Por: Gustavo Páez Escobar
Recuerdo alguna página de Azorín que habla deleitosa, filosóficamente, de los libros que se buscan, se manosean, se conquistan y terminan confundidos con la propia personalidad del lector. En ese ir y venir por los caminos librescos nos vemos contagiados de afán exploratorio, de ansia cultural, de inquisición sobre autores y títulos, para desembocar finalmente, cuando hay penetración, en la calle angosta del libro decantado, ese que se adquiere con celoso empeño y se lee silenciosamente con degustación y provechoso análisis.
El libro es el mayor medio de cultura que ha inventado la humanidad y resistirá los embates de todas las tecnologías, aun las más audaces, comprendida la sofisticada que pretende transmitirnos el saber por medios audiovisuales o mediante comprimidos televisados, como si fuera posible adquirir erudición de prisa o ingiriendo grageas instantáneas. La cultura, veloces innovadores, es cosa seria. No viene en píldoras y no se vende, claro está, en las farmacias.
Los computadores pueden vomitar cifras increíblemente precisas con sólo oprimir botones, y hacer planeaciones desconcertantes, y remplazar al hombre en múltiples actividades, y hasta hablar y de pronto mandar, pero no lograrán desplazarlo. Estos cerebros mecanizados de la época, aptos para resumir un libro a su contenido elemental, con ahorro de paráfrasis y de inútiles divagaciones, según se piensa, están en vía de permitir que el hombre adquiera una visión del contexto con la rapidez de la luz.
¡Tranquilo, señor Cervantes!
¿Esto dará cultura y dejará conocimiento? ¿Es posible acaso inyectar cultura por soplos milagrosos? ¡Tonta ilusión! Si de un vistazo se llegara a «leer» el Quijote visualizándolo en una pantalla por donde desfilaran los pasajes que se desean, podemos desde ahora compadecernos del pobre don Miguel que tanto magín consumió escribiendo su obra cumbre, sin calcular que sucesivas generaciones la abreviarían cada vez más hasta convertirla en una cinta milimétrica.
¡Pero tranquilo, señor Cervantes, que esto es más especulativo que eficaz! La máquina puede minimizarlo a usted, descuartizarlo y quizá ponerlo a andar a velocidades ignoradas por sus calmosas caballerías, pero no conseguirán extinguirlo, porque en cualquier anaquel culto continuará su obra viva y gloriosamente desdeñosa del afán mutilador.
La máquina, sempiterno señor, trata de enseñarnos a leerlo de afán, con premuras de estudiante desaprovechado en vísperas de exámenes, pero ni su Quijote, ni su Sancho, ni su Rocinante, ni su Galatea, ni su Sigismunda, seguidos de los numerosos personajes que usted creó para que lo protegieran, se dejarán disminuir por una humanidad precipitada, ávida de velocidades y falta de raciocinios, a la que usted, como buen caballero, no quiere indigestar con estas revolturas de los libros triturados y a medio engullir.
Siga, por tanto, durmiendo su justo sueño y olvídese de los cerebros electrónicos y de las mentes humanas deshumanizadas, que entre todos no serán capaces de rasgar la pluma y producir un pensamiento profundo, porque sólo se mueven por impulsos y carecen de cerebro pensante.
El libro no morirá
Hay quienes suponen, y lo pregonan jubilosamente, que el libro desaparecerá. Juventudes alborozadas esperan cargar a los clásicos entre cartuchos de microfilm. ¡Al diablo con los volúmenes tediosos!, se dirán los estudiantes del mañana, y desde ahora los están acorralando en el último rincón de la casa y para qué decir que menospreciando. Los tiempos modernos son de brevedad, de ligereza, de liberación de lo antiguo y lo pesado, de rapidez y frenesí. La lectura de un libro famoso –un artículo cada vez más desconocido– no cabe en estas mentes volátiles.
Pero aun así el libro no morirá. Si día a día las bibliotecas hogareñas son más decorativas que formadoras, los lectores verdaderos –una institución en decadencia, aunque no extinguible– caminan despacio, devoran páginas nutritivas y protegen al mundo contra el comején iconoclasta. La lectura rápida, otra invención de la época, caracteriza muy bien el afán, la angustia del hombre contemporáneo por ir de prisa, sin demasiadas reflexiones, en esta era de la propulsión a chorro que invade espacios ultraterrestres y que irónicamente está desnaturalizando al propio hombre, al reducirle su capacidad de pensar.
