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Diario del miedo

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hemos llegado al momento de aceptar

que la peor bestia carnicera es el hombre

y no el lobo.

Rodrigo Arenas Betancourt.

Son palabras tomadas de su libro Crónicas de la errancia, del amor y de la muerte, publicado por Colcultura en 1976. Entonces Arenas Betancourt, a pesar de tener un concepto muy claro sobre la deshumanización y la depravación del hombre, no suponía que 12 años después sería sometido a una de las torturas más infamantes: el secuestro.

Ochenta días permaneció en poder de sus captores. Recon­quistó el derecho a la vida des­pués de haber sufrido los suplicios de la muerte. Para el intelectual y el artista es más lacerante la pérdida de la libertad, lo que hace suponer que esos días de encierro y humillación, bajo el poder salvaje de vulgares delincuentes, fueron una lenta agonía. A todo momento sintió la muerte acechante.

Su cautiverio fue un viaje al­rededor del miedo. La muerte, para la persona indefensa y sobre todo para la que piensa, es más temible en las largas esperas del golpe de gracia. Cuando sobre la sien permanece tendida el arma monstruosa, es imposible domi­nar el pavor. Cuando el interlo­cutor no es un hombre sino un lobo, carente de sentimientos y armado de ferocidad, crece el miedo.

El maestro pidió un cua­derno, más tarde otro, y en ellos volcó sus angustias. Ya en el potro de la muerte, era fácil dia­logar con ella. Dialogar, como lo hizo por espacio de ochenta días infinitos, no excluía el pánico. Cuando la parca se halla más cerca es cuando más se le teme.

Creo, sin embargo, que el maestro es un enamorado de la muerte. En su vida viajera, va­gabundo por países lejanos y por miserias universales, muchas veces contempló el rostro pálido de su compañera de errancias. Le cogió confianza, pero no se atrevió a convidarla a su soledad. Prefirió que rondara, que lo mi­rara de lejos. Y al tenerla próxima, esta vez en la covacha del oprobio, se horrorizó ante su presencia, aunque la consintió como la única socia de su hundimiento.

La muerte, para el  maestro, es una verdad luctuosa, pero no por eso deja de seducirlo. Su único libro publicado, un en­sayo autobiográfico de gran vigor literario y humano, es un canto a la muerte. Hermoso canto, que ahora adquiere mayores reso­nancias.

Rodrigo Arenas Betancourt inició su carrera como tallador de cristos e imaginero. A la vuelta de los años se consagró como uno de los más destacados escultores del continente americano e hizo famosos sus obras cósmicas.

En todas sus representaciones hay una actitud de vuelo, de liberación, de infinito. Es el maestro angustiado que clama por la libertad y condena la violencia en medio del mundo bárbaro. No concibe la esclavitud, porque su alma, como sus escul­turas, vive henchida de inmen­sidad.

Estos códigos éticos de su obra y de su personalidad, al verse pisoteados por sus verdugos, más dolor le produjeron.

En sus noches de pavura se encontró con Cristo, a quien había dibujado en múltiples ex­presiones durante el comienzo de su carrera. El Cristo de su abandono y su miseria le hizo aumentar su angustia de Dios. De sorpresa en sorpresa, y sintiendo siempre el filo de la amargura, fue capaz de una oración. La oración del miedo. Su montaña antioqueña, de clamores y soli­daridades, se creció en su estu­por. Tomó el lápiz y escribió. De corrido llenó dos cuadernos.

*

Es el diario del miedo, pulsado con dedos temblorosos y alma perpleja. Era ateo antes del se­cuestro. No creo que continúe siéndolo después de su liberación.

El maestro es gran escritor. Así lo demuestran sus Crónicas de la errancia, del amor y de la muerte, donde con lenguaje poético y estremecedor desgarra las vestiduras de su alma. Cuando salga a la luz su Diario del miedo y concluya su Monumento a la muerte, sabremos hasta qué grado el arte es capaz de hermosear, pero repudiándola, la violencia colombiana.

El Espectador, Bogotá, 25-I-1988.

 

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El regreso de Laura Victoria

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Actualidad de las profecías bíblicas)

Laura Victoria reside en Méjico hace 48 años. Y allí pien­sa morir. «Estoy muy unida a México con vínculos indisolubles, pero mi corazón y mi mente están en Colombia», expresa en reciente reportaje que me ha concedido. En la mejor época de sus éxitos literarios —año de 1939— tuvo que cancelar sus giras internacionales, en las que los públicos latinoamericanos colmaban los teatros pa­ra aplaudir su vibrante poesía amorosa, y más tarde se vio pre­cisada a radicarse en el país azteca, que la acogió con alborozo, como dolorosa solución para proteger la patria potestad de sus hijos dentro del insuperable conflicto conyugal que, a cambio del amparo de sus afectos maternales, la hizo huir de Colombia.

