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Claudio de Alas

viernes, 25 de octubre de 2024 Comments off

Gustavo Páez Escobar

A pesar de mi origen boyacense, ignoraba quién era el poeta y novelista Claudio de Alas (seudónimo de Jorge Escobar Uribe), nacido en Tunja en 1886 y fallecido en Banfield, Argentina, en 1918. Hace poco descubrí al escritor en Polimnia, la revista de la Academia Boyacense de la Lengua. ¡Gran hallazgo! Nadie sabía de él, ni siquiera en su propia tierra.

Vicente Landínez Castro, tan estudioso de la literatura regional, no lo menciona en El lector boyacense ni en Síntesis panorámica de la literatura boyacense, obras de vasto alcance. En el panorama nacional, Rogelio Echavarría tampoco hace sobre él la menor alusión en Quién es quién en la poesía colombiana. Claudio de Alas provenía de una familia de clase alta: su padre fue destacado ingeniero; uno de sus hermanos sobresalió como general del Ejército; otro como senador, y otro alcanzó prestigio en Buenos Aires.

Abandonada su patria, Claudio de Alas se abrió camino por Ecuador, Perú y Chile. Ejercía el periodismo junto con la función literaria. Se aficionó a la bebida y, en ese ambiente, vivió un mundo desordenado y libertino. En Chile publicó los libros Salmos de la muerte y el pecado, Fuegos y tinieblas, Arturo Alessandri y La primera víctima de la aviación en Chile. Participó en un concurso en el cual Gabriela Mistral obtuvo el primer puesto, mientras él conquistó el accésit. Por ella sentía honda admiración, rayana en el amor platónico.

Hacia 1915 arribó a Buenos Aires, ciudad que lo seducía por su clima intelectual y por la oportunidad de volverse escritor internacional. Llegó en precaria situación económica, y le dio la mano el pintor inglés Koek-Koek, con quien compartió la vivienda. Al paso del tiempo, escribía versos estremecedores, entre ellos Poema negro, que hoy tiene varios registros en Google.  

Dentro de su exitosa carrera, existía una zona oscura que le laceraba la mente y el espíritu. En aquellas calendas, las enfermedades venéreas generaban daños graves en el corazón, el cerebro y otros órganos, e incluso causaban la muerte. La sífilis, cuando aún no se había descubierto la penicilina, era un mal catastrófico que erizaba a la gente.

Las enfermedades venéreas ocurrían por contacto físico y también podían ser hereditarias. Ese era el terrible dilema del poeta frente al temor de que podía estar infectado. Agobiado por esa amenaza, había escrito en Chile La herencia de la sangre, novela audaz que ofreció a numerosas editoriales, sin que ninguna la publicara. Ahora, en Buenos Aires, su mayor ilusión era conseguir ese objetivo que consideraba liberador de los traumas que padecía. El asunto era, ante todo, de carácter sicológico, ético y moral.

La herencia de la sangre significaba para el autor un método terapéutico que le ahuyentaría los fantasmas. Tenía que contar que el mundo andaba desquiciado, y enjuiciar a la sociedad por los secretos y mentiras que ocultaba. La lógica lleva a pensar que las “alas” del seudónimo eran un símbolo redentor, un deseo de alzar el vuelo sobre las tristezas y las miserias. Presa de la angustia y propenso al suicidio, su existencia se volvió tenebrosa.

El 5 de marzo de 1918, día funesto, se encerró en su pieza y lloró largo rato sobre el libro en borrador, que también había sido rechazado por las editoriales argentinas. Escribió tres cartas: una para su hermano, otra para el pintor Koek-Koek y la última para un amigo confidente, a quien contaba el “dolor enorme de sentirse solo ante la vida implacablemente hostil”. Con mirada triste, como si presintiera el desenlace fatal, lo acompañaba el perro de su amigo. Esta mirada lo conmovió en lo más hondo del alma. Luego de matarlo, para que dejara de sufrir, dirigió el arma a la sien y se suicidó. Tenía 32 años, edad similar a la de José Asunción Silva, que se fue del mundo, a los 31 años, con un disparo en el corazón.

Claudio de Alas penetró, al igual que Rimbaud, Mallarmé, Baudelaire y tantos otros, en la lista de poetas malditos. Tuvo que enfrentarse a una sociedad pacata y asustadiza, y perdió la partida. Era lo mismo que sucedía con el homosexualismo, realidad que se mantenía en el clóset y que solo poco a poco se iría develando.

