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Homofilia y homofobia

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Este trabajo de Ebel Botero, el primero que se intenta en el país con seriedad y altura con­ceptual, es un ensayo de divulgación científica sobre el homosexualismo, que encara la realidad de un tema tabú que trata de ignorarse y que en la práctica se combate como si fuera una lacra social.

El autor, que conoce el mundo ho­mosexual a fondo, no tiene empacho en declarar que su obra la ha madurado como consecuencia de sus propias experiencias personales, del sin­número de diálogos con homosexuales y bisexuales de toda edad y condición, de uno y otro sexo, tanto en Colombia como en otros países, y de la vasta bibliografía que ha estudiado a fondo durante más de 20 años.

La obra, que acaba de salir con el sello de la Editorial Lealon de Medellín, despertará agudas con­troversias, ya que aparte de defender la conducta homosexual como un hecho normal, afirma que no es ni enfermedad ni perversión, y además se sitúa en el terreno co­lombiano donde la sociedad y la Iglesia condenan con rigidez estas manifes­taciones consideradas lesivas del buen comportamiento. Aquí el autor está en abierta lucha contra los conceptos tradicionales al sostener que no es una conducta moralmente mala si los actos no son degradantes de la ética ni invaden el campo delictivo.

Desde que leí algún comentario en la prensa y más tarde vi la obra en una librería de Medellín, supuse que Ebel Botero, conocido en el país como ponderado crítico literario, actividad que parece mantiene en suspenso, estaba demostrando coraje poco común al exponer en público y en este ensayo profundo y documentado tesis que habrán de provocar encontradas reacciones.

Pero el homosexualismo es un hecho cierto en Colombia y en el mundo entero. Requiere tra­tarlo como la realidad que es. La evidencia social no puede ocultarse y, por el contrario, hay que enfrentarla. Tratándose de un escritor culto y estudioso, catedrático reconocido y literato de altos méritos, no podía producir un panfleto ni una obra mediocre.

El tema, por lo espinoso que es, se prestará a análisis ligeros, en algunos casos, o mordaces en otros; y habrá quienes prefieren ignorarlo para no comprometerse. Pero la homosexualidad continuará siendo una inclinación inocultable, como lo ha sido a lo largo de los siglos, y es a los padres y a los educadores, y en general a los estudiosos, a quienes interesa conocer estas tesis valientes que merecen análisis.

Dice el autor que «toda la obra es una defensa de la homosexualidad, de la que yo llamo inocua, es decir, libre de factores delictivos, y es una defensa osada y agresiva, que me ha obligado a combatir algunas instituciones, en especial la Iglesia vaticana en este campo concreto (aunque no en el mensaje original de Jesús). Con todo, creo haberlo hecho con altura, sere­namente, sin difamar ni vilipendiar, si bien he debido en unos cuatro casos enfrentarme a personas, nombradas o aludidas, pero esto constituye la ex­cepción, y aun entonces no me refiero a su vida privada sino a sus opiniones públicas».

El Espectador, Bogotá, 8-VIII-1980.

* * *

Misiva:

Yo no esperaba que usted saliera a hablar, y bien, de este libro que no se lo había enviado y entre nosotros no se alcanzó a dar una amistad estrecha, dada mi  escasa sociabilidad. En ese artículo descubro que usted es un enamorado de la justicia y la verdad hasta el punto de exponerse a malas interpretaciones. Sabía,  ciertamente, de su sentido justiciero y de su noble alma, pero no creía que llegara hasta ese grado peligroso. Digo «peligroso» porque hablar bien de un libro donde se defiende una «lacra social» como el homosexualismo (así la llaman) es exponerse a ser tildado de homosexual por los maledicentes. O sea que usted ha mostrado un enorme valor al enfrentarse a ese peligro. Ebel Botero, Medellín.