El auge de la cibernética
Desistan, señores revolucionarios, tecnócratas insaciables, de intentar que el mundo se vuelva máquina. El computador que ustedes perfeccionan con tantas minucias para meterlo en la cabeza del hombre no logrará «pensar» más allá de su programación. Al acabársele la cuerda, enmudecerá como un ente caído, como un muñeco hueco.La tecnología, todos los días más asombrosa pero cada vez más deshumanizada, ha realzado la máquina.
Estamos en el auge de la cibernética, monstruo deformador de la humanidad que quiere manejarlo todo con palancas y soplos mecánicos, desalojando a su inventor; pero no conseguirá sustituirlo cabalmente, porque el hombre es único e irremplazable. El meollo consiste en que el cerebro de la máquina no será nunca el cerebro del hombre.
Suponer la muerte del libro es idea errónea. El mundo del futuro, se dice, será manejado electrónicamente y por tanto no se necesitarán mayores conocimientos. Todo llegará «enlatado», otro término de la traviesa tecnología actual. Ya la televisión, con sus incursiones seudoculturales, trata de impresionar y hasta de montar cátedras eruditas, que con todo y sus artificios, y por eso mismo, se desvanecen con la fragilidad de lo fugaz y lo inconsistente.
La televisión, hoy por hoy y sobre todo en el futuro, tiene más de diversión momentánea que de sistema educador, contagiada como se encuentra de frivolidades, sutilezas y violencia. Pero siendo un imán poderoso para la molicie, y lamentablemente para la pereza de masas, está atrapando el interés colectivo y cada vez penetra con mayor dominio el ámbito del hogar y desde luego la atención del estudiante, que tira el aburrido texto de enseñanza ante el magnetismo de una pantalla divertida. Uno de los mayores enemigos de la formación es el televisor, ante el cual el hombre moderno renuncia a ser culto, y además aprende a ser superficial, con tal de estar cómodo.
El gran maestro de la vida
Hay que repetir hasta la saciedad que el destierro del libro significa vacío espiritual. Siendo el gran maestro de la vida –y que alguien desmienta con fundamento esta tesis–, no puede aspirarse a adquirir conocimientos, a dominar un oficio o una especialización, y sencillamente a ser cultos, sin la lectura. Por ahí en alguna parte se dice que si una persona dedicara dos horas diarias a la lectura, llegaría a ser sabia.
Puede que esto no resulte tan fácil en un mundo como el actual movido por densos fenómenos culturales, por nuevos conflictos y dispersas doctrinas, pero habrá que admitir que la disciplina de lecturas perseverantes y bien orientadas proporcionará, cuando menos, sólida estructura intelectual. La definición de sabio, en esta época de tan enredados caminos, puede ser debatible y no viene al caso; lo cierto es que el sabio lleva no pocos volúmenes impresos en el cerebro.
La inteligencia, un don natural, se cultiva y se endereza para fines útiles educándola. Los líderes del pueblo, los conductores de un país o de una empresa cualquiera, fracasarán si no son cultos. Y la cultura, hay que insistir, no se vende en las farmacias ni se conquista en poco tiempo; es consecuencia de arduas disciplinas y de profundos ejercicios mentales.
Los más preparados son los que gobernarán, los que siempre han gobernado al mundo. Los incapaces caen tarde o temprano por su propio peso. No puede aspirarse a ser alguien en la sociedad, ni por mucho dinero que se posea, que también se derrumba, si no existen ideas. La personalidad se robustece y adquiere bagaje no ante un televisor ligero ni apretando botones y misteriosos engranajes, sino formándola.
El libro es insustituible. No existe mejor canal de cultura. Tiene la propiedad de enseñar divirtiendo y de despertar la mente hasta ajustarla e imprimirle consistencia. Aun en estos tiempos de frivolidad y disolución en que el estudiante y el profesional se desentienden de pulir la inteligencia, el libro sigue haciendo sabios; y la ignorancia produciendo necios.
El libro será siempre el mejor maestro, el mejor consejero, el mejor amigo. Si el humanismo tiende a agotarse, el libro, y no la máquina, ni el televisor, ni el transistor, ni los «enlatados», nos salvará del desastre. Un planeta sin humanismo no vale la pena y destruiría al propio hombre.
Revista El Impresor, Editorial Bedout, Medellín, agosto/1980.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, julio/1987, noviembre/1988.