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El libro de Tulio Bayer

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un editor arriesgado publicó en la serie Hombre Nuevo, de Medellín, el libro Carta abier­ta a un analfabeto político, del médico revolucionario Tulio Bayer, hoy confinado en París desde hace diez años, donde se gana la vida en el ejercicio de la medicina y en la traducción de textos para editoriales médicas.

Bayer, cuyas andanzas revo­lucionarias son bien conocidas en Colombia, goza de un esta­tuto de refugiado político en París y desde allí sigue con in­terés los acontecimientos de su patria. Temible para muchos, como que se trata del fustigador implacable de lo que ha dado en llamarse «el establecimiento», se confunde con el niño travieso que desde los primeros años no deja en paz lo que lo rodea.

Es permanente crítico de la sociedad y no se resigna al papel de simple observador. En los albores de su juventud promisoria, recién especializado en los Estados Uni­dos irrumpe en Manizales como secretario de Salud Pública. Libra grandes batallas contra la adulteración de la leche y pone en calzas prietas a unos cuantos personajes locales que no le perdonarán nunca que los haya desenmascarado. Todos le te­men y evitan sus dardos, y co­mo se torna, por múltiples su­cesos, elemento indeseable para ciertos intereses, se le ha­ce el vacío y se le obliga a aban­donar sus lares manizaleños.

Queda desde entonces la sensación de que se trata de un enemigo público. Se le combate y se le denigra. Pero se le res­peta. Sus adversarios no se atreven a medirse con él en el foro, pues posee encendido verbo en­cendido y luminosa inteligencia. Expulsado de Manizales, creen haberse librado de un fantasma. Leyendo su libro, que es un apasionante relato autobiográfico, con nombres propios, provoca preguntar si los hechos que relata, tanto de Manizales como de otros luga­res, son simples ficciones. Co­rrespondería a las personas alu­didas contestar los cargos.

Refugiado en las selvas del Putumayo, inicia la novela Ca­rretera al mar, que publica en 1960. En Méjico por poco la llevan al cine. Llega más tarde a los Laboratorios CUP y encuentra irregularidades en la fabricación de las drogas, que lo llevan a enfrentarse con los directores de la firma, quie­nes, si bien le reconocen sus am­plios conocimientos en farma­cología, prefieren deshacerse de él.

De allí pasa, luego de sufrir hambres en las calles bogota­nas, a un oculto rincón de la frontera con Venezuela, donde logra ser contratado como mé­dico del pueblo. Pero a los po­cos días está de nuevo sitiado. El Ministerio de Salud Pública no quiere seguir con sus servi­cios. Se hace cónsul honorario en Puerto Ayacucho y más tar­de inicia la revolución armada.

Su vida es una constante aventura. En ninguna parte encuentra la igualdad so­cial y se propone combatir a su manera las injusticias. Escoge los caminos más difíciles, los del levantamiento. El Ejército lo captura. Pasa a la cárcel Mode­lo y, tras no pocas peripecias, obtiene asilo en París.

Su libro merece leerse con atención. En lenguaje direc­to no exento de toques nove­lescos narra su vida y condena al «establecimiento». Dueño de inmensa cultura, que hasta sus enemigos le recono­cen, su obra es dinámica, irre­verente, enjuiciadora y de in­discutible mérito literario. Es experto narrador, aunque con pocas ambiciones de literato, para sentirse, en cambio, revo­lucionario.

Queda la duda sobre si Tulio Bayer posee sólido convencimiento marxista. No es comunista. La crisis del comunismo soviético no lo seduce y en Cuba no admira la revolución ideal. Sea lo que fuere, Bayer es hombre muy inteligente, que suscita interés y dice verdades. Es maestro de la palabra. Con ella lanza latigazos contra sus enemigos, contra el sistema, contra los desequilibrios del mundo. Es la voz de un colombiano a quien la vida ha tratado duro.

Falta saber si sus denuncias, que son valerosas, nacen tan solo de su mente inquieta o si más bien les han faltado estrategias para hacerse valer. Se trata, de todas maneras, de un juicio público, el de su libro, que no puede subestimarse.

La Patria, Manizales, 27-III-1978.

 

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Un extraño diccionario

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Llegué en el preciso momento en que Euclides Jaramillo Arango recibía de la Editorial Bedout la remesa de su nueva obra, Un extraño diccionario. Por eso, me correspondió el privilegio del primer ejemplar, ejemplar tanto más  significativo cuanto que me fue entregado en presencia de la autora de la carátula, pequeña artista que todavía no comprende el honor que le ha dispensado su ilustre abuelo. Se trata de Claudia, niña ingenua que ha vertido en la portada del diccionario, como un aroma, toda la inocencia, la autenticidad y la gracia que están intactas en los nueve años de su existencia y que uno quisiera verlas siempre florecidas.

