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Entre santuarios y asombros

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Prólogo del libro Sus santuarios

Escribe monseñor Libardo Ramírez Gómez un libro es­pontáneo que le brota de corrido, sin artificiosas galas literarias, y que busca transmitir un sentimiento. Lo hace de manera desprevenida, como esos viajeros que se dejan conducir por los caminos abiertos de las emociones y en­cuentran, en cada travesía y en cada parada, motivos de admiración y de regocijado desconcierto. Saber hallar las cosas bellas de la vida y sobre todo ser sen­sibles a las manifestaciones del arte y sus confortantes encantos, es la mejor manera de darle ritmo a nuestro universo interno. El alma se marchita cuando se pierde la capacidad de asombro.

Este libro de viajes que fue escribiéndose en los san­tuarios de la Virgen dispersos en todos los sitios del pla­neta, es el testimonio del peregrino entusiasta y embelesado ante la maestría de grandes dibujos y monumentos que exaltan la figura de la soberana universal. Los genios del Renacimiento italiano hicieron surgir hermosísimas ex­presiones de esta mujer serena que le da aliento a la hu­manidad. En en el mundo entero, pintada en las más variadas formas, es la Virgen el símbolo más deslumbrante de la belleza.

Por el suelo italiano se multiplican las madonas de líneas exquisitas y sobrenaturales gracias, unas veces representadas en la doncella campesina que contempla la ternura de su hijo, y otras en la dama majestuosa que parece levantarse por el aire corno ficción inalcanzable. Monseñor Ramírez Gómez, que por espacio de tres años adelantó estudios en Roma, quedó herido para siempre con estos cuadros de impresionante maestría, y nace ahí su afán de descubrimiento de nuevos tesoros por los santuarios del planeta. Ante todos ellos se detiene con mirada anhelante y fe estremecida.

Sigue a su patrona por todos los sitios y lo mismo la encuentra en la Pietá de Miguel Ángel que en Nuestra Se­ñora de las Lágrimas, en Siracusa, o en esta dulce campe­sina boyacense que conocemos como La Virgen de los Ties­tos. La persigue por Francia, por Egipto, por Rusia. Y en todas partes está. Se le desliza en el Santuario de las Lajas, y desciende hasta el abismo para no perderla. Y es que además la lleva en el corazón, porque desde niño conoció en Garzón, su ciudad natal, este olor que transpi­ran las campiñas de su Huila maternal.

Y es en Armenia, la que hace diez años lo recibió y lo aclamó como su obispo recién consagrado, donde escribe este diálogo con la Virgen y se solaza entre santuarios y añoranzas. Estas páginas caen en buen terreno, entierra sensible al arte y que sabe también de Vírgenes ar­tísticas y bellas y virtuosas mujeres salidas de la naturaleza.

Armenia, 27-X-1982.

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El humor de John Vélez Uribe

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nunca había escrito un libro, tai vez porque no le había lle­gado la oportunidad. Había, en cambio, incursionado por las páginas del periodismo regional. Todos en Armenia sabemos de su vena humorística, pero no conocíamos su ha­bilidad para trasladar ese humorismo a un libro. Fue el gober­nador del departamento, doctor Jesús Antonio Niño Díaz, el que propició ese hecho al publicarle la obra El humor de los míos, que acaba aparecer dentro de la Biblioteca de Escritores Quínchanos.

El autor, ausente hace varios años en la capital del país, donde descubrió el mundo de las flores y se volvió experto en aromas y hermosos jardines, regresa a su parcela quindiana de manos del humor que siempre ha cultivado. Cultivar flores con humor debe ser una delicia. El humor de John Vélez Uribe es tan natural como sus viveros, y le corre en las venas como un elemento vitamínico.

Como nació para gozar, conside­ra que la vida debe armonizarse con gracia y simplicidad, alejada de los hechos solemnes y movida por el sutil resorte de la comicidad. A la entrada de su vivero se lee la siguiente pla­ca: «Si quieres ser feliz un día, embriágate; si quieres ser feliz un mes, cásate; y si quieres ser feliz toda la vida, siembra un árbol». Hay, sin embargo, cierta contradicción en la senten­cia, porque John ha sido feliz más de un mes, y se propone seguir siéndolo por muchos años más, con su humor a cuestas, y sobre todo con su Leonor a cuestas.

