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Ante todo, la patria

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El ex presidente Andrés Pastrana, uno de los opositores más pugnaces del Gobierno, línea que se proponía fortalecer en estos días, ha dado un viraje sorpresivo al aceptar la Embajada de Washington. Cae de perlas la frase de Talleyrand: «La oposición es el arte de estar en contra tan hábilmente que, luego, se pueda estar a favor».

Este acontecer político ha provocado un terremoto en la opinión pública Los que están a favor y los que están en contra podrían medirse por partes iguales. La noticia, por tanto, ha polarizado a Colombia. Los críticos de Pastrana (entre quienes hoy se cuentan antiguos amigos suyos) no entienden cómo el líder conservador pasa de repente a las filas gubernamentales, cuando el día anterior se oponía a la reelección inmediata y a la política hacia los paramilitares

En cuanto al primer punto, Pastrana aduce que su manera de pensar no va a cambiar por el hecho de hacer parte del Gobierno. Así se lo expresó a Uribe como condición para asumir el cargo, y él aceptó esa actitud. En cambio, como embajador le corresponde buscar respaldo para la Ley de Justicia y Paz, con la que se pretende desmovilizar a los paras y reinsertarlos a la vida civil.

Ahora debe apoyar lo que antes reprobaba. Debe convencer a las autoridades de Estados Unidos, a bancadas adversas del Congreso, a la prensa y las Ong de que el mecanismo es bueno. Hay muchos ojos puestos en este estatuto que despierta dudas y suspicacias en diversos sectores de Colombia y del mundo. Hoy el terrorismo es un fenómeno universal, y así se le trata para defensa de toda la humanidad.

En política todo es cambiante. Nada es fijo. Esto lo saben muy bien los políticos, expertos en toda clase de maniobras. Por eso, no debería existir tanta sorpresa cuando se salta de un extremo al otro, como ha ocurrido en este caso. Ahora las reglas de juego son diferentes: se han movido en otra dirección las fichas del ajedrez. Es preciso concebir jugadas audaces para seguir en el tablero y no perder el partido.

Pastrana, que no ignora los tejemanejes del poder y los intríngulis de la condición humana, ha sabido enfrentarse al toro bravo de la oposición, que ahora lo embiste a él. Y ha procurado dar explicaciones sensatas para que se entienda su actitud patriótica. Ciertos periodistas y políticos obsesivos, con buena memoria para no olvidarse de algunos episodios nublosos, le reprochan su tolerancia con la guerrilla y el avance de la subversión.

De las declaraciones que el ex presidente ha formulado, la que debería ser la más valedera es quizá la que menos se ha tenido en cuenta: que su intención es prestarle un servicio útil a Colombia en el campo de la diplomacia, que es el que más domina, y en el que ha dado pruebas fehacientes de hábil estratega. Manifiesta que con esa mira piensa ante todo en la patria. ¿Por qué no creer en sus palabras?

La patria está por encima de los partidos. En eso deberíamos pensar los colombianos en momentos como los actuales que requieren la presencia de alguien calificado para remplazar a Luis Alberto Moreno, funcionario que cumplió imponderable tarea como embajador ante la Casa Blanca, gracias a cuyo desempeño ha conquistado la presidencia del BID.

No es sino retroceder unos años y nos encontramos con el sensible deterioro de nuestra credibilidad ante Estados Unidos, debido a la infiltración de dineros corruptos en la campaña del ex presidente Samper. Resquebrajadas por ese hecho las relaciones con nuestro aliado más importante, los perjuicios que recibió Colombia fueron considerables. El país perdió mucho terreno con esa coyuntura desastrosa, y recuperarlo no fue asunto de poca monta.

Fue Andrés Pastrana quien logró el rescate de la imagen nacional, primero con el nombramiento de Moreno en la Embajada y luego con la adopción de una serie de medidas y acciones de alta diplomacia, que hicieron reconquistar con creces el camino perdido. ¿Por qué, entonces, poner en duda que el mismo artífice de esa destreza puede cumplir brillante papel, a la altura de su antecesor, en tan delicado encargo?