Euclides, cuya esposa acabamos de enterrar, parece como si se tropezara con un retoño que brota de la propia tumba para prolongar la vida. Claudia, quien jugaba alegremente con el libro oloroso a tintas frescas, no comprende aún que ella es el perfume que se esparce en un momento duro de la vida de su abuelo.

Por haber estado yo cerca del desarrollo de la obra, contaré el detalle de la carátula. En reciente viaje que hice a Medellín me acerqué a saludar en Bedout a mi amigo el poeta Hernando García Mejía, alto directivo de la firma. Sobre su escritorio estaban dos proyectos de la portada del diccionario, listos para ser remitidos a Armenia. En Bedout no se imaginaban que aquellos diseños iban a ser borrados, de una sola plumada, por una niña inquieta. Ella había pintado en cualquier pa­pel una casita campesina con el par de labrie­gos orgullosos a la sombra del árbol protec­tor. A un lado pace el manso animal,  el socio de sudores y testigo del esplendor campesino.

Euclides no lo pensó más: esa sería la portada. Acaso el artista de Bedout era desplazado por primera vez. El arte, de todas maneras, terminó inclinándose ante la inspiración natural de esta niña de cortos años. Veo ahora en este cuadro iluminado por los colores y sublimado con los trazos de una plu­ma virgen, el legítimo primitivismo. Picasso hu­biera envidiado tanta originalidad. Este es Eucli­des Jaramillo Arango: un ser sencillo que le hu­ye a la ostentación. Él tiene alma de niño y se re­crea con las formas simples de la vida. Grande es este escritor, porque no ha perdido la autenticidad.

Sobran comentarios sobre su diccionario. Es el resultado de toda una vida de observación y estu­dio sobre las costumbres y los modismos campesi­nos, sobre todo los que giran alrededor del café.

Aquí están su humor y su ingenio, su penetra­ción sobre el habla popular y su identidad con la natu­raleza. Obra valiosa, y también valerosa: a la gente se le ha olvidado estudiar y acu­dir a los tratados que rescata la sabiduría. Y es un profundo paso más en el folclor, la especia­lidad de quien ha vivido en constante comunión con el alma del pueblo.

El libro se lo dedica a Alejandra, otra de sus nietas, y por extensión a las nuevas generacio­nes. Al comienzo de la obra, hace esta genial consideración: «Cuando Alejandra aprenda a leer, ¿todavía aparecerán libros?…. Y si aún se publican, ¿para qué?».

La Patria, Manizales, 20-IX-1980.

 

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Loretta mira a Colombia

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Se llama Loretta van Iterson. Nació en Holanda y allí reside, pero de dos años se trasladó a Colombia debido a que su padre, ingeniero de puertos, se vino al país a realizar contratos de trabajo relacionados con su profesión, entre ellos, con el puerto de Buenaventura.

Esto determinó que Loretta pasara en Colombia los años de su infancia. Adelantó los estudios primarios y secundarios en el Andino, colegio alemán de Bogotá. Por eso, domina el español a la perfección. Años después volvió a Holanda, donde estudió psicología y se especializó en neuropsicología infantil. En Ámsterdam trabaja en una clínica dedicada a la epilepsia de los niños.

Habla varios idiomas y es incansable viajera, sobre todo por los países suramericanos. La fiebre viajera la heredó de su padre, quien se desplazaba a diferentes países en función de su actividad de ingeniero de puertos. Conoce muy bien la idiosincrasia latinoamericana, sobre todo la colombiana. A Colombia ha venido muchas veces y vive enamorada de nuestro país.

En la pasada Feria Internacional del Libro presentó en Bogotá el volumen de crónicas viajeras al que le asignó el bonito nombre de Nidos de oropéndola, bajo el sello de la editorial La Serpiente Emplumada, dirigida por la cuentista Carmen Cecilia Suárez. Maravillosa obra en la que describe con lenguaje ameno, fluido y preciso el recorrido de varios meses que efectuó en compañía de su amiga Krisztin por los Andes de Colombia y Venezuela.