 

 

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A mitad de camino

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Algún espíritu travieso debió de meter­se en la cuna de José Jaramillo Mejía para crearle esa sutil perspicacia con que trama la vida. Su porte personal, desenvuelto y ágil, se traslada, en la li­teratura, a una prosa que fluye sin dificultades, espontánea, a veces juguetona, otras maliciosa, y siempre amena y coloquial. Quizá su mejor virtud, des­cubierta con solo recorrer pocas páginas del acopio de escritos periodís­ticos que conforman su reciente libro A mitad de camino es el de la auten­ticidad, esa desenvoltura para recrear­se en hechos y paisajes, pintar costumbres y definir temperamentos, que lo hace accesible al lector.

Nada tan aislante como el estilo afectado, que se destapa al primer golpe, y que por ser artificioso castiga la fluidez, la primera norma que debe cuidar el escritor. La literatura es, en síntesis, coloquio, y jamás debe ser tortura. Las prosas de Jarami­llo Mejía, elaboradas sin apremios ni rebuscamientos, brotan al natural, pero además llevan ritmo y humor. No a todos los escritores, y de una vez hay que afirmar que Jaramillo Mejía lo es, aunque él pretenda mostrarse como aficionado, se les cuela ese duende que prende la chispa de la inspiración y marca el estilo.

El escritor no puede improvisarse, como no es posible conseguir licencias de poeta. Tampoco el periodista es mejor por poseer tarjeta, y muchas veces se desvía por culpa de ella. Ya se ve que Jaramillo Mejía, para quien no alcanzó el reparto oficial, no necesita de tarjeta para escribir excelentes crónicas. Esas crónicas, hilvanadas en los parént­esis que le permite su oficio de empre­sario, demuestran que el periodismo va por dentro y se defiende solo, cuando hay casta para esa profesión.

Comenzó practicándolo en el Instituto Universitario de Caldas co­mo editor de Liberación, periódi­co que se daba el lujo de aparecer cada semana, hasta su inevitable extinción por apuros económicos; lo continuó con la revista Gentes y Letras en Armenia, en la que escribía hasta las cartas de los lectores, según lo confiesa, y no queda difícil deducir que también las contestaba; después llegó a El País y Occidente, y finalmen­te a La Patria, de cuya escuela es dis­cípulo aprovechado.

Cuando se posee vocación para las letras, el resto es fácil. No habrá obs­táculo que no logre vencer el batalla­dor de la cultura. Jaramillo Mejía, espíritu inquieto, siente que en las ve­nas lleva suelto su diablillo juguetón, ese que le permite soltarse de corrido en agradables prosas y llegar a la gente con gracia y desparpajo, ganándose simpatías.

Su compañía laboral, La Nacional de Seguros, que entiende la importancia de un ejecutivo que sabe ser al propio tiempo literato, condición nada común, premia el esfuerzo al lanzar a conside­ración del país las realizaciones de quien «a mitad de camino» reta la im­productividad de otros. El vicepresi­dente de la entidad, doctor Ignacio Piñeros Pérez, exalta con palabras elocuentes el sentido de vivir con idea­les, única manera de superar la rutina y la mediocridad de las mentes prosai­cas.

El idealismo, que es creador, permite romper barreras para elevar el espíritu. Por hombre idealista debe en­tenderse el que dignifica la vida, el que despeja con su lucha los abrojos del camino, el que se esfuerza para que los demás encuentren horizontes. En el caso de José Jaramillo Mejía, gran ejecutivo y gran humanista, ahí está su ejemplo en el recodo de su existencia prometedora, hablando el lenguaje de los hechos positivos.

La Patria, Manizales, 14-VI-1980.

 

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Confesiones de un penalista

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Horacio Gómez Aristizábal ha convertido la abogacía en algo más que el  ejercicio de ga­nar pleitos. A su profesión le ha inyectado sabias directrices para que sea un apostolado, una ban­dera social, más que una actividad productora de rendi­mientos económicos, sin sentido humano. Ha logrado compene­trarse en tal forma con la esencia del hombre, interpretarlo y digni­ficarlo, que su tarea es una parábola de humanismo.

Este destacado profesional, uno de los penalistas más brillantes del país, nos cuenta juveni­les inquietudes y su búsqueda de hechos insólitos, y corrobora con el correr del tiempo que no había nacido para la improductividad y que su mente ansio­sa de aventuras culturales no se ha detenido en pequeñeces sino que la ha capacitado para pensar en grande.

