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¿Se están acabando los lectores?

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En el aeropuerto se hizo lustrar los zapatos. Tenía aspecto de ejecutivo. Me quedó de vecino en la sala de espera y me miró de soslayo. En seguida se puso a leer el periódico. Cuando no hay con quién platicar, el pe­riódico es el mejor interlocutor. Una de las caracterís­ticas de los aeropuertos es la soledad, por más que nos movamos entre la multitud.

Mi vecino se consumí en la lectura de El Espectador. ¡Qué bien!, pensé. Deseaba saber si había salido mi artí­culo. Lo descubriría cuando el viajero con pinta de ejecu­tivo abriera la página editorial. Pero había comenzado al revés, por la deportiva. Llamaron a bordo. En el trayecto busqué un ejemplar de mi diario y no lo encontré. Me ofrecieron  El Espacio, con su tradicional exhibición de des­nudismo. Una rubia seductora en las alturas no es lo más aconsejable, medité. Sobre todo si es de papel. Por con­siguiente, la desprecié.

En el recinto del avión volví a quedar, por maravillo­sa coincidencia, al lado del señor con trazas de ejecuti­vo, que me miró por encima de las hojas en desorden. Seguía absorto en la lectura y ajeno al nerviosismo que ataca a la mayoría de los transeúntes aéreos. Ya acomoda­do en mi silla, me sentí triunfante. Ahora sí sabría de mi nota. A los columnistas nos pasa algo extraño: cuando nos vemos en letras de imprenta nos elevamos. Un escritor en las nubes es lo más soberbio del mundo.

Mi vecino continuaba entretenido en las noticias de de­portes. Entonces saqué el bolsilibro que siempre cargo en los viajes y retomé la lectura. ¿Quién asesinó a Ankarets? (el título del libro) me lo revelaría, en dos viajes más, Herbert Adams, mi novelista de turno. Ya posesionado de las alturas, el jet parecía dormido entre las nubes. Cuando mi vecino le dio vuelta a la página, calculé que ahora sí buscaría el principio. Pero no. Seguía leyendo al revés.  ¡Qué lector tan extraño!, protesté en mi intimidad. Luego, por una sonrisa suya, adiviné el gol retundo de su equipo.

El jet y mi compañero de silla continuaban embebidos, el uno en los espacios infinitos y el otro en los deportes eternos. Íbamos ya por la mitad del viaje y el ejecutivo apenas había visto las dos hojas finales. Hasta que, con expresión de gozo, se manifestó enterado de todos los goles y todas las algarabías de los estadios. De pronto se detuvo. Con un bolígrafo se dedicó al crucigrama –y esta vez el pre­sunto ejecutivo apareció con cara de intelectual–, pasatiem­po que abandonó a los tres minutos al no fluir las soluciones. Saltó dos, tres, cuatro páginas. Cuando llegó al co­rreo de los lectores hizo una nueva parada.

Me hallaba en vecindad de mi posible artículo, que ya casi se descubría con caracteres magnéticos. Luego, con increíble acrobacia, pasó a la página primera, donde apa­recían los muertos del día anterior y el anuncio de los nuevos impuestos. ¡Horror! Se mostró desencantado con es­ta mezcla de goles, crucigramas indescifrables, muertes violentas y gravámenes inatajables. Y cerró el periódico. Cuando esperábamos la entrega de las maletas le pregunté:

–¿Qué dice el editorial de hoy?

–¿El editorial de hoy…? –repuso–. ¡Ah, sí! ¡La pági­na editorial! La leeré con reposo en mi casa. Usted sabe que esta sección es la más seria, la más intelectual del periódico. Hay que leerla con más reflexión.

Tomó su maleta y se fue en busca del taxi. En su sem­blante sorprendí una ligera sonrisa. De ironía o de des­precio, no sé. Más adelante, suponiendo que yo no lo veía, arrojó el periódico en la caneca de la basura y se perdió en la muchedumbre.

¿Se estarán acabando los lectores?, me pregunté más tarde, y me acordé, a propósito del falso o real ejecuti­vo, que también el mundo es de fachada y de ficción. Tal vez los lectores nunca se terminen, pero ciertas aparien­cias indican que la sociedad es hoy más superficial, aun­que también más ostentosa.