La mayor parte de este itinerario lo hicieron a pie, provistas de morral y los enseres más necesarios, por escarpadas montañas, ríos torrentosos y miserables pueblitos o caseríos que surgían a su paso. El reto de los difíciles caminos no era óbice para continuar la marcha. Por el contrario, cada vez avanzaban más en su propósito de conocer costumbres exóticas, lugares escondidos, misterios fascinantes. Algún residente en aquellas latitudes anotó  que nunca había visto dos mujeres solas que hubieran cruzado la cordillera.

Loretta exhibe en sus crónicas el penetrante poder de observación que posee para pintar ambientes, paisajes, sitios, usos domésticos o aldeanos. No se limita a presentar las características externas, sino que se va al alma de las personas para dibujar sus estados espirituales, su manera de pensar y su forma de sentir, amar o sufrir.

En todas partes la tratan con deferencia, porque sabe congeniar con la gente y entender sus necesidades. Se somete a estrecheces y pobrezas, tolera la falta de higiene de algunos hospedajes y comprende la rusticidad de sus moradores. Esta manera de ser, sumada a la magia de la palabra que ejerce en ocasiones con vuelos poéticos que cautivan al lector, le han permitido plasmar estas crónicas de absoluta belleza.

Un día está en la Ciudad Perdida de los taironas, luego en la Sierra Nevada de Mérida (Venezuela), más adelante regresa a Colombia y se traslada al Valle del Cauca y Quibdó. Se cruza con los indios emberá y otros pobladores  indígenas.

Como además posee humor, agudeza y gracia, sus relatos dejan grato sabor. De esta manera, el propio lector se siente viajero. Quisiera él ser parte de esta aventura de los caminos. Describiendo lo que surge a su paso, Loretta capta la idiosincrasia del país en sus diversas facetas lugareñas, y le regala a Colombia una fotografía auténtica de nuestros tesoros, miserias y bellezas.Gran libro de viajes, en suma.

Al final de la travesía, la escritora se encuentra frente al televisor con un cuadro de la violencia colombiana, capítulo que ella conoce por su carácter de holandesa-colombiana. Las noticias dan cuenta de un sartal de bombas, muertos, secuestros, violaciones, tragedias… Loretta comenta: “El país respira miedo. No hay conversación en la que no se entrometan engaño, violencia, secuestro, pérdida, muerte, asesinato…” Nos duele esta anotación, pero tal es la cruel realidad.

Y acto seguido agrega: “Pero el hecho de venir acá también me permite ser testigo de las habilidades acrobáticas del colombiano para exprimir alegría donde apremia el temor. Con gran admiración veo cómo el colombiano sabe transformar la inseguridad en un mayor compromiso y una mayor solidaridad. Con admiración veo su capacidad de recuperarse. El don para crear un ambiente en el que se puede vivir una vida normal”.

El Espectador, Bogotá, 24-XI-2010.
Eje 21, Manizales, 25-XI-2010.
La Crónica del Quindío, Armenia, 27-XI-2010.

* * *

Comentario:

Qué cosa tan paradójica que mientras una holandesa, Tanya, esté de guerrillera con las Farc, asesinando inocentes, destruyendo el entorno ecológico y poniéndoles minas quiebra patas a los colombianos buenos que no le han hecho absolutamente nada, otra holandesa, Loretta, está visitando caseríos y ayudándoles en lo que pueda a gentes humildes solo porque nos quiere y nos aprecia como colombianos. Mientras una es destructora y malandrina, otra es bondadosa y samaritana. Y tiene razón Loretta en sus pensamientos: el país se ha descompuesto.

Sin duda alguna, entre lo que mejor escribe Gustavo Páez, y es agradable leerlo, son las crónicas o semblanzas personales. Lástima grande que no siempre tengamos el tiempo disponible para leer los autores que reseña. Una vez le anoté a Bayly, el escritor peruano, que su mejor género era la entrevista personal. Me hizo caso y regresó con gran éxito a la pantalla. Ojalá Gustavo siga amenizándonos a sus lectores con estas sentidas y muy interesantes crónicas con que nos deleita semana a semana. Luis Quijano, Houston (Estados Unidos).

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La cibernetización

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con este título acaba de editarse un interesante libro del doctor Alberto León Betancourt, presidente del Banco Popular. Se trata de un ensayo escrito en inglés, en 1965, y ahora traducido al castellano. En aquella época el autor adelantaba unas investigaciones en los Estados Unidos sobre la interacción del hombre-máquina. Sus en­foques de doce anos atrás, escritos dentro del ámbito norteamericano, adquieren actualidad en el medio nuestro que no está distante de experimentar, como viene ocurriendo, la influencia de lo que él llama la cibernetización.