En lugar de darle garrote al ex presidente Pastrana con críticas acerbas, lo que se necesita es darle la mano. Una cosa es el Caguán y otra la diplomacia internacional. Limar odios y pasiones sectarias, cuando de lo que se trata es de mantener en alto el nombre de Colombia ante la mayor potencia del mundo, debería ser la consigna de la hora.

El Espectador, Bogotá, 9-VIII-2005.

Perfil de un carácter

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Según  conocido refrán, «no hay que confundir un hombre de carácter con un hombre de mal carácter». Este proverbio tiene aplicación en el caso de Fernando Londoño Hoyos como ministro del Interior y de Justicia, no porque él sea de mal genio, que en ocasiones lo es, sino porque más allá de esa condición está el hombre de carácter, que es la virtud que le da mayor realce a su personalidad.

La tormenta política que se formó durante buena parte de su ejercicio en el ministerio, y que a la postre determinó su retiro del cargo, giró alrededor del estilo personal que implantó en sus relaciones con el Parlamento, que fueron siempre turbulentas.

Si ha de interpretarse en forma cabal el sentido de su nombramiento, debe aceptarse que el presidente Uribe lo escogió para que fuera el ministro de choque contra la corrupción y la politiquería, dos de los mayores vicios públicos  que el mandatario se proponía combatir. Y nadie más indicado para que agitara esa bandera que un hombre del temple, la claridad mental y la formación jurídica e intelectual de Londoño Hoyos, una de las figuras más destacadas de su generación, a la par que brillante orador y gran patriota. Además, profundo conocedor de la vida colombiana, incluso sin haber actuado en la vida pública. Este ministro estrella era el álter ego del Presidente y parecía hecho a la medida de sus zapatos.

Con todo, en el curso de los días se convirtió en la piedra en el zapato, para seguir utilizando los símiles de la comodidad y el rechazo. A su cargo llegó envuelto entre nubarrones: acababa de aparecer el fantasma de Invercolsa, que nunca lo abandonaría, y su desempeño en el proceso 8.000 como defensor del ex ministro Fernando Botero lo enfrentaba a samperistas y serpistas, que manejaban y manejan las riendas del Congreso, fuerza avasallante contra la que él iba a luchar. No era fácil, por supuesto, salir con vida en medio de semejante temporal, pero lo intentaría, aun a riesgo de su tranquilidad y de su reputación.

No hay duda de que en todo momento actuó con coraje y verticalidad. No negoció puestos ni transigió con los corruptos. Adelantó intrépidos debates, siempre sobreaguando entre remolinos y nunca perdió la razón ni se dejó arrastrar por la corriente. Pero su intemperancia y carácter fogoso lo llevaron a cometer disparates, de mayor o menor monta, que en boca de sus enemigos se agrandaban a la medida de sus conveniencias, y que en el ministro producían cataclismos. La verbosidad oratoria lo hizo incurrir en exageraciones y errores lamentables, aunque jamás en el abuso del poder, y sí en el desborde de la prudencia y el tacto político.

Era un gladiador de la inteligencia y las ideas, acaso ofuscado por el ambiente entenebrecido en que le había correspondido moverse, y que él había pensado que era el escenario de la elocuencia de viejos tiempos. Alguna vez habló en lenguaje filosófico, y los parlamentarios se pasmaron o se adormilaron, por no entenderlo. Esto lo hacía aparecer sabiohondo y arrogante y le creaba antipatías. La retórica no es hoy de buen recibo en el país. El mundo moderno lleva otros rumbos. En forma apropiada, la revista Semana define al Congreso contemporáneo como «un mercado persa de componendas». Y agrega que «hoy en día, más que la oratoria de un Catón se requiere el muñequeo de un tahúr».