Por defender su sangre, Laura Victoria abandonó su patria. Sacrificio inmenso, que mide el corazón de la madre. A su hijo Mario le manifiesta:

¡Pobre hijo mío, que heredaste mi alma

soñadora, romántica y enferma;

tú ignoras que con lágrimas de sangre

abonan sus jardines los poetas…!

Y a su hija Beatriz —con el tiempo la célebre Alicia Caro del cine mexicano— le escribe en 1935 desde un hospital de Nueva York, cuando la lucha matrimonial era implacable:

… Yo gritaré a lo lejos

que te adoré como ninguna madre

haya querido su pedazo de entraña,

así como aman las tigresas

al cachorro indefenso,

con alma, con dolor, con ambiciones…

Laura Victoria sufre dolor de patria desde hace 48 años. Ausencia pronunciada que hace de ella una heroína del des­tierro. Sueña, en sus anchas soledades dentro de su silencioso apartamento de la avenida Coyoacán, con Colombia, sus paisajes, sus climas, sus ríos, sus regiones, sus costumbres y su gente, como el amante se deleita y padece con el recuerdo del ser distante. Su Canto a Colombia tiene acento estre­mecido:

Lejos de ti no saben

el pan ni la alegría;

no hay aliento tan puro

como el de tus montañas,

ni abrazo más inmenso

que el de tus cordilleras...

Pero ahora está de regreso. Volverá por breve temporada si no se interponen nuevos inconvenientes, como viene suce­diendo en los tres últimos años. Todos los preparativos para su encuentro han quedado destrozados, y ya nos resignamos a recibirla sólo en los pliegos de la correspondencia. Sus cartas son prometedoras, pulsadas además con firme y her­mosa caligrafía, como si en cada línea y en cada rasgo impri­miera una afirmación vital, un signo de vuelo. La amiga lejana, que siempre viaja y nunca llega —caminante pertinaz en otras épocas—, sin embargo ha permanecido con nosotros. Su poe­sía y sus emociones recorren las llanuras y las cumbres colom­bianas como una golondrina vibrátil.

Acaso muchos de las nuevas generaciones no conozcan, en la era actual de rapidez y poca profundidad, la grandeza poética de esta cantora del amor, la añoranza y la angustia; habrá que perdonarlos, porque el mundo se volvió superficial y ajeno entre la frivolidad y la deshumanización que marcan los tiempos modernos.

Laura Victoria regresa a Colombia en alas del espíritu. Aquí la tenemos, afirmativa y penetrante, en las páginas de este libro. Para escribirlo se consagró durante largos años al estudio de los grandes exégetas tantos judíos como cristianos. Para Boyacá es un honor y una fortuna que la obra, inédita desde hace 16 años, vea la luz en nuestra tierra como homenaje a la insigne pensadora soatense, la juvenil can­tora de los dátiles y las tardes morenas en años remotos, que hoy, tras la prolongada espera, reaparece en Colombia con su mensaje bíblico.

El jesuita Óscar González Quevedo, el mejor parapsicólogo de habla hispana, doctor en teología y en Sagradas Escrituras, manifiesta elevado concepto sobre este libro trascendente y diáfano, esplendoroso y revelador; y que según lo confiesa, lo ha hecho pensar. Abundando el sacerdote en elogios sobre la escritura de la obra, habla del «estilo bello y escueto» como la manera de definir la erudita sencillez, impregnada de poesía, con que el trabajo ha sido elaborado.

Habrá sorpresa por el viraje de Laura Victoria de la poesía amorosa sensual, campo que en los años treinta la coronó de gloria tanto en nuestra patria como en los países americanos, al estudio de las profecías bíblicas. Pocos saben que, cumplida su estremecedora poesía erótica, se entre­gó al cultivo de la poesía mística, de la que posee también un libro inédito. Sus raíces religiosas le llenaron el espíritu de éxtasis divino y la llevaron a consentir, en la época de su ma­durez, tan exigente género lírico, cual otra Teresa de Jesús, Juana Inés o Francisca Josefa del Castillo.

