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Los oficios de antaño

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En 1977, residente yo en Armenia, ciudad desde la cual escribía frecuentes columnas en el periódico manizaleño La Patria, recibí del doctor José Restrepo Restrepo, director y propietario de dicho diario, un precioso libro que acababa de ser editado, coincidiendo con los 50 años de vida del autor: El pastor y las estrellas, de Eduardo Santa. Esta obra sería la más representativa de su producción, al convertirse en una historia fascinante que narra el itinerario de un viejo pastor por horizontes encantados, al tiempo que descubre los oscuros territorios de la maldad humana, atizados por el odio, la envidia, la ambición, la intolerancia.

Abogado, académico, poeta, cuentista, novelista y ensayista, y por otra parte exdirector de la Biblioteca Nacional y profesor emérito de la Universidad Nacional, Eduardo Santa ha sido trabajador incansable de las letras, como lo acreditan sus numerosos libros, que han merecido altos elogios de la crítica. Dueño de una prosa vigorosa y castiza, realzada con los nobles recursos de su sensibilidad poética, sus cuentos y novelas tocan los grandes conflictos colombianos, como el de la violencia y los rencores eternos que han arruinado la paz pública durante casi dos siglos de rivalidades fratricidas.

El manejo sicológico de los personajes y la penetración aguda en la provincia le han permitido a Eduardo Santa la pintura de cuadros turbulentos sacados de la amarga realidad que vive el país. Sus ensayos literarios e históricos significan otro aporte importante para el estudio de la patria desde diferentes enfoques. La  vena poética cumple su cabal expresión en El paso de las nubes (1995), bello poemario movido por la fuerza lírica, el sensualismo y la añoranza.

Con El libro de los oficios de antaño rescata el alma del pasado al evocar los trabajos comunes en la vida de los pueblos, labores silenciosas y cotidianas que plasmaron el folclor nacional en largas épocas de quietud y ensoñación. Quienes venimos de aquellos tiempos lejanos, desdibujados hoy por el cambio de costumbres, no podemos olvidar a personajes elementales como el boticario, el carpintero, el peluquero, el fotógrafo, el sacamuelas, el voceador de periódicos, el estafeta de correos o la costurera doméstica, ni pasar por alto ambientes pintorescos como el de las pesebreras, los gitanos y los culebreros, amén del licencioso de las chicherías y los sitios de encuentros furtivos.

Acaso queden todavía, en algunas aldeas y pueblos, rezagos de tales rutinas, pero los oficios de ayer no son los mismos de hoy. El país era otro: había aptitud para la simplicidad y tiempo moroso para la delectación. En las pulidas páginas de recordación del escritor tolimense se hace admirable su capacidad descriptiva para dibujar, con geniales toques poéticos y sentimentales –cual otro Euclides Jaramillo Arango–, más de cincuenta ocupaciones básicas dentro del discurrir pueblerino, sin las cuales serían inconcebibles la vida comunitaria y el bienestar hogareño.

Este delicioso relato de los oficios de antaño se vuelve una memoria auténtica del ayer legendario, y de paso recupera los cuadros de costumbres vividos en su niñez y juventud, género literario desfigurado por las amnesias del tiempo y que Eduardo Santa revive con enorme poder narrativo, al igual que lo hace en otras de sus obras, como Cuarto menguante, Los caballos de fuego y La provincia perdida.

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Hija de tigre sale pintada. Sarita Santa Aguilar, hija de Eduardo Santa, es una niña prodigio que a los trece años es ya autora de su primer libro, titulado Caminos de vida, en el que sus padres seleccionaron cuarenta y dos de sus mejores poemas escritos entre los seis y los diez años de edad. «Leyendo sus poemas –dice el gran lírico Óscar Echeverri Mejía– he comprobado, una vez más, que el poeta nace y que el poema es un don del Creador».

Este caso hace recordar a Ana Frank, que antes de los dieciséis años escribió el testimonio estremecedor sobre las monstruosidades de Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Sarita, que desde su más tierna edad siente amor por los animales, la naturaleza y el ambiente hogareño, dice en su canto al árbol: «Cada hoja que se cae es un recuerdo cayendo en el olvido». Y a su conejita le advierte que «la reina de esta casa es mi corazón».

