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Talleres de la infancia

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El primer libro que conocí de Euclides Jaramillo Arango, en mis inicios en la tierra quindiana, fue Talleres de la infancia, antología del juguete. Dos años antes, en 1987, la obra había visto la luz como publicación del Comité de Cafeteros del Quindío, la primera que hacía la enti­dad.

Puede decirse que con este libro se ini­ció mi amistad con Jaramillo Arango. Amistad entrañable que se prolongaría hasta la muerte del escritor en 1987. Hoy sale la cuarta edición, también por cuen­ta del Comité de Cafeteros, realizada con motivo de los 30 años de vida cumplidos por la institución en agosto pasado. Es el libro de Jaramillo Arango que ha tenido más reediciones, agotadas todas al poco tiempo de su salida al público, como sin duda ocurrirá con la presente.

Talleres de la infancia es su obra más conocida y más representativa, si bien sus otros libros son de indudable calidad. Hay uno excelente, encuadrado en la zona ca­fetera y que posee clamoroso acento sobre la angustia de la tierra y la violencia política, libro que tuvo dos ediciones ini­ciales y nunca más volvió a circular. Se trata de la novela Un campesino sin re­greso, que recibió los mejores elogios de la crítica.

En la obra donde el escritor vierte mejor su alma es en Talleres de la infancia. Aquí evoca, a través de los sencillos juguetes y las entretenciones simples de la niñez y la infancia, la melan­colía de los tiempos idos. Recupera, con deliciosa vena sentimental, el tesoro de aquellos días maravillosos donde el niño creaba universos de fan­tasía alrededor de los juegos y juguetes elementales de la época: el trompo, el ratoncito de trapo, el tractor de oruga, el aserrín aserrán, los maderos de san Juan….

Más tarde vino la era mecanizada del juguete y comenzaron a aparecer las pistolas automáticas, los tanques destruc­tores, los monstruos asesinos y todo ese engendro de la violencia moderna, que se­pultaron las diversiones sa­nas de antaño. La violencia se apoderó del juguete y transformó el alma pura del niño. Con la época de la tecnología, des­tructora de los inocentes pasatiempos que hoy añoramos con la misma saudade de Euclides, murió el ingenuo encanto de la niñez.

Euclides Jaramillo Arango, maestro del folclor nacional, rescata en su libro el tesoro perdido que no permitió que se desdibujara en sus años viejos. Siempre llevó en su alma un niño dormido, y eso lo salvó de la brutalidad del mundo deshumanizado que hoy rechaza las muñequitas de trapo y los carritos de madera, porque la era se nos volvió de sexo, violencia y droga.

Aporte extraordinario el que hace el Comité de Cafeteros a la literatura regional, que cuenta entre sus obras más valiosas esta de insuperable maestría y exquisito sabor.

La Crónica del Quindío, Armenia, 9-XI-1996

 

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Un país al alcance de los niños

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Dos años después de que Gabriel García Márquez publicara el texto Por un país al alcance de los niños, divulgado como prólogo de la llamada Comisión de Sa­bios reunida en Cartagena, la firma Villegas Editores, liderada por el infatigable promotor de la cultura nacional Benjamín Villegas, recoge aquellas palabras en esplendoroso libro que hoy se pone en circulación.

Con la fantástica mente creadora que distingue al escritor de Macondo, y haciendo gala de su prosa descriptiva y poética, se pinta en este trabajo el semblante de la Colombia sacudida por fenómenos diversos, desde los años de la conquista hasta los días actuales. La obra explora las raíces de nuestra identidad histórica hasta concluir en lo que hoy somos, con el propósito fundamental de entendernos mejor y sobre todo hacernos conocer de las generaciones por venir.

Dos magias se reúnen en el libro, y ellas lo convierten en obra de rara belleza: por una parte, la pluma prodigiosa de García Márquez que, con ahorro de palabras y el vigor de su elocuencia reflexiva, logra plasmar en breves líneas la genealogía y la personalidad del hombre colombiano; y de la otra, el arte fotográfico –admirable en todas las ediciones de Villegas Editores– que camina al lado de los textos y  muestra la cara cambiante de la vida nacional.