A pesar de todo, el ministro Londoño logró salvar en el Congreso importantes iniciativas, como la ley de orden público y las nuevas normas sobre extinción de dominio. Otros proyectos amenazaban hundirse por una razón muy sencilla: había perdido el poder de interlocución con los parlamentarios y ese hecho no le permitía abanderar con éxito la agenda legislativa que se formó después del Referendo, ante un Congreso envalentonado y crecido. Además, el espíritu polémico y la labia ligera de Londoño lo mostraban como el «ministro problema», imagen transmitida, con excelentes resultados, por sus contradictores.

En la caída de Fernando Londoño, el primer derrotado ha sido el presidente Uribe, quien lo había escogido como la figura ideal para derrotar la corrupción y la politiquería. Al final lo abandonó, cuando el país se le vino encima. Con un final melancólico y dramático, propio de una tragedia griega (campo intelectual que apasiona a la víctima de este naufragio): lo dejó solo, y ni siquiera le solicitó él mismo la renuncia, como era de elemental elegancia y cortesía con su ministro estrella, sino que se la mandó pedir. Menos mal que por escrito, en la carta de aceptación (¿cosas del protocolo?), lo destacó como «colombiano de dotes excepcionales», cuya tarea «deja una huella profunda en bien de la Patria».

El Espectador, Bogotá, 13-XI-2003.

Fortaleza ante el dolor

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Extraordinario ejemplo de valor y serenidad dio María Zulema Vélez ante la muerte trágica de su esposo, Juan Luis Londoño, ministro de Protección Social. El país presenció por televisión las imágenes que mostraban el reposado ambiente hogareño durante los días de la desaparición de la avioneta, y admiró el porte y el equilibrio admirables con que la distinguida dama, al igual que sus hijos y toda la familia, manejaron la tensión del hogar y su propia angustia, frente a la agobiante probabilidad del desastre aéreo. Cuando se conoció la noticia fatal, la esposa del ministro salió de su residencia, en forma espontánea, para contestar las preguntas de la prensa y agradecer los gestos de solidaridad de los colombianos.

En medio del dolor que la conmovía, la vimos y oímos ante las cámaras de televisión con rostro dulce y lenguaje sosegado. El llanto lo cambió por palabras gratas ante la suerte del matrimonio feliz que había tenido, y de exaltación del gran promotor de las principales reformas sociales realizadas en los últimos años:

“Yo soy una mujer extremadamente afortunada porque tuve la oportunidad de vivir con el hombre más maravilloso. La solidaridad que he tenido de parte del pueblo colombiano me enternece; me llena de alegría el saber que el paso de Juan Luis no fue en vano».

Ni su semblante ni sus palabras eran de tristeza, y acaso pudiera pensarse que nada siniestro había ocurrido. Ni una lágrima, ni un lamento, ni la voz quebrada por la emoción, ni la menor inconformidad con el destino cruel se manifestaron en esos instantes de suprema congoja.

Por el contrario, con sutil sonrisa –la misma sonrisa mágica con que el ministro encaraba todos los retos y nunca se dejó ganar por los contratiempos– María Zulema transmitió un mensaje de paz y optimismo, de energía moral, de afirmación de los valores, de confianza en el país y de aplauso a los buenos ciudadanos. La que debía estar más afligida, y sin duda lo estaba en la intimidad de su alma, mostraba ánimos para seguir trabajando por Colombia. Difícil encontrar mayor aplomo y lucidez en momentos de tanto desasosiego interior.

Mientras la mayoría de las viudas se silencian y se dejan abatir por la pena, María Zulema mantuvo el control absoluto de sus sentimientos y de su mente. Sus palabras cálidas por la radio y la televisión, lo mismo que su sorprendente compostura en los funerales, levantan el ánimo nacional en esta época de infortunio y luto que gravita sobre la vida colombiana. Su actitud fortificante le dice al país que, a pesar de la racha de terrorismo y de reveses continuos que sacuden la paz pública, no podemos detenernos ni rasgar las vestiduras.