Muchas de las palabras que emplea el trabajo no son castizas, y así lo advierte el autor, por haber sido extraídas como adaptaciones de otras de origen inglés, tampoco castizas en su idioma, pero en uno y otro caso expresan un lenguaje certero. Me viene a la mente, a propósito,  una de las recomendaciones que hace León Daudí en su Prontuario del lenguaje y estilo (Ediciones Zeus, España, 1963) cuando aconseja al escritor no esclavizarse demasiado al diccionario, que siempre vivirá con incorrecciones, para ser capaz de crear nuevos vocablos que traduzcan con propiedad el habla popular y que por eso mismo terminarán ingresando a los registros académicos.

El autor del libro que comento, con indudable dominio sobre un tema que él abarca con suficiencia, nos coloca, con gran poder de claridad y síntesis, en el mundo de la automatización y los computadores,  fiebre actual y también reto para el propio mundo. La cibernética, de donde hace desprender la cibernetización, es tema del momento que ubica al hombre frente al monstruo de la era automatizada.

Estamos en el vigor del hombre-máquina, fórmula de impredecibles consecuencias que no se sabe si a la larga será un adelanto o un lastre para el planeta, sobre todo en materia social. Se funden y se identifican en la cibernética las conexiones nerviosas del animal y las transmisiones eléctricas de las modernas procesadoras que ya no solo hablan sino también piensan.

«Existen –dice el doctor León Betancourt– todas las razones para creer que dentro de las próximas dos décadas habrá máquinas, por fuera de los laboratorios, capaces de realizar un trabajo pensante original, ciertamente tan bueno como el que pueda esperarse de gentes de nivel medio que estén en capacidad de usar sus mentes».

Reto impresionante para este mundo con desempleo y hambre que en razón de su propia creciente superpoblación tiene que acudir a los computadores para acelerar y tecnificar el desarrollo, sacrificando al hombre. Aunque, a renglón seguido, apunta el autor: «El hombre, que ha construido la máquina, será siempre mucho más inteligente y mucho más capaz que ella».

La cibernetización implica grandes problemas para la humanidad. El mayor de ellos, el desempleo que se produce como consecuencia de los modernos mecanismos que desplazan, con mayor eficiencia, al hombre, que es irónicamente el autor del descubrimiento. Baste este dato tomado de los Estados Unidos: en la industria automotriz el número de trabajadores descendió de 746.000 en el auge de 1955, a 614.000 en noviembre de 1960. ¿Qué términos de comparación existirán en el momento, cuando la máquina está en su apogeo?

Pero, por otra parte, la automatización es una necesidad de la época. Sin ella, el mundo habría expirado por impotencia al no contar con computadores para controlar el tránsito, investigar mercados, procesar prolijos guarismos, liquidar impuestos y hasta fabricar programas sociales. Las nuevas generaciones, nacidas bajo el signo de la cibernetización, tienen en sus manos el timonel del mundo. No se sabe si, para sostener el equilibrio del planeta, en el futuro haya que resolver la superpoblación con una conflagración mundial que destruya la sociedad tecnológica, que hoy se levanta como un progreso y un peligro, ambas cosas a la vez.

Este libro del doctor Alberto León Betancourt despierta grandes interrogantes.  Es un trabajo de profunda meditación que habrá de crear inquietudes entre los científicos, los sociólogos, los estudiosos de cualquier área y, en general, entre el lector raso. Todos, querámoslo o no, alguna compostura llevamos del hombre-máquina.

La Patria, Manizales, 17-XII-1977.

* * *

Carta del autor de la obra:

Después de haber dictado la carta que te envié hace algunos días acusando recibo de tu excelente libro encontré en mi oficina copia del artículo que escribiste titulado La cibernetización. Agradezco, de la manera más sincera, tus comentarios y conceptos. Los conceptos me merecen el mayor respeto porque de la lectura de un texto eminentemente científico tú has sabido captar el mensaje que en ese texto se quiso plasmar.  Alberto León Betancourt, presidente del Banco Popular, Cali.

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Talleres de la infancia

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Euclides Jaramillo Arango, el excelente maestro de la literatura que desde el Quindío labora incansablemente su universo literario y que es además uno de los más autorizados folcloristas del país, penetra con devoción, con verdadero empeño amoroso, en el mundo ilímite de la infancia y nos descubre todo un venero de nostalgias y remembranzas en el alma del juguete.