Se une el pensamiento con las imáge­nes para transmitir lo que podría llamar­se lección de Colombia, que no es otra cosa que el inventario del pasado, con sus conmociones arrasadoras, y la encrucijada de los tiempos contemporáneos, donde «no acabamos de saber quiénes somos».

Si los primitivos habitantes sufrieron  la crueldad de los conquistadores y miles de ellos fueron víctimas de indescifrables enfermedades aportadas por las legiones dominantes, hoy el drama del hombre es causado por otros tipos de violencia que pueden ser peores: el hambre, la guerra, la devastación. Si la insignia del momen­to es la desmesura, es fácil admitir que otros fenómenos de la época –la droga, el afán de lucro, la corrupción política, el pisoteo de la ley– encajan muy bien den­tro de la desproporción y la frivolidad del mundo que nos tocó vivir.

García Márquez escribe su mensaje para los niños, los niños que pronto serán adultos, porque son ellos la espe­ranza del futuro. Ya se nos vino encima el tercer milenio y todavía no hemos lo­grado vencer los vicios que nos dejó la mala herencia española. Más aún: los hemos incrementado y superado con nuevos dis­parates crónicos.

El repaso de las características, los valores y las inclinaciones de la sociedad colombiana que abarca la obra, sugiere para Colombia y sus gobernantes un cam­bio de rumbo. Este examen exhaustivo y verídico de nuestra realidad lleva conexo el propósito de la enmienda. El autor toca el nervio del patriotismo y con­voca los poderes del espíritu y la inteli­gencia, el mayor patrimonio de los colom­bianos.

La Crónica del Quindío, Armenia, 28-X-1996

 

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De Andalucía a Boyacá

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

“Profundizar en el cono­cimiento de su aldea es ser hombre universal» dijo Tolstoi. Con esta sentencia, el médico Alfonso Vargas Rubiano se dedicó, desde sus hoy lejanas aulas del Colegio de Boyacá, a indagar sus ancestros andaluces. A lo largo del tiempo fue uniendo, primero con la curiosidad del estudiante y más tarde con la paciencia del investigador, los tramos que lo separaban de su tronco paterno, el conquistador Juan de Torres.

Cuatro siglos debía atravesar hasta situarse en el año 1535, en el hogar de don Juan y su esposa, Leonor Ruiz Herrezuelo, de quienes proviene don Gonzalo Vargas Torres, padre del historiador. El matrimonio español se establece luego en Boyacá y da lugar a una abundante prole que se ha multiplicado hasta llegar a los Vargas Rubiano y a otras familias numerosas. El bisabuelo David Torres Solano fue presidente del Estado Soberano de Boyacá en el siglo XIX. Hoy van 17 generaciones.

El conquistador don Juan de Torres tuvo un hijo mestizo, Diego de Torres, el célebre cacique de Turmequé, uno de los personajes más interesantes de la historia boyacense. En este árbol genealógi­co se sitúan diversas figuras con notoriedad en la vida de Boyacá y del país, que el médico Vargas Rubiano se encarga de explorar con precisión histórica, para descubrir y concatenar sus propios orígenes.

En este siglo se destaca Calixto Torres Umaña, eminente pediatra y tratadista a quien el presidente López Pumarejo nombra ministro de Educación, cargo que no le es posible aceptar. Torres Umaña ocupa en 1946 la rectoría de la Universidad Nacional, y hoy, en reconoci­miento a sus excelsas condiciones científicas, el hospital San Juan de Dios tiene bautizado con su nombre el pabellón infantil.

Hijos de Torres Umaña son Fer­nando Torres Restrepo, famoso neu­rólogo graduado en la Universidad de Minnesota, y Camilo Torres Restrepo, el legenda­rio sacerdote guerrillero que escri­be, en sólo 37 años de vida, una de las historias más apasionantes de la sociología revolucionaria del país. «Desde pequeño –declara su madre– manifestó su solidaridad con los explotados e inmenso amor con los humildes». Este germen por la justicia lo había recibido de don Juan de Torres, conocido como el «gran defensor de los miserables».