El misticismo, que es la sublimación del amor, compro­mete el alma en el encuentro con Dios. A esa compenetración se llega cuando se ennoblecen los sentimientos y se entiende que el amor, la suprema creación que une a los hombres, sig­nifica vida y espíritu. No debe extrañarse, por consiguiente, que esta delicada cultora del amor romántico, que llenó de susurros el alma de los colombianos —triunfadora en los Jue­gos Florales de 1937—, convirtiera su producción sensual en puente para descubrir el lenguaje místico. Siendo la religión «noticia, belleza y reflexión», como la califica el jesuita arriba mencionado, representaba terreno seductor para quien no sólo tenía convicciones religiosas sino además vena romántica y ansias de sabiduría. A esto conduce el amor idealizado.

Los libros poéticos de Laura Victoria se encuentran ago­tados hace mucho tiempo. Son ellos: Llamas azules (Bogotá, 1933), Cráter sellado (Méjico, 1938) y Cuando florece el llanto (España, 1960). Con Gabriela Mistral, Juana Ibarbourou, Al­fonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario Sansores conforma la generación de mujeres iluminadas que escribieron la más bella poesía amorosa del mundo latinoamericano.

«Recibió usted —le dice el maestro Guillermo Valencia— el don divino de la poesía en su forma la más auténtica, la más envidiable y la más pura». Germán Pardo García, también residente en Méjco desde hace 57 años, la considera la mayor poetisa de Colombia y una de las más ilustres de América.

En 1985, tras 25 años de silencio editorial, publica en Mé­jico el libro Viaje a Jerusalén, donde narra los recuerdos de su peregrinación en pos de la huella de Cristo. Estas memorias, que se convierten en anticipo de su crea­ción mística y su estudio sobre la Biblia, separan las dos facetas de su labor literaria.

*

Carlos Eduardo Vargas Rubiano presidió, siendo goberna­dor de Boyacá, un acto cultural en la población de Soatá, la cuna natal de nuestra entrañable coterránea. Y allí, para hon­rar su figura epónima, anunció la publicación de su libro Actualidad de las Profecías Bíblicas por cuenta del departa­mento y en la serie que realiza la Academia Boyacense de Historia.

Esta es la novedad que llega al público, como mensaje luminoso, en esta tierra pródiga de escritores y poetas. Laura Victoria ha regresado. Ha vuelto con su verdad y su erudición. Aquí está ella, la romántica, la mística, la infatigable viajera por los países del mundo y por los caminos del aplauso, el corazón y la sangre. Cargada de recuerdos y vivencias y situa­da en la cumbre dorada donde los sueños son de nieve y el alma tiene vuelo imperecedero, regresa con su obra al terruño boyacense, a su tierra de moliendas y dátiles, a su patria soberana, para bañarse en ríos de eternidad.

Bogotá, enero de 1988.

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Normas de procedimiento penal

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Editorial Tercer Mundo, gerenciala por el doctor Santiago Pombo, ha puesto en circulación la octava edición del libro titulado Normas básicas de Procedi­miento Penal, del que es autor el conocido jurisconsulto, a la par que humanista e historiador, doctor Horacio Gómez Aristizábal. Es la quinta vez que se ree­dita la obra durante el presente año, lo que pone de presente el interés que ha suscitado en universidades, jueces y litigantes, e incluso en personas no versadas en cuestiones jurídicas pero in­teresadas en conocer el análisis sencillo de las leyes.

El trabajo se convierte en guía práctica para juristas y profanos y ha sido adoptado como texto de estudio en varias universidades. Lleva incluido el texto completo del nuevo Código de Procedi­miento Penal, con comentarios, doctrinas, jurisprudencias y crí­ticas de autorizados tratadistas, aparte de disponer de índices analíticos que ofrecen una ayuda valiosa para cualquier consulta.

Exentas de erudita pedantería, es ésta la mayor ventaja para asimilar los ensayos que se en­cuentran dispersos a lo largo del libro. Los tratados de Derecho pecan, por lo general, de oscuros y enredados para la gente del montón, y por eso se vuelven pe­sados y muchas veces impene­trables. Pero cuando a la ciencia jurídica se le trata con huma­nismo, que es el tono con que Horacio Gómez Aristizábal ejerce su profesión y elabora sus tesis, se logran mayores beneficios y se conquistan entusiastas adhe­siones. Todo es asunto de estilo. Decía Voltaire que la ra­zón es elemental, pero el hombre se encarga de hacerla complicada y misteriosa.

«El Derecho nos envuelve por todas partes —manifiesta Gómez Aristizábal—. Si uno no se mete con el Derecho, el Derecho se mete con uno. En el Derecho vivimos, nos movemos y somos. Todas las revoluciones del mundo se han hecho por falta de justicia. Sin justicia no hay seguridad y sin seguridad no hay libertad ni dignidad. Todo impulso revolu­cionario se calma y se torna en serena quietud cuando se con­vierte en Derecho».