El Espectador, Bogotá, 24-XI-1989

 

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Leer periódicos

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un conocido mío, a quien tuve que escuchar con paciencia y con lástima, se jactaba de no leer periódicos. Le pregunté si por lo menos tenía algunos espacios preferidos de la prensa o algún día especial que hicieran la excepción de tan extraña conducta. Y me respondió que su triunfo, como pasó a definirlo, consistía en no perder el tiempo en una sola línea de periódico. En cambio, gozaba con los novelones y con la literatura obscena.

Su confesión fue sincera. Al re­flexionar en que yo era columnista del diario que él acababa de despreciar, me presentó disculpas. Yo preferí no refu­tarle nada, también para no perder el tiempo. Pero me propuse hablar en público, para lectores indulgentes que por fortuna estimulan el esfuerzo del articulista, y no para aquel ser insus­tancial que se cree todo un héroe con su incapacidad para adquirir cultura.

Si la única excepción fuera la del ocasional charlatán, no valdría la pena gastar un espacio valioso para seme­jante nadería. Pero en él están repre­sentados miles de colombianos, para no hablar de una inmensa mayoría no tanto de iletrados como de indiferentes, para quienes el periódico no significa nada. Para mí, en cambio, es un pan cotidiano. Son ellos los que prefieren, de seguro, la molicie atrofiante ante un aparato de televisión o una radio zumbona, a la cátedra diaria de forma­ción que representa el periódico de categoría.

En modo alguno voy a descalificar ni la televisión ni la radio, que bien seleccionadas son medios de aprendi­zaje o por lo menos de diversión, pero para lograr mayor cul­tura es indispensable leer periódicos. Buenos periódicos, desde luego, y además saber leerlos.

En el mundo laboral donde discurre la vida de este escritor que también sabe de cifras y complicaciones bancarias, resulta deprimente encontrarse, por ahí rodando por ambientes diversos, con personas sobresalientes en la sociedad o en los negocios que no tienen la más mínima noción del aconte­cimiento del día, ni se preocupan por superar su ignorancia supina. Hay ejecutivos que desconocen hasta los sucesos más espectaculares. Esa es, por desgracia, una triste realidad nacional. Es la imagen de un país sin ganas de culturizarse. Ahí está también la radiografía de la empresa que se de­sentiende del nivel cultural de sus colaboradores.

Si se comenzara por dedicarle si­quiera media hora diaria a la lectura de un buen diario, ya se vería cuánto se progresa. Es posible que después se saltara a la hora, lo que ya significaría una disciplina permanente. Y como tal, una escuela de superación. Ponga usted a funcionar la mente con libros, revistas y periódicos y casi sin notarlo logrará mayor dominio del idioma y más capacidad para pensar y defen­derse.

Es natural que la lectura, ojalá combinada con la escritura (y esto no sólo se refiere a escribir libros o artículos de prensa, sino también cartas o informes de trabajo), permite aclarar las ideas y razonar mejor.

La ortografía, el rompecabezas de quienes pretenden saberla sin estu­diarla ni practicarla, deja de ser misterio cuando se leen de seguido buenos autores. Estos transmiten sin­taxis y redacción, estilo y erudición. Se dice que el libro es el gran maestro de la vida. Esto supone que el periódico también lo sea por tratarse de un libro dividido en muchas materias.

Es una enciclopedia que nos entrega todos los días, en trozos selectos, una visión veloz sobre el mundo, con pen­samientos críticos y diversidad de opiniones para captar la complejidad del tiempo. En el diario se encuentra de todo, desde amenidades hasta verda­deros ensayos, y se distribuye en píldoras para que mejor aproveche.

Los ejecutivos modernos, por lo ge­neral ajenos a las reglas gramaticales, no leen. En este barullo de máquinas y computadoras se quiere que todo se mueva por impulsos, casi por muecas, como si la comunicación no fuera el medio natural e imprescindible con que se entienden los seres humanos. La empresa está en crisis: se está deshu­manizando. Por eso se explica tanto desastre nacional.

