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Dos libros esperados

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Traía en mente sugerir a El Espectador, desde an­tes de morir Argos, que publicara, bajo la orientación de este maestro del idioma, sus eruditas y simpáticas Gazaperas. Esta cátedra del castellano que por espacio de once años se convirtió en lectura favorita del pú­blico –tal vez la columna más leída de la prensa nacio­nal–, termina hoy cubierta de luto, con la última esto­cada de su autor, después de recorrer cuanto recoveco apareció en los laberintos del habla.

Bien difícil resulta que Argos no hubiera descubierto, con sus cien ojos fulminantes, la mayoría de errores en que puede incurrirse al utilizar el español. Con su pro­verbial agudeza mental, matizada de fino humor e ingeniosa simplicidad, el columnista de todos los días contri­buyó a la pureza del idioma y a la formación de los es­critores y los periodistas. Como no era un maestro regañón, su letra penetraba. Este método de la docencia festiva, que nadie ha practicado con tanto éxito, deja in­numerables graduados en todos los rincones del país.

A Argos lo leían todos los públicos, desde el presi­dente de la República hasta el oficial del juzgado, y desde el ostentoso doctor hasta el sencillo voceador de periódico. Quienes más le temían, y sobre todo quienes más abrían los ojos centelleantes, eran los escritores de alto copete. Pescándoles deslices, y a veces errores garrafales, mayor repercusión tenía su cátedra. Cuando se reprende por lo alto, más aprenden los de abajo.

No siendo infalible, admitía sin dificultad sus pro­pias equivocaciones y además daba albergue en su columna a variados enfoques sobre el mismo tema. En esta forma, los conceptos se aclaraban y las normas se depuraban. Gazapera fue predio amable y democrático, amenizado con estribillos, a lo Marroquín, y delicados chispazos. Lo que él llamó autogazapos era la manera simple de desembarrarla, como hoy lo diría con su au­tenticidad paisa, para apuntalar una lección.

A nadie mortificaba ni hería –y ni siquiera a Mac en sus veloces crucigramas, con quien mantenía cazada una eterna pelea amistosa–, porque sabía el arte de co­rregir haciendo cosquillas. Algunos eruditos, como Panesso Robledo o Caballero Escovar, leían con cuidado la glosa y preferían no contestar para no agrandar la picadura.

En fin, el maestro Argos ha muerto. El Espectador pierde una ficha irremplazable. Los lectores sentire­mos la ausencia de esta brújula necesaria. Ojalá el periódico, como lo anoté al principio, colec­cionara las Gazaperas en un libro clasificado  por temas y con el correspondiente índice. Sería una enciclopedia del buen decir, libro básico de consulta para cualquier biblioteca.

*

Un segundo libro, de igual tenor y de demanda ase­gurada, sería el relacionado con la columna Preguntas y Respuestas, de Manuel Dresner. Es otro espacio sapien­te, trabajado con amenidad y hondura intelectual.

Drezner, al igual que Argos, es maestro de la clari­dad. En pocas palabras y sencillos conceptos logra cer­teras definiciones. Ha tratado cuanto tema se le ocurre al lector y maneja las respuestas con precisión y gracia. Asuntos curiosos, lo mismo que complicados problemas, son ventilados con ingenio e ilustración. Los propios lecto­res, cuando él no domina una materia, le ayudan con sus aportes a alimentar la columna.

Es otra enciclopedia que se ha enriquecido a lo largo del tiempo y que merece editarse para utilidad del público.

El Espectador, Bogotá, 26-VIII-1989.

 

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Actualidad de las profecías bíblicas

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(La autora y su obra: contraportada del libro)

Por llevar Laura Victoria 48 años de residir en Méjico, a donde viajó defendiendo la patria potestad de sus hijos, su nombre se ha silenciado en Colombia. Sus libros no volvieron a circular en nuestra patria. Pero su obra es imperecedera.

Nacida en el pintoresco municipio de Soatá, capital de la provincia del Norte de Boyacá, pertenece a un res­petable hogar: La familia Peñuela, de gran figuración en el departamento y en el país. Su nombre civil es Ger­trudis Peñuela de Segura. Sus hijos: Humberto, Mario –destacados profesionales que echaron raíces en el país azteca– y Beatriz, que se hizo célebre en el cine mejicano como Alicia Caro. En los arios treinta adoptó el seudónimo de Laura Victoria, que conservó en toda su obra literaria y el cual hizo también registrar para su vida civil.