*

La experiencia forense de este maestro con 30 años de entrega a las disciplinas jurídicas y al cultivo de la inteligencia, en los que no se ha dado tregua como estudioso y autor de numerosos libros de géneros diferentes, acredita el bagaje de la nueva edición. Los enfoques de la obra no se limitan a comentar la sola juridicidad de los estatutos penales, sino que siembran inquietudes sobre los defectos de la justicia, las erradas interpretaciones de los códigos, la desviada conducta de ciertos jueces, el atraso técnico de los trámites judiciales y la comple­jidad, en fin, de esta rama ex­puesta a tantas vicisitudes en este momento de descomposición moral y debilidad humana.

Se queja Gómez Aristizábal de la falta de preparación de muchos jueces y sobre todo de su indife­rencia por actualizarse y espe­cializarse. Este es defecto pro­tuberante que él denuncia desde tiempo atrás y al cual atribuye no pocas de las cojeras de nuestra justicia.

A la independencia del juez y del magistrado, ajenos como deben mantenerse a pre­siones de tipo político, económico, religioso o social, le da la máxima importancia como garantía de rectitud y eficacia judiciales «Si existe la justicia —dice—, no debe ser permitido que los jueces se engañen».

El Espectador, Bogotá, 6-X-1987.

 

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Café y paisaje

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hermoso libro el que con el nom­bre de Café y paisaje, elaborado por Interprint Editores, entra a enri­quecer la bibliografía artística de la tierra colombiana, tan rica en paisajes y productos agrícolas. El café, que no sólo es patrimonio económico sino también belleza ambiental, está consagrado como el grano seductor de los artistas —llámense pintores, fotógrafos, poetas o escritores— y en el motor más poderoso de la economía na­cional.

La lente maestra de Félix Tisnés retrata en deslumbrantes policro­mías el alma campesina que se mueve alrededor de las matas de café y captura el ambiente fantástico de los paisajes y las cose­chas en florescencia.

La presentación de la obra la hace Jorge Cárdenas Gutiérrez, el veterano presidente de la Federación Nacional de Cafeteros. La dirección editorial y el diseño están a cargo de Juan Manuel y Adelaida del Corral, profesionales del ramo. Y los textos son del escritor y perio­dista José Chalarca, quien en erudita prosa narra la historia del café y aporta valiosos datos para los anales del producto insignia de los co­lombianos.

Es el del escritor Chalarca un vasto ensayo sobre el recorrido, a lo largo de dos siglos y medio, de este per­sonaje de la vida nacional que nace, según la versión más autorizada, hacia el año de 1732, en la Misión Jesuita de Santa Teresa de Tabage, confluencia del Meta con el Orinoco.

En el siglo XVIII se inicia su siembra silenciosa en distintas re­giones del país, pero sólo en la ter­cera década del siglo XIX se indus­trializa. Véase, de ayer a hoy, este contraste significativo: la primera exportación, realizada en 1835, consiste en 2.592 sacos de 60 kilo­gramos; y hoy la producción total del país llega a 12 millones de sacos, de la cual Antioquia aporta 5 millones. El café representa el 50% de nuestras exportaciones, y las obras de in­fraestructura para el sector, conta­bilizadas hasta 1984, pasaban de 41.000 millones de pesos.

Del café viven 5 millones de per­sonas, y 300.000 pequeños agricul­tores poseen fincas de apenas 3 hectáreas en promedio. La zona ca­fetera está con­formada por un millón de hectáreas y éstas se localizan sobre todo en los departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío y norte del Valle.

El cafeto, como lo pregona José Chalarca, es «el néctar negro de los dioses blancos» que, originario de Etiopía, se quedó entre nosotros como la mayor brújula de la pros­peridad colombiana; la cual, como es bien sabido, ha estado expuesta a caídas y angustias, y a veces a reales descalabros, sin que por eso se haya abandonado la vocación cafetera de los colombianos. El café se lleva en la sangre. Es una deidad irrenunciable. Dios y mito, dolor y alegría, paisaje y tradición, vive incrustado en lo más íntimo de nuestras costumbres y se proclama en la conciencia como un estandarte de la nacionalidad.