Carlos Arturo Torres Peña, abo­gado, periodista y poeta, fue minis­tro del Tesoro y Hacienda en el gobierno de Marroquín, y autor del libro Idola Fori,  uno de los ensayos más notables que se han escrito en Colombia sobre filosofía política. En los tiempos actuales son muy conocidas las dotes de los hermanos Vargas Rubiano, dinastía boyacense que le ha pres­tado grandes servicios al país desde diferentes campos de acción.

El autor del libro reseñado (lujosa publicación ejecutada por otro miembro de la misma estirpe, Carlos Arturo To­rres Acevedo, propietario de Litografía Arco) goza de merecido descanso después de haber ejercido posiciones tan brillantes como la de decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, miem­bro del Consejo Académico, funda­dor del departamento de Pediatría y presidente de la Sociedad Colom­biana de Pediatría.

Gonzalo fue ministro de Educación, magistrado de la Corte Suprema de Justicia y el primer revisor fiscal del Banco Po­pular. Hernando, destacado arqui­tecto, es autor de los planos del hotel Sochagota. Helena heredó de su madre no sólo el nombre sino las virtudes de la raza boyacense. Car­los Eduardo ha sido alcalde de Tunja, jefe de relaciones públicas de la Flota Mercante Grancolombiana, gobernador de Boyacá, perio­dista… y algo inseparable de su personalidad: acordeonista, al más alto nivel, de la imagen de Boyacá.

El Espectador, Bogotá, 5-IV-1993.
Magazín Pro Boyacá, mayo de 1993.

* * *

Misiva:

Tu generoso comentario sobre De Andalucía a Boyacá no solamente compromete mi gratitud sino la de mis hermanos. Muy complacido de que mi estudio de tantos años comience a ser apreciado por cuantos, como tú, queremos a nuestro terruño boyacense y a nuestra Colombia. Alfonso Vargas Rubiano, Bogotá.

 

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35 años de abogacía

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con ocasión de sus 35 años de ejercicio profesional, Horacio Gómez Aristizábal ha publicado el libro que titula Así actué en 500 procesos. Toda la verdad sobre la abogacía. Es la mirada retrospectiva que hace este hombre consagrado de tiempo completo al campo apasionante del Derecho Penal.

Gómez Aristizábal, que además de abogado es escri­tor y académico, ha sabido manejar los códigos con sentido humanista. Por eso su oficina en la capital del país es un museo del arte y las humanidades, donde uno se olvida que está tra­tando con el penalista de los 500 procesos para hallar su mente abierta a las más variadas inquietudes del espíritu.

Un lema suyo que le hace honor es el siguiente: «La solidaridad del penalista es con el hombre, no con el crimen».

En unos trazos autobio­gráficos que consigna en otro de sus libros relata que desde la edad de 14 años sentía admiración por la figura avasallante de Jorge Eliécer Gaitán. Ese entu­siasmo por uno de los pe­nalistas más sobresalien­tes que ha tenido Colombia determinaría que el mismo adolescente se matriculara en la carrera de las leyes. Y conforme avanzaba en su destino, más crecía su ad­hesión a las normas que regulan las relaciones so­ciales e imponen los principios universales de justi­cia.

Ahora, tras estos 35 años de vivencias, es mucho lo que tiene que transmitir a sus colegas sobre los secre­tos de una actividad que no siempre camina sobre los mejores terrenos de la ética y la eficiencia profesional. Con la franqueza y el desparpajo que siempre lo han caracterizado, critica deficiencias del foro colombiano y alerta a los 80.000 abogados con que cuenta el país acerca de los rigores que es preciso cumplir para salirse del montón.

En el penalista quindiano existe una faceta admi­rable y es la de su humor habitual, que suele trasla­dar a sus escritos.