Con Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario  Sansores creó la cons­telación de las grandes líricas latinoamericanas que le dejan al continente unas de las expresiones más estreme­cidas y bellas del sentimiento femenino universal. Fue la ganadora en 1937 de los Juegos Florales, suceso en el que compitió frente a Eduardo Carranza y otros re­nombrados poetas colombianos.

De la poesía sensual, con la cual enardeció multitu­des por los teatros de América como declamadora prodigio­sa, pasó más tarde a la poesía mística. Durante su per­manencia en Méjico se dedicó al estudio profundo de la Biblia. Esto constituye otra vertiente de su interesante y polifacética personalidad.

Su obra, hasta el momento –ya que su lámpara poética sigue encendida–, la conforman los siguientes títulos: Llamas azules (Bogotá, 1933); Cráter sellado (Méjico, 1933); Cuando florece el llanto (España, 1960); Viaje a Jerusalén (Méjico, 1985). Y los siguientes libros que se publican simultáneamente en los actuales momentos: Itinerario del recuerdo (memorias), Actualidad de las profecías bíblicas (divagaciones alrededor de la Bi­blia) y Crepúsculo (poesía de la madurez, seguida de su poesía mística).

Laura Victoria es una gloria de Boyacá y de Colom­bia. Su voz romántica resuena por los confines de Amé­rica. En España obtuvo fervientes adhesiones. Ahora, con la cosecha de los tres libros citados, su nombre vuelve a mover los aires frescos de su amada tierra colombiana.

Bogotá, enero de 1989.

 

 

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Los pasos del condenado

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace un año Rodrigo Arenas Betancourt se hallaba sumido en la negra noche de su cautiverio. Cauti­verio que se prolongó por 81 días. Todo un infierno de tortura. Eran pocas las esperanzas que existían sobre su regreso a la vida. Un día, sorpresivamente, volvió por los caminos de su montaña antioqueña, don­de había permanecido en el silencio de abismal presi­dio.

Repuesto del drama –y parece que la vida del maes­tro ha sido un drama constante–, retomó los apuntes que había escrito en su encierro y elaboró el libro que sale ahora a la luz, publicado por Arango Editores, con el nombre de Los pasos del condenado. Denso libro de angustia, de pragmatismo ante la vida, de pavor y co­raje ante la muerte.

Del destierro no regresó el escultor sino el escri­tor. Volvió el filósofo y el poeta. Con lenguaje vi­brante, impregnado de metáforas y hondas cavilaciones, este profundo razonador nos hace olvidar un poco sus ejecutorias como escultor para inclinarnos ante el sorprendente literato.

Los pasos del condenado es un coloquio con el alma, una introspección en la vida de errancias, de amores y frustraciones, un inventario de las miserias y los despojos del mundo. El condenado comparece des­nudo ante Freud y le exhibe sus cicatrices.

Arenas Betancourt ha vivido siempre enamorado de la muerte. La ha paladeado, la ha consentido. Ama la muerte, con sensualidad, pero como un tránsito nor­mal, no como una represión. El final brutal, sembra­do de palideces y estertores, que sus verdugos le ofrecían en platos de amargura, lo horroriza.

Pensó en el suicidio corno fórmula salvadora, pero tampoco tenía libertad para matarse. Y no le que­dó otra vía que la del desespero. Renegar de la exis­tencia, como tenía que hacerlo con la rabia de la im­potencia, era tanto como destruirse a pedazos. No per­mitió, sin embargo, que la alucinación lo dominara y escribió unos apuntes. En frágiles hojas dibujó su tragedia. Recuperó la calma para hacer arte.

En sus noches de pavura se había acordado de sus mujeres, las mujeres que en diferentes circunstancias le habían dado distintas dosis de amor. Recordó las pa­siones impetuosas, los arrebatos mercenarios, los amo­res castos. También los poéticos, representados en Ele­na, que aguardaba su regreso como otra condenada de las azarosas vigilias.

Salvó sus anotaciones y sus dibujos metafísicos. Los días tristes del desterrado se volvieron una me­moria de la tragedia del hombre y un canto a la liber­tad. Rotas las cadenas del oprobio, volvía a la vida para continuar padeciendo. Recuperaba la libertad para seguir amando.