*

No puede aspirarse a tener cultura general prescindiendo del periódico. Si con él conseguimos información, orientación y múltiples conocimientos, debería convertirse en un deber cívico de cada colombiano. El héroe de paco­tilla que suscitó esta nota tal vez nunca llegue a comprender que jamás se pierde el tiempo con el cerebro en marcha. Recuperarlo a sus años le quedará cuesta arriba por no haber aprendido a leer cosas serias.

El Espectador, Bogotá, 3-VI-1985.

 

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Defensa del libro

viernes, 7 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Recuerdo alguna página de Azorín que habla de­leitosa, filosóficamente, de los libros que se buscan, se manosean, se conquistan y terminan confundidos con la propia personalidad del lector. En ese ir y ve­nir por los caminos librescos nos vemos contagiados de afán exploratorio, de ansia cultural, de inquisición sobre autores y títulos, para desembocar finalmente, cuando hay penetración, en la calle angosta del libro decantado, ese que se adquiere con celoso empeño y se lee silenciosamente con degustación y provechoso análisis.

El libro es el mayor medio de cultura que ha in­ventado la humanidad y resistirá los embates de todas las tecnologías, aun las más audaces, comprendi­da la sofisticada que pretende transmitirnos el saber por medios audiovisuales o mediante comprimidos televisados, como si fuera posible adquirir erudición de prisa o ingiriendo grageas instantáneas. La cultu­ra, veloces innovadores, es cosa seria. No viene en píldoras y no se vende, claro está, en las farmacias.

Los computadores pueden vomitar cifras increíble­mente precisas con sólo oprimir botones, y hacer planeaciones desconcertantes, y remplazar al hombre en múltiples actividades, y hasta hablar y de pronto mandar, pero no lograrán desplazarlo. Estos cere­bros mecanizados de la época, aptos para resumir un libro a su contenido elemental, con ahorro de pará­frasis y de inútiles divagaciones, según se piensa, es­tán en vía de permitir que el hombre adquiera una vi­sión del contexto con la rapidez de la luz.

¡Tranquilo, señor Cervantes!

¿Esto dará cultura y dejará conocimiento? ¿Es posible acaso inyectar cultura por soplos milagrosos? ¡Tonta ilusión! Si de un vistazo se llegara a «leer» el Quijote visualizándolo en una pantalla por donde desfilaran los pasajes que se desean, po­demos desde ahora compadecernos del pobre don Miguel que tanto magín consumió escribiendo su obra cumbre, sin calcular que sucesivas generacio­nes la abreviarían cada vez más hasta convertirla en una cinta milimétrica.

¡Pero tranquilo, señor Cer­vantes, que esto es más especulativo que eficaz! La máquina puede minimizarlo a usted, descuartizarlo y quizá ponerlo a andar a velocidades ignoradas por sus calmosas caballerías, pero no conseguirán extin­guirlo, porque en cualquier anaquel culto continuará su obra viva y gloriosamente desdeñosa del afán mutilador.

La máquina, sempiterno señor, trata de en­señarnos a leerlo de afán, con premuras de estudian­te desaprovechado en vísperas de exámenes, pero ni su Quijote, ni su Sancho, ni su Rocinante, ni su Galatea, ni su Sigismunda, seguidos de los numerosos personajes que usted creó para que lo protegieran, se dejarán disminuir por una humanidad precipitada, ávida de velocidades y falta de raciocinios, a la que usted, como buen caballero, no quiere indigestar con estas revolturas de los libros triturados y a medio en­gullir.

Siga, por tanto, durmiendo su justo sueño y olvídese de los cerebros electrónicos y de las mentes humanas deshumanizadas, que entre todos no serán capaces de rasgar la pluma y producir un pensamien­to profundo, porque sólo se mueven por impulsos y carecen de cerebro pensante.

El libro no morirá

Hay quienes suponen, y lo pregonan jubilosa­mente, que el libro desaparecerá. Juventudes albo­rozadas esperan cargar a los clásicos entre cartuchos de microfilm. ¡Al diablo con los volúmenes tedio­sos!, se dirán los estudiantes del mañana, y desde ahora los están acorralando en el último rincón de la casa y para qué decir que menospreciando. Los tiempos modernos son de brevedad, de ligereza, de liberación de lo antiguo y lo pesado, de rapidez y frenesí. La lectura de un libro famoso –un artículo cada vez más desconocido– no cabe en estas mentes voláti­les.