Después fue encontrado el manuscrito de la novela, y su familia la editó hacia el año 1923. Nadie en Colombia la conoció. La segunda edición tuvo lugar en días recientes, con el sello de la Academia Boyacense de la Lengua. Ha pasado un siglo. La obra puede conseguirse en Buscalibre. Es una bella novela: tierna, romántica, aleccionadora, dolorosa y trágica.

En aquellos días lejanos fue elaborado en Buenos Aires El cansancio de Claudio de Alas, que contiene parte de la creación de este escritor olvidado, sobre quien dijo Juan José de Soiza Reilly, el compilador: encontró el mundo demasiado enfermo. Incurable. Y prefirió disolverse en el humo de un tiro.

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Eje 21, Manizales, 18-X-2024. El Quindiano, Armenia, 18-X-2024. Nueva Crónica del Quindío, Armenia, 20-X-2024. El Muro, Bogotá, 10-X-2024.

Comentario

 Me impactó mucho la vida de este literato: qué talento en medio de tanta angustia, recurriendo a acciones oscuras y sufriendo esa vida desordenada que aceleró su muerte. Esas mentes no paran de pensar y de crear, y en medio de sus creaciones y sus actos contra la vida, van en búsquedas traicioneras que en lugar de aliviar abren más heridas. El perrito, que muere con el escritor por decisión de él mismo, ojalá que con sus alas haya llegado al tan mencionado puente del arcoíris, que es el cielo de los perritos. Liliana Páez Silva, Bogotá.

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Dabeiba

miércoles, 9 de octubre de 2024 Comments off

Gustavo Páez Escobar

Cuando comencé a leer la novela Dabeiba de Gustavo Álvarez Gardeazábal supuse que él había residido alguna vez en esa población. Solo al final de la lectura me enteré de que nunca la ha conocido. La idea del libro se la transmitió el desborde del río que había formado una represa gigantesca donde estaban estancados más de ocho millones de metros cúbicos, la cual, en caso de reventarse, destruiría a Dabeiba.

A esa circunstancia se sumaba el recuerdo que tenía del municipio a raíz de la lectura que, años atrás, había hecho de la autobiografía de la madre Laura, obra que su padre conservaba en su biblioteca como libro sobrecogedor. La religiosa narra la dura vivencia en Dabeiba cuando viajaba por aquellos lugares inhóspitos en la labor de adoctrinar a los indígenas. Así pues, al novelista se le alborotaron la sangre y la imaginación, y durante días y noches febriles se entregó a la tarea de forjar un pueblo literario que le diera salida al torrente de inquietudes que le punzaban la mente.

Eso es Dabeiba, la novela: un sentimiento, una desazón, un hallazgo y, ante todo, un reto para el escritor que daba sus primeros pasos en el arte de novelar y crear mundos. En aquella época, hace medio siglo, apareció Cóndores no entierran todos los días, cuya fama opacó a Dabeiba. La destreza y el vigor con que Álvarez Gardeazábal dibuja el pueblo imaginado reflejan el impulso innato con que movería el resto de sus novelas.

Dabeiba es el molde de cualquier población y representa la comedia humana que se vive en todas partes. Los personajes son singulares, exóticos, pintorescos, estrafalarios. Son típicos de toda sociedad, pero están manejados con la gracia, el ingenio y la ironía que son característicos del autor. En aquel enjambre municipal, al lector le queda a veces difícil distinguir las personas que brotan como por arte de magia y luego desaparecen.

Todas aportan algo, así sea su carácter insustancial en el discurrir pueblerino. Y vienen otras a remplazarlas, para luego desaparecer sin pena ni gloria. Quienes subsisten y en realidad dejan huella son los notables de la vida local, como Mélida Cruz, la enfermera sorda, cuyo oficio es ir de casa en casa poniendo inyecciones (ella no oye, pero se sabe las historias de todo el mundo); o la exalcadesa Gertrudis Potes, joyera jubilada que ha preferido permanecer soltera por no haber encontrado el varón perfecto; o el millonario Gumersindo Rentería, enamorado de Mélida, sin que ella haya sentido por él pasión alguna.

En el campo pecaminoso sobresale Baltazar Vallejo, dueño de un almacén de telas y autor de perversiones bochornosas. En el ámbito religioso está el padre Ocampo, párroco durante medio siglo, que exorciza a todo el pueblo. En la casa cural vive María Luisa, a quien se cita en la obra, sin duda con malicia, como la sobrina del párroco, y que es la mujer más odiada de Dabeiba. Tampoco pueden faltar los adivinos, ni el usurero, ni el poeta adiposo, ni las rameras inevitables, ni el bobo tradicional, ni las lluvias eternas. “De todo hay en la viña del Señor”, asegura el refrán. Es una novela bien tramada, mordaz y divertida. A la postre, la represa no explotó.

