Por: Gustavo Páez Escobar
Estas cuartillas intentan pintar, reconstruyendo una travesía caminera, ciertos matices de la Boyacá privilegiada de postrimerías del siglo XX, comarca que ha logrado mantenerse tranquila, con contadas excepciones, en medio del país perturbado por agudos conflictos públicos. Época nacional de profundas crisis sociales enmarcada en ríos de sangre y horizontes de pavura. La inseguridad carcome hoy la paz de los hogares y pretende borrar del alma y de los paisajes los semilleros de poesía y encanto que nos ha regalado la mano de Dios.
Ideal, como terapia, este escape de cuatro días por una de las comarcas más fascinantes de la geografía patria. Territorio abrupto y rústico en muchos de sus parajes, que se mantiene todavía incontaminado de falsas civilizaciones y por eso ofrece paraísos de sosiego y panoramas de ensoñación. Mientras en Bogotá y en la mayoría de las ciudades y provincias colombianas, lo mismo que en los campos azotados por la violencia, la patria se desangra en un mar de horrores, todavía, por fortuna, nos queda Boyacá.
Hoy los caminos de la paz conducen a mi tierra. Y hacia ella vamos, lector amable. Puede que en algunos sectores sean senderos lentos y escarpados, estrechos y polvorientos, pero son, en cambio, apacibles y seguros, poéticos y sedantes. Invitan a la paz de la conciencia.
El territorio boyacense es reposado como la naturaleza que lo circunda. Allí no se ha atrevido a penetrar el perverso hombre contemporáneo que altera el reposo de otros lugares, tal vez porque le infunde respeto, o quizá confusión, la densidad de la tierra silenciosa. El silencio no es bueno para la guerra. El fantasma de la violencia, que cabalga por Colombia y el mundo entero como un anticipo del Apocalipsis, si es que en realidad ya no estamos en el Apocalipsis, se ha detenido ante Boyacá.
Un acordeón hecho hombre
Carlos Eduardo Vargas Rubiano es un hombre de leyenda. Bueno como el pan de las mesas campesinas. Su fama de hombre recto, afable y sencillo le da vuelta a Colombia. El país sabe de su carácter jovial y descomplicado. Carlos Eduardo personifica al boyacense en su más pura expresión. Su personalidad está amasada de trigo y viento fresco. Se confunde con el paisaje y se vuelve canción.
Su acordeón es célebre en el país. En él revientan las primeras notas de las campiñas musicales, en territorio de torbellinos y guabinas, y declinan, con vibración de arreboles y letargos telúricos, las melancolías del atardecer. Nunca un acordeón se ha pegado tanto al alma de su amo. Nunca el hombre ha estado más cerca de la entraña de un acordeón.
Carlóse, como cariñosamente se le conoce y se le nombra, fue quien nos invitó a este viaje por la provincia lejana. Ocupaba el cargo de gobernador del departamento. Y la cita era en Soatá. Allí nos reuniríamos con una nómina selecta de colaboradores suyos, de académicos y otras personalidades.
Entre palmeras y poesía
Soatá es la capital de la provincia del Norte. Mi pueblo es célebre en el país por sus exquisitos dátiles. Con ellos se han hecho famosas y hacen las delicias de los viajeros una serie de golosinas autóctonas: limones rellenos, toronjas en arequipe, besitos azucarados, masaticos de arroz… Soatá es un pueblo dulce. Se le conoce como la Ciudad del Dátil.
Es el único sitio de Colombia donde pegó la palma y fecundó su fruto. Por raro capricho de la naturaleza, sólo en las palmeras de mi pueblo coexisten flores masculinas y femeninas que, entrelazadas al igual que en el reino de los hombres, se atraen sexualmente y producen vida. El polen penetra en las flores femeninas y prolonga, a través de copiosas cosechas, la conservación de la especie.
Soatá está situada a menos de 300 kilómetros de Bogotá. Hoy se emplean seis horas en la travesía. Una carretera de nunca terminar, que lleva un siglo en plan de rectificación y pavimentación, ha reducido la distancia y ya promete, faltándole sólo 17 kilómetros para llegar a mi pueblo, continuar su destino sufrido. El general Rafael Reyes la adelantó, siendo presidente de la República, hasta Santa Rosa de Viterbo, su cuna natal. Y allí pareció congelarse por infinitos años. Toda una eternidad para la paciencia de quienes recorren, de Bogotá a Cúcuta, estas latitudes resignadas.