Ministro estrella del actual gobierno, Juan Luis Londoño fue quien más avances populares había logrado. Su simpatía y poder de convicción le hicieron ganar reñidas batallas parlamentarias, en las que se pusieron en marcha los resortes para la generación de empleo, el nuevo régimen pensional y la ampliación de la cobertura de salud. Duele que la muerte súbita deje trunca esta brillante carrera de servicios al país, en el mejor momento de su producción. Pero tenemos que resignarnos ante los azares de la vida.

El ex ministro Luis Fernando Ramírez, quien junto con él sacó adelante la ley 100 de 1993, lo define de manera perfecta: «Era una combinación bonita del cerebro educado en Harvard, con el corazón de un niño». Talento excepcional: así se le califica en el campo académico y en las esferas oficiales.

Quienes más cerca estuvieron de él destacan los principales rasgos de su personalidad: risueño, informal, acelerado, creativo, trabajador incansable, luchador obstinado, alma sensible ante la suerte de los humildes.

Su carácter tiene ahora cabal prolongación en María Zulema, su privilegiada compañera de 22 años de unión matrimonial, y en Daniela, Juliana y Juan Felipe, sus hijos promisorios. El inmenso vacío que deja su ausencia lo llenará el recuerdo del ser prodigioso que sembró en los suyos la parábola del amor y la ternura. Al país le entregó el esfuerzo del trabajo creador y la esperanza de la solidaridad social.

A la viuda valerosa sólo se le vio enjugar una lágrima furtiva cuando salió a recibir el féretro en la cámara ardiente del Capitolio Nacional. No ignora ella que la muerte es parte de la vida y que Dios está por encima de la desesperación. Estas son palabras suyas de honda sabiduría: “Uno puede ver el vaso medio lleno o medio vacío. Pero yo siempre trato de verlo medio lleno». Con esta clara actitud ante la vida, le dice al país: Hay que seguir viviendo. Hay que ayudar a Colombia. Hay que enarbolar las banderas sociales de Juan Luis Londoño.

El Espectador, Bogotá, 20-II-2003.

Los ausentes

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Comienza otro año con miles de hogares destrozados por la ausencia de sus seres queridos. Muchas de esas personas murieron en manos de la guerrilla, y sobre otras nunca se ha sabido, ni se sabrá, si están vivas o muertas. Desde 1997 han sido secuestrados 17.000 colombianos, lo que representa un promedio de 2.800 por año, 300 niños entre ellos. Entre los años 2001 y 2002 las estadísticas muestran que no existió ninguna variación notoria: durante 2002 se reportaron 2.986 plagiados. Hoy siguen en cautiverio alrededor de 2.000 personas, algunas con más de cinco años de esclavitud. Estas tragedias fantasmales hacen helar la sangre y estremecer el corazón.

El drama del secuestro toca la fibra más sensible del país. Se le considera, junto con el problema de los desplazados, la calamidad más grave del continente. Nunca podrá comprenderse la absoluta falta de sensibilidad humana de los autores de esta barbarie, que los sitúa en el nivel de las fieras. Aunque no: las fieras matan de una dentellada, pero no torturan. No tienen hígados para tanto. En cambio, los monstruos contemporáneos se complacen con la crueldad y se sacian con el dolor ajeno.

Hace ocho meses no se reciben pruebas de supervivencia de Íngrid Betancourt. De todos los políticos secuestrados, es ella la que más campañas ha librado por la suerte de los desprotegidos. Su libro La rabia en el corazón es la denuncia más valiente que se haya producido en los últimos tiempos contra la corrupción política y la injusticia social. ¿Por qué, entonces, la tienen secuestrada? ¿No dicen los insurgentes que ellos luchan por las causas populares? Su esposo le dice en un mensaje por la prensa: «Yo sé que ahora estás en un horno muy caliente y que las otras dificultades por las que hemos pasado no son nada comparadas con eso que estás viviendo».