*

Tal vez el maestro no se ha salvado. Apenas ha re­gresado. El proscrito, como él no se cansa de califi­carse –y también el peregrino, el vagabundo, el cami­nante, el iluso, el soñador… –, ha vuelto a casa. Hoy habla el resucitado, el nuevo Lázaro de la violen­cia colombiana. Regresa con su filosofía y su eterna sed de justicia. Quiere que el mundo sea mejor. Que haya una Colombia nueva, un hombre nuevo. Clama por una sociedad sin verdugos, sin secuestros, sin miseria y sin hambre. La libertad es su mira, y la paz, su credo cotidiano.

El Espectador, Bogotá, 1-XII-1988.

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¿Por qué no ensayar la paz?

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La angustiada pregunta de don Guillermo Cano, formula­da en momento crucial de la violencia colombiana, conti­núa sin respuesta. La sangre sigue corriendo y pone to­dos los días nuevas cruces clamorosas. Todos los sistemas del terrorismo han sido ejecutados. Nada nos falta por practicar.

¿Por qué no ensayar la paz? ¿Qué nos deja esta ola de violencia? Sólo dolor y espanto. Ya no caben más víc­timas en las estadísticas de la muerte. Nos estamos destrozando en una guerra ciega, guerra de pasiones e iniquidades que no ha tenido ni podrá tener vencedores. Nadie gana en esta refriega del exterminio.

¿Por qué se matan los colombianos? Pregunta sin respuesta. Lo único cierto es que nos correspondió vivir en una sociedad de odios. En esta matanza indis­criminada, donde caen los buenos y caen los malos, un grito de terror se escucha en Colombia. Ese grito, po­tente alarido de orfandad y angustia, repercute en otras naciones, en el mundo entero, y nos identifica como pueblo salvaje. Pueblo indescifrable, lleno de ren­cores y sin ánimo de reconciliación.

¿Por qué no ensayar la paz? Fue una voz solitaria que se dejó oír en una tregua de la guerra, cuando se abría paso la fórmula de la amnistía. Los grupos alzados en armas ya habían cometido las mayores atrocidades. La muerte violenta se había enseñoreado de los campos y las ciudades. La sangre de las personas sacrificadas de­jaba viudas y huérfanos inconsolables.

Don Guillermo Cano, apóstol de la paz, predicó resuelto su evangelio. Una ráfaga monstruosa le arrebató el uso de la palabra. Con su propia sangre pagó su invita­ción a la reconciliación. El panorama de Colombia se oscureció con el atentado horripilante. La patria vol­vió a erizarse en la tragedia insondable que silencia­ba una de las voces más respetables, y la más valiente, de la resistencia al caos.

Y el caos sigue avanzando… Situados en un momento sin grandeza, todo se derrumba, todo se aniquila. A Co­lombia le llegó la maldición satánica. Ya no es posible concebir mayor torpeza histórica. Enfrentados los ejér­citos en la vehemencia de la guerra, el furor es el úni­co motivador de esta desgracia colectiva que nos empuja a ser miserables. Ya ni siquiera el ánimo tiene fuerzas para el optimismo.

Todo se ha ensayado, menos la paz. Se ha transitado desde la represión hasta el perdón, y la guerra continúa. A los propósitos de paz se responde con descargas cerradas y con muertos hacinados. Se asesina en montón, para que las cuentas rindan más. La sangre se desborda por los caminos de la barbarie. El alma colombiana, alma pura e indefensa, clama a los cielos por el cese del fuego.

Hace seis años, el 14 de noviembre de 1982, don Gui­llermo Cano pedía ensayar la paz. Proponía un desarme de los brazos y de los espíritus. Su vocación pacifista, cual la de otro Gandhi, ayudaba en el desierto de Co­lombia para que no hubiera más metralleta ni más fero­cidad. Los violentos lo tomaron de blanco y pretendie­ron quitarle la bandera de la paz. Lo asesinaron, pero la bandera pasó impoluta a otras manos y a otros espíritus.