Pocos abogados son al propio tiempo eruditos en las dis­ciplinas profesionales y catadores de la vida. El abogado de altura se limita, por lo general, a ahondar  en los conocimientos jurídicos, adquirir notoriedad y convertir­se en tratadista y hombre respeta­ble en el foro o en la universidad, pero carece de tiempo o de voca­ción para el humanismo. Gómez Aristizábal es filósofo de su oficio, porque ha sabido extraer de sus experiencias un venero de sabiduría.

En su libro Lo humano de la abogacía y la justicia recoge sus propias vivencias y luego de crear los contornos adecuados para plasmar lecciones de contenido, presenta a la justicia como disciplina amena, filantrópica, digna para el que sabe ejercerla, y sobre todo humana; y concibe al abo­gado como el buscador de la equidad, personaje a quien a veces no se comprende, asediado por complejas circuns­tancias y no siempre apto para hallar la chispa de la vida. Con gracia y certeros enfoques, característica refinada del autor, trae a cuento anécdotas, aforis­mos, debilidades y grandezas de la justicia y los abogados, para redondear un tratado que muestra el lado real que no siempre se ve.

El nuevo libro que ha comenza­do a circular, Yo, penalista, me confieso, salido de la Editorial Kelly de Bogotá, es prolongación del mismo tema, esta vez dirigido con mayor escrutinio al mundo íntimo del autor. Este abogado, especialista en la defensa del hombre, primero ha comprendido la vida para después aplicar los códi­gos. Lanza tesis novedosas, explo­ra secretos, propone reformas, critica vicios y tiende, en últimas, por ese humanismo de que antes se habló.

Gómez Aristizábal habla y escribe en lenguaje franco y desenvuelto. Es hábil para el gracejo y la fina ironía. Entiende la abogacía como oficio noble y compromi­so serio con la sociedad, y por eso insiste en los valores esenciales que debe practicar el ejecutor de la justicia. Estas confesiones habrán de ser leídas con provecho y delectación dentro del mundo del derecho y por el país culto que sigue con interés la tra­yectoria de esta mente inquieta y razonadora.

La Patria, Manizales, 8-V-1980.

 

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Las llaves falsas

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

José Vélez Sáenz, maduro columnista del periódico La Patria, es escritor claro y rigoroso. Habla su verdad, lo que él siente y defiende, sin esguinces y con convicción. Uno de los vicios frecuen­tes del escritor colombiano es el de expre­sar las cosas a medias, tapo­nando los vacíos del pensa­miento con frases rebuscadas y poses doctorales. Es fácil an­dar por las ramas, con retruécanos y giros ampulosos, cuando se carece de lucidez y certeza pa­ra expresar bien las ideas.

Las llaves falsas es libro franco y valiente. Tal la principal impresión que me queda al darle vuelta a la última página. Acometer el tema de las drogas alucinan­tes no es tarea fácil, y menos lo es tomar como personaje de una aparente aficción a la mari­huana, el pernicioso hábito so­cial que se condena en públi­co y se practica en secreto. Puesta la narración en boca de un consumado practicante, que se muestra real por la propie­dad con que aborda la materia, surge el submundo de la droga en diálogo constante con la conciencia y en reto a los cánones morales que prohíben su uso pero no lo­gran liberarse de su influen­cia.

En la vida alborotada de las ciudades se desliza en silen­cio, en el parque o en la esqui­na, y también en el colegio y en el campo de trabajo, la «yer­ba maldita» que inflama las pasiones y cautiva consumido­res subordinados a este vicio de difícil erradicación. Los jíba­ros, o expendedores, se mul­tiplican según aumenta la demanda, y ya se sabe que el co­mercio gana nuevos adeptos, a pesar de las cárce­les y las reprobaciones.

La chicharra, o la mota, como se le conoce en el argot propio, anda por los bajos fondos de la socie­dad y no se detiene ahí: pene­tra en las clases altas y lo­gra atrapar a jóvenes desorien­tados que por curiosidad o afi­ción terminan engrosando las legiones anónimas pero ciertas que componen los reductos hu­manos del hábito envilece­dor.