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El Quindiano, Armenia, 4-X-2024. Eje 21, Manizales, 4-X-2024. Nueva Crónica del Quindío, 6-X-2024.

Comentarios

Acabo de leer, enviada por alguno de nuestros comunes amigos, el texto de la reseña sobre Dabeiba. Lo estoy reenviando a mis 7 mil suscriptores de wasap y colgándolo en las redes donde acumulo seguidores. Tanta generosidad me va a llevar a ser un ícono. Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

De Dabeiba conocía yo su importancia por las minas de oro de las cuales nuestros aborígenes del noroccidente se abastecían, mientras que los del suroccidente obtenían el precioso metal por el sistema del mazamorreo de los ríos con arenas auríferas. Y los pueblos aborígenes que no tenían oro, como es el caso de los muiscas, lo adquirían por canje con sal, mantas y esmeraldas, tanto del oro de filón como el de aluvión. Mercedes Medina de Pacheco, Bogotá.

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Los ríos rebeldes del Quindío

lunes, 6 de mayo de 2024 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La lectura del libro titulado Desde el río Arma hasta el Quindío, de Diego Arango Mora, sobre el cual hice un comentario en marzo pasado, me llevó a la relectura de la novela El río corre hacia atrás (1980), de Benjamín Baena Hoyos, quien nació en Pereira en 1907 y murió en la misma ciudad en 1987. Su infancia transcurrió en Armenia. Fue representante a la Cámara, magistrado del Tribunal Superior de Manizales, diputado de la Asamblea de Caldas, notario de Pereira, profesor de literatura. Poco antes de morir, escribió el poemario Otoño de tu ausencia, que solo vino a conocerse muchos años después, y hoy se ignora.

Su novela –reimpresa en 2017 por la Universidad Tecnológica de Pereira– es la narración más vigorosa, certera y sobrecogedora que se ha escrito sobre la colonización del Quindío. En ella se mueven, con lacerante dramatismo, las corrientes de colonos procedentes de Antioquia que llegaron a desbrozar los terrenos baldíos en busca de mejores medios de vida, atraídos por la fertilidad ecológica y el oro escondido en las guacas indígenas. Como esas tierras no tenían dueño, serían ellos quienes iban a cultivarlas para buscar el sustento y el bienestar de sus familias.

A esa tarea se dedicaron con las mayores dosis de esfuerzo, coraje y entusiasmo. De sol a sol dejaban en los campos las desgarraduras causadas por el duro laboreo que los premiaba con el florecimiento de sus plantíos y la mejora de sus viviendas. Había sudores, y plagas, y dolencias, y angustias, y lluvias inclementes, y muertes brutales, pero sus faenas se traducían en la conquista y el amor a la tierra. El azadón y el machete eran sus elementos de combate y redención.

En 1884, apareció en el panorama un ave siniestra: Burila, compañía latifundista fundada en Manizales por socios de gran influencia local y nacional, cuyo propósito era apoderarse de la inmensa cantidad de terreno de que era rica la región. De entrada, habían adquirido un latifundio de 125.000 hectáreas que se iniciaba en Zarzal (Valle) y abarcaba buena parte del mapa quindiano. Sus enemigos eran los colonos, quienes se habían posesionado de los campos baldíos.

Y llegaron días atroces marcados por los atropellos y la crueldad con que Burila se enfrentó a los pobladores. Con astucia y la complicidad de algunas autoridades, la compañía llevó a cabo pleitos ignominiosos contra aquella gente desprotegida que pedía a gritos el derecho a la vida. Con despojos, hostigamientos, torturas y muertes, la compañía impuso una época de terror. ¡Tierra…, tierra…, tierra…!, era el clamor furioso que salía de miles de gargantas. Esto es lo que Baena Hoyos pinta en su novela magistral. Personajes suyos como Severiano y Nicanor son humildes labriegos que luchan a brazo partido por retener las propiedades que han conquistado con el sudor de la frente.

Libro de profundo carácter social, se convierte en un grito masivo contra la injusticia y la barbarie, y reconstruye la epopeya de aquel éxodo que puso los cimientos para el desarrollo y prosperidad del Eje Cafetero. Frente a semejante ola de iniquidad, El río corre hacia atrás es el símbolo exacto para afirmar que los dieciséis ríos de la región impulsaron sus aguas hacia atrás en señal de protesta y rebeldía.