El Espectador, Bogotá, 14-XI-2002.

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Misiva:

Acabamos de abrir la página de El Espectador en la que aparecen tus magníficos comentarios sobre Los oficios de antaño y el libro de Sarita Caminos de vida. Nos gustaron mucho y los hemos enviado por e-mail a varios amigos residentes en el exterior. Te estamos muy agradecidos. Eduardo, Ruth, Sarita.

Las razones de Íngrid

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuenta Íngrid Betancourt que su libro La rabia en el corazón, que es un testimonio sobre la injusticia y los atropellos que se cometen en Colombia, no pudo ver la luz aquí porque le cerraron las puertas para ser publicado en su propia tierra. Ante esa negativa, lo ofreció en Francia y allí obtuvo resonante éxito editorial. Más adelante, Grijalbo se interesó por editarlo en Colombia, lo que ocurrió a finales del año que acaba de pasar.

Releyendo Los miserables, y cuando ya tenía previsto seguir con el libro de la colombiana, pesqué una frase en la que suena como un látigo la «rabia en el corazón». Me pregunté si Ingrid Betancourt había tomado esa expresión para bautizar su libro, convertido en otra denuncia similar a la de Víctor Hugo hace 140 años. Los dos autores fustigan a los poderosos y les señalan sus abusos y ruindades, para buscar que el hombre sea libre y que la sociedad proteja sus sueños y legítimos derechos.

Como Íngrid vivió varios años en Francia y allí obtuvo su formación básica y forjó su carácter social, cabe pensar que su rivalidad con la clase política colombiana se la inculcaron los escritores de la Revolución Francesa. Este libro-tempestad, contra el cual el expresidente Samper, tan cercano a sus padres y a ella misma, interpuso una acción judicial ante los tribunales de París, hizo que la nombraran allí como la Juana de Arco colombiana.

Los franceses han entendido el temple y la razón de esta valiente política, y al compararla con la heroína francesa, frágil e intrépida mujer que libró fieras batallas por la salvación de su patria (a causa de las cuales fue quemada en la pira de la Inquisición, y luego enaltecida por la historia), establecen frente a Íngrid un paralelo nada desenfocado.

A Íngrid en Colombia (lo mismo que a Juana en Francia) la han dejado sola por sus luchas contra la deshonestidad política que azota al país. Después de obtener las mayores votaciones dentro del liberalismo para llegar en dos ocasiones al Congreso, sus colegas la aislaron, la vituperaron y la cercaron con toda clase de obstáculos y tergiversaciones en razón de sus denuncias  contra los corruptos sentados a su lado. Y contra todos los corruptos de que es tan fértil el suelo colombiano.

Se recuerda su valerosa intervención en torno al contrato de los fusiles Galil. Y más tarde, su rechazo frontal del proyecto de preclusión del juicio contra Samper, decidido a favor suyo por 111 votos contra 43, en un terreno dominado por los amigos políticos del expresidente.

Episodios como estos se hallan detallados en el libro y llevan a la autora a clamar por la depuración de la moral y la enmienda de los vicios crónicos que han desatado la ola de violencia e impuesto la pobreza que padece el pueblo.

El primer contacto que tuvo Íngrid Betancourt con los problemas nacionales fue a través de un estudio económico sobre el puerto de Tumaco, siendo funcionaria del Ministerio de Hacienda. Situada en el propio escenario de la miseria, pudo palpar los grados de degradación humana que se viven en la zona del Pacífico, y que son comunes a otras regiones no menos deprimidas de la patria.

De sus ilustres padres: Gabriel Betancourt Mejía, que se destacó por importantes realizaciones como ministro y embajador, y Yolanda Pulecio, que llegó al Concejo de Bogotá como protectora de los gamines y tiempo después fue representante y senadora, recibió profundas lecciones de vida. Por ellos aprendió a conocer mejor a Colombia y sus gentes. Ha podido llevar una vida muelle, pero optó por los ásperos caminos de la política, como la manera de redimir al pueblo del yugo a que lo tienen sometido los malos dirigentes.