El cabo Carlos Marín es uno de los 22 militares que continúan secuestrados después de 54 meses de cautiverio. No conoce a sus hijos gemelos, y ellos comienzan a entender y sufrir el drama. Serán con el tiempo, sin duda, seres lesionados por la guerra. Guerra fratricida que está engendrando las almas desadaptadas del mañana. Lo único que se sabe de Teresa Castellanos de Figueroa, que fue sacada de un hotel de Valledupar hace año y medio, y que padecía de artritis severa, es que ha perdido 30 kilos y se mantiene con los pies ampollados por causa de sus constantes desplazamientos por el monte.

Carmenza pasó la segunda Navidad esperando el regreso de su esposo y de su hija Natalia, de 17 años, secuestrados hace año y medio. Dacheira Cifuentes hace dos años que no ve a sus abuelos en poder de la guerrilla, y esperaba tenerlos en casa en la Navidad pasada. Como esto no ocurrió, la esperanza se trasladó para este año… «Completamos –dice Héctor Angulo– 983 días sin tener una sola prueba de supervivencia de mis padres, retenidos por las Farc desde el 19 de abril de 2000».

Similar tiempo de retención lleva el senador Luis Eladio Pérez. Seis meses después del secuestro, en diciembre de 2000, su esposa recibió de él la última carta. Sufría serios problemas de salud y su familia ignora qué había podido ocurrirle en tanto tiempo sin atención médica. Como él, son más de veinte los políticos en poder de la subversión.

Entre ellos están el gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria, y Guillermo Echeverry, ex ministro de Defensa, retenidos en abril del año pasado; Fernando Araújo, ex ministro de Desarrollo, en diciembre de 2000; Ancízar López, ex gobernador del Quindío, el 11 de abril de 2002; Jorge Eduardo Gechem, hace un año, sobre quien no se ha recibido una sola señal de vida.

En algunos casos de políticos no ha faltado la información. Quizá sus captores son más humanos (corrijo: menos perversos) y han permitido las despiadadas pruebas de supervivencia. Esto ocurre en relación con Óscar Tulio Lizcano, ex congresista secuestrado en Riosucio hace dos años y medio, quien en carta a su familia manifiesta que «ha pasado hasta ocho meses sin que nadie le hable, ha sufrido leshmaniasis, paludismo y graves infecciones intestinales, sin tratamiento médico».

Esta Colombia martirizada que agoniza con cada uno de los secuestros que se perpetran a lo largo y lo ancho del territorio, sin que las autoridades sean capaces de reprimir tanto salvajismo y tanta impunidad, es el infierno que desde años atrás vivimos con horror y que les vamos a dejar a nuestros hijos. A los colombianos de esta era nos correspondió el peor país de todos los tiempos. El holocausto de Hitler era racial. El nuestro es de exterminio absoluto de la condición humana y la dignidad del hombre, sea éste blanco o negro, rico o pobre, intelectual o ignorante.

¡Cinco y más años de cautiverio en el monte! ¿Se sabe lo que esto significa para el secuestrado, su familia, el país entero? Ha vuelto a hablarse en estos días del intercambio humanitario, figura que, ante la impotencia del Gobierno para liberar a las víctimas, debe adoptarse como fórmula salvadora de tanta desgracia humana.

El Espectador, Bogotá, 6-II-2003.

Conmoción ante el secuestro

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El rico, el pobre, el anciano, el niño, el político, el ministro, el alcalde, el policía, el estudiante, el sacerdote, el comerciante, el ama de casa, el ciudadano común, todos en Colombia somos secuestrables. Más aún: somos ciudadanos de desecho. Se secuestra lo mismo al gobernador de Antioquia, al ex ministro de Defensa y a la candidata presidencial, que al humilde campesino, al chofer asalariado y al desprevenido transeúnte de la carretera.