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Eje 21, Manizales, 3-V-2024. Nueva Crónica del Quindío, Manizales, 5-V-2024.

Comentarios

 Indudablemente, El río corre hacia atrás es uno de los más bellos libros escritos sobre la colonización del Quindío. Bello por su magnífica prosa descriptiva de paisajes, costumbres y quehaceres de esos labriegos que construyeron esta región. Dolorosa hasta lo más profundo, pues a las carencias y sufrimientos de un proceso colonizador sumaron la violencia que Burila desató contra ellos. ¡Cuántos años de violencia insensata en nuestra tierra! Diego Arango Mora, Armenia.

Muy buena descripción histórica del desarrollo luchador del Eje Cafetero. Rebeldía que ojalá se tuviera para contrarrestar el retroceso en que está nuestro querido país. Humberto Escobar Molano, Villa de Leiva. 

Categories: Novela, Quindío Tags: ,

Los ríos rebeldes del Quindío

lunes, 6 de mayo de 2024 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

 La lectura del libro titulado Desde el río Arma hasta el Quindío, de Diego Arango Mora, sobre el cual hice un comentario en marzo pasado, me llevó a la relectura de la novela El río corre hacia atrás (1980), de Benjamín Baena Hoyos, quien nació en Pereira en 1907 y murió en la misma ciudad en 1987. Su infancia transcurrió en Armenia. Fue representante a la Cámara, magistrado del Tribunal Superior de Manizales, diputado de la Asamblea de Caldas, notario de Pereira, profesor de literatura. Poco antes de morir, escribió el poemario Otoño de tu ausencia, que solo vino a conocerse muchos años después, y hoy se ignora.

 Su novela –reimpresa en 2017 por la Universidad Tecnológica de Pereira– es la narración más vigorosa, certera y sobrecogedora que se ha escrito sobre la colonización del Quindío. En ella se mueven, con lacerante dramatismo, las corrientes de colonos procedentes de Antioquia que llegaron a desbrozar los terrenos baldíos en busca de mejores medios de vida, atraídos por la fertilidad ecológica y el oro escondido en las guacas indígenas. Como esas tierras no tenían dueño, serían ellos quienes iban a cultivarlas para buscar el sustento y el bienestar de sus familias.

A esa tarea se dedicaron con las mayores dosis de esfuerzo, coraje y entusiasmo. De sol a sol dejaban en los campos las desgarraduras causadas por el duro laboreo que los premiaba con el florecimiento de sus plantíos y la mejora de sus viviendas. Había sudores, y plagas, y dolencias, y angustias, y lluvias inclementes, y muertes brutales, pero sus faenas se traducían en la conquista y el amor a la tierra. El azadón y el machete eran sus elementos de combate y redención.

En 1884, apareció en el panorama un ave siniestra: Burila, compañía latifundista fundada en Manizales por socios de gran influencia local y nacional, cuyo propósito era apoderarse de la inmensa cantidad de terreno de que era rica la región. De entrada, habían adquirido un latifundio de 125.000 hectáreas que se iniciaba en Zarzal (Valle) y abarcaba buena parte del mapa quindiano. Sus enemigos eran los colonos, quienes se habían posesionado de los campos baldíos.

Y llegaron días atroces marcados por los atropellos y la crueldad con que Burila se enfrentó a los pobladores. Con astucia y la complicidad de algunas autoridades, la compañía llevó a cabo pleitos ignominiosos contra aquella gente desprotegida que pedía a gritos el derecho a la vida. Con despojos, hostigamientos, torturas y muertes, la compañía impuso una época de terror. ¡Tierra…, tierra…, tierra…!, era el clamor furioso que salía de miles de gargantas. Esto es lo que Baena Hoyos pinta en su novela magistral. Personajes suyos como Severiano y Nicanor son humildes labriegos que luchan a brazo partido por retener las propiedades que han conquistado con el sudor de la frente.

Libro de profundo carácter social, se convierte en un grito masivo contra la injusticia y la barbarie, y reconstruye la epopeya de aquel éxodo que puso los cimientos para el desarrollo y prosperidad del Eje Cafetero. Frente a semejante ola de iniquidad, El río corre hacia atrás es el símbolo exacto para afirmar que los dieciséis ríos de la región impulsaron sus aguas hacia atrás en señal de protesta y rebeldía.