En medio de las dosis pedagógicas con que Hora­cio cuenta su vida, el lector se deleitará con una serie de aforismos, chispazos y sabiduría elemental, que le ponen un rostro amable al semblante adusto del abogado contagiado de solemnidades insoportables.

La Crónica del Quindío, Armenia, 9-XI-1992

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Raíces familiares

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Bajo la compilación del pres­bítero Jorge Medina Escobar –capellán del Batallón Guar­dia Presidencial, Universidad de la Salle y Universidad Jorge Tadeo Lozano– se publica uno de esos libros que sólo se aprecian cuando entran en circulación: un árbol ge­nealógico. Tesonera labor cumplida tras largos años de investigación, con el concurso de varias personas, entre ellas, Luis Carlos Escobar Molano, gran estudioso de esta genealogía.

Los troncos de las familias boyacenses analizadas (linaje que me hon­ra por la línea materna) son los siguientes: Medina, Calderón, Escobar, Corso. Estos ape­llidos provienen de España, Portugal e Italia, y la llegada de los primeros inmigrantes a Colombia se remonta a 250 años atrás. De estos ances­tros se ha derivado una descen­dencia heterogénea donde se desta­can estadistas, políticos, diplomáticos, escritores, periodistas, militares, ecle­siásticos, médicos, ingenieros, hacen­dados.

En el apellido Calderón sobresalen Clímaco y Carlos Calderón Reyes, que desempeñaron altas posicio­nes como las siguientes: ministro, embajador, senador, procurador ge­neral, canciller, miembro de la Cons­titución de 1886, presidente encarga­do de la República. Aristides Calderón Reyes fue ministro y presidente del Estado Soberano de Boyacá, y se casó con Ana Rosa Tejada Marino. Ellos fueron propietarios de la histórica hacienda Tipacoque. Una de sus hi­jas, Carmen Calderón Tejada, fue la esposa del general Lucas Caballero Barrera, y en este matrimonio nacie­ron los insignes escritores y periodis­tas Lucas y Eduardo Caballero Calde­rón.

Con el apellido Corso, de origen italiano, vinieron al país científicos de la Expedición Botánica, que apoyaron a Nariño y a los próceres de la época.

Los apellidos Medina Calderón y Me­dina Escobar tuvieron como tronco primario a Agustín Justo de Medina, fundador de la hermosa hacienda El Salitre, familias con eximias actua­ciones en campos como el militar, el religioso y la abogacía.

El apellido Escobar, de origen por­tugués, se conoce en Boyacá desde 1735 con Antonio de Escobar y Tamayo, corregidor y juez de la provincia de Tunja. Sobre mi abuelo Policarpo Es­cobar Corso se cuenta que acompañó al general Ramón González Valencia cuando éste se posesionó como presi­dente de Colombia en 1909, en viaje de Pamplona a Bogotá, con paso por Soatá. El libro trae esta memoria: «Como anécdota de este viaje se recuerda que en la escala hecha en Chocontá, tanto el señor presidente como don Policarpo, sin previo acuer­do, se dieron cita en el atrio de la iglesia para entrar a la misa de cinco de la mañana, con lo cual se confirma el justo título de presidente cristiano dado al general González Valencia».

Imposible hacer caber en la bre­vedad de esta nota, siquiera en forma somera, las características de tantos miembros que forman los ances­tros investigados, cuya posteridad se encuentra regada por diversos sitios de Colombia y el exterior. Sobre estas familias, ramificadas en nume­rosos apellidos, cabe decir que están comprometidas por el sentido ético de la vida, los valores morales y religiosos y el servicio a la patria, dones que configuran el alma boyacense.

En un club campestre de Bogotá nos reunimos en días pasados, por primera vez, 400 integrantes de nues­tra raza, orientados por esta premisa anotada en  el libro comen­tado: «En memoria de nuestros ancestros para que su ejemplo y méritos constituyan compromiso y estímulo a nuestros descendientes».

El Espectador, Bogotá, 5-X-1992

 

 

 

 

 

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