Ha estado en contacto con los últimos presidentes; firmó un pacto con Pastrana para combatir la corrupción, que luego tuvo que deshacer cuando el Gobierno se fue por otro lado; se ha entrevistado con los líderes de la guerrilla, los ha escuchado con interés y ellos la han escuchado con respeto y acaso con admiración, en medio de ideas encontradas; ha recibido golpes bajos y sufrido heridas e comprensiones. Y se ha desengañado de la clase política. Eso es su libro: una denuncia valiente y un testimonio amargo y estremecedor sobre la dura realidad colombiana.

Las amenazas contra su vida y la de sus hijos le han sembrado zozobra y tristeza en el alma –esa «rabia en el corazón» que no la deja en paz–. Y ha derramado lágrimas de soledad y desencanto. Pero no desiste de su lucha, ni la silencia el miedo a la muerte, porque cree en Colombia, en su familia y en la gente buena.

Al final del libro exclama con dolor de patria: «Esta violencia es el grito de aquellos que están hartos de un Estado bandido, de un Estado sin ley. Así muchos de nosotros vivan un infierno cotidiano, no hemos perdido la esperanza. Soñamos con la paz, con la armonía, con la justicia. Tenemos que revertir las fuerzas: que lo que hoy es muerte, se vuelva vida».

El Espectador, Bogotá, 20-I-2002.

 

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Memorias de un acordeón

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El primer acordeón lo tuvo Carlos Eduardo Vargas Rubiano en 1938, a los 18 años de edad, pero podría decirse que nació con él debajo del brazo. Ha sido su compañero de toda la vida. En tal forma se identifican mutuamente, que no puede mencionarse al uno sin dejar de pensarse en el otro. Es difícil encontrar una simbiosis tan perfecta entre un instrumento musical y su ejecutante. No se sabe, en realidad, si Carlosé es el dueño del acordeón, o el acordeón es el dueño de Carlosé.

Mi dilecto amigo y paisano boyacense nació con alma musical. Esto se puso de manifiesto desde sus primeros años, cuando ya tarareaba canciones y manejaba con ritmo sus aventuras infantiles. A los 15 años, con evidente disipación de sus estudios escolares, pero con ánimo jubiloso, tocaba al piano los tangos de Gardel. Cuando tiempo después viajó a Buenos Aires, fue a visitarlo al cementerio de La Chacarita y allí le confesó que sus tres ídolos musicales de América Latina eran Agustín Lara, Carlos Gardel y José A. Morales.

El niño músico que sorprendió a la sociedad de Tunja con sus melodías tempranas, insólitas dentro del frío ambiente de la urbe monacal, tiene hoy 81 años. Y sigue siendo niño, ya que no ha perdido su espíritu festivo y ha conjugado siempre la vida, en todo tiempo y lugar, con alegría y entonación admirables. Según él, los ciclos de la existencia ocurren cada 20 años, por lo cual la suya es la cuarta edad, y no la tercera, quizá porque le han rendido más los años.

Así lo vimos, eufórico y colmado de satisfacciones en el cálido homenaje que le rindieron sus hijos en el Hotel Radisson, al que asistimos complacidos un numeroso grupo de sus amigos, con motivo de la presentación de su libro Memorias con mi acordeón y del disco Se nota que no sé nota. Ambos títulos a la altura de su jocosidad vitalizante.

Como el acordeón hace parte de su carácter y de su estado físico (y sin él no sería Carlosé sino un ser común), ha adquirido carta de identidad en los salones sociales y en cuanta posición ha desempeñado. Fue alcalde de Tunja a los 25 años, y su mandato se hizo más sonoro con los acordes de su inspiración, lo mismo que sucedería como gobernador de Boyacá en 1987.

Durante 28 años dirigió las relaciones públicas de la Flota Mercante Grancolombiana, y desde joven comenzó a actuar como periodista de La Linterna –el célebre periódico fundado por Calibán en la capital boyacense–, para vincularse luego como columnista de El Tiempo hasta el día de hoy.

En su larga trayectoria como fugaz funcionario público, relacionista de la Flota Mercante y de cuanto encargo se le ha confiado, ameno periodista y promotor incansable de la tierra boyacense, Carlosé ha hecho valer su pericia musical a lo largo y ancho del país y más allá de nuestras fronteras. De Boyacá en los mares es el título de la formidable caricatura que le dedicó Chapete en 1969, la que es rescatada hoy como carátula del libro. En ella aparece el risueño personaje navegando por los mares del mundo con el agua subiéndole a la cintura, pero armado, claro está, de su inmejorable instrumento musical.