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Eje 21, Manizales, 3-V-2024. Nueva Crónica del Quindío, Manizales, 5-V-2024.

Comentarios

 Indudablemente, El río corre hacia atrás es uno de los más bellos libros escritos sobre la colonización del Quindío. Bello por su magnífica prosa descriptiva de paisajes, costumbres y quehaceres de esos labriegos que construyeron esta región. Dolorosa hasta lo más profundo, pues a las carencias y sufrimientos de un proceso colonizador sumaron la violencia que Burila desató contra ellos. ¡Cuántos años de violencia insensata en nuestra tierra! Diego Arango Mora, Armenia.

Muy buena descripción histórica del desarrollo luchador del Eje Cafetero. Rebeldía que ojalá se tuviera para contrarrestar el retroceso en que está nuestro querido país. Humberto Escobar Molano, Villa de Leiva. 

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Las religiones según Soto Aparicio

viernes, 15 de marzo de 2024 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

 Entre los libros controversiales que me faltaban leer de la obra de Fernando Soto Aparicio se encuentra la novela Y el hombre creó a Dios (ediciones Hombre Libre, 1998). En ella aborda el complicado tema de las religiones, que tanta discusión y choques ha causado en el mundo. Se estima que existen alrededor de 4.200 religiones, de las cuales el 80 % de la población global pertenece al cristianismo, el islamismo, el hinduismo, el judaísmo y el budismo.

Este enunciado indica la diversidad de creencias y prácticas religiosas en que está dividida la humanidad desde el comienzo de los siglos. Esto ha dado lugar a la creación de incontables dioses en todos los confines del universo, y así mismo, a los dogmas y antidogmas, a las pugnas y las guerras de que está llena la historia universal.

Este es el terreno que pisa Soto Aparicio en su novela. Para desarrollarlo, pone en escena a personajes bien caracterizados, como Marcos Aragón, el protagonista, y a un grupo de bellas y sensuales mujeres: Araluz, Flora y Floribel. Son ellos los que dramatizan la acción novelesca y le permiten al escritor explayar su pensamiento en el campo de la religión, del debate crítico y de los conflictos del alma.

Comienza él por rebatir la existencia del cielo y del infierno, y resalta el bien y el mal como la pauta rectora e ineludible de la conciencia del hombre. Y enfatiza: “No hay más religión que la propia conciencia de obrar bien”. No cree en otra vida, sino en la eternidad de la vida, y manifiesta que el hombre es un ser cósmico, que viene de la energía y regresa a ella.

Hace un recuento de la cantidad de guerras, masacres y abusos cometidos al amparo de la religión. Entre esas atrocidades se refiere a las Cruzadas, que tenían como meta dominante el fanatismo. “La Inquisición –dice– mató a centenares de miles de hombres, mujeres y niños en el mundo durante varios siglos”. E incluye a los millones de indígenas exterminados por la religión católica en América Latina.

En cuanto al judaísmo y la religión árabe, menciona la posición inferior y humillante que le adjudican a la mujer en la familia y en la sociedad. Allí la mujer ha perdido su esencia femenina y se le prohíbe dejarse ver por otras personas, para lo cual se estableció el velo, como si se tratara de una pecadora andante.

Frente a la realidad angustiosa que acompaña desde siempre al ser humano, se inventaron los dioses. Como el hombre tiene necesidad de protección y alivio para sus necesidades, acude a un ser superior. De ahí nace el título de la novela: Y el hombre creó a Dios. Ese Dios es una necesidad y una urgencia de amor. El verdadero amor, que implica la armonía y la paz del espíritu, es el eje de toda la obra de Soto Aparicio. Es la mejor religión.

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Eje 21, Manizales, 20-X-2023.  Nueva Crónica del Quindío, 22-X-2023.

Comentarios

 El libro de Fernando Soto Aparicio es interesante para entender la confusión del fanatismo alrededor de la religión. Lo que Dios menos ha querido es que el mundo se divida. Él profesa la unidad y el amor. Lo que pasa es el que el ser humano, inconforme por naturaleza, decide tener herramientas que lo llevan a vivir en violencia. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Esto de las religiones y los dioses es un tema apasionante por la gran incidencia que ha tenido en la formación y desintegración de muchas sociedades y en el actuar del hombre en todas las épocas. Las religiones –no lo dudo– han sido causa desde siempre de guerras, destrucción y tragedia, pero infortunadamente la humanidad no ha aprendido a evadirlas. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

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