*

Leo ahora el libro suyo que surgió de aquella encru­cijada de la muerte. Repaso sus vibrantes escritos sobre la convivencia de los colombianos. Y siento turbada el alma con la sinrazón de la guerra. Cuando se abren los diarios o se escucha la radio o la televisión, sabemos que aquí, en este país que se dice civilizado, impera la ley de la selva. Al leer el último de los ensayos, cierro el libro luctuoso y vuelvo a encontrarme con la paloma promiso0ria y con el título  sobrecogedor: ¿Por que no ensayar la paz?

El Espectador, Bogotá, 24-XI-1988.

 

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Cátedra quindiana

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Escrito por autores quindianos –y por quienes sin serlo de nacimiento llevamos el honroso título de hijos adoptivos–, acaba de salir de los talleres de Editorial Kellyel libro que lleva por título Lo que el Quindío le ha aportado a Colombia.

Dice Horacio Gómez Aristizábal, comenzando la obra, que «la verdad profunda es que si Colombia es en lo polí­tico un país unitario, en la realidad es una definida federación de repúblicas». Cada región, en efecto, tiene sus propias características, no sólo geográficas sino tam­bién de costumbres y de temperamento. El café marcó en el Quindío un estilo de vida. Alrededor del café –dios mitológico– se impuso una sociedad laboriosa, inde­pendiente y progresista.

La separación del Quindío de la geografía caldense, que en realidad fue más física que sentimental, llevaba implícito un acto de soberanía para forjar el propio destino. Lejos de ser una salida de rebeldía, era un de­seo de superación. El pequeño territorio se sentía con fuer­zas para gobernarse a sí mismo. Y ha demostrado, al paso de los años, que el propósito no estaba desenfocado. Hoy Armenia es una de las ciudades con mayor futuro en el país, que dio el gran salto de pueblo pequeño a centro populoso.

La colonización que se formó alrededor del café de­termino el apego a la tierra. Esto es tan evidente, que el quindiano, por más halagos que se le han ofrecido, no cambia su parcela cafetera por los motores de la industria. Con el café no sólo ha sustentado sus necesidades cotidia­nas sino que ha engrandecido la economía del país.

En lo cultural y en lo literario, también el Quindío ha escrito su propia historia. Región de escritores y poetas, puede hablarse de una cultura. ¿Por qué no men­cionar la cultura quindiana lo mismo que se hace con la caldense o la boyacense?

Nombres sobresalientes como los de Eduardo Arias Suárez, Euclides Jaramillo Arango, Luis Vidales, Carmelina Soto, Adel López Gómez, Baudilio Montoya, Horacio Gómez Aristizábal, Héctor Ocampo Marín, Jaime Lopera Gutiérrez, Jesús Arango Cano, Humberto Jaramillo Ángel, Esperanza Jaramillo, Alirio Gallego Valencia, Tiberio Quintero Ospina, Jesús Rincón y Serna, Carlos Restrepo Piedrahíta, Rogelio Maya López, Mario Sirony, Guiller­mo Sepúlveda, Nelson Ocampo Osuna, Jaime Buitrago Cardona, Rodolfo Jaramillo Ángel, Humberto Senegal, Miguel A. Capacho, Fernando Arias Ramírez, Antonio Cardona Jaramillo, Gloria Chávez Vásquez, y otros que se esca­pan en este inventario al vuelo, hacen la cátedra quin­diana que hoy resalta, como contribución a la cul­tura nacional, el libro que aquí se comenta.

Quienes, sin ser oriundos de la región, hemos hecho obra en ella, nos sentimos comprometidos con la tierra. Varios de los nombres citados no son nativos del Quindío, pero se les considera quindianos por su vincula­ción y su identidad con la comarca.

Hay que lamentar que en el género del cuento, tal vez el campo en que más notoriedad tuvo el Quindío, ha­ya habido indiferencia regional para reimprimir, y en algunos casos editar por primera vez, obras significa­tivas. ¿Por qué no volver por los libros de Eduardo Arias Suárez –el mejor cuentista de Colombia–, o de Anto­nio Cardona Jaramillo, o de Jaime Buitrago Cardona?

El Quindío es una referencia colombiana. Por su ca­fé y por su literatura. Pueblo pujante y batallador, da ejemplo de laboriosidad a otros lugares. No se dejó amilanar por la violencia de otros tiempos y hoy vive en paz. El mensaje que lleva el libro en comentario es fortificante.

El Espectador, Bogotá, 21-XI-1988.

 

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