La ciudad de Armenia lo recuerda como el hombre repentis­ta en el apunte certero y el genial intérprete de personajes lugareños. El humorista, que en esencia es un filósofo de lo cotidiano, también es un historiador cuando capta el gesto de los tiempos. El humor bien ejercido logra trasplantar el am­biente de su pueblo. Y John Vélez Uribe, con su vena chis­peante y su imaginación maliciosa, rescata en este libro sen­cillo y ameno un gran repertorio de Armenia.

Es como poner a hablar, reunidos, a una serie de protagonistas de la picaresca parroquial, que representan el rostro amable de la ciudad. Este espíritu paisa que anda por las calles de Armenia como un viento travieso y que es el sello  auténtico de la idiosincrasia local, queda admirablemente copiado por este genial imitador de costumbres y traductor de semblanzas.

Conoce él muy bien a su gente y además se ha ido por cuanto recoveco se abre y se pierde en los secretos de las ciudades, descubriendo y pregonando los filones ocultos de la gran aventura cómica que es la vida. Atrapa, de pronto, los cuentos y las ocurrencias que se repiten de boca en boca y que termina­rían extinguiéndose si no se recogen por escrito.

John lo nace de manera natural, sin demasiados adornos li­terarios, para que sus historias se transmitan al vivo, como co­rren por calles y cafés. El barniz hubiera desflorado ese sabor popular, auténtico y deleitoso, que es el condimento del chiste y la bufonada. El nuevo escritor es un personaje muy serio pa­ra narrarnos sus anécdotas sin mentiras, entre cosquillas y carcajadas.

La Patria, Manizales, 2-VIII-1982.

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Monografía de Quimbaya

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hugo Galvis Valenzuela, empleado público que hace esporádicas apari­ciones en el periodismo re­gional, acaba de publicar una monografía de su pueblo natal, el unicipio de Quim­baya que ahora estrena re­luciente carretera a Montene­gro, lograda luego de in­gentes esfuerzos y sobre todo de las sofocantes promesas de los políticos.

La carretera ha quedado concluida como la coronación de un viejo anhelo de la provincia que re­seña Hugo Galvis Valenzue­la en las 270 páginas de su li­bro. Si la vía asfaltada, que tu­vo que romper montaña y afirmarse sobre difícil terreno, se proclama hoy como una conquista regional, el libro, que demandó  años de investigación y muchas vi­gilias mentales del escritor, hace su entrada triunfal, sobre la senda del progreso, al bello municipio cafetero que gana al mismo tiempo en ade­lanto material y en impor­tancia cultural.

Arranca el estudio desde la aparición de la tribu, en 1539, pasa por la fundación de la aldea, en 1911, y termina en el surgimiento de la ciudad actual, en 1960.  Hay un dete­nido repaso de la colonización, donde aparece la raza pri­mitiva y laboriosa que hace brotar la aldea promisoria, luchadora y progresista. Fue en esta región donde los indios quimbayas establecieron sus reales.

Se dice de ellos que eran tra­bajadores y artistas. Su patrimonio se preserva en valiosas piezas de orfebrería que para fortuna de las nuevas generaciones han conseguido rescatarse como una de las referencias más importantes de dicha  cultura

Galvis Valenzuela escarbó libros y archivos, ordenó datos, sacó conclusiones, hasta lograr este libro que entrega a sus paisanos como su mejor ofrenda y su mejor testimonio histórico. Consultó las fuentes de la historia en boca de los  fundadores del pueblo, tomó estadísticas, ana­lizó cifras y rescató persona­jes. El pulso de la historia está en los hechos que el tiempo desmenuza y ter­minan sepultados en el olvido Estos trozos huidizos y muchas veces ignotos son los que dan perfiles a las regiones.

Galvis Valenzuela tocó en muchas puer­tas en demanda del auxilio oficial que  debería estar presto para premiar el esfuerzo que sig­nifica escribir un libro. No tu­vo suerte, porque no se le oyó con atención, y de to­das maneras porque la cultura es huérfana, y acometió con sus propios recursos la empre­sa quijotesca de editar su obra.