Pero aun así el libro no morirá. Si día a día las bibliotecas hogareñas son más decorativas que formadoras, los lectores verdaderos –una institución en decadencia, aunque no extinguible– caminan despa­cio, devoran páginas nutritivas y protegen al mundo contra el comején iconoclasta. La lectura rápida, otra invención de la época, caracteriza muy bien el afán, la angustia del hombre contemporáneo por ir de pri­sa, sin demasiadas reflexiones, en esta era de la pro­pulsión a chorro que invade espacios ultraterrestres y que irónicamente está desnaturalizando al propio hombre, al reducirle su capacidad de pensar.

El auge de la cibernética

Desistan, señores revolucionarios, tecnócratas insaciables, de intentar que el mundo se vuelva má­quina. El computador que ustedes perfeccionan con tantas minucias para meterlo en la cabeza del hom­bre no logrará «pensar» más allá de su programa­ción. Al acabársele la cuerda, enmudecerá como un ente caído, como un muñeco hueco.La tecnología, todos los días más asombrosa pero cada vez más des­humanizada, ha realzado la máquina.

Estamos en el auge de la cibernética, monstruo deformador de la humanidad que quiere manejarlo todo con palan­cas y soplos mecánicos, desalojando a su inventor; pero no conseguirá sustituirlo cabalmente, porque el hombre es único e irremplazable. El meollo consiste en que el cerebro de la máquina no será nunca el ce­rebro del hombre.

Suponer la muerte del libro es idea errónea. El mundo del futuro, se dice, será manejado electróni­camente y por tanto no se necesitarán mayores conocimientos. Todo llegará «enlatado», otro término de la traviesa tecnología actual. Ya la televisión, con sus incursiones seudoculturales, trata de impresionar y hasta de montar cátedras eruditas, que con todo y sus artificios, y por eso mismo, se desvanecen con la fragilidad de lo fugaz y lo inconsistente.

La te­levisión, hoy por hoy y sobre todo en el futuro, tiene más de diversión momentánea que de sistema educa­dor, contagiada como se encuentra de frivolidades, sutilezas y violencia. Pero siendo un imán poderoso para la molicie, y lamentablemente para la pereza de masas, está atrapando el interés colectivo y cada vez penetra con mayor dominio el ámbito del hogar y desde luego la atención del estudiante, que tira el aburrido texto de enseñanza ante el magnetismo de una pantalla divertida. Uno de los mayores enemi­gos de la formación es el televisor, ante el cual el hombre moderno renuncia a ser culto, y además aprende a ser superficial, con tal de estar cómodo.

El gran maestro de la vida

Hay que repetir hasta la saciedad que el des­tierro del libro significa vacío espiritual. Siendo el gran maestro de la vida –y que alguien desmienta con fundamento esta tesis–, no puede aspirarse a adqui­rir conocimientos, a dominar un oficio o una especialización, y sencillamente a ser cultos, sin la lectura. Por ahí en alguna parte se dice que si una persona dedicara dos horas diarias a la lectura, llegaría a ser sabia.

Puede que esto no resulte tan fácil en un mun­do como el actual movido por densos fenómenos cul­turales, por nuevos conflictos y dispersas doctrinas, pero habrá que admitir que la disciplina de lecturas perseverantes y bien orientadas proporcionará, cuando menos, sólida estructura intelectual. La definición de sabio, en esta época de tan enredados caminos, puede ser debatible y no viene al caso; lo cierto es que el sabio lleva no pocos volúmenes im­presos en el cerebro.

La inteligencia, un don natural, se cultiva y se endereza para fines útiles educándola. Los líderes del pueblo, los conductores de un país o de una empresa cualquiera, fracasarán si no son cultos. Y la cultura, hay que insistir, no se vende en las farma­cias ni se conquista en poco tiempo; es consecuencia de arduas disciplinas y de profundos ejercicios men­tales.

Los más preparados son los que gobernarán, los que siempre han gobernado al mundo. Los incapaces caen tarde o temprano por su propio peso. No puede aspirarse a ser alguien en la sociedad, ni por mucho dinero que se posea, que también se derrum­ba, si no existen ideas. La personalidad se robustece y adquiere bagaje no ante un televisor ligero ni apretando botones y misteriosos engrana­jes, sino formándola.

