muy bien las mujeres) es cosa efímera.

A marchas forzadas se inauguró en días pasados la vía al Llano, obra sin terminar y que presenta fallas de cuidado en varios tramos. En esta avalancha de las inauguraciones vimos al mandatario en correrías apresuradas por distintos sitios, entregando a la comunidad obras inconclusas o sin mayor sentido, algunas con fallas significativas, como el aeropuerto de Yopal, el que carece de los equipos de aeronavegación.

En estas ceremonias se descubrió, claro está, la respectiva placa. Es oportuno mencionar que Lleras Camargo, campeón del recato y la austeridad oficial, prohibió que las obras públicas fueran bautizadas o exaltadas con el nombre de un Presidente o funcionario que se encontrara vivo.

En contraste con estas exhibiciones de la vanagloria, quince empresas del Estado se entregan en condiciones ruinosas, y para su recuperación habrá que realizar gigantescos esfuerzos. En el ISS no hay dinero para pagarle al personal la nómina de septiembre. La pérdida operativa de Adpostal representa el 50 por ciento del patrimonio. En Inravisión los gastos duplican los ingresos. El pasivo exorbitante de Telecom supera en amplio margen el monto del activo. La quiebra del fisco es una evidencia inocultable.

Los gerentes de la comisión de empalme, Fabio Echeverri y Rudolf Hommes, dicen que para la curación de ciertos males crónicos, sobre todo en el campo económico, serán necesarios tres o cuatro gobiernos estables. Utilizando la consagrada figura de la «olla raspada», que siempre mencionan los gobiernos entrantes, el exministro Hommes va más allá con la siguiente aseveración: «Ahora hay que soldar la olla, que tiene unos huecos gigantescos».

Por supuesto que no todas las catástrofes actuales son imputables al gobierno saliente. El desempleo, que Gaviria entregó a Samper en un índice del 8 por ciento, lo recibió Pastrana en el 17 y lo entrega en el 16. Para hacerle justicia al gobierno saliente, deben valorarse logros como el descenso de la inflación a un solo dígito, la reducción del hueco fiscal, el control de las tasas de interés, el lento resurgimiento de la industria de la construcción después de años de mostración, el salvamento del sector financiero, la reconquista de la confianza internacional, y como factor poderoso para impulsar la economía en el futuro inmediato, el régimen de las preferencias arancelarias que acaba de aprobar Estados Unidos tras largo y difícil proceso.

El panorama que se vislumbra no es nada alentador. Es muy similar al de hace cuatro años. Problemas mayores como el desempleo, el gasto público, el déficit, el bajo crecimiento, junto con el lastre de las quince instituciones maltrechas y a punto de naufragar, pertenecen al renglón de los desastres económicos que no permiten el saneamiento de la economía. El programa del nuevo Presidente consiste en llenar la olla y no entregarla otra vez raspada y con orificios.

El Espectador, Bogotá, 8-VIII-2002.

Corte de cuentas

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Las esperanzas de cambio que se manifestaban en Colombia hace cuatro años, son muy parecidas a las que existen en estos momentos de crisis nacional. Traumatizada la nación por el proceso 8.000, que le quitó gobernabilidad a Samper y destruyó sus pregonados planes de mejoramiento social, se confiaba en que el gobierno de Pastrana significaría una época de rectificación y progreso. Las promesas que en 1998 halagaron el ánimo de los colombianos y determinaron el triunfo electoral de entonces, bien pronto comenzaron a desvanecerse y a la postre la nación sufrió la misma frustración vivida desde mucho tiempo atrás.

La opinión general indica que hoy el país está peor que hace cuatro años. La suerte del gobierno de Pastrana comenzó a desviarse desde que Tirofijo dejó vacía la silla en el encuentro del Caguán. A partir de ese gesto desobligante, las conversaciones de paz se convirtieron en una de las mayores farsas que hayan ocurrido a lo largo de la historia, realidad que nunca quiso aceptar el Gobierno, no por falta de evidencia, sino por exceso de confianza en la guerrilla habilidosa y prepotente.

La desmedida terquedad presidencial frenó, como en el caso de Samper, la ejecución de los programas anunciados a los cuatro vientos. Hoy, al término del cuatrienio, llegamos a la desastrosa realidad de un pueblo cercado por la pobreza, el desempleo y el terrorismo, los mayores frentes que deberá atacar el gobierno de Uribe. La complacencia con que se trató a los grupos subversivos, debilidad o ingenuidad que ellos supieron aprovechar para aumentar su poder bélico y entronizar su presencia en todo el territorio nacional, permitió el estado de guerra en que hoy nos encontramos.

A Pastrana le faltaron norte y liderazgo. Parecía desconocer el camino para donde se dirigía, y por eso el país andaba al garete: con ministros peleándose a la luz pública, con altos funcionarios comprometidos en negociados y conductas ilícitas, con frágiles medidas para taponar las arterias rotas de la economía y de la angustia popular, con creciente éxodo de desplazados… En fin, con un desgobierno cada vez más maniatado por la inoperancia. De tropezón en tropezón, la imagen presidencial se desgastó hasta límites insospechados en los momentos de triunfo: el 64 por ciento de los ciudadanos tiene sobre el presidente que se va una opinión negativa.

No todo, sin embargo, ha sido fracaso y no sería justo dejar de reconocer algunos logros. El primero de ellos, el buen manejo de las relaciones internacionales y sobre todo el rescate de credibilidad ante Estados Unidos, cuya confianza hacia Colombia se había deteriorado a raíz de la infiltración de dineros mafiosos en la campaña de Samper. Al final de su mandato, Pastrana terminó dándoles un zarpazo a las guerrillas al conseguir que los gobiernos del mundo las deslegitimaran como fuerzas políticas, asignándoles su verdadero carácter de terroristas, lo que facilita la captura de sus cabecillas en el ámbito universal.