La marihuana forma adictos. Definida comovicio solita­rio, avanza en la sombra, an­te la mirada atónita de las fa­milias y el poder ineficaz de las autoridades que no logran con­trarrestar sus funestas conse­cuencias. Si este libro de Vé­lez Sáenz (el mismo autor de Vidas de Caín, otra obra importante) no pretende sos­tener tesis ni a favor ni en con­tra de un producto que es me­nos nocivo que l alcohol, según se sostiene, el propósito es alertar sobre los peligros que acarrea sobre la personalidad.

El autor, que pisa terreno conocido, y que por otra parte es experto en el manejo del idioma y en la claridad de las ideas, a las que les revuelve  filosofías salidas de su propia experiencia, condena este escapismo que «aniqui­la la voluntad, destruye la me­moria, esclaviza y embota la imaginación, paraliza la activi­dad del individuo». Él, co­mo hombre pensante, sabe también que «sus efectos, co­mo estimulante cerebral, son casi siempre perdidos para la creación».

Las cárceles y las salas de curación están llenas de con­sumidores caídos en las garras del vicio. Con todo, la mari­huana se incrementa como artículo de consumo, y acaso su progreso se deba a la pro­hibición, porque lo misterioso estimula el apetito. Su existencia en nuestro tiempo no nueva. La humanidad la co­noce hace más de tres mil años. Se nos volvió un fenóme­no cuando a ella le atribuimos  las taras sociales y contra ella estrellamos nuestras quejas, sin fijarnos que el mal es de mayor anchura. A la ma­rihuana, como al alcohol o a los tóxicos, se acude por frus­tración, por desacomodo en el mundo y sobre todo en el ho­gar. En varios sitios de los Es­tados Unidos se ha legalizado su comercio y ha disminuido el consumo.

El problema no está en la yerba sino en la mente. Los muchachos de hoy son errátiles y desarraigados si sus ho­gares son inestables. Pero cre­cerán con equilibrio emocional e inmunes a los halagos y las evasiones de la época si hallan ambientes propicios. De nuestros propios errores no culpemos a la marihuana, ni al licor, ni a los barbitúricos, ni a la prostitución.

Vale la pena leer la confesión de un adicto a la «yerba maldita» que intenta regenerarse y que en duros coloquios con su ego, matizados de toques místicos y con fondo romántico que le da encanto a la obra, busca la presencia de Dios, el encuentro con la felicidad. Luego de hondas reflexiones filosóficas queda flotando en la mente esta frase: «no pretendáis entrar al cielo con llaves falsas”.

La Patria, Manizales, 2-III-1980.
El Espectador, Bogotá, 29-I-2016.
Eje 21, Mannizales, 1-II-2016.

Comentarios

Podríamos decir que estamos rodeados también de puertas falsas, que no conducen a ningún lugar diferente al vacío existencial. Cuando miro a mis pequeñas nietas pienso en el difícil camino que las aguarda. Los jóvenes son maravillosos, en la actualidad, pero el mundo en el cual se mueven y deben competir para triunfar o subsistir está lleno, como bien lo dices, de «llaves falsas». Magnífica tu página, concreta y con una conclusión cierta. Esperanza Jaramillo, Armenia, febrero 1/2016.

Leí con deleite tu artículo sobre Las llaves falsas. José Vélez Sáenz fue de alguna manera amigo mío pues era amiguísimo de mi gran compañero Alberto Londoño Álvarez. José era un místico, había escrito el gran libro Vidas de Caín del que alguien se apoderó cuando me saquearon la biblioteca y se llevaron libros que apreciaba mucho. Alberto Gómez Aristizábal, revista La Píldora, Cali, febrero de 2016.

 

 

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Zarpazo

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Evelio Buitrago Salazar ha sido el único suboficial de Co­lombia condecorado con la Cruz de Boyacá por actos heroi­cos en la lucha contra la violen­cia. Eran los días en que las víctimas de un destino absurdo caían sacrificadas bajo el peor instinto sanguinario de que se tenga noticia. Guillermo León Valencia, el «presidente de la paz», devolvió a Colombia la tranquilidad que le habían robado los facinerosos.