El libro es insustituible. No existe mejor canal de cultura. Tiene la propiedad de enseñar divirtiendo y de despertar la mente hasta ajustarla e impri­mirle consistencia. Aun en estos tiempos de frivoli­dad y disolución en que el estudiante y el profesional se desentienden de pulir la inteligencia, el libro si­gue haciendo sabios; y la ignorancia produciendo ne­cios.

El libro será siempre el mejor maestro, el mejor consejero, el mejor amigo. Si el humanismo tiende a agotarse, el libro, y no la máquina, ni el televisor, ni el transistor, ni los «enlatados», nos salvará del de­sastre. Un planeta sin humanismo no vale la pena y destruiría al propio hombre.

Revista El Impresor, Editorial Bedout, Medellín, agosto/1980.
Revista Nivel,
Ciudad de Méjico, julio/1987, noviembre/1988.

 

 

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Regale un libro

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Parecerá fuera de lugar invitar a los colombianos a que en esta Navidad regalen un libro. En momentos como los actuales, intoxicados de política, falta matizar la insipidez diaria con buenas lecturas. No hay que culpar demasiado a los periódicos porque sus espacios estén saturados de política y tengan que sacrificar, en aras de las vehementes jornadas de la hora, otros temas que no giren alrededor de la política. Tal es la divisa actual.

El colombiano amanece oyendo hablar a los políticos y se duerme con la última proclama de su candidato. Los periódicos destilan política. Les corresponde defender en sus columnas las posiciones ideológicas que les dictan sus principios. No hacerlo sería desubicarse dentro de una campaña que marcará la suerte de los colombianos para varios años.

Colombia, hay que reconocerlo, es un país pensante. Puede que los dardos que se lanzan desde la plaza pública, no todos nobles, y la mayoría airados, le estén causando daño al país, pero el colombiano sabe distinguir el lenguaje fino del atrabiliario. Y se propone buscar la mejor fórmula de las sometidas a su meditación. La efervescencia de la palabra rebota en los órganos de opinión, y estos se convierten en puente inevitable para transmitir las consignas que se gritan desde todos los escenarios de la contienda.

La fiera política, suelta por todos los caminos de la patria, mantiene cautivo al país. El tema obligado es la danza de los candidatos. Estos se enardecen, se sulfuran, se ofenden mutuamente. Cada cual se esfuerza por hacerse sentir más. Hay promesas de todos los matices, algunas tan halagadoras, que el pueblo desconfía de ellas. El colombiano raso, que mira con escepticismo y con temor este caldo politiquero, trata de discernir el futuro donde encuentre menos demagogia y más probidad. Donde vea más capacidad y menos embeleco. Y lo conseguirá.

Me salgo un poco del tema, pero es necesario hacerlo. Pico apenas la epidermis política del país para proponer que en el receso obligado de diciembre los colombianos regalen un libro. Todos deseamos dejar de hablar de política, así sea por días efímeros. El colombiano no quiere seguir alimentando, en el mes de las burbujas, la fiera que anda desenjaulada.

Un buen libro para este diciembre turbio y apretado quizá sea la pausa que hace falta. Será una manera de desintoxicar la mente. Los políticos se merecen un descanso reconfortante. En esta forma nos permitiremos los colombianos una tregua para pensar con mayor lucidez en los problemas públicos durante la contienda que habrá de ser más fogosa a partir de enero.

La gente no sabe qué regalar en diciembre. Los catálogos están vapuleados por la inflación. Muy pocos –casi nadie– se acuerdan de regalar cultura.  Se prefiere la ofrenda vistosa, por más inútil y empalagosa que sea, al verdadero gesto de amistad. En diciembre se necesita más solidaridad que formulismo. Todos buscan objetos al alcance del bolsillo, pero pocos los compran.

Nuestras costumbres sofisticadas no nos permiten cambiar la tradicional botella de licor, a veces adulterada, por un libro. Un libro cuesta cinco o diez veces menos que un whisky sin estampillar, o más de diez veces que uno estampillado. Pero hay gente que prefiere atacar el hígado en lugar de vitalizar la mente.