La hacienda legendaria
Tipacoque está a trece kilómetros de Soatá. Es un pueblo dormido sobre su duro lecho de piedra. Se llega a él por entre compactas montañas que descubren el alma endurecida de la roca, como si ésta quisiera precipitarse sobre la carretera y cobrar la aventura del viaje por aquellos desfiladeros asombrosos.
La naturaleza petrificada, con sus imponentes crestas de arbustos carcomidos por los soles caniculares, parece el blasón del pueblo que Eduardo Caballero Calderón, deseando hacerlo más suyo, lo proclamó un día como municipio independiente. Y lo gobernó como su primer alcalde.
Tipacoque es más un sueño que una realidad. La quietud de sus calles es alucinante. Algún vecino lo observa a uno desde el portón de su casa y no se sabe, en realidad, si aquella es una visión humana o fantasmal. Juan Rulfo nunca estuvo en Tipacoque. Pero ese hubiera sido el escenario exacto para su Pedro Páramo.
Si usted, amable lector, ha soñado con estar en Comala, la villa mejicana de las almas errantes, vaya a Tipacoque. Le aseguro que hay momentos en que se ignora si se está hablando con seres vivos o con seres fantásticos. Y es que en Tipacoque o en Comala el tiempo está inmóvil. «Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan». Son esos, según Rulfo, los espíritus que vagan y vagarán por su comarca inerte. Tipacoque es también pueblo de sombras y de vapores oníricos. Es otra aldea inmóvil.
La hizo inmortal Caballero Calderón. Lo que uno encuentra por las calles son personajes de novela escapados de los libros del cronista del pueblo. Esta recóndita aldea, cuyos moradores viven ajenos a su propia importancia, es el mayor símbolo de la literatura colombiana. La tierra dura, pedregosa y sufrida, enmarca el dolor campesino tan bellamente cantado en las novelas del genio boyacense.
Cuando uno vuelve a Tipacoque, y lo hace con los ojos del espíritu, salen a recibirlo siervos sin tierra que merodean por las trochas como eternos peones de la comedia humana. Cuando uno vuelve a Tipacoque mirará asombrado cómo se mueven, huidizos y como pasajeros del cosmos, las escasas almas que desfilan por las calles del silencio como hebras imantadas.
Con Carlos Eduardo llegamos a la hacienda legendaria. El perro nos ladró, y la buena mujer y su solícito marido, los cuidanderos irremplazables, nos dieron la bienvenida. El ilustre escritor, ausente en Bogotá, llena con su presencia de libros y vestigios múltiples la augusta soledad de la mansión. En el corredor grande se recuerda que el gobierno del doctor Carlos Lleras Restrepo la declaró monumento nacional.
La hacienda, que fue convento de los frailes dominicos, pasó a manos de los Caballero en el año de 1580. La vieja casona, cuya conservación demanda considerable esfuerzo económico, parece un castillo feudal. La hacienda fue repartiéndose entre los trabajadores y hoy sólo conserva, como un trofeo o como un baluarte de la historia, este reducto del corazón y de la inteligencia. Por los corredores y los salones han pasado siglos de historia patria. La casona huele a tradición, a literatura. Bolívar dejó en ella su rastro de caminante pertinaz.
A orillas del Chicamocha
La caravana partió con rumbo a Güicán. Nos detuvimos en Puente Pinzón, a corta distancia de Soatá, una de las referencias imprescindibles de mi pueblo. El río Chicamocha, escondido en profundidades medrosas, gime sus pesares entre aguas turbulentas. Parece escarbar en las entrañas de la tierra en busca de mayores abismos. Murmura, incontenible, su esclavitud milenaria. Alguna chicharra, que salta por entre piedras y cactos, no se concede tregua en su andar nervioso y pide con sus silbos un minuto de sosiego.