Por demás está decir que Carlosé ha librado y ganado todas sus batallas a punta de acordeón. En tiempos de violencia –que en Colombia parece que son eternos–, unos bandoleros irrumpieron en el sitio donde departía con unos amigos, y mientras éstos cogían las de Villadiego como almas que lleva el diablo, el músico invencible los recibía con una guabina y con ella les refrescaba el alma envenenada. Media hora más tarde, todos departían al calor de una botella de aguardiente, como si fueran viejos camaradas, con las armas depuestas y la risa en los labios.

Cuando yo residía en Armenia, la Gobernación del Quindío le ofreció un coctel en su carácter de directivo de la Flota Mercante, con la mala suerte de que aquel día un terremoto hizo estragos en el Antiguo Caldas. Las caras de los asistentes al acto eran de espanto. El ilustre visitante cambió pronto el ánimo de la concurrencia al ejecutar al piano un aire boyacense en honor de su paisano.

En este libro se recogen simpáticas anécdotas y sucesos memorables que han girado alrededor de su vida y de su comarca natal. En él queda el testimonio auténtico de todo un señor de la simpatía, el humor y la sencillez, que ha puesto una nota grande en el panorama nacional.

Como embajador de la sonrisa y las buenas maneras, del gracejo a flor de labios y de la cordialidad sin límites, ha empleado estos dones para atraer hacia Boyacá las miradas de destacadas figuras del Gobierno y la política, de la empresa privada y los negocios, para conseguir el progreso regional. Es mucho lo que le debe el departamento a este acordeón resonante y tan bien tocado.

Y mucho lo que nos tonifica a sus amigos (continúo hablando en términos musicales) el verlo en la dorada cumbre de su ‘cuarta’ edad rodeado del calor de Marina –a quien él ensalza como «mi última novia y mi primer amor”–, de sus hijos y de todos los suyos. Y orondo de lo que siempre ha sido: el melómano sin tregua, el señor de la gracia y la distinción, el caballero a carta cabal.

El Espectador, Bogotá, 3-I-2002.
Repertorio Boyacense, No. 338, Tunja, abril de 2002.

 

Cultura caldense

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Instituto Caldense de Cultura, que hace ocho años dirige Carlos Arboleda González, adelanta extraordinaria labor en el campo bibliográfico. Uno de sus objetivos ha sido el fomento de la literatura caldense, programa que en segundo término lo ha extendido a otras regiones. Este dinámico ejecutivo y hombre de letras ha demostrado, con su desvelo y acción ejemplares, la tarea que deben cumplir los dineros públicos para el mejoramiento cultural del país.

Bajo el título Oradores del Gran Caldas, voluminoso libro de 520 páginas, los directores de la selección, Carlos Arboleda González y Horacio Gómez Aristizábal, exaltan la vida y obra de 40 personajes de las tres regiones que formaron el Antiguo Caldas.

Grandes maestros de la palabra y la elocuencia, con el aporte de piezas de antología, discurren por estas páginas: Gilberto Alzate Avendaño, Bernardo Arias Trujillo, Antonio Álvarez Restrepo, Humberto de la Calle Lombana, Jorge Mario Eastman, Fernando Londoño y Londoño, Otto Morales Benítez, Javier Ocampo López, Helio Martínez Márquez, Héctor Ocampo Marín, Aquilino Villegas, Silvio Villegas…

Carlos Arboleda González define a Silvio Villegas como «paradigma de la ilustración, inflamado y erudito». En Jorge Mario Eastman encuentra la «simbiosis entre humanismo y política». En Morales Benítez pondera «su oratoria estremecida, su elocuencia académica y su verbo cálido». Gómez Aristizábal dice sobre el poder de la elocuencia que su «fundamento primordial es la sabiduría, sin cuyo concurso se frustran fácilmente los más excelentes dones naturales».