El país necesita cultura. Y esta cuesta menos de lo que muchos sospechan. La cultura es un ejercicio diario y una constante disciplina. Puede conseguirse más cultura en un libro bien digerido que en largos años de frivolidad universitaria. No digo nada sensa­cional al afirmar que un libro nunca sobra.

Entre las páginas amarillentas de un libro que ha resistido el rigor de los años suele uno encontrarse con la sabiduría intacta del tiempo y con el aroma del recuerdo. Cambiar, en el momento, la política por un libro, será “la pausa que refresca».

La Patria, Manizales, 14-XII-1977.
El Espectador, Bogotá, 19-XII-1977.

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Los pequeños lectores

lunes, 25 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La aparición de Las siete vidas de Midas, libro número 100 de la biblio­teca de Colcultura, trajo cierto revuelo en mi casa, y voy a explicarlo: Mis dos hijas, menores de 10 anos, ya habían oído hablar de un gato literato que estaba escribiendo sus memorias en el zarzo de una casa vieja.

Cuando les tra­je el librito de regalo, la tranquilidad casera se alteró, pues no quisieron con­formarse con el mismo volumen para las dos y no quedó otro remedio que duplicar el obsequio; lo que hice, des­de luego, con legítimo orgullo al en­contrarme con dos señoritas lectoras que emulaban en el afán de conocer las aventuras del singular personaje,

Y es que ellas se mandan sus humos. Cuando les entregué Los cuentos del pícaro tío conejo y les expliqué que quien había rotulado el libro para «mis queridas amiguitas» era su propio au­tor, el doctor Euclides Jaramillo Arango, maestro de las letras, se sintieron de tú a tú por el trato que se les daba, y ya tienen escritos varios cuentos que guardo celosamente sin saber si maña­na llegan a ser obras maestras de la lite­ratura.

La lectura es uno de los mejores me­dios de preparación. Y se inicia, como en el ejemplo propuesto, desde la ni­ñez. Es el libro el gran maestro de la vida. Pero por desgracia anda desterra­do de los hogares y solo excepcionalmente se habitúa al niño a leer des­de los primeros años. Se da por lo ge­neral mayor importancia a juegos y otros pasatiempos no siempre sanos, como el cine o la televisión cuando no se saben administrar, antes que a guiar la mente hacia horizontes desprovistos de cosas dañinas.

Si el mundo contemporáneo es más abierto que el que vivimos los padres actuales, es lo cierto que la libertad de hoy se ha deteriorado hasta el punto que la desviación de la juventud (la re­beldía, la vagancia, la frustración, la neurosis, el desenfreno sexual y tantos problemas de la época) depende del descontrol de los pri­meros pasos ¡Y los primeros pasos se dan siempre en el hogar!

La niñez necesita leer. Requiere de buenas y sanas lecturas. Hay que encaminarla. Separémosla, por momentos, del televisor cuando ningún bien le ha­ce el conocimiento anticipado de la droga que embrutece, o del puñal que hace brotar sangre, o del padre vicioso, o de la madre descarriada, o del hijo frustrado.

El pequeño lector de hoy se­rá sin duda la revelación del mañana. Despertar temprano estas inquietudes es quizás proyectar vocaciones que de otra manera pueden quedar dormidas para siempre por falta de estímulo y dirección.

Se le preguntó alguna vez a un señor erudito que había tenido pocos estu­dios cómo se había superado, y él res­pondió que la suya era una cultura de «antesala», explicando que en las espe­ras que tenía que hacer en razón de su oficio ante diversos despachos se dedi­caba a leer lo que encontrara a la ma­no. Y ya se sabe que en las antesalas se encuentra de todo, hasta monos animados; y estos también forman.

Y sin ir tan lejos, aquí en Armenia manifestaba un ejecutivo su interés por adquirir cultura leyendo, pero se que­jaba del poco tiempo que le quedaba para hacerlo, ante lo cual el autodidacto de mi amigo le replicó: «debe leerse hasta en el baño». ¡Y hay personas que gastan demasiado tiempo en el baño!

¿Por qué no aparecerán más gatos Midas? ¿O loros declamadores, o gor­gojos políticos, o perros filósofos, o conejos astronautas, o zorros médicos, o burros intelectuales?

La Patria, Manizales, 30-XI-1973.

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