Reto ingratos de la inteligencia, pero aquí lo vemos cabal­gando como chalán convencido de que a la cultura hay que aguijonearla para que produz­ca frutos. Y satisfacciones, que se hicieron evidentes la noche en que el pueblo le reconoció el mérito en la Casa de la Cultura.

Quimbaya, floreciente municipio quindiano rodeado de cafetales e impulsado con el tesón de sus antepasados, ahora con carretera pavimentada y aires modernistas, y que tiene en Bernardo Pareja la inspiración poética, cuenta también con su historiador. El pueblo puede sentirse ufa­no entre la cultura del asfalto y la cultura de las letras.

La Patria, Manizales, 21-VI-1982.

 

 

La verdad en cápsulas

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

«No recomiendo estas páginas al transeúnte de los libros, que lee por simple pasatiempo», dice Bernardo Londoño Villegas en un preámbulo de su obra Al encuentro de Dios y del hombre, publicada en 1968 por la Editorial Canal Ramírez. Esta re­comendación es válida sobre todo pa­ra los lectores que no se dedican a pensar. Y el libro conduce, exacta­mente, a hacer pensar.

Dice además: «En este libro no se exponen verdades a medias: en él campea la verdad desnuda, con la pura e inocente desnudez de la cria­tura sin pañales, tal como sale de las manos de Dios». Es preciso, por tan­to, preparar la mente para recorrer este libro que se ocupa, en apretadas síntesis, de examinar los diferentes caminos de la vida, paso a paso, des­de el nacimiento hasta la muerte. El hombre tiene necesidad de encon­trarse consigo mismo, y haciéndolo, se encuentra con Dios.

Llega la obra a mis manos 14 años después de haber sido publicada.

Tras reflexiva lectura, he venido sope­sando las verdades que el autor se ha propuesto esparcir en 32 temas de vital importancia. Y tratándose de sín­tesis, es imprescindible degustarlas despacio, con mente analítica, para que transmitan su mensaje y no ter­minen indigestando. Londoño Ville­gas, que maneja un vocabulario lim­pio, sonoro, castizo, sabe simplificar las ideas para ofrecer pensamientos de pulida diafanidad.

Decía Voltaire que «todos los hom­bres están de acuerdo con la verdad si ésta es demostrable, pero tratándo­se de verdades oscuras, se hallan muy divididos». La verdad, por eso, penetra fácilmente cuando hay dominio de las técnicas de la expresión para hacerla accesible a la inteligencia común; y provoca polémicas cuando no sólo se emplea lenguaje precario, sino que no hay firmeza conceptual. Los temas que analiza esta obra son como las amarras del hombre en su azarosa existencia.

Cumple el autor su cometido, cual es el de defender sus puntos de vista y preocupar la mente del lector en el raciocinio de sus circunstancias vitales y espiritua­les. Podría decirse que no hay faceta que haga relación con la esencia del individuo, que no esté aquí tratada.

Desde el escrutinio del hombre inte­rior, pasando por sus relaciones con los demás y concluyendo en el miste­rio del tiempo y de la eternidad; desde el ejercicio de las virtudes básicas (la justicia, la libertad, la caridad, el diá­logo, la cultura), hasta el encuen­tro con la democracia y la solidaridad de las naciones; desde los vicios de la política, hasta la civilización de las costumbres; desde el cultivo del ser pensante, hasta la comunión de éste con el universo y con Dios, son todos capítulos elaborados con vigor, con convicción y sentido didáctico, que llevan a la compenetración del alma.

Buena utilidad cumple este mensa­je que, lejos de evaporarse en el tiem­po, parece que se vitalizara para se­guir cumpliendo su cometido de obra difusora de la verdad. La verdad, por más debatida y combatida que pueda ser, es perenne.

La Patria, Manizales, 13-IV-1982.

 

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La Patria ajena

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Porque la Patria, Pacho, es primero que todo nuestra. De todos.  Y Colombia es ajena». Tulio Bayer.

Leo ahora, y mejor releo, en un remanso de vacaciones, el excelente y combativo libro Carta abierta a un analfa­beto político, del médico Tulio Bayer, hoy refugiado en París, desde hace muchos años, como consecuencia de su protesta guerrillera contra el «establecimiento» colombiano. Cuando las noticias diarias de la prensa dan cuenta de la masacre entre colombianos que deja al país salpicado de sangre, cabe meditar, como lo hago con pesar al borde de uno de los límites territoriales, en presencia del mar que por fortuna sigue siendo nuestro, si la Patria –con esa mayúscula sentida que Bayer repite muchas veces en su escrito– es realmente de todos.