Es un libro para deleitarnos con la lectura de páginas memorables, como el discurso de Aquilino Villegas sobre Berta Singerman y la oración sobre el incendio de Manizales (1929); o el duro retrato que hace Alzate Avendaño, a la muerte de Aquilino Villegas, sobre la controvertida personalidad de su ilustre paisano; o la admirable carta que en 1938 dirigió Hernando de la Calle al director de Educación Pública de su tierra, y que fue leída en el recinto de la Asamblea Departamental de Caldas, sobre algunos deberes que tienen los funcionarios del Estado frente a la comunidad.

El demonio del ensayo en la obra de Otto Morales Benítez se titula el texto que Ricardo Sánchez publica sobre la trayectoria intelectual del insigne hijo de Riosucio, pueblo donde el imperio satánico, cultural y fiestero rompe –en el célebre Carnaval del Diablo– las cadenas del miedo y la opresión. Como la personalidad de Otto Morales Benítez se asemeja al carácter liberador y extrovertido del rey de los carnavales, el ensayista usa el símil para repasar la obra gigante del escritor caldense.

Y analiza los aspectos más destacados de su producción y sus ideas, en franco reconocimiento de su trayectoria intelectual, si bien no comparte «su ataque a la Constitución de 1991 en cuanto la viene calificando de embeleco jurídico», y además hace resaltar la simpatía del ilustre escritor por la figura de Santander, a quien Morales Benítez considera el mentor principal del liberalismo. Sobre el particular anota Ricardo Sánchez: «Polémico no reconocer un Bolívar liberal además de un Bolívar democrático y autoritario».

En 1992, en el libro Los hijos secretos de Bolívar, publicado por Plaza & Janés, Antonio Cacua Prada recogió las andanzas amorosas del Libertador. Ahora, en el esmerado folleto Bolívar, el Don Juan de la Gloria, sale una síntesis de esos deliciosos romances, y al final de la obra comenta el autor: «Ese Bolívar galante de ojos inquietos, centelleantes, no tuvo en sus últimos días el dulce consuelo de una caricia femenina, ni la mirada compasiva de una mujer, ni unas manos suaves y bondadosas que calmaran la sed de su insaciable dolor».

César Samboní, licenciado en literatura y lengua española, es poeta y periodista del Cauca, columnista del diario El Liberal de Popayán, cuya cuarta obra, el precioso opúsculo Pensamientos de aldea, es publicada con el patrocinio de la entidad caldense de que se ocupa esta nota. Hermosa y emotiva poesía, con ecos de sueños y añoranzas, de olvidos y tristezas, de dolores y errancias. La edad del autor –29 años– hace pensar que el camino por recorrer le traerá crecientes éxitos.

El Espectador, Bogotá, 29-XI-2001

 

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La horrenda Inquisición

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Natale Benazzi y Matteo D’Amico, autores de El libro negro de la Inquisición, nos regresan a una página oscura de la historia eclesiástica, abolida en los nuevos tiempos, pero que todavía se repite, bajo diversos procedimientos, en muchas latitudes del planeta. ¿No son similares y acaso más crueles las guerras santas del islamismo?

La destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, movida por brutales sentimientos religiosos que alimentan la retaliación y el odio, inmoló a miles de personas inocentes en una de las hogueras más pavorosas que haya conocido la humanidad. Estos verdugos amenazan con el empleo de armas biológicas, es decir, con torturas aún más atroces, como respuesta a los movimientos de defensa que el mundo entero adelanta contra el terrorismo que ellos practican.

La Inquisición se prolongó durante casi cinco siglos y está considerada como uno de los sucesos más sombríos de la Iglesia Católica. En esta guerra contra herejes y brujas sólo bastaba un indicio, a veces un simple anónimo, para abrirle proceso a la persona sospechosa, que carecía de garantías para su defensa y casi siempre era quemada en la hoguera.

A partir de 1229, la victoria contra los cátaros, los herejes más señalados de entonces, estimuló la peor época de fanatismo religioso de que se tenga idea, mediante la confiscación de bienes, la cárcel, la realización de terribles torturas, el acoso contra el alma, la pérdida de la vida. De esta manera fueron sacrificados teólogos y filósofos, príncipes y plebeyos, prostitutas y mujeres virtuosas, místicos y libertinos, católicos, judíos, protestantes y musulmanes…

¿Qué quedaba del Dios misericordioso, dispensador del amor y el perdón? ¿Qué quedaba de Cristo, cuyos principios se apoyan en la confraternidad y la paz? Cristo no predicó la violencia, ni el suplicio, ni la hoguera, como medios represivos para seguir su doctrina. Varios siglos tuvieron que pasar para que el establecimiento eclesiástico condenara los horrores de la Inquisición, y esto vino a hacerlo el Papa actual, que al celebrar el reciente jubileo, fiesta de arrepentimiento y reconciliación, pidió perdón al mundo por los males que la Iglesia había causado.