Quien caiga en la trampa, posea o no capacidad económica, es materia de comercio. En Colombia hay dos desaparecidos diarios, de todas las edades y todas condiciones sociales. Nadie vive en paz, porque la inseguridad se adueñó hace mucho tiempo de la vida cotidiana.

Esto parece una feria pecuaria, donde la mejor res es la que tiene mayor precio, pero a todas se les puede sacar alguna utilidad. Explotar el dolor es negocio rentable. Y negociar la vida, por más indigno y degradante que sea, suele ser la única manera para sobrevivir. Así se estimula la industria del secuestro, cuando lo que se busca es terminarla. Por las carreteras, que ahora trata de recuperar el presidente Uribe, se transita  con miedo. Por las calles urbanas, con pavor. El pánico se apoderó de la vida nacional. En cualquier vuelta del camino puede aparecer el lobo.

En ciudades y pueblos se vive expuesto al zarpazo sorpresivo, a la explosión o la bala. Si se mata por cualquier cosa, también se secuestra por cualquier cosa. La vida no vale nada. Es tanta la proliferación de este delito, que hasta los familiares se olvidan del pariente en desgracia. En las poblaciones se pierde la memoria de las personas retenidas, y a veces muertas en el paraje menos pensado. En alguna forma, nos hemos embrutecido.

El Tiempo publica todas las semanas una lista de los desaparecidos, recientes y antiguos (y muertos, por qué no), con las fotos de las víctimas y la narración de las circunstancias que rodearon el suceso, para que la gente ayude a localizarlas. Esto parece el muro de la infamia.

Sobre Ancízar López, ex gobernador del Quindío y ex presidente del Senado, no se ha vuelto a saber nada, si es que alguna vez se supo algo cierto en el largo tiempo que lleva secuestrado. El padre Gabriel Arias, destacado miembro del clero quindiano, salió por los caminos azarosos a negociar con los plagiarios la libertad del otrora poderoso cacique de la región, y lo mataron. Nadie sabe si quienes retienen al político y hacendado (o ya lo mataron) son guerrilleros o delincuentes comunes.

Tal vez el único que lo sabía era el intrépido mediador eclesiástico, y por eso lo silenciaron: para que no hablara. La vida no vale nada: ni para el preso en la espesura del monte, ni para el que va a liberarlo.

¿Hasta qué extremo hemos llegado? ¿Qué maldición cayó sobre el suelo de Colombia? ¿Por qué esta desgracia apocalíptica? ¿Cómo aceptar tanta muerte y tanta impunidad? Pero hay que admitir que llegó un Presidente valeroso, dispuesto a jugársela toda, a emplear las armas legales y el imperio de la autoridad, y a quien no le tiemblan la mano ni el espíritu para garantizar la vida, honra y bienes de los ciudadanos. El país respira ante esta luz de esperanza, pero sabe que falta mucho camino por recorrer para alcanzar la paz. ¿Podrá esperarse que los subversivos comprendan que deben ponerle término a su acción demencial?

En estos días ha vuelto a hablarse de la ley de canje como medio para que cesen los ataques guerrilleros. Es fórmula controvertida y peligrosa, porque perpetuaría el secuestro. Podría intentarse con fines humanitarios y por una sola vez, sobre la base de que no se permita la libertad de delincuentes condenados por delitos de lesa humanidad. Las armas enfrentadas no lograrán nunca la paz. Cuando de por medio hay problemas sociales y aparentes conflictos insalvables en las dos partes, las vías de la solución las da el diálogo.

Diálogo que se agotó en el pasado gobierno y que ojalá volviera a abrirse en el actual, si la guerrilla acepta las condiciones que fija el Presidente. De no ser así, seguiremos en guerra. Seguirán los secuestros y las asonadas. Ojalá algún día, con el concurso patriótico de todos, llegara a desterrarse el concepto de que la vida no vale nada, y pudiéramos decir: ¡Vale la pena vivir en Colombia!

El Espectador, Bogotá, 30-I-2003.