Fabrica, para su propio goce íntimo, que él quiere compartir con los viejos de su generación, y que acaso se convierta en entretenimiento para los jóvenes de hoy, su ya célebre obra Talleres de la infancia que en años pasados fue distribuida por nuestras embajadas en el mundo y que ahora acaba de ser reeditada por los comités cafeteros de Antioquia y el Quindío como homenaje a la Federación Nacional Cafeteros en sus cincuenta año de existencia.

Con un acopio impresionante de datos y particularidades sobre los juegos y juguetes que antaño divertían a la chiquillería, la emocionaban y la hacían gozar del mundo misterioso y encantado, el autor, con el ingenio que lo caracteriza, descu­bre en cada entretención, en cada partícula del juguete, la propia presencia de Dios que se recrea con los retozos de una época descomplicada que ha sido deslucida por la irrupción de tanto invento mecánico y electrónico.

Más gozaba la juventud de hace años con el ratoncito de trapo, el tractor de oruga o la gallina ciega, diversiones trabajadas con la imaginación abierta y con los materiales fabricados por las manos limpias del niño, que con el kilométrico tren que pita desaforado en cada vuelta del camino, y que a los pocos días quedará arrinconado en cualquier sitio por falta de combustible, es decir, de interés pura seguirlo rodando.

Los juguetes modernos, que requieren para ser entendidos de la lectura atenta de instrucciones que por lo general no vienen en castellano, se diferencian de los antiguos en que estos mantenían la emoción, y que acaso por su sencillez resultaban manejables, y en cambio los modernos llegan provistos de enredados y frágiles mecanismos, de mucha vistosidad y poca resistencia, que los vuelven latosos.

Son dos mundos distantes y contradictorios: uno sencillo y elemental, y el otro, fastuoso y fugaz; uno retozón, el otro, aburrido. El niño de hoy, víctima de tiempos agitados donde se juega a la guerra atómica y a la aparición de poderosos aparatos cósmicos, vive sobresaltado y errátil. Aprende, desde los primeros años, a enredarse con pistolas y municiones –así sean de juguete– y al paso del tiempo se sumerge en una atmósfera cargada de venenos sociales.

No lo sorprende el sexo que le descubre el televisor, ni la sangre y atrocidades que chorrean las revista que consigue libremente en cualquier esquina, ni las frivolidades que se usan entre sus compañeros de generación, y que incluso encuentra en sus propios padres.

El niño de antaño, el montañerito que revive con nostalgia Jaramillo Arengo y que pretende que nunca muera, aquel que ignoraba las complicaciones y los vicios del mundo, el que vivía como un ángel de la calle, maestro de su ingenuidad y artífice de travesuras y enredos inocentes, está hoy proscrito por esta sociedad que prefirió fabricar aprisa los juguetes. El modernismo, sembrado de monstruos, porque no ha sido capaz de conservar el alma limpia del juguete, ha dislocado al mundo.

Puede ser hoy más ágil la mente, y acaso más precoz, pero nunca más infantil. El niño actual, desde los primeros saltos por la vida, comienza a tener ficciones de mayor. Lo circunda una sofocante atmósfera de libertades y vicios que eran vedados en las apocas viejas y, a poco de su recorrido, no solo es un autómata entre diversiones peligrosas, sino que se lanza en carreras inverosímiles al mando de la motocicleta o del automóvil que no le niegan sus padres.

Ser capaces de preservar la moral de los tiempos idos para una sociedad infantil que aprende de prisa las costumbres de los mayores y que nace con gérmenes de rebelión, es empeño colosal. La juventud de hoy es iconoclasta por vocación. Le gusta la independencia, independencia absurda que la desubica y la atrofia dentro de sus propios linderos, y que más tarde termina desadaptada dentro del medio ambiente.

El libro de Euclides Jaramillo Arengo, como él lo dice, es «un deseo de regreso, de anhelo de volver a una época de bondad, de mansedumbre, de sana lucha por el subsistir». Los juegos que él compartió en sus días de muchacho y le dejaron impresionada el alma, forman esta extraordinaria antología donde se confunde el ingenio del autor con la sencillez de aquella época sana.

La humanidad se nos volvió mecanizada y cambió, de un momento a otro, la dulce muñeca de trapo por la reina sofisticada. Prefirió la metralleta de balas interminables a los maderos de San Juan.

Es preciso, de cuando en vez, regresar a los talleres de la infancia, si no a los propios, a los que nos recuerdan los mayores, y entresacar del pasado los soplos de inteligencia, deleite y amor que pretende robarnos –y ojalá fuera mentira– un mundo precipitado y loco que se olvidó de armar juegos de niños.

El Espectador, Bogotá, 3-VIII-1977.

 

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