El libro que aquí se comenta hace un repaso espeluznante, con el apoyo de investigaciones serias y documentadas, de los principales hechos que marcaron la historia inquisitorial. La ordalía, o «juicio del fuego», que en la Edad Media recibió el nombre equivocado de «juicio de Dios», consistía en someter al hereje a caminar descalzo sobre carbones ardientes sin que sufriera quemaduras. De lo contrario sería carne de las llamas.

Fray Dolcino aseguraba que la Iglesia Católica había perdido su papel de maestra de la fe. Este acto de «herejía» lo condujo a la pira en 1307, tras la llegada de la autorización papal y luego de sufrir un espantoso vía crucis. Encadenado de pies y manos lo suben a un carro triunfante, mientras la multitud embrutecida goza del espectáculo. Tenazas al rojo vivo destrozan sus carnes, y después le cortan la nariz y le arrancan los genitales.

Juana de Arco, agraciada y apetecida doncella, oye una voz interior que le dice que está destinada a salvar a su patria. Armada de caballero, viste ropas masculinas (lo que es visto como signo de brujería) y se lanza a la guerra, obteniendo numerosas victorias por la causa de Francia. Capturada por los ingleses, es acusada de hereje. En la prisión, las cadenas le lastiman los tobillos y el alma. Luego la llevan al patíbulo, donde pide que le pasen una cruz. Atada al poste levantado frente a la hoguera, le prenden fuego. En 1920 es canonizada. (Entre 1300 y 1700 fueron quemadas alrededor de 70.000 mujeres acusadas de brujería).

Fray Giordano Bruno, ordenado sacerdote en 1573 y especializado en teología, llega a ser en Europa uno de los hombres más cultos de su época. Se inclina por la metafísica y la antropología y defiende la libre búsqueda de la verdad. Su incursión en la astrología y las ciencias esotéricas, que lo hace adherir a las tesis de Copérnico, atrae sobre él los ojos de la Inquisición. Y va a dar a una mazmorra de la cárcel de San Doménico, donde siente todo el peso de la barbarie.

Siete años permanece preso, y se le prohíbe hablar con los reclusos, casi todos religiosos, lo mismo que enviar cartas, leer y escribir. Esto último es una real ignominia para su ser espiritual. Cuando llega al poste de la crueldad, le introducen en la boca un objeto de madera que le bloquea la lengua y le impide hablar o gritar, causándole tremenda sensación de asfixia. Luego comienza a arder la pira…

Galileo Galilei, el más importante científico de su tiempo, es recibido por el Papa en señal de tributo a su vasta erudición. Pero como existen teorías suyas que se oponen a lo afirmado por las Sagradas Escrituras sobre el movimiento de los astros, años después la Inquisición ejerce sobre él inauditas presiones para que se retracte de sus ideas. Hasta tal grado llegan las humillaciones y los vejámenes físicos y mentales, que, viejo, enfermo y con la mente obnubilada, abjura de su ciencia con tal de recobrar la libertad. Muere en absoluta ceguera, cerca del monasterio de su hija religiosa, y con él desaparece «la última gran figura del Renacimiento Italiano, el hombre que hizo nacer la ciencia moderna».

Después de leer tantas atrocidades, cabe preguntar: ¿Está en realidad borrada la Inquisición en nuestros días? ¿El fanatismo religioso permite hoy la libertad del alma? ¿No salen del islamismo y del grupo talibán, y de todos los movimientos terroristas del mundo, los nuevos verdugos de la humanidad?

Hay que aceptar que la crueldad y el exterminio, herencia de Caín, jamás abandonarán al hombre en su peregrinaje por la tierra.

El Espectador, Bogotá, 18-X-2001.
Revista Manizales, No. 718, mayo-junio/2002.

 

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