El sol cae vertical, como una saeta en el vacío. Rebaños de cabras, hechas a los rigores de las estériles laderas, buscan afanosas su merienda de espinas y romeros, en composición mágica de durezas y estímulos aromáticos. Y se tiran, con el estómago colmado, en plena carretera, ajenas a la proximidad de nuestro vehículo. Ignoran, las pobres, que engordando sus carnes servirán de suculento festín para los apetitos voraces.
En la plaza de Güicán
De Soatá a Güicán gastamos tres horas. No llevamos prisa, y tampoco la carretera, vía angosta que serpentea en el ascenso con fatigas de páramo, facilita la velocidad. Hay sitios tan estrechos que no permiten pasar a otro vehículo.
Estos pueblitos montañeros que contemplamos engalanados y pintorescos, con sus policromías de iglesias pesarosas y sus plazas somnolientas, simulan un pesebre pegado a la cordillera. Es preciso hacer continuas paradas para contemplar los farallones tocados de nieve y lejanía. Un día luminoso, que parece alejar la cercanía de la nieve, irradia fulgor y placidez sobre los riscos soberbios. Estos contrastes de sol y páramo, alturas y precipicios, majestad y pequeñez, alborotan el ánimo.
Boavita, La Uvita, San Mateo, El Cocuy, Guacamayas, El Espino, Panqueba y Güicán nos salen al encuentro. En los alrededores, Chita, Chiscas y La Salina miran el avance de la caravana. La Sierra Nevada es uno de los espectáculos más seductores de la geografía colombiana. Su manto de nieves perpetuas flota en el infinito entre ráfagas deslumbrantes. Los rayos del sol perforan el alma de las nubes y hacen resplandecer los peñascos más elevados, que se pierden en lontananza y sugieren una hilera interminable de atalayas marciales.
En la plaza de Güicán, frente al Peñón de los Muertos, se escucha la voz vibrante de los oradores. Sus palabras se repliegan por los contornos con ecos patrióticos. El poeta Pedro Medina Avendaño invoca a la Morenita de Güicán, la legendaria imagen de la Virgen cuya presencia entre los tunebos se remonta a más de dos siglos, y cuyo color, según la leyenda, obedeció a ser alumbrada con cera de laurel y trementina de frailejón.
El historiador Gabriel Camargo Pérez exalta el acto heroico de los aborígenes, que prefirieron suicidarse en alianza colectiva, tirándose al vacío desde lo que hoy se conoce como el Peñón de los Muertos –o el Peñón de la Gloria–, antes que entregarse a los españoles. Esta epopeya parece diluirse entre los abismos del nevado.
Un hada en el camino
Con Astrid, mi esposa, he recorrido muchos caminos. Sin ella sería menor el conocimiento de la geografía colombiana. Gozamos de los paisajes, de las emociones del campo, de la simplicidad de la provincia. Nos gusta fugarnos sin complicaciones por pueblos y veredas, más allá de los confines transitados por el común de la gente. Nos identificamos con el pequeño mundo maravilloso que se manifiesta en seres y objetos menudos, insignificante para otras personas, y que contiene ocultos embrujos.
Un viaje debe convertirse en experiencia enriquecedora, en oportunidad de fortalecer la visión del mundo y ampliar los límites del corazón. El alma, cuando está ligada con la naturaleza, conserva su capacidad de asombro y de poesía ante la belleza.
Saber mirar lo auténtico por encima de lo superficial; encontrar en la escondida provincia o en el camino perdido la seducción de la quimera; extasiarse ante la comarca desprovista de arrogancia y sembrada de candidez; nutrirse de paisajes, de ríos y alboradas; vibrar con la mañana que se incendia de luces tonificantes y reposar con la tarde que declina entre eclipses encantados y suspensos mágicos… he ahí el secreto para poseer los dones portentosos de la naturaleza.
Regreso con mi esposa de esta aventura caminera. Traemos el alma henchida de hálitos absorbentes. La vida se justifica para el hombre cuando está movida por un aliento femenino. No todos saben encontrar la inspiración de esa dulce complicidad para la alegría y el dolor que es la mujer.
La mía, que es el hada de todos mis caminos, se queda en esta crónica como una vaporosa deidad de la campiña boyacense, transplantada de su campiña santandereana. Y permanecerá aquí como una afirmación de la belleza, como un suspiro de mi viento boyacense.
Bogotá, 5 de mayo de 1993.