En este libro, que además repasa la geografía de Co­lombia en sus riquezas minera, ga­nadera, bananera, y se recrea en sus montañas, sus ríos y parajes turís­ticos, se enaltece el significado de la  tierra amable y pródiga y se destaca la trascendencia de la raza forjadora de progreso. Parece como si la patria vibrara en cada una de estas páginas esplendentes.

El Espectador, Bogotá, 13-I-1987.

 

Cómo se hace un escritor

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En su Declaración personal, ensayo publicado por la Universidad Central, Otto Morales Benítez hace reminiscencias sobre sus primeros años y sus iniciales escarceos lite­rarios, en Riosucio, para encontrar las claves de su carrera de escritor. Es lo mismo que realizan otros es­critores notables que como Otto, llegados a la cumbre refrescante de sus vidas fructíferas, hilvanan como motivo de satisfacción personal y guías de conducta para quienes están comprometidos en los mismos idea­les.

No hay cátedra más aleccionadora y útil que la dictada por la expe­riencia. De ahí que las memorias representen uno de los medios más positivos para aprender la gran lec­ción de la vida, y éstas, cuando se escriben con la hondura, la emoción y la amenidad que Morales Benítez imprime a las suyas, dejan mayor provecho.

El oficio de escribir, que no tiene reglas fijas y se mueve por há­litos misteriosos, será siempre campo apasionante tanto para el propio autor como para la reflexión de los demás. Como no hay escritor repe­tido, ni son iguales los recursos y los métodos empleados, cada caso es individual. Cada escritor es un mundo y un misterio.

Morales Benítez distingue varios ingredientes que marcaron el clima cultural de su niñez y que al paso de los días afianzaron el ímpetu de su vocación humanista. La in­fluencia de los libros, una pasión y un sentido de vivir, se la despertó su propia madre, quien con ojos me­lancólicos —»la tradicional mirada de las mujeres antioqueñas»— leía para sus hijos, reclinada en su silla seño­rial, novelas de amor y versos de nostalgias.

El padre, aunque ajeno a los afanes intelectuales, era, como hombre de negocios y líder de su comunidad, el nervio vital que obli­gaba a la familia a ser activa y deli­berante. Otto, bajo aquel ambiente, aprendió a ser conversador. Las primeras lecciones de política las ensayó, ciudadano de aquel pequeño mundo social, al lado de su progeni­tor. Y la primera carcajada la lanzó después de haber entendido, entre poesías maternales y lecciones de economía, la dimensión del vivir.

Los arrieros, con sus clamorosas interjecciones, sus pesados vocablos, sus ademanes toscos y sus relatos de hazañas increíbles, le descubrieron la autenticidad del lenguaje y la reali­dad de la tierra. Con el tiempo fue académico de la Lengua pero siguió siendo solidario con el hombre y sus angustias. Los arrieros, co­rredores de la vida y mensajeros de noticias y de duras fantasías, mitad hechos de barro y la otra mitad de ensueños, le transmitieron el ca­rácter franco y descomplicado que el futuro escritor mostraría ante los apremios de la existencia.

Los mineros, ardientes en sus quimeras del oro y generosos en sus pobrezas de cobre, le revelaron que la vida es sudor y lucha, porfía y com­petencia, certeza e irrealidad, todo ello impulsado por el frenesí y el aliento poético con que ellos abren la veta para escarbar la espe­ranza. «El oficio de escribir —re­frenda Morales Benítez— demanda humildad, paciencia, lenta elabora­ción, acumulación de ricas fuentes de datos, hechos, sueños. Es una ma­nera de integrar el mundo a través de la palabra».

Reconoce él, y en esto se aparta de la jactancia con que muchos de sus colegas pronuncian nombres de autores y de sus obras famosas, sólo para simular erudición, que no ha recibido influencia directa de ningún escritor. Es producto de su formación hogareña y del ambiente de su pueblo, donde un diablo folclórico, que insufla alegría y se rebela contra ciertos cánones sociales, le señala a la gente las identidades culturales en las raíces provincianas.

*

Otto dice que su condición de es­critor es la suma de muchas lecturas, de muchos devaneos, de intensas indagaciones y de duras vigilias. En su mente han quedado revolando las palabras, los adjetivos, los aleteos de la inspiración, y se ha atenazado el nervio de la aventura quijotesca.

Y en su corazón se anidan los afectos y se ensanchan las emociones. Estos hilos alados y magnéticos, duendes invisibles y perturbadores, lo mo­vieron a ser pensante y le agranda­ron la visión del mundo. Bien sabe él que el oficio de escribir es una larga paciencia y no un mi­lagro iluminado.

El Espectador, Bogotá, 6-XII-1986.  

 

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