Los campos del país, arrasa­dos por los odios y las eternas venganzas, quedaron huérfa­nos de manos y de afectos. El éxodo de campesinos marcados por el infortunio desfilaba en silencio y con el pavor a cuestas hacia los infiernos de cemento, sin presentir que allí terminarían desmembrándose más aún. Se vivía en tierra de caníbales. Se mataba al vecino por conservador, y el hijo de este repetía en el de más allá, por liberal, y también para co­brar sus muertos.

Personas que no han logrado superar este trauma de genera­ciones recuerdan todavía con horror las hileras de muertos que amanecían en las calles como la cuota nocturna que había pues­to uno de los partidos, la que quedaba vengada a la noche si­guiente con igual o superior número de víctimas del bando opuesto. A quienes dudan del Frente Nacional habrá que re­cordarles las masacres ocurridas en regiones como las del Quindío, Antioquia, Valle, los Santanderes….

El presidente Valencia, que no era ni financista, ni magis­trado, ni académico, y a quienes muchos confundían con un romántico poeta incapaz para el mando, demostró su garra de león y su temple de colombiano al medirse con el mayor enemigo del país: la violencia. La mano con la que ofreció castigar a un hijo suyo si resul­taba inferior a su estirpe, la aplicó con todo rigor sobre los violentos.

En medio de estas conmocio­nes surgió en mitad del campo un imberbe muchacho que juró junto al cadáver de su padre, sacrificado en bárbaro atentado, perseguir la cuadrilla asesina y rescatar la tranquilidad y el tra­bajo honrado para su comarca. Aparecía Evelio Buitrago Salazar, el enemigo número uno ­que iban a tener las bandas que merodeaban por el Valle y el Quindío. A poco tiempo se ini­ciaba, desde el Ejército, la carrera de este hombre intrépido.

Conocedor de los secretos del monte, por haber nacido allí, y dueño de innata malicia aumentada por su afligido sen­timiento, Buitrago se convirtió en el temible contraatacan­te de los guerrilleros.

Los cabecillas fueron cayen­do uno a uno, atrapados entre incontenibles escaramuzas. El Ejército avanzaba en su misión pacificadora y devolvía la confianza en el campo y en la aldea. El Quindío, el mayor foco de la revuelta, se sobreponía al pánico. El Presidente le ha­bía situado una brigada como demostración de garantía; ade­más contaba con un hombre fie­ro para el combate, Evelio Buitrago Salazar, que se  quedó como un leyenda en las páginas de la violencia.

El último guerrillero, el más temerario y que parecía inven­cible, fue dominado al fin por las balas de la ley. Condecorado más tarde el sargento Buitrago con la Cruz de Boyacá y por la propia mano del «Presidente de la paz», su nombre es me­morable en estos episodios. Al caer en sus manos alias Zarpazo, el tristemente recordado ban­dolero, Buitrago se apoderó hasta del mo­te con el que hoy se le conoce.

La gente se olvida de sus hé­roes. Es preciso revivirlos. La violencia, flagelo atroz que ojalá haya desaparecido para siempre, no es historia de fic­ción. Algunos la llevan aún viva en el recuerdo. Pero no todos hacen memoria de quienes con­siguieron el camino a la paz.

No es casual mencionar aquí lo que para muchos va a pare­cer asombroso. Este resuelto soldado de las filas colombianas recogió sus vivencias en el libro Zarpazo y hoy obtiene el ho­nor de ser traducido al inglés por la Universidad de Alabama, que acaba de lanzar una edi­ción gigante de 160.000 ejem­plares para América. Tres edi­ciones anteriores que circularon en nuestro país, sobre todo entre los miembros de las Fuer­zas Armadas, se encuentran agotadas.

El libro Zarpazo, apasionante rela­to de la violencia colombiana, sorprenderá a muchos que solo creen en García Márquez como autor consagrdo.

La Patria, Manizales, 31-VIII-1978.

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