El Plan Colombia, programa diseñado para combatir el narcotráfico y crear medios de bienestar social dentro del conflicto armado, es otro triunfo del Gobierno, y sus beneficios habrán de verse más adelante. El proceso de modernización de las Fuerzas Armadas, reflejado tanto en su mayor capacidad profesional como en la dotación de superiores elementos de combate, le asegura a Pastrana puesto destacado en la lucha contra la subversión.

Ningún colombiano puede en justicia ignorar los esfuerzos de Pastrana por conseguir la paz. Es cierto que se equivocó de caminos, de estrategias y en algunos casos de amigos, pero tuvo las mejores intenciones de acertar. Fue un patriota, a pesar de sus errores, y hoy muestra el aspecto del hombre desmejorado físicamente como consecuencia del trabajo angustioso que libró, en el que comprometió sus energías y empeños para tratar de salvar al país. Será el futuro el que exprese su veredicto claro sobre esta etapa sometida a tantas complejidades y tantos fenómenos sociales. Hoy la pasión nacional no permite el juicio sereno.

La nueva esperanza de cambio –esperanza que resucita cada cuatro años – va ahora dirigida hacia el gobierno de Uribe, en quien se cifran las mayores ilusiones por la recuperación de la patria. Él sabe de sobra dónde está parado y cuáles son las angustias populares. Hoy, como en los gobiernos precedentes, se anuncian sustantivas reformas sociales, políticas y económicas para curar las graves calamidades que nos agobian.

Ojalá dentro de cuatro años no haya que hacer el mismo balance negativo entregado por los mandatarios en los últimos tiempos. No nos falle, señor Presidente. Que Dios y su tierra paisa lo iluminen.

El Espectador, Bogotá, 31-VII-2002.

El triunfo de la esperanza

jueves, 9 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El voto que la mayoría de los colombianos, con claridad inequívoca, depositó por el doctor Álvaro Uribe Vélez en las pasadas elecciones, es un voto de esperanza por la rehabilitación del país. Hastiados del odio entre hermanos y del deterioro social nacido de la pasión sectaria, esta vez los colombianos antepusieron el bien de la República a la supervivencia de los partidos. Por eso elegimos al doctor Uribe Vélez, una carta de salvación con la cual nos jugamos, quizá, la última posibilidad que aún nos queda para salir del naufragio.

En el subconsciente más oculto del optimismo nacional, que permanecía dormido como consecuencia del embrutecimiento gradual a que nos ha arrastrado la politiquería, surgió la misma voz desesperada que clamó en el pasado: «No más política y más administración». Por desgracia, a esos gritos de la razón no suele hacérseles caso a tiempo, tal vez porque el colombiano es por ancestro un animal político.

En medio de la gran frustración que sufre el país a merced de un gobierno débil como el actual, cercado por las guerrillas y cada vez más impotente para conseguir la tranquilidad pública y remediar el sinfín de calamidades sociales que nos agobian, se escuchó una voz patriótica y serena, aislada de ataduras políticas, que proponía un mandato de autoridad con «mano firme y corazón grande». El pueblo creyó en él y por eso lo buscó como su redentor.

Cuando el futuro Presidente comenzó a surgir en el juego de las probabilidades electorales, apenas lo conocía un cuatro por ciento de la opinión pública. Esto no fue motivo para desalentarse, y de ahí en adelante, en contacto diario con la gente y las urgencias sociales, le tomó el pulso al alma nacional y supo cómo orientar sus pasos para que el pueblo creyera en sus propuestas.

A medida que auscultaba las dolencias crónicas y ofrecía remedios adecuados, más crecía el índice de credibilidad en su palabra. Su pasado de hombre trabajador y gobernante idóneo, cuyos logros fueron evidentes en un departamento azotado por implacable ola de terrorismo, como era Antioquia, le hacía ganar adhesiones en todo el país. Y creció la audiencia nacional.

Su lema de «trabajar, trabajar y trabajar», sumado a la sensación cada vez más creíble de que se trataba de un dinámico hombre de metas y principios, capaz de guardar distancia prudente con la clase política y de gobernar, por lo tanto, con independencia y alejado de maquinarias y corruptelas, fueron factores determinantes para la caudalosa votación que lo llevó al poder. Había surgido el hombre ideal para manejar el tema de la guerra, y con esa certeza se volvió arrollador el lenguaje de las urnas.

Los combates que al nuevo Presidente le tocará librar no serán pocos ni fáciles de resolver. Habrá de chocar con muchos intereses creados, con muchos vicios incrustados en el ambiente, con mucho personaje siniestro de la vieja politiquería.

Su mensaje de reformas ha tenido en el país un eco esperanzado para que entremos por otros rumbos, y por eso es mucho lo que se espera del nuevo gobierno. Más que hechos milagrosos, se confía en que se despejen dudas sobre el manejo de la encrucijada actual, sobre todo las que tienen que ver con el terrorismo, el desempleo y la corrupción. De este viraje dependerá la suerte de la nueva administración.

Por fortuna, el país sabe distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo. Entre el funcionario recto y el corrupto. Entre el eficaz y el pirata. Y confía en que las dotes que adornan la personalidad del doctor Uribe Vélez: seriedad, rectitud, equilibrio, decisión, laboriosidad, austeridad, sensatez, convicción, transformen en poco tiempo la desesperanza nacional. ¡No nos defraude, señor Presidente!

El Espectador, Bogotá, 22-III-2002.

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Misiva:

Agradezco inmensamente el artículo de su autoría, publicado en El Espectador. Tengo toda la decisión para que el periodo que se inicia sea útil a nuestros compatriotas. Reciba un cordial saludo, Álvaro Uribe Vélez.