El primero en sentirla y añorarla, por tenerla lejos y desfigurada –en el afecto y en el acto físico y moral de su lenta destrucción–, es el mismo Bayer, el patriota que ha podido equivocarse de métodos y de estrategias, pero no de sentimiento nacionalista. Mucho se ha fustigado a este médico audaz que,  cercado y angustiado, reclamó, por medios considerados subversivos, mejores oportunidades para todos, comenzando por él mismo. Se lanzó a la rebelión al cerrársele todas las puertas, y acaso no se considere atrevido afirmar que es uno de los colombianos más valientes, por lo mismo que ha sido de los más combatidos y más sufridos.

Acaudillar causas sociales –y no podrá negarse que Bayer es un hombre que siente las necesidades del pueblo– no es posición cómoda. Muchos, como José Antonio Galán, el sacerdote Camilo Torres y Jorge Eliécer Gaitán, que también recibieron el calificativo de subversivos, pagaron con su vida el amor a sus ideas, el amor a la Patria. Nariño, y Sucre, y Bolívar, y Cristo fueron derrotados por defen­der a los humildes. La Carta de Jamaica, uno de los más importantes documentos políticos de nuestra historia, no es sino un clamor de justicia. En su tiempo provocó furiosas reacciones.

Ahora que la geografía de la Patria se tiñe de sangre a mañana, tarde y noche, en una de las guerras más violentas que haya conocido el país; ahora que la violencia urbana y la violencia rural están acabando con la tranquilidad de los hogares y la riqueza nacional; ahora que se enardecen las pasiones en el fragor de la plaza pública; ahora que el país se divide entre secuestrables y ¡Muerte a los secuestradores…! es cuando resuena la gran verdad de la Patria ajena. Nos matamos entre colombianos, nos zaherimos, desquiciamos la nacionalidad… ¡y aún queremos ser colombianos! Nos distanciamos por colores políticos y nos odiamos, olvidando que, al decir de Gaitán, «el paludismo no es liberal ni conservador, ni el hambre es liberal ni conservadora”.

Bayer pide comprobar «que hay un conglomerado humano hambreado, ignorante, engañado, que constituye la población del país». ¡Qué bien citar estas palabras al oído del candidato, de todos los candidatos que se disputan el favor las urnas!

Una artista colombiana, Feliza Bursztyn, acaba de morir asilada en País por nostalgia de Patria. Tulio Bayer, ausente de Colombia hace dieciocho años, tiene también dolor de Patria. García Márquez abandona apresuradamente nuestro territorio, «su territorio», por no sentirse en su casa. La Patria, entonces, no es de todos. Es un derecho y también una negación. La consigna de Bolívar  de unir a los colombia­nos, de hacerlos más hermanos, está perdida en nuestros días. En lugar de dispersar, de desterrar a los habitantes de es­ta sufrida Colombia, hay que unirlos, hay que atraerlos. La mejor manera de hacer patriotas es no formar apátridas.

Tulio Bayer, por decir y sostener su verdad –y esto es Carta abierta–,  tuvo que irse de Colombia. Vive  convencido de su verdad y no cede ante nada ni nadie. Ha estado a favor del pobre, del necesitado, del opri­mido. Se ha dado lujos poco comunes. El principal de ellos es el de mantenerse fiel a sus principios. Ha sufrido reveses, cárce­les, afrentas, pero nunca se ha doblegado. Le gusta ser así. Colombia no conoce a Tullo Bayer. Sabe, cuando más, de un «locato» que hacía guerrillas.

Antes de combatirlo, de expulsarlo de la sociedad, hay que leerlo. También es colombiano. Y es un colombiano sufrido, nostálgico de su suelo. Quizás nunca regrese a él. La Patria le es ajena, y no debería serlo. «Y para mí –dice– y creo que también para ti, Pacho, montañeros como somos en el origen, los  campesinos también son la Patria…»

El Espectador, Bogotá, 21-I-1982.
Clarín, Montenegro, enero de 1982.